Veintinueve, parte uno
No se me ocurrió alguna razón válida para no seguir. El deseo que sentía por Diego no retrocedía, no se apaciguaba, no mermaba de ninguna manera, al contrario, solo levaba y francamente, no quería esperar más. Él tenía la propiedad de empujarme a un estado de excitación incendiaria en la que a mí me provocaba quemarme a perpetuidad.
Y aunque poseía aquella seguridad tajante, eso no implicaba que los nervios no estuviesen presentes. Ahí, en medio del sofá, calentita, arropada con nuestra manta de lana blanca, me llevé una cucharada de dulce de leche a la boca y ahogué la risa que insistía en querer salir de mis labios. Me atacaban los nervios y me reía como tarada. Dejé la tacita en la mesa que estaba a un lado y me estiré. Luego, deslicé la mano por mi vientre bajo para acariciarme, me dolía un poco el pubis por la fuerza con la que nos habíamos frotado, hacía rato, desesperados sin poder llegar a más.
Tocaron el intercomunicador y Diego se aproximó a la puerta para recibir el pedido a domicilio que había hecho a la farmacia.
Condones, lubricante e ibuprofeno.
Me había comentado que era algo que ya había pensado comprar desde hacía un tiempo para estar preparado. Quería abastecerse de preservativos, para que cuando llegara el momento, este no le tomara desprevenido. No obstante, había tenido tanto trabajo, que no había encontrado oportunidad de ir a la farmacia.
Me entregó una pastilla con un vaso de agua. El tomarme un calmante había sido mi idea, quería minimizar el dolor que podría llegar a sentir. Luego lo miré caminar hacia la habitación, regresó un par de minutos más tarde sin camiseta, ni pantalones, solo en bóxer. Se colocó encima de mí, me besó en la mejilla y se dejó caer contra los mullidos cojines del sofá a mi espalda. Noté como sus manos se escurrían debajo de la manta por mis muslos y me quejé de lo frías que se sentían.
—Es que me las acabo de lavar, déjame, así se calientan.
—No —me quejé, pero él no me hizo caso—. Malo.
Diego me besó el hombro y me abrazó para empujarme contra su pecho. Estábamos viendo Dexter, una serie que empecé a ver a recomendación suya durante una de nuestras conversaciones de amigos por teléfono y que me gustaba mucho, excepto que, en ese momento, no le estaba prestando nada de atención a la actuación fabulosa de Michael C. Hall. Al contrario, mi mente solo conseguía orbitar alrededor del hecho de que, en su habitación, yacían todos los suministros necesarios para que siguiéramos retozando.
Ser consciente de eso me paralizó un poco, él parecía muy a gusto recorriéndome el abdomen con la punta de los dedos sin hacer ningún tipo de movimiento incitador. ¿No pensaba avanzar?, ¿tendría que ser yo la que propusiera seguir? Me pregunté si acaso lo hacía porque estaba nervioso, o porque guardaba algún ultra motivo. Tal vez, secretamente, le excitaba que fuese yo la que incitara el encuentro.
Reacomodé la manta en la que me encontraba envuelta, para arroparlo y retorné a mi posición, acostada de medio lado, con la mirada hacia el televisor, pretendiendo tranquilidad. La diferencia sustancial con aquel cambio era que la piel de mi espalda colindaba sin remedio con la de su pecho, lo que producía un delicioso contacto que me estremeció en el acto. Estaba desnuda, solo con las medias negras que me llegaban a la mitad de los muslos
Me acomodé mejor contra su anatomía y Diego, en un movimiento en apariencia anodino, arrastró mis caderas hacia atrás, para adherir mi trasero a su entrepierna. Me mordí el labio inferior, mientras lo sentía empalmarse de a poco, no quería que se notara el deseo que aquello me provocaba.
Fingí mirar la televisión, fingí que el toque de sus dedos era insignificante, fingí que el motivo por el que echaba mi cabello a un lado era porque sentía algo de calor y no porque buscaba darle acceso descarado a mi cuello. Su respiración no tardó en golpearme en cálidas ráfagas. A diferencia de mí, Diego no se hacía de rogar, en definitiva, había juegos que me formulaba y ejecutaba sola sin que él se enterase nunca de su participación, o estuviese interesado en hacerlo. Él era más de acciones.
