Uno, segunda parte

Caminé lejos de ahí para revisar mi horario de nuevo. Abrí y cerré los ojos, esperando que, de alguna manera, su nombre se borrara de la pantalla. Seguía ahí, como burlándose de mí.

«A la mierda... esto no puede estar pasando. Pero, pero, pero, sí con mucho cuidado seleccioné a la profesora Dalila para que me diera esa materia, que es un sol, no como este engendro del demonio, desgraciado, estúpido, idiota, imbécil de Diego Roca».

Caminé hasta la coordinación y lo vi a lo lejos, a través del cristal que separaba la oficina de la fila de estudiantes, estaba conversando con la adorable profesora Karina.

«No profe, no le responda a ese ser patético, no se ría, no sabe con quién está hablando», pensé molesta arrugando el ceño. Aquello no podía estar sucediendo.

Había mucha gente haciendo fila para resolver problemas de inscripciones, hacer pagos y demás asuntos, por lo que mi paciencia comenzaba a agotarse. Entonces, llegó una de las coordinadoras de actividades que ya me conocía, así que antes de que ingresara a la oficina me le acerqué y le relaté el problema. Le mostré mi teléfono celular en donde se vislumbraba el archivo pdf de la copia de mi inscripción con las materias seleccionadas, entre esas, Generación de potencia con la profesora Dalila, no con el vil gusano del profesor Roca.

—El sistema colapsó durante las inscripciones —explicó cansada, como si fuese algo que le hubiesen estado preguntando todo el día y luego se detuvo en el umbral de la puerta de la oficina—. Algunas secciones se llenaron más de su capacidad, por lo que el sobrante se dirigió a otros salones. Son máximo sesenta alumnos por clase.

«No, no, no», decía una voz en mi cabeza.

—Entonces ¿puedo solicitar un cambio al salón de la profesora Dalila?

—Sabes que no se aceptan cambios.

—Sí, Rosi, pero eso es entendible en situaciones de inscripción normales, en este caso no es mi culpa. Eso debe valer de algo.

Asintió con amabilidad.

—Lo único que puedo hacer es retirar la materia. Tengo prohibido realizar cambios, si hago la excepción contigo tendría que hacerlo con todo el mundo.

Joder...

—Rosi, pero me parece injusto tener que pagar por algo que no es mi culpa.

—Ven, pasa.

La seguí hasta su escritorio. La vi sentarse y teclear en su computadora. Noté cómo el profesor me miraba de soslayo así que fingí ignorar al muy imbécil. Cretino.

—La sección de la profesora Dalila no tiene cupo, por lo que ni siquiera valdría la pena que vayas a rogarle al decano por un cambio de sección.

Mierda... Lloriqueé enfadada, por dentro, maldiciéndolo todo.

—Ok, ¿podrías cambiarme a cualquier sección que no sea con el profesor Roca? —rogué con carita de gatito triste. Ya sabía que no podía hacer cambios, pero la esperanza era lo último que se perdía.

Rosi arqueó una ceja y me miró circunspecta.

—¿Y eso por qué?

Casualmente el profesor pasó junto a mí en dirección hacia la salida y saludó a Rosi con amabilidad. De solo pensar en tener que ver clases con él, de nuevo, se me helaba la sangre.

—No lo soporto —dije sincera.

—Eso no es una razón válida para cambiar de sección una materia. —A mí sí me lo parecía—. Lo único que puedo hacer por ti es retirarla —repitió—. Pero te advierto que, en general, no se están haciendo cambios, si la retiro no podrás ver la materia este semestre, tendrías que tener una autorización del decano para inscribir otra y déjame contarte que eso no es nada fácil de obtener.

—Pero Rosi... —Me quejé.

—Si no estás conforme puedes ir a hablar con el decano, que te va a decir exactamente lo mismo. La retiro ¿sí o no?

Mierda... Chillé molesta por dentro, muerta de la impotencia. Rosi podía ser una auténtica inservible cuando se lo proponía. Me parecía que esa política de la universidad de no hacer cambios de sección era demasiado arbitraría. Tal vez era algo en lo que todos los empleados se habían puesto de acuerdo para no trabajar de más y disfrutar a gusto de joderle la vida a los alumnos.

