Treinta y siete, segunda parte

Al entrar al salón de eventos nos entregaron nuestros pases y el mío decía: Ingeniera M. Mercier. Industrias Roca. Yo ni era ingeniera ni trabajaba ahí, pero me pareció un detalle super bonito de parte de Diego.

Sentí un poco de pena de no poder invitar a mi hermano, sabía que le habría encantado entrar a algo así. Aunque en primera instancia, solo por fastidiarlo, me habría vanagloriado en plan: «mira lo que yo tengo que tú no» como a veces hacía él conmigo.

Nos entregaron un itinerario con una lista de las presentaciones y también un pequeño mapa en el que se señalaban la ubicación y número de cada cubículo de las empresas. Ahí adentro había un mundo entero. Todo estaba organizado por pasillos creados entre los diferentes puestos. Diego me tomó de la mano y me ayudó a conducirme por el lugar. De vez en cuando se detenía a conversar con algún conocido y me presentaba. Incluso coincidió con un amigo suyo con el que había ido a la universidad, un tal Rafael, que lo saludó con una sonrisa muy falsa, o al menos esa fue la impresión que me dio. Mi novio, en cambio, no pareció notarlo y cuando nos alejamos de él, comentó con pesar que era raro como algunas amistades se acababan de la nada.

Seguimos recorriendo el inmenso salón de eventos. Había empresas de diversas áreas, incluso algunas tenían una sección externa en donde exhibían parte de la maquinaria industrial que vendían. En muchas estancias se ofrecía comida, bebida, regalaban bolígrafos, camisetas, bolsitos, tazas de café entre otros que yo recibía sin más.

A cada rato se le acercaba a Diego alguien para hablar o se sentaba a realizar algún pedido, pues parecía saber exactamente qué quería comprar y conocía a muchos de los proveedores. Yo en cambio me dedicaba a explorar cubículos cercanos y a tomar fotos que le enviaba al señor Roca como me había pedido.

Me quedé un buen rato viendo el video de una presentación de cintas transportadoras omnidireccionales. Se me podía ir la vida mirando cómo organizaban las cajas para su posterior envío.

Luego él me alcanzó y estuvimos un buen rato de pie mientras mirábamos otras presentaciones. Seguimos avanzando y yo me tomé un momento para agradecerle a Diego por haberme invitado al evento.

—El agradecido soy yo de que vinieras conmigo.

Le sonreí y caminamos al siguiente cubículo.

Horas después, almorzamos con unos proveedores amigos de Diego. Ya conocían al personal de gerencia que estaba con nosotros, pero a mí no, por lo que él me presentó como su novia. Era gente muy amable, la conversación fue amena e interesante porque solo hablaban de trabajo. Había mucha comida en la mesa, whisky, risas ruidosas.

Cuando volvimos al salón de evento recorrimos con rapidez todos los puestos que ya había visitado para seguir con la otra mitad. Algunos ni siquiera los mirábamos, no había tiempo. La tarde estuvo llena de apretones de mano, rumores sobre lo nuevo de tal o cual compañía, incluso de vulgares chismes de pasillo que mencionaban la bancarrota de tal empresario, o la adquisición barata de alguna fabrica por mala administración.

Entonces, comencé a notar, cada vez más presente, cierto dolor que me subía por las pantorrillas, pero me negaba a quejarme. La cuestión se agravó conforme pasaban los minutos, me ardían las plantas de los pies. De solo imaginarme todo lo que tenía que caminar para llegar a la habitación me daban ganas de llorar. Los ascensores estaban lejísimo.

Diego se encontraba sumamente entretenido en una conversación y no quise interrumpirlo para pedirle la llave. Así que esperé, rotando el peso de mi cuerpo un minuto en cada pie, pues no había una maldita silla desocupada a la vista. Luego de un rato, decidí caminar hacia otro cubículo para buscar una, pero no tuve suerte. Todas se encontraban ocupadas. Diez minutos después, comencé a desesperarme.

«Estúpidas botas de mierda».

Me había puesto unas de tacón cuadrado de apenas cuatro centímetros de alto. Pensé en que con eso podría verme bien y estar cómoda, pero no contaba con que pasaríamos tanto tiempo de pie. Estaba acostumbrada a los zapatos de suela plana, mi uso de tacones altos era ocasional y nunca para caminatas largas.

