Veinticuatro
Jugueteé metiendo el dedo pulgar de mi pie en la llave de la tina, a la vez que veía las pequeñas ondas que se formaban en la superficie del agua cuando me movía. Diego sugirió que me diera un baño después de nuestro breve almuerzo, para relajarme, mientras él aprovechaba de revisar unos correos, pues tras recibir mi mensaje, salió hacia la universidad antes de que tuviese oportunidad de hacerlo.
Escuché un toquecito en la puerta, por lo que dirigí mi atención en esa dirección.
—¿Puedo pasar? —preguntó Diego desde el otro lado—. Me tapo los ojos, tranquila.
—Mmm, espera —Acomodé mi cabello húmedo sobre mis pechos y flexioné las rodillas que atraje contra mí, para cubrir mi entrepierna—. Pasa.
Diego entró, tapándose los ojos con la mano y la cabeza gacha, cuestión que me hizo reír.
—Puedes mirar...
—¿Segura?
—Sí. —Él alzó el rostro y abrió los ojos con lentitud—. Vengo equipada para estos casos —bromeé y señalé mi cabello convenientemente largo como para taparme parte del torso.
Diego no tenía ningún baño de espuma, así que estaba en la tina solo flotando en el agua tibia. Abrió la boca y alzó las cejas, se veía sorprendido.
—Te ves tan hermosa —Sonrió embobado—. Te compraré sales y todo lo que quieras para que estés a gusto cuando vengas.
Extendió la mano y me entregó una copa de vino blanco que yo acepté con alegría.
—Mmm, está rico, gracias —dije tras beber un buen sorbo.
Diego volvió a mirarme, se veía anonadado y a mí me entró la risa floja al sentirme un poco avergonzada, por lo que dejé descansar mi rostro contra mis rodillas. Estaba demasiado desnuda, mientras que él se encontraba completamente vestido.
—Tal vez un día de estos estemos los dos aquí y me dejes lavarte el cabello —dijo con dulzura y tomó asiento en el borde de la bañera.
—¿Lavarme el cabello?
—Sí —respondió sin más y pasó los dedos por mis mechones húmedos, así que le sonreí.
Diego se agachó para darme un beso que acepté a duras penas, pues una extraña sensación me recorrió el cuerpo, haciéndome sentir apenada de una manera estúpida. Siempre me pasaba eso, yo lo provocaba, pero luego me volvía tímida.
Dejé la copa sobre el borde de la tina, para tomarlo por las mejillas y animarme a recibir su beso. Por un momento, estuve tentada de pedirle que entrara conmigo al agua, pero estaríamos demasiado desnudos y la situación se me podía salir muy rápido de control, por lo que me contuve y me animé solo a morderle los labios y a succionárselos de a poco.
—Relájate, yo me voy a cambiar. Tengo que avisarle a mis tutorados que no asistiré hoy a la asesoría, nos vemos en un rato.
Asentí.
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Él salió del baño y yo suspiré, desinflándome como un globo. Me abaniqué con una mano, mientras que con la otra tomaba un generoso sorbo de vino frío. De repente, me temblaba el cuerpo.
Me quedé pensativa un rato, ya no seriamos profesor alumna, le había dicho a su padre que era su novia... Y después, habíamos acordado serlo.
«Ya no estoy soltera... Mi primer novio», reflexioné mientras seguía bebiendo.
Apoyé la cabeza sobre la toalla que había doblado para tal efecto y me relajé en el agua. Mis pensamientos volvieron a viajar a lo ocurrido, era inevitable darle vuelta a la rueda del patín de mi cabeza muchas veces y concatenar hechos.
Era probable que la profesora al ser su amiga conociera de su última relación o algo por el estilo. Verónica había dicho que a esta le gustaba el profesor Roca desde siempre y que cuando lo veía, básicamente se le bajaban las medias. Tal vez era cierto y tenía sentimientos por él desde hacía mucho, por lo que al saberlo soltero, pensó que era su oportunidad, sobre todo, tras verlo tan cambiado: el cabello, la barba, la pérdida de peso, el semblante diferente.
Era evidente que para ella, yo era la mala. Sería muy difícil explicarle algo así como que: me había pasado los últimos seis meses hablando con Leo, adorando su forma de ser. A mi profesor nunca le había coqueteado, ni me había planteado hacerlo. «No le estoy robando a nadie, profesora».