Hasta ese momento nunca había reprobado una asignatura, quería graduarme de ser posible con ese récord. Además, iba al día con todas mis materias. Si la retiraba eso significaría que tendría que hacer un semestre más solo para ver esa materia faltante o tomar clases en verano y odiaba eso.

—Entonces ¿la retiro sí o no? —preguntó con apremio Rosi otra vez. —Analicé que lo obvio era responder que sí—. Piénsatelo, tienes hasta el viernes para retirar materias. Ve a clases, entra a la primera y mira si te funciona.

Asentí y tras darle las gracias, salí de la oficina de coordinación. El argumento de Rosi parecía sensato, pues ella no conocía el problema gravísimo que había tenido en un pasado con ese tipo.

Diego Roca no era como cualquier profesor de la universidad. Él era el hijo de uno de los empresarios más importantes de la región y como su mano derecha, era el encargado de sus industrias. ¿Y qué hace un ingeniero superdotado para combatir el estrés laboral? Venir a una puta universidad a torturar dos días a la semana a estudiantes, para darle clases de ecuaciones diferenciales y por alguna novedad, resultó que también de generación de potencias.

Maldito enfermo.

¿No podía ir al gimnasio, a jugar golf, ver televisión o de plano cogerse a alguien —sabría Dios quién se atrevería a abrirle las piernas a semejante adefesio, que, aunque había mejorado un montón su apariencia física, su actitud petulante resultaba vomitiva—, pintar, cocinar, no sé, cualquier actividad de esparcimiento que quisiera, menos joderme la vida a mí?

Lo peor de todo era que era muy respetado en la esfera académica, aunque había transcurrido muy poco tiempo desde que comenzó a dar clases. Aun así, ya se había corrido la voz de que sus exámenes no eran fáciles, por lo que muchos alumnos lo evitaban. Solo los más inteligentes veían clases con él, en especial, porque algunos guardaban las ilusiones de que eso los ayudase a obtener una de las tan codiciadas prácticas en una de sus empresas. Además de la ínfima, pero plausible posibilidad de que, al terminarlas, se les ofreciera un trabajo.

Por esas razones, había ido de estúpida a inscribir ecuaciones diferenciales con él. Recuerdo que lo primero que me preguntó Nat, ese día que llegué de clases de muy mal humor, fue:

—¿Está bueno el profesor?

Y tras reírme, le respondí:

—Si te gustan los hippies con cara de culo, de cabello y barba amorfa, en un traje que parece una carpa mal armada, con expresión retraída, pero que en realidad es un odioso de mierda, es tu hombre.

—¿Cuándo va a ser el día que vamos a tener un profesor guapo? Te lo juro que luego de que estudie cine, voy a hacer una película de romance erótico con una trama así, pero decente, nada de las situaciones de poder asquerosas que plantea el porno regular. Va a ser una mujer increíble, comiéndose a su profesor de piano que te vas a cagar de lo sexy que va a ser.

El asunto obviamente no tenía nada que ver con su apariencia, que eso a mí me valía tres remolachas. El inconveniente había sido que, durante las vacaciones, antes de comenzar el semestre, un amigo me había dado un par de clases de ecuaciones diferenciales. Quería manejar un poco la materia. ¿Qué tenía de malo? Según yo, nada. Además de eso, habíamos practicado alguno de los ejercicios del libro que anexaba el profesor en la bibliografía necesaria en el programa de la asignatura.

El problema se había suscitado en el primer día de clases, cuando al profesor le había provocado caminar entre las hileras de mesas, mientras definía que eran las ecuaciones diferenciales. Tras haberse parado a mis espaldas, sin que me percatase, había espiado el contenido de mi libreta de apuntes y la había tomado entre sus manos, ¡sin pedirme permiso!

—Por lo que veo está repitiendo la materia, señorita... ¿Su apellido? —preguntó petulante.

—Mercier. Y no profesor, solo resolví un par de ejercicios del libro que adjuntó a la bibliografía —respondí con calma.

—Ah, entonces es una alumna aventajada —comentó en un tono perspicaz y por completo odioso—. Tal vez debería resolver el mismo ejercicio y enseñarles a sus compañeros cómo se hace.

—No, no —dije riendo nerviosa—, para nada, no soy aventajada, me explicó un amigo.

De hecho, el ejercicio que el profesor había mirado era largo. En su mayoría lo había resuelto mi amigo a manera de ejemplo de algo más complicado para lo que yo, en aquellos tiempos, no tenía suficiente práctica.