Cerré los ojos cuando sentí el roce de sus labios. Un beso simple y húmedo se plantó en mi hombro y luego otro... Y otro... Y muchos más. Aquello era un poco como llover sobre mojado. No conseguía resistirme a esa intolerable sensualidad que emanaba de su cuerpo, ¿acaso a él le sucedía algo parecido conmigo?
En mi intento falso de no-seducción me negué a gemir, quería hacerlo trabajar, que pensara en que no estaba interesada por completo. Deseaba jugar a eso, aunque fuesen unos escasos cinco segundos, que en todo caso, era la cantidad de tiempo que conseguía aguantar la respiración. Resultaba divertido pelear una guerra que se sabía de antemano perdida y con mucho gusto.
Los dedos cálidos de Diego marcaron una trayectoria ascendente, para rodear uno de mis pechos y apretarlo delicadamente. Cerré los párpados y clavé más los dientes sobre la piel de mis labios hasta ponerlos de seguro blanquecinos. El placer que me produjo la caricia de su lengua al recorrerme el cuello me estremeció sin remedio y así, así de simple perdí, dejando que un gemido se desprendiera de mis labios. Él apoyó su erección contra mi trasero en respuesta y eso me hizo jadear de nuevo. Estaba demostrado, nuestros deseos eran consonantes.
Ambos combustionábamos en fracción de segundos, éramos demasiado inflamables.
Me giré hacia él, tras mirarlo un momento, mis labios se unieron a los suyos con un beso dulce y sosegado, aunque breve, no podía ser de otra manera, porque solo era el inicio de la vorágine de besos desesperados que nuestras anhelantes bocas necesitaban darse.
Me lamió los labios, un gesto al que ya me había acostumbrado e incluso, esperaba con fervor. Mis manos se aferraron a su cuerpo, en busca de transmitirle que mis ansias por él eran inequívocas. Noté como sus dedos se afianzaban en mi muslo, para levantarlo y encajarlo sobre su cadera, para propiciar el roce de nuestras pelvis. Mis pechos se erizaron ante el contacto del vello de sus pectorales y mi sexo se apretó, sucumbiendo a todas las sensaciones que él despertaba en mi interior.
Diego se irguió y me miró. Los ojos grises se veían en especial nubosos, había algo en ellos aterrador. Supuse que era cierta reminiscencia de algún antepasado salvaje que parecían guardar que me encantaba ver. Se levantó, me quitó la manta y me ayudó a ponerme de pie frente a él. Acarició mi cabello con mimo y lo colocó detrás de mis hombros. Luego, me miró de abajo hacia arriba con absoluta hambre, lo que logró que mi sexo pulsara.
—Voto para que tu código de vestimenta aquí siempre sea este, desnuda solo en medias a medio muslo —dijo y guio mi mano a su entrepierna como si fuese necesario que constatase lo duro que estaba.
Valerosa, di un paso hacia adelante y lo tomé del cuello para obligarlo a agacharse y lo besé. Él me correspondió solo un momento, pues mis labios se separaron de los suyos cuando me tomó en peso y rodeó su cintura con mis piernas. Mi sexo húmedo se rozó con su abdomen y la sensación me hizo jadear. Me pareció óptimo que me escuchara gemir, mientras le lamía el lóbulo de la oreja.
No hablamos, no hacía falta, ambos nos decíamos tácitamente lo obvio, no queríamos esperar más. Caminó conmigo a cuestas, me depositó en la cama, se sacó los calzoncillos y se acomodó encima de mí, solo que esa vez, no tuvo que abrirme las piernas, porque ya las había separado para él. Jadeé impregnándome de su fragancia y de la caricia de su piel sobre la mía.
Con cada beso, un nuevo estremecimiento recorría mis fibras y embargaba mis sentidos que ansiaban narcotizarse con todo lo que él tuviese para darme. Aquello era un estado mental y físico de profuso apetito por el roce de su piel.