Apoyé la copa fría sobre mi frente y me insté a dejar de pensar. Debía enterrar el asunto de la universidad en el último rincón de mi mente, porque él me había pedido no pelear. Si seguía analizando lo ocurrido con la profesora, mi cuerpo se cargaría de rencor y volvería a discutir de nuevo. Él parecía sincero, no podía reclamarle sobre algo de lo que no tenía control.
Diego había insistido en que nunca habían salido en plan romántico cuando se lo pregunté, así que decidí dejarlo pasar o me amargaría el resto de la tarde y aquello habría sido darle el gusto a esa mujer. En cambio, me concentré en mi novio, en esa forma de besar y en esos ojitos grises que eran mi perdición.
Al salir de la tina, me envolví en una toalla y me sequé bien. Me coloqué hidratante en el rostro, me puse la ropa interior que diligentemente había acertado en guardar en el bolso y luego caminé a la habitación en donde recogí la camiseta que Diego me había prestado dos noches atrás, la cual seguía doblada en la mesita. Tomé un par de calcetines de su armario y tras colocármelos, me dirigí a buscarlo.
Lo encontré en la mesa del comedor, estaba hablando por teléfono, sentado frente a su computadora portátil, con una hoja llena de gráficos de fondo. Iba solo con un pantalón de pijama, sin camiseta, así que le empecé a besar los hombros, para recorrer las pocas pecas que tenía. Él sonrió sin perder el hilo de la conversación y continuó hablando sobre realizar unos análisis para confirmar los facilitados por un proveedor.
Mi mano se deslizó hacia abajo por su pecho duro y disfruté de tocarlo, mientras mi lengua ascendía por la curva de su cuello hasta el lóbulo de su oreja. Hizo una mueca de placer, pero luego negó con el dedo y señaló el teléfono.
Dejé caer los hombros fastidiada y caminé hasta el sofá en donde me tumbé boca abajo con el rostro sobre un cojín. Lo miré a lo lejos mientras conversaba acerca de la inspección de unos lotes de suministros que la empresa había recibido hacía poco. Minutos después, finalmente, colgó, sin embargo, permaneció en la computadora trabajando, cuestión que me hizo gimotear fastidiada.
—Miau —lloré desde el sofá—, miau.
Rio y se giró a mirarme.
—Ya voy, Gatita —Me lanzó un beso— Ya voy —aseguró, sin embargo, veinte minutos después, él seguía trabajando.
—Miauuuuu —gimoteé una vez más y él rio lindo de nuevo.
—Voy, voy, cinco minutos, te lo prometo.
Tras otros diez minutos me di bastante por vencida de que me acompañaría pronto. Mi teléfono estaba en mi bolso, en la habitación y mis niveles de pereza eran demasiado elevados como para buscarlo, así que me quedé ahí, sin hacer nada. Me giré hacia el respaldo del sofá y comencé a seguir las costuras de la tela con el dedo índice de forma distraída, hasta que noté los cojines hundirse detrás de mí y su aliento tibio que me recorría el cuello, para hacerme jadear de golpe. Diego me tomó por las caderas y se adhirió a mi cuerpo de forma deliciosa.
—Mmm —gemí al notar cómo sus dedos se paseaban por la parte de atrás de mis muslos, hasta apretar mi trasero que sobresalía generoso de mi ropa interior negra.
Noté como Diego se endurecía poco a poco contra mi cuerpo, mientras sus manos me hacían girar el rostro, para recibir el beso que me ofrecía de labios suaves, aliento tibio y sabor a tic tac de naranja.
Suspiré y enrollé mi lengua con la suya despacio a la vez que disfrutaba del toque de sus dedos que se deslizaban debajo de mi camiseta, derritiéndome con su tacto suntuoso. Su mano se detuvo justo antes de llegar a mis pechos. Me miró con las pupilas dilatadas, tenía el aliento entrecortado.
Sin hablar, buscamos instintivamente el acople. Yo dejé caer mi espalda contra el sofá, mientras que él se colocó encima de mí e hizo el mismo movimiento de hacía dos días atrás. Deslizó su rodilla entre las mías, empujó mis piernas a los lados y se acomodó en medio de estas. Jadeé en reflejo cuando lo sentí encajar sobre mí. Su abdomen de piel aterciopelada rozó el mío, pues se me había subido la camiseta.
