Treinta y cuatro, segunda parte

Tras almorzar en el apartamento, me tomé un ibuprofeno, estaba esperando mi menstruación que, como siempre, me torturaba el primer día y por qué no, también un poquito antes. Luego, me fui de compras con mis padres. De camino ahí, mi madre me contó muy animada los pormenores de su viaje a la capital, mientras me enseñaba fotos de las salidas con mi hermano.

Nos fuimos a una de esas ferreterías con tienda de hogar y, por primera vez en mi vida, fui consciente de verdad de las diversas conductas amatorias de mis padres. Eran comportamientos que siempre había pasado por alto, que no reparaba en sus formas, en su frecuencia. Las noté en ese momento porque me vi reflejada en algunas.

La manera en que mi madre le rodeaba la cintura a mi padre para caminar o como le deslizaba los dedos en el cabello con dulzura para peinarlo. Mi padre y sus chistecitos, como se inclinaba a susurrarle algo en el oído, como la miraba con ternura. Ellos andaban a sus anchas, mientras que yo, les observaba a varios metros. De seguro pensaban que no les prestaba atención, que estaba centrada en mi teléfono celular a la vez que llevaba el carrito que tenía una nueva alfombra para el baño, piedritas para los cactus de mi madre y un par de bombillos.

El amor de mis padres estaba expuesto para el que quisiera verlo. Como habría dicho Natalia, era su lenguaje corporal. No obstante, llegué a la conclusión de que era más una cuestión de energía, era una vibra que emanaban juntos y pensé que quería eso para mí y luego caí en cuenta de que, al parecer, ya lo tenía con Diego. Cuando analizaba lo que me sucedía de esa manera, el miedo que sentía por estarme enamorando demasiado rápido se difuminaba, sobre todo, cuando lo recordaba abrazándome, mientras lo hacíamos despacio en el sofá esa mañana lluviosa.

Después de mucho rato, de mis trabajos de culpa, e incluso, un poco de chantaje, mis padres accedieron a cambiar de ubicación. Quise aprovechar e ir a comprar ropa.

Al verme ante las perchas de los blazers, mi madre me preguntó que para qué necesitaba uno. Aquella adquisición era atípica, mi vestuario se basaba en vestiditos casuales para salir con mis amigas, jeans, camisetas y suéteres o chaquetas que me sirvieran para ir a la universidad. De vez en cuando algún accesorio, zapatillas coquetas o algunos zapatos de tacón, pues en línea general tenía una tendencia a las Converse o Vans.

—Voy a ir a un congreso mamá, necesito verme más formal —me inventé.

Entré al probador para medirme un par de blusas y un lindo blazer. También una falda y unos pantalones de vestir. Le modelé un par de prendas a mi madre que me ayudó a encontrar la combinación perfecta para verme profesional, aunque cómoda y chic.

—Qué te parece este... —Mi mamá abrió la cortina del probador en donde estaba y yo me tapé con rapidez—. No viene nadie —explicó, pues me había visto en ropa interior miles de veces—. Mira este vestido para mí... —Se quedó a medias y noté como aguzaba la vista y miraba el espejo, me tomó por el brazo y me hizo girar—. ¿Qué te pasó aquí? —señaló un moretoncito que tenía sobre la cadera que no tapaba el borde de mis jeans.

—No sé. —Me puse la camiseta con rapidez.

Mi mamá quiso insistir en descubrir qué era. Claramente se trataba de la huella de un pulgar.

—Ah, ya me acordé, hace días atrás Nat casi se mata, pisó mal y se agarró de mí —dije con naturalidad—. Debe de ser eso.

Acto seguido, me coloqué mi suéter de capucha y comencé a hablarle del vestido que colgaba de su mano, insistiéndole para que se lo midiera. Necesitaba que se tragara la excusa porque era difícil explicar que mi novio, a veces, tenía un agarre brusco, que a mí me calentaba un montón, cuando me empotraba con fuerza.

Luego, salimos del probador. Regresamos las prendas que no llevaríamos y tomé un par de botas de corte bajo y de tacón cuadrado para medírmelas, mientras le hablaba de cualquier tema a mi madre.

Mi papá se unió a nosotros y mi madre pareció dejar ir lo del moretón, por lo que suspiré aliviada.

El domingo, fuimos a desayunar solos los tres, porque Nat se había ido temprano a hacer ejercicio con Clau. Me tomé un antiespasmódico con un calmante con el vaso de zumo de naranja e intenté no pensar en que me dolía la espalda, el vientre y en general, vivir. Mi padre me preguntó por la universidad o por mis exámenes, cuestiones a las que me limité a contestar con monosílabos o con las respuestas más cortas posibles.

—¿Qué te pasa, preciosa?

Me acarició el cabello como siempre hacía.

—Me siento mal, estoy menstruando.

Metí la cabeza en el hueco de su cuello y mi papá me abrazó y me dio un besito en el cabello.

—Espera un rato a que te haga efecto el calmante, hija —dijo mi mamá y se llevó un trozo de fruta a la boca.

—Sí, sí —dije y volví a mi plato.

Al menos, por primera vez en mi vida, desde que había comenzado a menstruar, me sentía feliz de que apareciera puntual.

Intenté reponerme y hacerles conversación a mis padres. Mi mamá estaba encantada con el lugar de brunch nuevo al que habíamos ido a comer, se encontraba lleno de macetas de colores con plantitas, todo era de estilo vintage coqueto y los platillos eran muy buenos. Luego, fuimos a un vivero cercano, mi padre se quedó en la entrada hablando con el dueño que ya lo conocía de visitas pasadas, entretanto mi madre y yo caminábamos entre las plantas.