—Pues yo lo veo muy bien, pase al pizarrón —dijo y caminó hasta su escritorio—. Atención clase, su compañera va a ahorrarme el trabajo de explicarles un ejercicio.

«¿Este tipo que se fuma?» recuerdo haber pensado, mientras notaba cómo mi corazón se aceleraba. Luego, orgullosa, me puse de pie y caminé hasta el pizarrón. Al llegar ahí, me relamí los labios nerviosa e intenté hacer el ejercicio que me dictó.

—Señorita, explíquele a sus compañeros cómo va resolver el ejercicio —ordenó con ese puto tono petulante de mierda de ingeniero creído.

Tras haber hecho memoria de las explicaciones de mi amigo, intenté avanzar lo más posible en la resolución del ejercicio, pues tuve la distintiva impresión de que el profesor era un bully en toda la extensión de la palabra. No iba a darle el gusto de equivocarme.

—Se equivocó en el signo... Ahí. —Señaló mi error.

El verme fallar pareció satisfacerlo, por lo que quise apartarme del pizarrón, pero no me lo permitió. Me pidió que prosiguiera y luego se acercó a hacerme un par de correcciones para que pudiera seguir. Intenté disimular la rabia que se apoderaba de mí, mientras atendía a sus explicaciones. Aquella tortura se prolongó. Me tomó mucho rato completar la tarea.

—Muy bien señorita, pero si esto fuese un examen usted estaría reprobada. Le toma demasiado tiempo resolver un solo ejercicio muy sencillo. No me quiero imaginar cuánto va a demorar para realizar los que le colocaré en el examen.

Tomé asiento y lo insulté, mentalmente, de todas las maneras posibles.

Desde ese momento, su presencia se me había hecho insoportable por pedante. No obstante, esa no sería lo peor que me haría. Su constante acoso hacia mí había estado en cada una de sus clases.

—¿Qué opina, señorita Mercier?

»¿Tiene idea de qué hacer en este caso?

»¿Qué le parece la resolución de este ejercicio?

No hubo una clase en la que no se dirigiese a mí.

—Debería prestar más atención, señorita si quiere pasar la materia —me regañó una vez que Alfonso me preguntó algo que no había entendido—. Es a mí quién debe preguntarle, soy yo el que puede resolver sus dudas —le dijo tajante a mi amigo.

Nat había insistido en que lo llevara a decanato y lo denunciara por acoso. Pero eso habría sido admitir que me molestaba y no me dio la gana de darle ese gusto, además de que nadie me habría tomado en serio. «Es solo un profesor demasiado exigente» habrían dicho, y luego habrían señalado que yo, en cambio, era una estudiante muy sensible. Incluso, no habría faltado el idiota machista que agregara que mi actitud se debía a que era mujer, pues la ingeniería era trabajo de hombres.

Había sido, precisamente, por evitar estar en presencia del profesor Roca que había decido no entrar a su última clase. Tenía la materia pasada, por lo que había preferido quedarme en el pasillo conversando con mis amigos. Todo con el propósito de no verle la cara a ese idiota que tenía por costumbre hacer que cada alumno tomase asiento junto a su escritorio, para corregir el examen en su compañía.

Siempre era la última a la que le calificaba, por lo que no había querido quedarme sentada en el salón, para ver como algunos estudiantes le rogarían por un punto o, incluso, por una mísera décima para aprobar la materia y luego pasar a mi tortura personal. Porque para colmo, con los demás era relativamente amable mientras le corregía su prueba, era conmigo que era super adusto.

Le había pedido a Roberto que le pidiera mi examen, luego de que corrigiera el suyo, así que cuando mi amigo me lo entregó y vi que se encontraba reprobado, casi tuve un colapso nervioso.

Observé las hojas buscando una respuesta para esa nota tan mala, pero no la conseguí. Solo encontré que cada página estaba surcada por una inmensa equis. Corrí hasta el salón e intenté entrar, pero no pude, la puerta se encontraba cerrada con pestillo. Miré a través de la ventanita de esta a los estudiantes que aún aguardaban por corrección en sus mesas y le hice señas a alguien para que me abriera.

Una chica se levantó para hacerlo y cuando el profesor me vio entrar, no tardó en dirigirse a mí.

