Capítulo I
Londres, lunes 14 de marzo de 1842.
―¡Maldita sea! ―masculló Justin al intentar firmar una carta. En el papel había numerosas manchas de tinta que decoraban la torpe, tachada y vacilante caligrafía.
Miró por la ventana de su habitación. La ciudad todavía bullía en actividad a la luz del tibio atardecer que bañaba la estancia de un cálido dorado que resaltaba aún más el tono sus cabellos ígneos.
Justin llevaba nueve meses intentando recuperar la movilidad de sus tres dedos mutilados de su mano derecha. Había perdido la primera falange del dedo medio, anular y meñique por ayudar a su hermano gemelo, Horatio, en la captura de un asesino de mujeres que fue particularmente meticuloso y cruel a la hora de llevar a cabo sus macabros delitos.
No dudó en colaborar en la investigación, ni en su captura, ni en participar como testigo en el juicio que, finalmente, sentenció al criminal a la horca. Si hubiera sido por él, habría sido el fiscal que llevó a cabo la acusación. Sin embargo, no era ético...
A lo largo de esos nueve meses, se había recuperado de sus heridas. E incluso, empezó a usar más la mano izquierda mientras tenía la derecha inválida.
No obstante, para ese entonces no sabía qué era peor; su caligrafía con la mano izquierda o con la mano derecha. Con una, la letra era extraña, y con la otra, era como ver el texto de un niño de cinco años.
Se revolvió el cabello, se lo había cortado hacía poco y dejar en el pasado el juego de gemelos con su hermano. Idénticos, diferentes y tenía que aceptar que sus vidas tomaron rumbos diferentes.
Resopló y cambió de mano. Firmó con la mano izquierda.
Al finalizar, le dio una mirada apreciativa a su manuscrito. ¿Cómo podía ser tan frustrante y divertido a la vez?
―Frank se va a orinar de la risa cuando intente leer mi carta ―pensó en voz alta.
Sonrió al imaginar a su serio, solemne y demoniaco hermano mayor ―más bien, hermanastro, pero odiaba esa palabra― en esa tesitura.
Suspiró al pensar en Frank, marqués de Somerton, y en su nueva vida como hombre de familia junto a su esposa Diana y sus pequeños, Liam y Erin. Llevaba casi dos años dedicándose a las tierras de su título y la magistratura de Somerton, un pueblo cercano a Bristol. En ese mismo lugar también vivía Ernest, su otro hermanastro, también casado y se dedicaba a la administración de los bienes del marquesado. Con su esposa Samantha ya tenía un hijo llamado Austin y venía otro más en camino.
Frank y Ernest Smith eran hijos de su madre, Minerva, ―también Justin odiaba la palabra madrastra―, quién lo crio desde que él tenía cuatro años junto con su gemelo Horatio. Su vida en común se inició cuando ella se casó con August Montgomery, su padre. Para el resto de la sociedad, aquella unión fue un verdadero escándalo. Una marquesa que no guardó luto ni medio año, por su esposo que la abandonó a ella y a sus hijos en la pobreza y que, para más inri, asesinó a su concuñado por dinero. Minerva no era hipócrita. Ni August tampoco. Se amaban y punto. Llevaban más de veinte años juntos, el escándalo había sido convenientemente olvidado, y eran la perfecta definición de un buen matrimonio.
Un buen matrimonio. Eso tenían todos sus hermanos, incluso Horatio, quien siempre pensó que sus sentimientos no serían correspondidos por Marian, prima política a la que siempre amó. Llevaban ocho meses de feliz matrimonio.
Según sus hermanas, por su edad, a Justin ya lo podían catalogar como el solterón de la familia.
Justin dobló la carta y la metió dentro de un sobre. La selló y le puso una estampilla. Le quedaba solo una carta por abrir de la pila que había acumulado durante la semana. Alzó las cejas al ver la remitente.
Marian Montgomery.
―Hablando del diablo ―dijo Justin al abrir la carta.
Londres, jueves 10 de marzo.
Querido Justin:
Espero que estés bien al momento de leer esta misiva. El motivo de esta es por lo de siempre; tenemos un cupo para alguna señorita del palacio.
Ojalá contactes pronto a madame Rubí para que elija a una candidata adecuada para estudiar en la academia. También comunícale los nuevos protocolos de admisión.
