Prólogo

Chicago, 23 de septiembre.

Los murmullos de las voces susurrantes se expanden por la habitación mientras que el juez golpea varias veces sobre la madera con su mazo intentando que en la sala vuelva a predominar el silencio; no obstante, la conmoción es demasiado fuerte, desde los miembros del jurado hasta los presentes y abogados, todos quieren saber un poco más de lo sucedido.

—¡Orden! ¡Orden en la sala! —exige el juez y, poco a poco, las voces comienzan a disminuir; el hombre vestido con toga y blanco en canas observa al abogado de la fiscalía con mirada seria y penetrante—. Prosiga.

Este último se gira hacia mí con una sonrisa tranquilizadora en labios, pero ni siquiera este gesto logra relajarme a pesar de estar segura de lo que hago. El abogado, de apellido Monroe, es un hombre que debe estar adentrado en los cuarenta años de edad, con cabellos dorados y ojos marrones intensos; se las preguntas que va a hacerme, las hemos ensayados miles de veces mientras se preparaba el caso contra Richard Collins, un estafador y mafioso local y, ahora mismo, un asesino.

—Señorita Blake, puede contarles a los miembros del jurado los sucesos ocurridos el pasado treinta de agosto en el hotel Viceroy Chicago a las veinte horas con treinta minutos. Por favor, recuerde ser lo más exacta posible sobre los movimientos del señor Collins y nuestra víctima.

Asiento y, antes de comenzar mi narración, paseo la vista por la sala hasta que mis ojos se encuentran con los de Richard; a pesar del apuro en el que se halla su expresión no deja de parecer burlesca, aunque también puedo ver un frío odio en sus pupilas. Le observo más detenidamente, viste un traje elegante de color azul oscuro a juego con sus ojos, sus cabellos y barba son de color blanco puro a pesar de que no debe pasar los sesenta años de edad. Su posición relajada no deja de verse amenazadora hacia mi persona, pero no tengo miedo; llevo tres años siguiéndole la pista a este hombre y no puedo creer que por fin nos estemos enfrentando cara a cara en un juicio.

—El pasado treinta de agosto me encontraba en el hotel Viceroy Chicago buscando información sobre una nueva red de lavado de dinero; según mis fuentes el señor Richard Collins era el principal dirigente de la operación y se encontraría en el hotel con Jackson Gare, uno de sus socios financieros. Estuve presente cuando ambos hombres subieron a la habitación y minutos después el señor Collins salía de ahí con manchas de sangre en su ropa; a la mañana siguiente se descubrió el cadáver de Jackson Gare en ese mismo cuarto.

Los murmullos en la sala volvieron, no obstante, esta vez se acallaron mucho más rápido cuando el juez golpeo con su mazo sobre la madera. El abogado me sonrío para aclarar que lo había hecho bien y luego de eso prosiguió.

—No tengo más preguntas para la señorita Blake.

Acomodando su traje volvió a su asiento en el lado que le correspondía del tribunal a la par que el abogado de Collins se levantaba para caminar en mi dirección.

—No es desconocido para nadie que la señorita Amanda Blake ha perseguido a mi cliente durante tres largos años y jamás ha encontrado nada en su contra. —habló muy seguro de él mismo mirando detenidamente a los miembros del jurado—. Este no es más que otro de sus incontables intentos de poner al señor Collins, un honrado empresario, tras las rejas. —Ahora se gira hacia mí—. Señorita Blake, responda específicamente mi pregunta, ¿Vio usted cuando mi cliente atacó al señor Gare?
Trago en seco al ver el camino que toma el interrogatorio.

—No, pero…

—Exacto, no lo vio; ¿cómo saben que alguien no vino luego y mató a Jackson Gare?, el señor Collins admitió tener una pelea con él y de ahí la sangre, sin embargo, una pelea no significa asesinato.

—Pero…

—Señoría, me gustaría llamar al estrado a un nuevo testigo de este caso—interrumpe el abogado y el juez acepta su petición.

Me levanto de la silla de interrogatorio y me dirijo a mi asiento para luego observar a un hombre joven de cabellos negros y piel pálida, sus manos tiemblan y su vista no se alza del suelo.

—Señor Clayton, —comienza a decir el abogado—. Le he llamado a este tribunal para que les narre a todos los presentes lo que me ha contado a mí esta mañana.
El chico solo luce cada vez más nervioso y cuando miro a Richard Collins este también me está mirando, guiña un ojo para mí y automáticamente todo mi cuerpo se tensa y mis nervios renacen. Noto como Clayton alza la mirada y sus ojos lucen rojos como si hubiese llorado por horas.

—Yo fui quien mató a Jackson Gare.
Mis esperanzas caen al suelo y la rabia se apodera de mi al escuchar como el joven de cabellos negros cuenta la manera en que disparó y acuchillo a Jackson, por lo visto estaba harto de trabajar para él y que no le pagase, también desmintió que Richard Collins estuviese envuelto en cualquier lavado de dinero. Cierro mis puños con fuerza por la frustración al imaginar cómo terminará todo esto: Mi palabra contra la de Collins, el libre y todos los que hemos testificado en peligro.

Sé que no me equivoqué, sé que fue él el asesino…sin embargo, cuando el jurado y el juez dan el veredicto se declara que Richard Collins será libre hasta la espera de un segundo juicio y, mientras tanto, Clayton permanecerá en prisión por el cargo de asesinato en primer grado.
En toda la sala se escuchan los vítores de alegría en conjunto con los de frustración. Collins se levanta y luego de abrazar a su abogado y amigos camina con suavidad en mi dirección. Aunque me apetece, no logro moverme, es como si mis pies estuviesen clavados en el suelo y lo impidieran.

Richard toma mi mano y en un gesto de falsa caballerosidad la lleva a sus labios para besarla, siento la bilis subir por mi estómago y, aun así, no logro retirarme.

—Sin rencores Amanda. —Su voz pronunciando mi nombre es serena y tranquila—. Nos veremos en enero en el próximo juicio y, para ese tiempo, espero que considere muy bien su testimonio. No queremos accidentes por mentiras injustificadas.

Guiña su ojo y luego de ello da media vuelta para dirigirse a la salida del tribunal dejándome más enojada y frustrada que nunca en mi vida. Pero, sobre todo, sin saber cuan peligrosa podría resultar su pequeña amenaza.

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