—Señorita Mercier, si viene por revisión de examen, deberá aguardar a que termine de corregir a todos los demás alumnos —dijo con ese tono tajante que parecía usar solo conmigo.

Esperé y esperé hasta que el último adulador, besa trasero, rogase por una mísera décima para pasar el examen. Tenía la certeza de que ese tipo disfrutaba en demasía de humillar a sus estudiantes así, no me creía el teatro de profesor amable que tenía con los demás. No, a mí no me engañaba con su cuento de docente elocuente.

Finalmente, nos quedamos solos. Él alzó la vista hacia mí y señaló la silla junto a su escritorio. Respiré profundo y tomé asiento a su lado.

—Profesor, creo que hubo un problema con la corrección de mi examen —dije en un tono de voz pausado, aunque en realidad temblaba de la rabia y quería estrangularlo con todas mis fuerzas—. ¿Podría revisarlo de nuevo?

—Señorita Mercier, si hubiese estado presente durante la revisión de su examen, podríamos haber hablado de esos problemas.

—Profesor, por favor —Me clavé las uñas en la palma de mi mano, porque sentía las lágrimas a punto de brotar y no, no eran de tristeza. Eran de aguantar las ganas de asesinarlo—. Le pido que lo revise de nuevo.

Me miró a los ojos y me dedicó una mirada demasiado intensa que transmitía algo indescifrable para mí. Recordé a Nat que había insistido en decir que le gustaba y que él, tal vez, como muchas personas, había normalizado el maltrato como una especie de cortejo.

Era el mismo cuento del niño pequeño que le jalaba el cabello a la niña que le agradaba. A mí aquello siempre me pareció bastante estúpido, había demasiadas maneras exitosas de atraer la atención femenina como para caer en eso. A veces me preguntaba si el creer semejante idiotez, era algo que se inventaron las mujeres para ver a los hombres de forma diferente y no por lo que eran en realidad, unos imbéciles. Me negaba a pensar que podía gustarle al profesor, me resultaba por completo ilógico. Para mí era un cerdo asqueroso que disfrutaba de su poder para someterme y humillarme.

Recibió la hoja de examen y repasó los ejercicios con minuciosidad por varios minutos. Luego alzó la vista hacia mí y me dedicó de nuevo esa mirada intensa.

—Parece que todo está muy bien.

Suspiré aliviada.

—Sí profesor, no sé qué sucedió —dije fingiendo que no sabía que era un idiota.

—Supongo que se aprovechó de que no rayé demasiado su hoja, ni señalé errores precisos, para borrar su contenido y reescribir los ejercicios que copió de alguno de sus compañeros al que ya le había corregido el examen —dijo serio e indolente a la vez que se cruzaba de brazos.

—¿Cómo? —pregunté por completo sobrepasada por lo que implicaba ese hombre.

—Lo que escuchó.

—Le aseguro no es el caso —dije sintiendo como un calor sofocante me subía por el cuello y mi respiración se aceleraba vertiginosa.

—Pues, imagínese, ¿cómo puedo estar seguro de que eso no sucedió? He corregido muchos exámenes hoy, no recuerdo exactamente que había en el suyo. Eso le pasa por no venir a la corrección. Supongo que estaba muy a gusto afuera en el pasillo —comentó sardónico.

—¿Sabe qué? ¡Váyase a la mierda!

Tomé mi examen y me largué del salón. Si pensaba que iba a humillarme como esos alumnos que rogaban por un punto, estaba muy equivocado.

Lloré como nunca mientras andaba hacia mi casa y le pedí a Dios que algún día, en un futuro, me colocara en el camino al profesor Roca, para hacerle pagar todo el estrés, el sufrimiento y las humillaciones que ese maldito hombre me había hecho.

Unos días después, cuando los profesores subieron sus evaluaciones al sistema, me llevé la sorpresa de que, la nota final que se reflejaba en la calificación de mi último examen de ecuaciones diferenciales, era excelente. La nota más alta.

Tras pensar en todo lo que había ocurrido ese semestre, mientras subía cuatro pisos de escaleras, aguardé afuera del salón de clases de Generación de potencias, en donde se encontraba el profesor Roca, sin saber muy bien qué hacer. ¿Entrar o no entrar? Ese era el dilema.

A ver, pensamientos sobre Leo.

Pensamientos sobre el profesor Roca.

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