Aprovecho también la instancia para invitarte a cenar el próximo viernes. Horatio ha estado muy ocupado con un caso y creo que necesita algo de distracción fraternal masculina.
Dicho esto, no tengo nada más que agregar.
Cariños.
Marian Montgomery.
«Toca visitar el palacio. Hace tiempo que no veo a Rubí», pensó Justin esbozando una sonrisa maliciosa.
La madame del burdel más caro y exclusivo de todo Londres era la mujer más misteriosa e intrigante que había tenido el placer de conocer. No sabía cuál era su verdadero nombre, no sabía cómo era su rostro, que siempre estaba velado por un antifaz. Apenas sí había vislumbrado el color de sus ojos, la plenitud de esos labios hechos para pecar y esa curvilínea figura que enfundaba en los vestidos más caros, elegantes y atrevidos que ninguna mujer pudorosa osaría usar.
La primera vez que la vio fue como un golpe que le costó disimular bajo la máscara de la indiferencia.
Con el tiempo se acostumbró a ella. Gracias a Dios. Porque después ella lo llamaba para pedirle consejos profesionales, dado que, en una de las tantas conversaciones que se extendieron más de la cuenta, él le comentó que era abogado y trabajaba en la fiscalía.
Justin se levantó y se estiró. Decidió que no aplazaría su visita al Palacio de Madame Écarlate.
*****
Como todas las noches de los lunes, Rubí se disponía a su labor de rellenar los libros contables. Cuando revisó la fecha en el calendario de su escritorio se dio cuenta de qué día era.
―Feliz cumpleaños, Evelyn ―susurró para sí misma, y anotó la fecha en el libro.
Llevaba doce años sin celebrarlo. El primer motivo era porque dormía la mayor parte del día, y no había razón de celebrar por tan pocas horas. Y la segunda, no le nacía hacerlo, pues estaba sola. No se permitía compartir demasiado con sus trabajadores o con las chicas, con quienes mantenía una cordial pero distante cortesía, pese a que las personas del palacio eran su principal preocupación.
No, no había podido cerrar el palacio durante todos esos años. En el fondo, seguía necesitando ese lugar. Debía admitir que dejarlo era más difícil de lo que pensaba. No tenía familiares ni amigos.
Dos golpes en la puerta interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Solo podía ser una persona.
―Pase, Marcus ―autorizó Rubí, sin levantar la vista de su libro.
Su guardia entró en la estancia. Un hombretón enorme, que era el último bastión para cualquier intruso que osara intentar penetrar en ese rincón del palacio.
―La busca el señor Montgomery, madame ―anunció con su voz gruesa.
―Que pase, por favor ―respondió con voz monocorde.
La puerta se cerró.
Rubí sacó el antifaz de su cajón y se lo puso con premura. Se retocó un tirabuzón rubio que pendía sobre su frente, y luego consultó su apariencia a un pequeño espejo que le devolvía la imagen de esa mujer que podía tener a medio Londres a sus pies con tan solo chasquear los dedos.
Los pasos del abogado se escuchaban por la escalera. Rubí se reclinó sobre el sillón que presidía su escritorio, la pieza central de esa estancia que era también su hogar.
La puerta se abrió. El abogado era altísimo, tanto como Marcus, pero sin su corpulencia.
Rubí soltó el aire de sus pulmones con discreción y una sensual sonrisa de medio lado adornó su rostro.
―¿Me extrañó, madame? ―Fue el irreverente saludo de Justin.
―No, usted tarde o temprano vuelve a mi humilde morada ―desestimó Rubí con un perezoso gesto con su mano―. Tome asiento, por favor... ¿Whisky? ―ofreció.
―Siempre ―aceptó Justin de buen grado, al mismo tiempo que se sentaba en la poltrona que estaba frente al escritorio. Su tobillo derecho descansó en su rodilla izquierda y preguntó―: ¿Cómo va el negocio?
―Bien, se nota que la temporada ya tomó impulso. En breve el salón principal estará lleno de caballeros hastiados de sus esposas o solteros que necesitan desahogarse.