Pasaron otros minutos y la sensación empeoró. Era como si se clavaran agujas en las plantas de mis pies. Convencida de que no podía esperar más me acerqué a Diego y le hice señas para que se aproximara a mí. Antes de decirle lo que me sucedía, él ya me había preguntado al respecto.

Le expliqué brevemente y le dije que necesitaba la llave para irme a la habitación. Él quiso acompañarme, cuestión a la que me negué rotunda. No quería entorpecerle la jornada, pero él insistió, así que emprendimos el camino de regreso por ese inmenso salón de eventos. ¿El problema? No conseguía andar más de cinco metros, no lo soportaba, el dolor era paralizante.

—Espera, sácate los zapatos...

—¿Qué? ¿Aquí? —pregunté avergonzada.

—Sí, la distancia hasta la entrada es demasiada, no conseguiría cargarte por tanto tiempo. —Eso lo sabía, ni siquiera se me había pasado por la mente—. Si te duele, te duele, que te importa lo que diga la gente —insistió ante mi duda.

Diego se agachó y comenzó a abrir la cremallera de mis botas hasta el tobillo. La gente que pasaba junto a nosotros nos miraba de reojo. Algunas personas de los cubículos adyacentes en los que habíamos estado también.

—Mierda, cargas panty medias y el suelo ya está asqueroso.

Entonces se levantó, se quitó los zapatos con rapidez y se quedó en calcetines.

—Diego... No te quedes descalzo por mí.

—No pasa nada.

Se agachó de nuevo, me sacó las botas con cuidado y aun así me resultó doloroso. Me colocó sus zapatos y me ató bien las agujetas para que pudiera caminar, pues él me sacaba al menos seis tallas de diferencia. Luego, tomó mis botas, las bolsas que tenía llenas de obsequios del evento y mi mano para conducirme fuera de allí. Mis pies sintieron alivio de forma inmediata al estar en sus zapatos amplios y planos, aún así, me costó un montón caminar.

Dije un gracias que él no contestó, solo hizo una mueca para restarle importancia y seguimos andando como si no notásemos las miradas indiscretas de los demás.

Cuando al fin llegamos a los ascensores, lo miré de arriba abajo. Un tipo tan bien vestido, descalzo en calcetines, mientras sostenía las botas y el resto de las cosas de su novia y la tomaba de la mano. Me pareció un gesto tan bello que me diera sus zapatos para que no me ensuciara los pies que no pude evitar pensar: «con este tipo me caso, tengo dos hijos y una empresa». Ya era de mi pleno conocimiento que adoraba y quería a Diego, pero aquel gesto de cuidado tan inesperado me enterneció tanto que sentí ganas de llorar.

Las certezas comenzaban a tener más peso que las incertidumbres. Mis insolencias sobre el amor se atrofiaban, florecía la dicha, me estaba convirtiendo en una tonta enamorada.

—¿Estás bien? —preguntó mientras esperábamos que el ascensor llegara y yo asentí—. Ya falta poco.

Las puertas del ascensor se abrieron y después de que salieran unas personas, entramos. Estábamos solos así que lo estreché y coloqué mis brazos alrededor de su nuca. Me miré en el espejo y no tardé en ocultar el rostro en el hueco de su cuello avergonzada después de ver como sonreía bobalicona con las mejillas sonrosadas y los ojos húmedos.

¿Era consciente Diego del desbarajuste emocional que provocaba en mí con gestos de ese tipo? ¿Se imaginaría la clase de hormonas que hacía que se liberaran en mi torrente sanguíneo? Él le ocasionaba algo a la química de mi cerebro, estaba segura de que mis niveles de dopamina y oxitocina se encontraban fuera de control. No podía achacárselo al éxtasis tras el sexo que imposibilitaba el pensamiento racional, ni a nuestras conversaciones interesantes. Era el mero hecho de abrazarlo y poder acariciarle la mandíbula con la punta de la nariz.

Al llegar a la habitación, Diego me llevó hasta la cama y me hizo tomar asiento. Me desvistió con mi mimo, para después sacarme sus zapatos y las medias. Me preguntó por mi crema humectante, así que le indiqué en dónde estaba. Me dijo que tenía las plantas de los pies enrojecidas y que me habían salido unas ampollas en la piel. El mero roce de sus dedos me hacía lloriquear así que me aplicó la crema con rapidez. Me arropó y luego se quitó los calcetines que arrojó a la basura.