—Me gustas tanto. —Me animé a decirle.
Diego me besó las clavículas sin calma alguna, con una inquietud latente en la lengua y en las manos que se deslizaban por mis formas con obvia lujuria. Su boca se posó sobre uno de mis pechos y antes de continuar alzó la vista y me contestó:
—Tú también me gustas. Me gustas mucho. —Apenas terminó de hablar, succionó mi pezón, mientras yo prorrumpía jadeos inentendibles.
—Max. —Me miró serio—. ¿Estás segura de que quieres que sigamos?
Asentí. Yo no sentía dudas, aunque sí muchos nervios, pero supuse que eso era normal.
A raíz de mi respuesta, su toque se volvió un poco intransigente, sus dedos me acariciaron las pantorrillas, los muslos, hasta deslizarse en medio para llegar a mi sexo. Lo escuché jadear, unos ligeros mmm mientras su lengua sinuosa se paseaba sobre mis pechos. Sentí el toqueteó impúdico entre mis pliegues. Me acarició y luego, su dedo corazón presionó mi entrada y se hundió muy despacio. Me arqueé en reflejo y él alzó la vista sin apartar los labios de mi aureola crispada.
—Relájate —me pidió serio antes de llevarse mi otro pecho a la boca.
Relajarme, claro, sencillo, ¿cómo podía relajarme cuando estaba estimulando partes de mí que nunca habían sido tocadas? Noté la creciente tensión en mis músculos, solo que mi cuerpo parecía muy ávido por sus avances como para asimilar eso. Su dedo se movió y entró de a poco, deslizándose con lentitud.
Sus labios no paraban de ceñirse alrededor de mi pezón, mientras que su pulgar hacía presión sobre mi clítoris y su dedo seguía con su exploración, lo que logró que mi cerebro no consiguiera procesar tantos estímulos al mismo tiempo.
Mis dedos, como siempre, encontraron acomodo en su cabello, en deslizarse entre los densos mechones castaños, para tirar de este en respuesta a los placeres recibidos. Lo observé, tenía los párpados cerrados mientras me mordisqueaba con suavidad los pezones, para hacerme gemir. Supuse era intencionado, distraerme con esa lengua, entretanto su mano seguía ocupada.
—¿Estás bien? —preguntó segundos después, cuando su dedo consiguió moverse con mayor facilidad en mi interior.
—Sí... —dije con la respiración entrecortada—. Ven, ven... Bésame.
Mis manos se aferraron a su rostro cuando se me acercó y sentí como su lengua se abría paso en mi boca con desesperación. Justo ahí, noté como un segundo dedo intentaba sumarse y supe que no sería tan sencillo continuar. La tensión aumentó sin importar que tan delicado fuera Diego y le dio paso a un pequeño escozor... Era una cuestión anatómica. Me quejé, él me preguntó si debía parar y yo negué con la cabeza.
Tomé una bocanada de aire para llenarme los pulmones e instarme a tranquilizarme. Después, le pedí que me besara de nuevo y Diego enredó sus dedos en mi cabello, mientras me lamía con profusa saliva los labios, la sentí espesa, tibia, lo noté muy excitado, restregando su erección contra mi cadera. Estiré la mano para tocarlo y él gruñó en reflejo, lo que satisfizo mi joven orgullo sexual, que se hinchaba presumido cuando sabía que mis acciones le brindaban algún tipo de placer.
Necesitaba concentrarme en algo más que no fuera esa sensación tan extraña que me invadía el cuerpo, esa mezcla de dolor y gozo que punzaba en mis entrañas sin remedio y que me agitaba hasta el punto de que era incapaz de coordinar lo suficiente como para acariciarlo. De todas maneras, no renuncié a mis intenciones, seguí tocándolo hasta que conseguí alcanzar cierto ritmo. Él cerró los ojos, respiró profundo y me apartó la mano.
—¿No quieres que te toque?
—Te quiero tocar yo a ti.