Su lengua, me lamió rauda la línea de las clavículas, deslizándose por mi cuello, al que yo le di acceso sin reservas, cuando él jaló mi camiseta a un lado. Sus uñas se clavaron en mis glúteos que apretaba con fuerza contra sí, para hacerme sentir lo jodidamente duro que estaba. Era difícil concretar pensamientos, todo era una vorágine de sensaciones. Placer, excitación, escalofríos, dulces temblores y contracciones que se agolpaban entre mis muslos a una velocidad vertiginosa.
Húmeda, me sentí muy húmeda, sin poder evitarlo, en solo segundos.
Una de sus manos subió por mis costados hasta mi pecho, el cual apretó sobre la tela de la camiseta y yo gemí en reflejo. Mis piernas se adhirieron a sus caderas necesitadas de contacto, parecía que era la única manera en la que conseguía soportar la magnitud de la energía que emanaba de su cuerpo, que punzaba sin recato, cuando se rozaba con insistencia contra mí en magnéticas embestidas.
—Mmm... Estás muy duro —dije entre jadeos.
—Siéntelo, Máxima, siente como me pones —susurró en mi oído y eso provocó que se me erizara de golpe toda la piel del cuerpo.
Me lamí los labios e inhalé una absurda cantidad de aire, pues me sentía sin resuello.
—Cada vez que dices eso me aniquilas...
—Cada vez que estoy entre tus piernas, tú me aniquilas —Me sostuvo la mirada y volvió a rozarse contra mí, lo que me hizo jadear—. Y cuando te escuchó gemir... Psss... ¡Me vas a matar!
Mis dedos se enredaron en su cabello, para jalarlo de a poco, entretanto nos besábamos con rotundidad. Nuestras lenguas se enroscaron sin sutileza y se movieron al compás del deseo que parecía invadirnos sin retorno. Dejé caer las manos por su espalda y arañé con suavidad la superficie de su piel ardiente, hasta llegar a su lindo y túrgido traserito. Escurrí los dedos dentro de sus pantalones, bajo su ropa interior, para apretarlo con ganas. Él gimió ahogado entre mis labios que no se detenían por nada del mundo, pues estaba demasiado conmocionada por las sensaciones que me invadían.
Frenética, lo atraje más contra mí y noté lo inquieto que estaba. Segundos después, Diego cortó nuestra unión al sostenerse sobre mí con sus brazos estirados. Me miró, desde arriba, con ojos brillosos y los labios entreabiertos. Se veía salvaje y excitado.
—¿Qué pasa?
Lo vi tragar hondo. ¿Acaso se había separado de mí, como aquella vez en su cama, por necesitar un momento para calmarse? Me gustaba saber que le ocasionaba eso. Pasé las manos por su pecho que comenzaba a enrojecerse, para sentir toda la textura y los recovecos de sus formas, hasta detenerme en la cinturilla de sus pantalones.
—Te ves tan bello —susurré. Él me miró incrédulo así que se lo reiteré—. En realidad te ves jodidamente sexy. —Negó con la cabeza—. Ven...
Diego se agachó para besarme y en el proceso, clavó su sexo contra el mío con ímpetu. Jadeé a la vez que lo aferraba de nuevo, ansiosa de sentirlo, pero eso no me duró mucho. Diego se movió, ubicando su rostro sobre mi abdomen y depositó un beso justo en la línea de mi ropa interior.
Se dedicó a lamerme de forma lenta, lo que logró que me retorciera de placer. Su lengua se coló en mi ombligo, sus labios se arrastraron por mi piel y yo gemí sin remedio. Todo se sentía sustancial... Demasiado, él era demasiado. Con los dientes subió mi camiseta y cada centímetro que descubría, lo colonizaba con su lengua o con el intoxicante roce de su dentadura. Me miró justo cuando llegó debajo de mis pechos.
—¿Puedo? —preguntó serio.
Dejé caer mi brazo sobre mis ojos, para ocultarme por un momento. Me mordí el labio inferior, nerviosa y antes de ser verdaderamente consciente de lo que me pedía, asentí al sentirme incapaz de oponerme a sus ansias de avanzar, pues, ¿cómo negarle algo que yo también deseaba?
Noté como sus dientes levantaron la tela y mis pechos quedaron al descubierto. Lo escuché suspirar, pero fui incapaz de mirarlo.
—Carajo... Qué hermosa eres.
Escucharlo decir eso me estremeció. Sentí los pezones endurecidos, erguidos y me dio la impresión de que las contracciones de mi sexo nunca habían sido tan rápidas. Pero esa afirmación se anuló tan pronto percibí su aliento tibio sobre mi piel. Tal parecía que siempre se podía estar más excitada, más anhelante, más deseosa... Más húmeda.