Fue al baño y se lavó los pies. Después, se sentó en el sofá, se secó bien, se colocó calcetines limpios y se calzó.

—Descansa. —Me besó la frente—. Volveré más tarde.

—Hey... —Lo tomé por la muñeca para detenerlo—. Muchas gracias por ayudarme.

—No tienes nada que agradecer, Gatita.

Apenas Diego salió de la habitación me apresuré a llamar a Natalia. Necesitaba contarle lo sucedido. Precisaba la confirmación verbal de alguien más que me dijera: «está bien, es perfectamente normal que te enamores así de rápido y así de fuerte». Mi mejor amiga me recordó que lo que él había hecho era lo que haría cualquier persona decente. Apenas terminó de comentar eso nos reímos al unísono. Ambas intentábamos restarle importancia al asunto sin mucho éxito.

—Ya sabes, este maldito patriarcado nos ha enseñado que si un hombre hace algo por nosotras, nos tiene que nacer un sentimiento de agradecimiento entrañable. Como si lo que hubiese hecho fuese extraordinario... Como si por cada gesto amable le debiéramos pleitesía —dijo en un fingido tono antipático que me causó gracia—. Mierda... Está bien, fue increíble que hiciera eso. En serio.

—¿Verdad que sí? —pregunté con voz de adolescente tarada y mi amiga soltó una risa afectada—. Tengo miedo. He estado imaginando cómo sería presentárselo a mis padres en un futuro. Ayuda. Cachetéame con una silla.

—Mierda... Ya eso está muy fuerte, te tiene el kokoro blandito... No sé, ¿qué se puede hacer contra eso? La ciencia en serio debería buscar la vacuna contra el enamoramiento pendejo, este hace daño —bromeó

—Nat, reacciona, te digo que a este tipo le doy dos hijos.

—Uy, uy, uy, no, no, no. Cancelado y transmutado, es muy pronto para tener esas ideas, piensa en chocolate, en playas de arena blanca, en ofertas de zapatos, en tragos al dos por uno. En Dumbo el elefante volador, en cualquier tontería menos en eso paaaarfavar.

—Ok, ok, ok. Dumbo.

Me quedé dormida pensando en elefantes rosas y cuando abrí los ojos la habitación estaba sumida en penumbras. Noté como la boca de Diego se pegaba a mi cuello, se sentía fría. Noté la humedad de su piel y miré sobre mi hombro. Llevaba una toalla en la cintura, se acababa de dar una ducha. Me abrazó contra su cuerpo y eso hizo que dormitara un poco más.

Tiempo después me levanté, él había comenzado a roncar, seguramente el pobre se encontraba agotado, así que me fui al baño a decir mentiras un rato. Me costó caminar, estaba destruida.

Mi madre me preguntó un par de veces si todo andaba bien. ¿Acaso algo había mutado en el timbre de mi voz que le permitía a mi progenitora percibir la sensación intangible del bienestar que me embargaba? Le dije que estaba muy cansada, cuestión que era cierta, y luego insistí en cambiar el tema, porque en serio odiaba mentirle.

Rato después, sentí la necesidad de mitigar el hambre que torturaba mi estómago. Eran casi las once de la noche. Desperté a Diego con suavidad y me dijo que pidiera la cena al servicio de habitaciones mientras él seguía durmiendo un poco más. Tras hacer la llamada, le acaricié el cabello con mimo en la oscuridad y pensé en que, a veces, las explicaciones que me daba a mí misma no me permitían asimilar algunos detalles reales. Me dije que era absurda esa costumbre de querer racionalizar todo. Diego era una ecuación que no conseguía resolver. Había incógnitas que no podía despejar, tendría que conformarme con solo conocer ciertos términos hasta que él decidiese que fuese de otra manera.

«Es una pérdida de tiempo. No estás en una posición de valorar los riesgos, de pensar en sí debes o no dar el paso de enamorarte, porque ya lo hiciste. Ya estás enamorada. Tener miedo de sentir algo que ya sientes es absurdo. Incongruente. Ilógico. Mejor preocúpate por gozártelo como es debido».