Diego se agachó y me lamió el abdomen de a poco. Luego, me mordisqueó el pubis y su lengua perfecta se deslizó hacia mi clítoris. Me cubrí el rostro con las manos aturdida por tantas sensaciones, sus dedos se movían muy lento, haciendo círculos, lo que me generaba un cosquilleo que me recorría con rapidez, repartiéndose por todo mi cuerpo. Mi respiración se aceleró ante esa mezcla estupefaciente entre mirarlo y sentir como me estimulaba al mismo tiempo. ¿Acaso era consciente del poder que poseía? Tenía que saberlo, aunque a veces, como en ese momento, me daba la sensación de que esa lujuria que se veía en sus ojos era en cierta forma innata, mientras que otras, me parecía premeditado.
—Relájate —dijo con la voz ronca, antes de reponer sus acciones que eran, básicamente, hacerme perder el raciocinio.
—No puedo...
—¿Quieres que pare?
—No sé... No... No quiero tus dedos, te quiero a ti.
—Es muy pronto, no te quiero hacer daño —contestó antes de succionar con vehemencia mi clítoris.
—Joder...
Cerré los párpados, presa de esa sensación ambivalente. Sí, era placer, pero también un poco de molestia, aunque el primero lo superaba pues flotaba en el ambiente esa lujuria contenida, ese anhelo rotundo de continuar y el único impedimento era mi cuerpo que no terminaba de permitirme llegar a más, a él, porque tenía muchísimas ansias de Diego. Me encontraba en ese punto en que las caricias se quedaban cortas, no conseguían satisfacer esa necesidad que crecía, eran unas ganas de tenerlo adentro insuperables.
—Mmm.
Arrugué la frente y abrí la boca, mi espalda se arqueó, algo me sucedía, se suponía que me estaba corriendo, pero se sentía por completo diferente a otras veces. Aquello era una fuerza demoledora. Mis brazos se tensaron y empuñé las sábanas a la vez que gemía, jadeaba... Me contraje sin parar alrededor de sus dedos que se movieron en mi interior de adelante hacia atrás, revolviéndose en mi humedad, para intoxicarme con un clímax prolongado que me hizo temblar. Respiré agitada y mis párpados se cerraron, mientras disfrutaba de aquel orgasmo largo.
Diego dejó de lamerme y se incorporó para darme un beso apasionado. Su lengua entró en mi boca posesiva, belicosa, moviéndose rauda con cierta brusquedad. Sus dedos se movieron de nuevo y mi cuerpo se tensó en respuesta. Lo tomé por la muñeca para que se detuviera, necesitaba un respiro. Sentí como estos me abandonaban por lo que cerré los ojos, mientras suspiraba.
—Gatita, tienes que decirme si quieres que siga... Debo aprovechar que estás bien lubricada.
¿Seguir? A mí aquel orgasmo me había dejado satisfecha como para una semana entera. Aun así, asentí. Me erguí sobre mis codos y lo miré. Diego bajó despacio mis medias, para retirar cada una y después acariciarme los muslos con el dorso de la mano. Aquel roce simple me hizo respirar agitada y él me miró con malicia, como si quisiese anunciarme que, pronto, llegaríamos a más.
Diego se irguió y yo me quedé mirando su tórax largo, la curva de su abdomen, la bonita línea de su cadera y su miembro palpitante que se notaba demasiado húmedo. Abrió el empaque del condón y tras ponérselo, se embadurnó con lubricante. ¿En serio aquello estaba pasando?
Se posicionó entre mis muslos y me jaló indelicado por la cintura hacia sí, como si estuviese muy impaciente por tenerme y eso me gustó. En el proceso, mi cabeza abandonó la almohada sobre la que descansaba y él se acomodó encima de mi cuerpo, a la vez que colocaba mis piernas alrededor de sus caderas. Noté como su miembro me tocaba el abdomen, se sentía frío por el gel. Su rostro quedó justo frente al mío, se veía serio, aunque en sus ojos grises no dejaba de refulgir cierta malicia sugerente que se exacerbó cuando me apretó un pecho con un poco de brusquedad, lo que me hizo gimotear.