No lo imaginaba... Simplemente, no lo comprendía. No tenía idea del placer tan profundo que me invadiría cuando su boca se ciñera sobre uno de mis pezones. Apreté los párpados y jadeé excitada en respuesta a la vez que me arqueaba por instinto, levantando el tórax, como si buscase acercarle los pechos más al rostro, para ofrecerle la posibilidad de que no se detuviera.
Pechos, esos montículos que habían crecido durante la adolescencia y cuya función, aparte de la biológica ya conocida, no le había dado demasiada importancia. Sabía que era sensible, pero en serio no imaginaba que su boca, lamiendo uno de mis pezones, iba a tener un efecto burbujeante en mi sangre y haría que mi sexo se retorciera de gusto.
Gemí excitada cuando noté como succionaba ávido mi pezón, mientras su mano tibia me acunaba el otro pecho que acarició, pellizcando con suavidad.
Resultaba estimulante y delicioso sentir su lengua que dibujaba círculos concéntricos alrededor de mi pezón y poder disfrutar, al mismo tiempo, de mirarlo. Diego estaba despeinado, tenía los párpados cerrados y su rostro enrojecido había adquirido una expresión de deleite total, como si lo que estuviese haciendo le supusiera un placer inmensurable.
Un ruido inentendible se desprendió de su garganta, hasta que separó los labios para tomar una bocanada honda de aire. Se había quedado sin resuello por estar tan concentrado en succionarme, pero no tardó en lamerme de nuevo.
Me sentí temblar cuando cambió de pecho, porque abrió los ojos y me sorprendió, mientras lo estudiaba. Era como si quisiese exhibirse, porque se lo llevó a la boca con exquisitas ansias y lo lamió sin dejar de sostenerme la mirada ni un segundo.
Luego, apretó el pecho con la mano y sacó la lengua, para fustigarlo con rudeza. Ver aquello se me hizo el colmo de lo lascivo, porque de nuevo tuve la impresión de que le gustaba que lo mirase hacer justo eso. Diego cerró los ojos y mordió despacio mi carne, lo que me hizo gritar, mientras mi cuerpo se arqueaba preso del auténtico delirio que era sentirlo.
Le enterré los dedos en el cabello, absorta en la sensación tan profunda de placer y él se movió, para apoyar la cara entre los pechos. Su boca resbaló hacia abajo, recorriéndome con lamidas de profusa saliva tibia que me hicieron gemir desenfadada.
Pensé que no podía con tanto, respiraba alterada, arrítmica sin posibilidades de remontar a un estado en donde estuviese menos trastornada. Me tenía mal el roce de su lengua suave que se deslizaba flexuosa por toda mi piel.
Diego escurrió con descaro los pulgares a los costados de mi ropa interior, para correrla un par de centímetros hacia abajo y dejar al descubierto toda la extensión de mi vientre bajo. Aquello me demudó. Fui incapaz de decir algo, pues él se dedicó a besar toda la zona y eso me hizo sentir que perdería el control en cualquier momento.
Cuando mordió mi monte de venus grité enfervorecida. No podía respirar, no podía...
—¿Puedo? —preguntó con tonito ronco, mientras me sostenía la mirada. Su rostro había adquirido un aspecto siniestro que rayaba en lo sensual y que me resultaba jodidamente estimulante.
Intranquila, hundí los codos en el largo sofá y me impulsé hacia arriba en busca de espacio.
—¿Qué sucede? —Diego quiso acercarse a mí, pero yo le clavé el pie en el pecho para detenerlo y él emitió un sonido extraño en sorpresa, una especie de bramido que no supe interpretar—. ¿No quieres? —Negué con la cabeza—. Podemos parar, me lo puedes decir.
—No es eso... —le aseguré.
—Dime qué es.
Me miró expectante y mientras esperaba una respuesta de mi parte, tomó mi tobillo, me sacó el calcetín y pasó la lengua por toda la planta del pie hasta llegar a mis dedos. Me revolví ante la sensación extraña de unas cosquillas atípicamente excitantes y él besó mi dedo pulgar justo antes de metérselo a la boca.
Gemí sorprendida de que hiciera eso y también por descubrir que me gustaba lo que su lengua hacía con cada uno de mis dedos, sobre todo, porque él lucía como si lo estuviese disfrutando demasiado.