Rubí terminó de servir dos vasos de whisky y le acercó uno a Justin. Ambos brindaron en silencio alzando sus vasos y bebieron un trago. Rubí miró de soslayo a Justin. El hombre siempre vestía impecable, no obstante, tenía cierta afición por usar chalecos que contrastaban con los colores oscuros que vestía. Esa noche se había decantado por un tono lavanda oscuro y resaltaba sus notables ojos azules. Observó sus dedos mutilados, le alegró que ya estuvieran totalmente recuperados, la última vez que lo vio estaban aún vendados. Recordaba bien ese día, él le comunicó que ya estaba fuera de cualquier peligro y el motivo de la visita era exclusivamente a pagarle la apuesta por diez guineas que ella había ganado.
―¿Y qué lo trae al palacio? ―preguntó Rubí, anticipando la respuesta de Justin.
―Hay un cupo para una de sus chicas en la academia ―reveló y bebió un pequeño sorbo.
Rubí sonrió, por eso le gustaban las visitas del abogado. Eran una oportunidad de sacar a una muchacha de la prostitución.
Era toda una hipócrita. Su negocio lucraba con la prostitución. Sin embargo, no por ese hecho se aprovechaba de las chicas e intentaba protegerlas de algún modo con sus estrictas reglas para los clientes.
―Excelente. Hay una candidata perfecta que tengo en la mira. Es muy inteligente, se lo aseguro.
―Usted siempre tiene a alguien en la mira... Han cambiado algunas condiciones en los procedimientos de admisión en la academia, debido a lo sucedido con el causante de esto. ―Y movió sus dedos cercenados.
La expresión de Rubí era neutral, pero su corazón se encogía al recordar aquel suceso en el que tres chicas desaparecieron, y gracias a los esfuerzos de la familia Montgomery, lograron encontrarlas. No obstante, en el proceso descubrieron que fallecieron muchas mujeres inocentes.
―Es algo natural que sucediera ―convino Rubí―. Dígame, cuáles son esas condiciones.
―Debe preparar un dossier de la muchacha con todos sus antecedentes reales, datos de contacto de familiares, amigos o conocidos, ojalá todo comprobado. Y, si aplica, señalar algún antecedente de personas con las que no desee tener algún tipo de contacto.
―Comprendo. No creo que sea problemático, las muchachas están al tanto de lo sucedido, por lo que ahora se cuidan más que antes.
―Perfecto.
Se hizo un silencio entre ambos en el que se miraron a los ojos. Rubí no quiso bajar la vista para no demostrar que se sentía cohibida ante el escrutinio del abogado. Justin no se atrevió a romper el contacto con la madame y parecer un adolescente retraído.
Dos golpes en la puerta los libraron de ceder.
―Adelante, Marcus ―dijo Rubí.
El hombre volvió a llenar el umbral de la puerta, impertérrito.
―Madame, la busca el señor Arnold Fitzgerald, dice que es abogado y pide una audiencia urgente con usted.
Rubí no pudo evitar fruncir el entrecejo, extrañada ante esa solicitud. Marcus se acercó a ella y le entregó una tarjeta. Rubí la examinó; buen papel y estaba impresa. Pocos bufetes de abogados podían darse ese lujo. Curioso, por lo que la madame comentó:
―Vaya, es un horario poco convencional para una visita profesional.
Justin alzó las cejas con ironía, Rubí señaló a Justin con la tarjeta con un lánguido ademán y añadió:
―Las suyas no cuentan, sabe a la perfección que detesto que me despierten temprano.
―Y yo que pensaba que era especial. ―Justin se tocó el pecho, como si le hubiera roto el corazón.
―No sea ridículo, señor Montgomery.
Justin negó con su cabeza. Se levantó de la poltrona con propiedad e hizo una leve inclinación. Ante la tácita despedida, Rubí alzó su mano y dijo:
―Por favor, no se vaya. Prefiero que usted esté presente en esta entrevista... No me fío de un abogado que viene a esta hora.
Justin se sentó, accediendo a la petición de Rubí. Algo en el tono de las palabras de la madame lo puso en alerta.
―Gracias, señor Montgomery. ―Dirigió su atención a Marcus―. Que pase el señor.
Marcus asintió y luego solo se oyeron los pesados pasos de él bajando la escalera.
El silencio volvió a reinar. Rubí jugueteaba con la tarjeta entre sus dedos. Justin centró su atención en las largas uñas de ella.
Una idea fugaz atravesó su mente como un rayo, pero fue lo suficiente para imaginar la sensación de esas uñas enterrándose en su piel.
La puerta se abrió.