Tenía una expresión de concentración que le hacía ver severo, tal vez era a causa de su ceño fruncido, sus ojos entrecerrados, no sabría explicarlo, no obstante, todo eso perdió sentido cuando percibí el roce de su miembro.
—Relájate, Gatita —dijo y me besó con mucha dulzura. Aquella parecía ser la frase de la noche.
Mi pecho subía y bajaba conforme sentía el movimiento de su pene que se deslizaba oscilante entre mis pliegues. Respiré profundo en un intento de asimilar la vorágine de sensaciones, estaba asustada y excitada. Ansiosa por sus avances y al mismo tiempo temerosa de estos.
Cerré los ojos, para concentrarme en lo bien que se sentía como sus pectorales se frotaban contra mis pechos, sus caderas en medio de mis muslos, mis dedos entre los mechones de su cabello, sus labios en mi cuello. Apoyé una de mis manos en su espalda baja y la deje caer al descuido hasta el final, para apretar ese lindo y túrgido traserito.
Diego se irguió un poco y llevó la mano entre nosotros para posicionarse en mi entrada. Vi cómo arrugaba el ceño y le escuché respirar agitado a la vez que soltaba una maldición, eso consiguió que asimilara que él se encontraba en las mismas condiciones que yo. Estaba tan atiborrada de sensaciones que en cierta forma no procesé el hecho de que lo que sucedía también era trascendental para él, de que los dos sentíamos y vibramos al unísono en esa cama.
—Me gusta cómo te ves debajo de mí, Pelirroja... Tus ojos... Tan azules y esa boquita rosada... —dijo mirándome fijo y yo le sonreí—. ¿Puedo? —preguntó antes de seguir de lleno y yo asentí.
Diego presionó con su glande la entrada de mi sexo con suavidad y mis uñas se clavaron en su espalda en reflejo cuando sentí como se internaba en mí con lentitud. Él gruñó de dolor, yo también, mientras mi respiración se aceleraba y los ojos se me llenaban de lágrimas.
—Máxima, ¿estás bien? —Me acunó el rostro con una mano y me lo acarició con el pulgar, se veía preocupado—. ¿Quieres que pare?
Negué con la cabeza. Aquello no había sido tan fácil, no obstante, ya había terminado.
—Es que eres muy grande... Me siento repleta —dije con la voz temblorosa y entrecortada—, pero al menos ya lo hiciste.
—Apenas te he tocado... No he entrado.
—¡¿Qué?! —pregunté incrédula. ¿Aquello había sido tan incomodo y ni siquiera había terminado?
Miré hacia abajo y en efecto, si acaso había entrado apenas un poco. Diego me limpió las mejillas y me dio un beso suave en los labios.
—Mejor paramos. No lo estás disfrutando.
—No, no... —Lo tomé del hombro para que no lo hiciera.
Inhalé con fuerza, aún me estaba acostumbrando al peso de su cuerpo sobre el mío, a que estuviéramos tan unidos, a sentirlo... Adentro...
—Sigue —insistí—. Estoy bien. —Él me miró incrédulo—. En serio.
Noté como su mano se deslizaba caliente desde mi rodilla, por mi muslo, hasta llegar a mi cintura, me clavó los dedos ahí y movió la pelvis en mi encuentro. Cerré los ojos con fuerza apretando los dientes, me temblaba el labio. Eché el rostro a un lado para evitar que me mirara. Su boca se posicionó sobre mi cuello, para besarme y lamerme con dulzura, mientras entraba despacio. No importó su delicadeza, aquello dolió. No conseguí aguantar demasiado, solté un quejido al cual le siguió mi llanto sonoro, pesado.
—¿Ya? —pregunté adolorida.
—No. Voy a parar.
Movió la pelvis hacia atrás.
—No, no —Lo arropé con las piernas para que no lo hiciera—. Solo no te muevas.