—Qué lindo piececito —dijo con ternura, tras terminar de lamer mi meñique, y lo colocó a un lado en el sofá. Diego se acercó de nuevo y volvió a escurrirse entre mis piernas—. ¿No quieres que te bese?
Y de nuevo el tonito... El jodido tonito que me ponía tan, pero tan mala.
—Si quiero, pero dijiste que ibas a indemnizarme por los daños causados —contesté con la voz temblorosa por la excitación.
—Ah, cierto, lo había olvidado. Perdóname.
Diego se incorporó lo suficiente para hacerme girar boca abajo y volvió a acoplarse contra mí. Jadeé ante la sensación de su entrepierna dura y cuando se apartó de mí, lo eché en falta de inmediato.
Bajó por mi cuerpo y noté que me apretaba el trasero a la vez que su lengua me recorría la piel. Gemí sin remedio al sentir como se dedicaba a succionarme... A morderme los glúteos. Acabaría con más marcas y me importaba tres remolachas. Estaba tan excitada que aquel escozor resultó un potenciador del gozo.
Diego colocó los pulgares a los lados de mi ropa interior y tiró de esta hacia arriba, lo que logró que la tela se escurriera entre mis nalgas. Eso dejó más piel al descubierto, para que me torturase con sus dientes.
Luego, me tomó por las caderas, sin delicadeza alguna, para conducirme hacia atrás, a su encuentro y encajó de nuevo su erección contra la curva de mi trasero. Me resultó inevitable pensar en lo bien que se sentía ese roce.
Su mano se escurrió entre el sofá y mi cuerpo, buscándome sin descanso. Se posó sobre mi ropa interior húmeda y me apretó el coño. La sensación hizo que me arqueara en reflejo, gimiendo desesperada, mientras sentía como un escalofrío me recorría la espalda al subir por toda mi columna vertebral. El placer era incesante, avasallante, era demasiado...
—¿Te puedo quitar la camiseta?
Asentí absorta y él no tardó en hacerlo. El roce de su pecho duro contra mi espalda me turbó por completo. La caricia de su piel encima de la mía era deliciosa a niveles insospechados, sobre todo, porque sus dedos continuaban deslizándose por mi ropa interior.
Me mordí el labio inferior e intenté contenerme un poco, él estaba acabando conmigo y en cierta forma me daba rabia dejarlo manejarme a su antojo. Como pude, deslicé la mano entre nosotros, en busca de espacio, decidida a ganar terreno e hice algo que nunca había hecho: tocarle la entrepierna a un hombre.
Diego gruñó junto a mi oído cuando mis dedos se posicionaron sobre sus pantalones y lo apretaron. Se sentía durísimo y caliente. Abrí la boca, sorprendida de lo que acababa de hacer y luego, lo acaricié de abajo hacia arriba.
Me tomó por el cuello con un tipo de arrebato desconocido para mí hasta ese momento y me obligó a girar el rostro para que nuestros labios se encontraran. Me besó agresivo, nunca lo había sentido tan acelerado y eso me dejó muy en claro la trascendencia de mi caricia.
Diego me giró de nuevo hacia él y me impactó con otro beso enérgico que no duró demasiado. Nuestras respiraciones consonantes y ruidosas inundaban la habitación, entretanto él me miraba deseoso, aunque al mismo tiempo había algo que lo hacía lucir lindo. Supuse era el enrojecimiento de sus mejillas, ese semblante encantador que adquiría cuando se emocionaba. Lo atraje hacia mí y volví a besarlo. Quería más de su boca, mucho más.
Mis pezones estaban tan duros que me dolían, pero estos encontraron alivio en el roce sustancial de la piel de su pecho y en toda la textura del poco vello que poseía, cuando nos abrazamos. Nuestras lenguas se unieron en besos profundos y él volvió a moverse contra mí. El roce de su miembro duro me tenía al borde.
Diego se separó de mí y hundió la cara en mi cuello que llenó de las más excitantes lamidas hasta que alcanzó mi oído.
—Quiero ver otra vez como te corres, así que te lo voy a volver a preguntar... —Escucharlo decir eso me hizo jadear en respuesta.
Besó mis clavículas y deslizó la lengua en el surco de estás, para succionar justo ahí, seguramente a propósito, pues ya se había dado cuenta de que ese toque me hacía perder el raciocinio.