Tras cenar y darme una ducha me noté más repuesta. Me puse unas medias grises gruesas hasta los muslos que había adquirido aquella vez que estuve de compras con mis amigas y ropa interior rosada transparente muy bonita. Me solté el cabello que cayó sobre mis pechos desnudos y me miré en el espejo, para darme el visto bueno. Iba sin maquillaje, solo con algo de hidratante. Tenía un poquito de semblante cansado por el día tan agotador y al mismo tiempo, las mejillas sonrosadas por la picardía de saber el efecto que tendría en él al ver mis medias.

Salí a la habitación. Diego estaba revisando su teléfono y tras notar mi presencia lo dejó en la mesa de noche. Me siguió con la mirada durante mi caminata hacia la cama. Abrí el edredón y me cubrí por completo con este a la vez que pretendía no haberme percatado de que tenía toda su atención.

—¿Lista para dormir? —asentí con fingida inocencia—. Qué bueno, porque estoy agotado.

Sus labios tocaron los míos en un brevísimo beso y luego me dio la espalda. Apagó la lámpara, ahuecó su almohada y se arropó bien para acostarse a dormir. Llena de un montón de intenciones lujuriosas, esperé que se girara hacia mí, no obstante, él continuó en la misma posición.

Había pensado que solo le bastaría con verme en medias para excitarse, no había contado con que estuviese tan cansado. Y eso era algo que podía entender sin problemas, lo que no me agradó fue que me diera la espalda así. Me tenía muy acostumbrada al contacto, le gustaba dormirse abrazado a mí o viceversa, aunque luego nos separáramos.

Aquella cama era gigantesca, por lo que tuve que moverme hasta su esquina. Moví mi almohada para pegarla a la suya y tras ubicarme detrás de él, hundí la nariz en su nuca. Diego olía demasiado bien, olía a hogar. Lo abracé sin segundas intenciones, me conformaría solo con eso, con sentir la tibieza de la piel de su espalda contra mis pechos.

Le acaricié con suavidad los pectorales y noté que tenía un pezón crispado. Deslicé la mano por su abdomen y justo cuando iba a llegar a la cintura de sus calzoncillos me tomó de la muñeca para evitarlo. Forcejeé y tras liberarme de su agarre lo toqué... La tenía dura. ¡El muy mentiroso había estado fingiendo! Tiré de su hombro para poder mirarlo, pero él se giró con rapidez y se colocó encima de mí riendo.

—¿Cómo creíste que me iba a dormir después de verte con esas medias puestas? Tú no eres una gatita tonta...

—Pensé que estabas cansado.

—Estoy cansado, pero no me perdonaría no tocarte, sobre todo, si te ves así —dijo mientras me apretaba el trasero—. Te debe calentar mucho esto ¿verdad?, saber que no logro resistirme a ti, que me la pones bien dura.

—¿Me estás preguntando si estoy mojada? Porque si es eso, entonces la respuesta es sí.

Se echó a reír y se movió sobre mí que me había mantenido con las piernas cerradas por el solo placer de sentir como metía su rodilla en medio de las mías, para echarme los muslos a los lados.

—¡Estás hermosa, Gatita! —dijo a la vez que deslizaba la mano por mi pantorrilla envuelta en la media—. Demasiado preciosa.

Se acomodó entre mis piernas y yo jadeé al sentirlo duro contra mi sexo.

—Te ves guapísimo con estos calzoncillos negros, pero se me hacen innecesarios, es mejor que te desnudes —comenté en tono seductor y él se echó a reír.

Pasé las manos por su espalda como si pudiera arar en la superficie de su piel. Quería que las yemas de mis dedos se llenaran de la delicia que era la sensación de su piel cálida. Me gustaba acariciar sus formas, sentir como sus deltoides se contraían, sus omóplatos, todos los músculos de su espalda, hasta descender a su túrgido traserito.

Metí los dedos bajo la tela de su bóxer y lo apreté contra mí, mientras jadeaba de gusto. Su lengua entró en mi boca y acarició la mía con suficiencia, como alguien que llega a casa y conoce a la perfección las dimensiones de la habitación por la que se pasea. Que es amo y señor de cada superficie.

—Joder... Mmm —suspiré—. ¿Esto es normal? —comenté cuando su lengua se deslizaba sobre mis clavículas en ese lugarcito que él parecía entender que obraba maravillas en mí.

—¿Qué? —preguntó con ese tono... Bendito tonito de voz que me calentaba tanto.