Justin se acomodó ligeramente en su asiento.
Un hombre, bajo, canoso y con una expresión de estar pisando un océano de bosta de caballo se internó en la estancia. Portaba un maletín que hacía juego con su enorme abrigo oscuro. A todas luces deseaba pasar desapercibido en ese antro de la perdición.
Rubí alzó su barbilla. Justin lo miró de arriba abajo.
―Tome asiento, señor Fitzgerald ―ofreció Rubí con amabilidad, pese a que el sujeto ya no gozaba de su simpatía.
―No se tome la molestia, no le quitaré demasiado tiempo, señora ―anunció el señor Fitzgerald abriendo su maletín, sacó unos papeles y se los ofreció a Rubí informando―: Esta es una orden de desalojo de esta propiedad emitida por el Tribunal Superior de Justicia. El dueño de esta propiedad ha decidido que ya es suficiente su descarado usufructo.
Rubí apretó las mandíbulas y los tomó dando un leve tirón que evidenció su molestia. Sin embargo, más a allá de eso, no hubo más muestras de ninguna clase de emoción.
―Hasta dónde yo sé, eso es imposible, señor Fitzgerald ―replicó Rubí severa, entrándole los papeles a Justin, quien empezó a leer y a verificar si eran reales―. La dueña de esta propiedad, la señora Hudson ―recalcó― no me ha informado de nada semejante.
―En estos papeles dice que el dueño es el duque de Oxford ―intervino Justin.
―Eso es mentira ―aseguró Rubí, vehemente, y miró del mismo modo al señor Fitzgerald―. Sin duda la dueña apelará a ese insólito fallo en cuanto se entere mañana mismo.
―Tiene dos semanas de plazo ―repuso el señor Fitzgerald―. El duque es un hombre demasiado generoso y considerado con usted. Buenas noches.
Y sin decir nada más, el señor Fitzgerald abandonó la estancia.
―Esto parece estar en orden ―apuntó Justin y levantó la mirada. El rostro de Rubí ardía en cólera―. ¿Está segura de la que dueña...?
―Estoy muy, muy segura de quién es la verdadera dueña de este palacio ―interrumpió― y, definitivamente, no es el duque de Oxford.
―Bueno, entonces la señora Hudson está metida en un gran problema. ¿No sabe cómo obtuvo esta propiedad?
Rubí no contestó y se masajeó la frente. Necesitaba un abogado. Un hombre en qué confiar.
Dado que el señor Brown, el abogado que la asesoró durante muchos años, llevaba tres años en el cementerio, sopesó contratar los servicios del señor Montgomery. Solo había recurrido a él para consultar asuntos legales simples, nada que fuera lo suficientemente grave como para revelar su identidad, su origen.
Exponerse.
―¿Está bien, madame? ―preguntó Justin con evidente preocupación.
Los ojos de Rubí se cruzaron con los de Justin. Cumplía con los dos requisitos: no era cliente, ni la miraba con deseo.
La respetaba. Y decidió.
―Sí... Señor Montgomery, ¿mañana puede tener una entrevista con la señora Hudson?
―Le puedo recomendar un buen abogado, yo...
―No, tiene que ser usted.
―Pero soy fiscal de Old Bailey, solo me hago cargo de enfrentar juicios de ladrones, asesinos... criminales. No asuntos de propiedades y además no puedo ejercer ambos roles...
―Solo concédale una entrevista y decida ―insistió Rubí.
Justin no se sintió capaz de decirle que no. Los ojos de la madame le indicaban que no iba a recibir la negativa ni por todos los palacios del mundo.
―Oh, muy bien ―accedió, poniéndose de pie―. Aunque le diré lo mismo que a usted. La veré mañana a las diez en mi despacho en Old Bailey. Que sea puntual o no la recibiré.
―Así será, señor Montgomery ―aseveró Rubí, levantándose y ofreciéndole la mano. Él la estrechó sin dudar―. Muchas gracias.
―No, que ella le agradezca a usted ―replicó―. Estaré esperando el dossier.
―Por supuesto.
Justin soltó su mano y le dedicó una inclinación firme.
―Hasta pronto, madame.
―Hasta pronto, señor Montgomery.
Rubí se quedó de pie y en silencio. Se quitó el antifaz y resopló. Elevó su mirada al cielo.
―¿Cómo saldré de esta, mamá?
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