Su boca se fue moviendo despacio por mis pechos, mi abdomen, hasta llegar de nuevo al borde de mi ropa interior. Tras dedicarse a besarme el vientre bajo, alzó el rostro hacia mí.
—¿Quieres? —preguntó con ese tonito que me ponía un montón.
Aghhhs...
Esas mejillitas sonrosadas, ese cabello castaño entre rubio revuelto, esa miradita de tierna picardía... Era mi perdición. Alcé la vista sintiendo como la voluntad de negarle algo se extinguía de forma inequívoca. Decidí usar la efímera reserva de coraje que me quedaba y lo encaré.
—¿Quiero qué? —solté con sorna—. Hazme bien la pregunta, ¿no? —Porque a fin de cuentas ¿qué era lo que me pedía exactamente?
Hizo una mueca de asombro, aquello lo había tomado desprevenido. Luego se lamió los labios, libidinoso y su mirada mutó al tornarse lujuriosa.
—¿Quieres que te coma?
Rodé los ojos, negando para mis adentros por esa maldita manera, tan lúbrica y sensual, con la que me había mirado, mientras decía eso, que logró que mi coño se contrajera de golpe con un espasmo profundo y sustancial. Mis labios no habían verbalizado una respuesta, pero mi cuerpo había dicho que sí, con muchos jadeos, segundos atrás.
—¿Tú qué crees? —Volví a taparme los ojos con el brazo.
—Mmm, a mí me gusta que me des un sí bien explícito.
Me llevé las manos al rostro sintiéndome derrotada. Por completo aniquilada. Diego Roca era mi perdición. Lo miré con rabia por sentirme así de doblegada, como si no pudiera negarme al ansia que me despertaba y asentí.
—¿Segura? Yo me muero de ganas de probarte, pero es solo si tú quieres que lo haga.
«Joder, ¿va a hacer que se lo reafirme?», pensé.
—Sí, joder, sí...
Diego sonrió con una expresión de autosuficiencia y un brillo de carnal victoria en los ojos, aunque, aun así, me pareció ver algo de ternura en su semblante. Se lamió los labios y deslizó de forma pausada mi ropa interior empapada entre mis muslos, hasta sacarla por mis tobillos. No estaba preparada para verlo hacer eso. Era una imagen demasiado erótica. El hambre era visible en sus ojos.
Respiré profundo y me tapé el sexo con una mano. Él se rio bajito, como si le diera un placer morboso mi nerviosismo.
—Te va a gustar, Gatita —dijo con dulzura y me abrió las piernas.
Eché la cabeza hacia atrás y noté como él buscaba acomodo en medio de mis piernas. La sensación de su boca deslizándose por la cara interna de uno de mis muslos hizo que mi respiración se tornara más agitada sin que pudiera hacer nada para disimularlo.
Él situó mis piernas de tal manera que mis rodillas se doblaron sobre sus hombros y mis pies rozaron su espalda. El roce de su cabello contra la piel tan sensible de mis muslos, hizo que mi sexo se apretara.
Sentí sus labios encima de mi mano que llenó de suaves besos, despacio, mientras que yo era incapaz de bajar la vista. Su lengua se deslizó entre mis dedos y me hizo temblar a la vez que gemía acelerada.
—¿Puedo quitar tu mano? —preguntó con dulzura y yo a duras penas conseguí asentir.
Justo ahí, cometí el error de verlo e incluso, relajarme un segundo al sentirlo tan tierno... No estaba preparada para la expresión lujuriosa que encontré en su rostro ni la manera en que me sostuvo la mirada, mientras me lamía, de abajo hacia arriba, todo el sexo de forma indelicada.
—Joder... —grité y apreté los cojines intentando resistir el embate de sus lamidas.
Cerré los párpados, presa de las sensaciones. Sus dedos índice y medio se posicionaron entre mis labios, formando una V y se movieron con un sutil vaivén de arriba hacia abajo, para separarlos.
Su lengua me recorrió entera, mientras él hacía un ruidito que me ponía los vellos de punta. Lo escuché saborear entre jadeos de exhalaciones tibias, en conjunto de lo que parecía ser el sonido de mi propia humedad que chocaba con sus labios, cuando me succionaba con ganas, para dejarme sin aliento.
Deslicé las plantas de mis pies por su espalda, mientras apretaba su cabeza entre mis muslos en un reflejo del placer intenso que me recorría. Cuando Diego golpeó mi clítoris con la punta de su lengua, para después succionarlo y mordisquearlo, me hizo gritar. Nunca había experimentado algo así.