—Esto, excitarme así, tan rápido, con tan poco... Estar tan húmeda.

—¿Estás muy húmeda?

—Sí... —contesté con la respiración entrecortada, porque él seguía besándome—. No puede ser normal... No hago más que pensar en ti y en tu gloriosa lengua, ¡todo el tiempo!

—Cuéntame más.

Diego ciñó la boca alrededor de uno de mis pezones y yo arqueé el cuerpo en reflejo.

—Es cómo se siente cuando haces justo eso... Como me lames y... —Levantó la vista hacia mí, mientras me mordisqueaba el otro pecho—. Eres tú... Con esa expresión sugerente que sabes que me vuelve loca.

Arqueó una ceja y eso lo hizo lucir malvado. Luego me besó el abdomen despacio y descendió por mi vientre, sobre la ropa interior, a la vez que mordisqueaba todo a su paso. Mis dedos se enredaron en su cabello ya demasiado largo y tiré de él, para guiarlo a donde tanto lo necesitaba. Noté su aliento caliente encima de la tela, sus mejillas aun suaves entre mis muslos.

—Diego... —rogué sin saber muy bien qué pedía... Solo quería más, más de lo que él quisiera darme.

Sus dedos levantaron la tela húmeda lo suficiente para que su aliento se posara sobre mi sexo. Su lengua abrió mis labios y noté su saliva tibia correr entre ellos... Mis puños se tensaron en su cabello y lo jalé más, seguramente haciéndole daño. Tal vez por eso me mordió como lo hizo y yo grité excitada en reflejo.

—Ya, te quiero a ti, metete... Ya... Ven, Diego, ven —lo llamé con desespero.

Se irguió y colocó las manos a cada lado de mi cabeza, para posicionar su rostro sobre el mío. Tenía los labios mojados, olía a mí, me gustaba verlo así.

—Disculpa, no te escuché lo que decías —dijo con una sonrisita cretina.

—Solo por esta vez te voy a perdonar que me mientas. —Se rio espontáneo, se veía guapísimo, tan bello, tan... Feliz—. Te quiero a ti, adentro... Metete ya...

Diego volvió a erguirse y se quitó la ropa interior. Puso las rodillas a los costados de mis caderas y comenzó a masturbarse, mientras me sostenía la mirada. Se veía tan sensual. Me ponía verlo así.

Me levanté sobre mis codos y le puse la mano en el muslo para atraerlo hacia mí.

—Ven —le ordené y abrí la boca y saqué la lengua.

Él me obedeció y se acercó hasta colocar su miembro a la altura de mi boca. Lo lamí con esmero y él jadeó de gusto. Estaba delicioso, duro y tibio.

Diego movió un poquito la pelvis en un vaivén suave y yo gemí, mientras lo succionaba a la vez que lo masturbaba.

—Carajo...

Diego no tardó en apartarse. Me excitaba cuando hacía eso, porque era una admisión tácita de que le gustaban mucho mis caricias. De que el placer de mi lengua le resultaba intolerante.

Se movió hasta la mesa de noche, encendió la luz un momento, no tardó demasiado, solo unos segundos en colocarse el condón. La apagó de nuevo y retornó a mí. Un poquito de la luz de la ciudad y de la luna se colaba entre las cortinas de la ventana, para iluminar su pecho ancho, sus pectorales, su cuello, su rostro de expresión excitada por lo que no perdí detalle de nada.

Se acercó, me bajó la ropa interior y yo le abrí las piernas apenas terminó de deslizarla fuera de mis tobillos. Lo llamé con impaciencia y sus caderas encajaron entre mis muslos.

Él prosiguió despacio, como siempre hacía en un principio y yo jadeé ante cada centímetro que resbalaba en mi interior. Mis tobillos se cruzaron al final de su espalda, mis brazos se ataron a su nuca, quería tenerlo muy, muy adentro.

Diego comenzó a moverse dentro de mí en una penetración suave, sencilla. No había nada grandilocuente en esta. No lo necesitaba, porque no era lo que hacía o cómo lo hacía, era quien lo hacía. Era solo por él.

Suspiré y tuve que morderme los labios para no decirle que lo amaba tanto... Tanto.


Insertar opiniones aquí no sean tacañas, Galletas. 

Esta nota es de mi yo del pasado, pero la dejo porque tiene razón. 

#ComentenCoño

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