Me limpié el rostro e intenté que mi respiración fuese menos audible, quería calmarme, pero el escozor estaba presente. Aquello dolía. Diego se apoyó en sus brazos y codos, para permanecer sobre mí. Nos miramos, no supe ni qué decir, sin embargo, nos dimos un beso que pareció comunicarlo todo, suave, bonito. Cuando me separé de él, lo noté alelado, abrió los párpados despacio y me inundó con toda la magia que se vislumbraba en sus ojos grises.
—Sigue.
—Mejor ponte tu arriba, así diriges todo y lo hacemos a tu tiempo.
—No, no quiero, te quiero a ti, encima —admití—. No te quites.
Nos besamos con necesidad, él se movió y yo lloriqueé entre besos, poco a poco siguió hasta que al fin lo conseguimos. Mis uñas se clavaron de nuevo en su espalda en reflejo y mi alarido se entremezcló con el gruñido gutural que él soltó.
Me sentí dolorosamente llena por completo. Diego apoyó la frente sobre la mía, tenía los ojos apretados y jadeaba bajito, como si lo evitara, incluso como si no quisiera... Me abrazó mientras me besaba las mejillas húmedas por las lágrimas. Le pedí que no se moviera, necesitaba acostumbrarme a su volumen, a sentirme así, invadida. El calor de su cuerpo me sofocaba, pero al mismo tiempo no quería que se apartara. Había algo significativo en todo eso, estábamos tan juntos.
—¿Estás bien? —dijo a mi oído.
Asentí.
—¿Y tú? —pregunté mientras intentaba relajarme, pero por alguna razón mi cuerpo no obedecía a mi mente y eso me hacía tensarme.
—¿Yo?
—No comprendo tu expresión, parece que no te gusto...
Su actitud me confundía.
—No, no. —Se lamió los labios, se veía nervioso—. Es solo que odio verte llorar.
—Lo siento.
—No digas eso. Quisiera que esto no tuviera que ser tan malo para ti. Siento que estoy haciendo algo mal. No debería dolerte.
—No es eso, es que estoy nerviosa... Pero no quiero que pares.
Aquello era cierto, yo quería que él siguiera.
Transcurrieron un par de minutos mientras permanecíamos así, uno dentro del otro, besándonos despacio. Comencé a sentirme relajada, a pesar de que mi sexo no dejaba de latir contrayéndose alrededor del suyo, para adaptarse a su intromisión. Diego me besó las clavículas y el cuello, había una excitación latente, sin embargo, cuando comenzó a moverse, no pude evitar llorar de nuevo.
—Por favor, córrete, porque no puedo más... —rogué.
Diego me besó la frente y salió despacio de mí. Jadeé ante la sensación de vacío, quedándome sin aire por un segundo. Cerré las piernas y me eché a un lado, mi sexo punzaba.
Diego se arrancó el condón, lo tiró al suelo y luego me acunó contra su pecho. Usó su brazo como almohada y lo escuché suspirar profundamente. En ese momento me sentí fatal. Alcé la vista y lo encontré con los ojos cerrados, se veía frustrado. No se me ocurrió algo más que decirle que lo lamentaba de nuevo.
—No sé por qué me pides disculpas, Gatita.
—Porque no te corriste y estás todo insatisfecho.
—Pero, Máxima, ¿cómo carajo me puedo correr cuando estás llorando? No puedo, olvídalo, no te mortifiques por algo sin importancia, corridas gozando los dos nos van a sobrar después... Ven. —Diego me atrajo hacia él y me colocó encima de su pecho—. Es obvio que no hice algo bien.
—No digas eso.
—Es la verdad.
Estiró el brazo, para acomodar la almohada bajo su cabeza y yo hice lo propio con el edredón para arroparnos.
—Que no —insistí y él me besó la frente con dulzura.
Nos abrazamos, mi oído se posicionó sobre su pecho y pude oír el latido acelerado de su corazón. Ambos estábamos sudados, aun así, nos enrollamos el uno con el otro hasta que nuestras respiraciones se acompasaron.
La habitación olía a algo que aún no identificaba y a él. Inhalé para llenarme de su aroma, mientras mi mejilla se acariciaba contra el vello de sus pectorales. El toque de sus dedos suaves que mimaban mi espalda con dulces caricias me relajó.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top