Luego, noté como su lengua se deslizaba hacia abajo, entre mis labios, para explorarme. Sentí como se retorcía justo en la entrada de mi sexo de forma punzante, penetrándome de a poco. Me arqueé en reflejo y gemí sin remedio al ser incapaz de procesar tantas sensaciones que me embargaban el cuerpo. Pero después su lengua avanzó y yo protesté, aunque no demasiado, porque el placer era embriagador.
—Me haces daño... Mmm, joder... Mmm.
—¿Te molesta? —preguntó tras detenerse. Alzó la vista hacia mí y fui muy consciente de lo que me estaba haciendo.
Mi mirada se deslizó con rapidez desde sus afilados ojos grises llenos de lujuria, hasta su barbilla mojada. Ver su rostro entre mis muslos, me resultó una visión erótica que hizo que me mordiera los labios.
—Me duele un poco.
—¿Quieres que pare?
Negué con la cabeza y él sonrió canalla antes de volver a lo que hacía, para arrancarme un nuevo gemido. Su lengua reptó zigzagueante y flageló mi clítoris sin descanso, hasta hincharlo con succiones indelicadas.
Diego y su intuición de saber el ritmo y la velocidad justa que necesitaba, para excitarme sin control con esa lengua que me recorría entera con un vaivén delicioso.
—Vas a hacer que me corra —dije sincera pues estaba tan, pero tan alterada que me sentía cerca—. Así, Diego, por favor, sigue así —rogué sin recato.
Me gustaba la presión de sus manos en mis caderas, cómo me sostenía con dureza, clavándome de a poco las uñas que me dejarían marquitas de medialuna para verlas luego a solas y recordar el momento. Me encantaba como su cabello despeinado se rozaba entre mis muslos, o la barba de un día dura que se clavaba en la piel de mi coño, escociéndome de una forma que solo lograba potenciarme el gozo.
Me arqueé ante la sensación poderosa que parecía aferrarse a mis piernas, le acaricié la espalda con mis pantorrillas y pies que se posaban sobre su piel ardiente. Un estremecimiento comenzó a reptar de manera aplastante por mi cuerpo, tensándome los músculos. Bajé la vista para mirar cómo abría los ojos grises y los entornaba con semblante libidinoso. Sabía perfectamente lo que me estaba haciendo. Me enloquecía y lo disfrutaba, le gustaba tenerme así, entre gemidos y ruegos.
Presa de la delectación que me embargaba, eché el rostro a un lado. Me sentía demasiado turbada, como si no tuviese espacio para la energía que se guarecía en mi vientre bajo y que me hacía arder deliciosamente.
Por un momento, abrí los ojos y mi mirada desorbitada le costó enfocar, entender lo que veía. Ahí, en el reflejo de su gran televisor, estaba yo, desnuda, jadeando, mientras él me comía el coño de la forma más deliciosa posible y... Se masturbaba furioso. En algún punto una de sus manos había abandonado mis caderas y se había deslizado dentro de sus pantalones para acariciarse.
Diego con la espalda un poco arqueada, mientras jadeaba contra mi coño y movía la mano sobre su miembro al mismo ritmo que me castigaba con su lengua, resultó... Verlo así de necesitado me excitó muchísimo. Se veía agitado, animal, demasiado deseoso como para poder soportar la situación sin darse alivio. Una vez más éramos consonantes, ambos estábamos al borde del colapso.
Comenzó a morderme y eso me hizo gritar, pero luego volví a gemir al sentir como mitigaba el escozor con una dulce lamida o una deliciosa succión de su boca gloriosa.
—Sí... No pares, por favor, no pares —rogué y mis dedos se entrelazaron en su cabello, del cual tiré necesitada de más, porque me sentía a punto.
»Mmm... Sí, sí, sí —grité cuando comencé a correrme con un orgasmo que me hizo arquear la espalda, las piernas y los pies, mientras veía su reflejo en el televisor masturbándose con rapidez. Qué visión tan fabulosa.
Ante el placer, cerré los párpados y ardí en una combustión explosiva que se alargó conforme él me lamía sin cesar, al seguir el ritmo que yo le marcaba al jalarle el cabello de forma sustancial, para evitar que pudiese alejarse. Mi carne tembló, mientras el orgasmo se paseaba extendiéndose como una ola expansiva por todo mi cuerpo.
Lo solté y él pareció entender que debía parar. Extasiada, no conseguía abrir los ojos, el placer me sumía en un estado de atontamiento.
Segundos después, mis párpados se abrieron despacio.
Diego apoyó la cabeza contra mi muslo como si estuviese agotado, como si no pudiese más y después se movió, para acomodarse los pantalones de pijama. Luego se irguió, iba a levantarse del sofá.
—¿A dónde vas? —pregunté con la voz entrecortada, pues mi respiración aún estaba acelerada.
—No puedo... Necesito...
Diego no consiguió concretar la frase; pero yo le entendí todo lo que quiso decir.
—No te vayas, ven —Lo jalé hacia mí, para invitarlo a acostarse sobre mí. Nos besamos salvajemente, enroscando las lenguas de forma inconexa. Sabía a mí y eso me calentó un montón—. Sigue, síguete tocando —le pedí con voz temblorosa y comencé a tirar de sus pantalones hacia abajo.
—Máxima... —pronunció mi nombre en tono de advertencia, como si quisiese asegurarse de que entendía lo que le estaba pidiendo.
—Déjame verte, quiero ver cómo te tocas...
Diego se irguió, apoyó las palmas de las manos en el sofá y se sostuvo con los brazos estirados y las rodillas clavadas sobre los cojines. Mis dedos se deslizaron por sus lindos pectorales, sintiendo la textura de su vello castaño que descendía por su abdomen hasta la cinturilla de sus pantalones. Comprendí que me estaba cediendo el control, para que fuese yo la que decidiese lo que seguía, por lo que tiré de la prenda y esta se deslizó con facilidad hacia abajo.
Yo nunca había visto a un tipo desnudo, al menos no encima de mí y además, muy excitado. Su miembro apareció erecto y duro. Intenté disimular para no verme bobaliconamente sorprendida por aquella tremenda visión, aunque dudo que lo lograse.
Lo toqué con delicadeza sin saber qué hacer y recibí el poderoso gemido que salió de su boca cuando lo rocé por primera vez. Estaba, como a simple vista había notado, durísimo, aunque al mismo tiempo, su piel se sentía suave y muy húmeda.
—Lo siento... No sé hacerlo —expliqué sincera.
Diego me tomó por sorpresa al impactarme con un beso y luego noté como se movía. Se estaba tocando, mientras nos besábamos sin parar y yo me dediqué a acariciarlo, sintiendo los recovecos de su cuerpo delicioso.
—Me voy a correr... —dijo un par de minutos después con la voz entrecortada.
—Quiero verte, quiero ver cómo te corres.
—¿Me puedo correr sobre tus pechos?
Aquel requerimiento me tomó por sorpresa dos segundos y me di cuenta, por su expresión, de que iba a retractarse. Seguramente estaba pensando que se había extralimitado, por lo que me apresuré a interrumpirlo.
—Mmm —jadeé—, sí, por favor.
Diego abrió la boca anonadado de mi respuesta con tono de ruego y yo me mordí el labio inferior al sentirse súbitamente avergonzada por mi recién descubierta actitud receptiva. Pero luego continuó masturbándose con vigor.
Lo miré ensimismada, estudiando cómo su mano grande se cerraba alrededor de su miembro erecto, como su pecho agitado se enrojecía cada vez más.
Y de un instante a otro, entornó sus lindos ojos grises y emitió un gemido ronco. Diego se corrió caliente encima de mis pechos y me tomó un par de segundos comprender lo que sucedía. Su cara... No había nada mejor que su expresión cuando se corría. Sobre todo, porque no había penumbra como aquella vez en su habitación y pude ver con claridad cada uno de sus gestos.
Bajé la vista y estudié con cierta fascinación las gotas perladas que yacían encima de mi piel. Me miró alterado y me dio una sonrisa entre jadeos en busca de aire, pero luego volvió a mirar mis pechos, como si quisiera grabar en su mente como me veía en ese momento.
—Ya regreso —dijo subiéndose los pantalones y después de ponerse de pie, caminó un poco descoordinado.
Regresó segundos después y tras darme una última mirada, me frotó con una toalla húmeda, hasta dejarme la piel limpia. Luego la arrojó al suelo y se acostó agotado a mi lado en el sofá con la espalda pegada al respaldo. Me abrazó con dulzura y me buscó la boca.
Me giré hacia él, para recibir sus besos dulces. Nuestras piernas se enroscaron y a mí me pareció que no podía haber un mejor lugar en el mundo, que ese sofá, con ese hombre y con esos besos.
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