—Máxima... —me llamó, mientras observaba unos cactus—. Sabes...

Parecía que le costaba soltar lo que fuese que quisiese decirme y una alarma se encendió en mi cabeza, ¿se habría dado cuenta de que ese moretón no concordaba con mi excusa? Me mordí el labio nerviosa, mi corazón comenzó a latir desaforado y mis neuronas entraron en pánico. «Alerta, alerta, alerta producir un pretexto creíble ya, ahora, de inmediato». Mi madre me miró, como si intentara buscar las mejores palabras para transmitir lo que pensaba y cada segundo que pasaba en silencio la ansiedad de lo que pudiera decirme me consumía.

—Dime, mami.

Mierda, mierda, mierda.

—Mira, solo quiero que sepas que yo te amo mucho. —La miré confundida, no era lo que había pensado que me diría—. Y no me importaría si tú... Bueno... Si a ti te gustara estar más con chicas que con chicos.

«Espera ¿qué?»

—Lo comprendería y puedes decírmelo.

—¿Mamá, me estás preguntando si soy lesbiana?

La miré anonadada.

—¿Lo eres?

—¡No! ¿Por qué piensas eso?

—Nunca te he visto con un chico y siempre que te pregunto por si has ido a alguna cita me dices que no. Tienes veintiún años, a tu edad yo había salido con varios chicos... Bueno, con dos chicos, tampoco muchos —Se rio.

—Mamá, pero eso no implica que sea lesbiana, por favor, no seas retrograda.

—Es que no sé, ahora hay tantas definiciones, como eso de la pansexualidad... —Levantó las manos en un gesto gracioso—. Lo que quiero decir es que no me importaría si no fueras hetero.

—Gracias, ya sé que si de aquí a los cuarenta no tengo pareja y me quiero casar con Nat, tendríamos tu apoyo.

Mi mamá se rio jocosa y por un momento me planteé contarle, decirle que salía con un tipo maravilloso que me tenía por completo embobada, pero preferí mantenerlo oculto. Mi lógica me decía que era lo mejor, de lo contrario mi madre comenzaría a preocuparse, a llamarme, a preguntarme en dónde estaba, si ya había llegado a casa, o a querer saber cada detalle sobre Diego y de solo imaginar estar sometida a todo eso, me daba pereza. Era mucho más cómodo mantener mi relación en privado.

—Eres muy bonita, se me hace raro que una chica como tú no tenga novio o salga con algún muchacho guapo ¿En serio no pasa nada?

—Tal vez soy asexual ¿te has parado a pensar en eso?

—¿Lo eres? —Negué con la cabeza—. ¿Entonces? No me creo que en esa universidad no exista un muchacho que te invite a salir. No me quieras ver la cara de tonta, Máxima Catherina.

—Nada, mamá, es solo que los chicos que conozco no son por completo de mi agrado. Estoy esperando que llegue uno con el que conecte de verdad, de lo contrario, sería salir con alguien solo por estar ¿entiendes?

Aquella aseveración había sido cierta hasta hacía unos meses atrás, cuando había conocido a Leo. Con el detallito de que él no era ningún chico, era un hombre.

—Supongo que tienes razón, pero no te quedes a esperar al hombre perfecto, porque ese no existe. Búscate uno que sea amable, trabajador, cariñoso y que te respete —dijo mirando a mi papá a lo lejos con afecto.

—Lo sé, lo sé y ahora apúrate, mamá que quiero ir a echarme al apartamento, me duele vivir —dije para cortar esa conversación y no terminar por confesarle que ya tenía uno así.

*****

Diego había insistido en visitarme y yo le había dicho algo así como: muero, no soy persona grata, pero él quiso hacerlo de todas maneras. Lo que no esperaba era que se apareciera con la cena y helado de postre para los tres. Me gustó mucho que tomara en cuenta a mi Lechuguita. Natalia salió de la habitación con sus rizos desordenados y con una cara de sueño mortal. Saludó a mi novio con un desánimo total, pero tras ver las bolsas de comida, se alegró un poco.

—El espíritu de la tragadera me hace revivir —bromeó—. Gracias por la cena, Dieguito.

—No es nada —respondió él con tranquilidad.

Nat se desplazó a la cocina a buscar los platos, cubiertos y vasos, por lo que él aprovechó para atraerme hacia él y darme un abrazo fuerte al que yo me resistí.

—Gatita, no seas arisca. —Yo hice una mueca, me sentía hinchada y fatigada, esperaba que el calmante que me acababa de tomar empezara a hacer efecto—. ¿Qué carajo, traes puesto? —preguntó justo cuando Nat volvía a la sala.

—Ah, te presento lo último en moda, Dieguito, se llama estilo indigente chic. Máxima tiene esa camiseta desde que tengo uso de razón, dile que se quite la bata, anda, muéstrale.

Rodé los ojos. Me había colocado una bata de pandicornio sobre mis shorts y una camiseta muy vieja, para disimular un poco mi mal aspecto. Abrí la prenda y me la quité porque igual tenía calor. Le mostré mi camiseta blanca que contaba con varios agujeros entre esos, dos a los costados, por lo que mis axilas quedaban al descubierto y me importaba poco, era muy suavecita.

—No critiques. Amo esta camiseta. Los shorts los robé con mucho esfuerzo del cajón de mi hermano, son geniales, tienen dinosaurios.

—La tela está casi transparente —observó Diego, pues la prenda era muy vieja.

—¿No te ha robado ropa aun? —preguntó Natalia—. Es la ladrona de pijamas o cualquier prenda que le sirva para dormir que ella considere que va con su estilo de indigente.

—Ahora que lo dices, he notado que tiene una fijación con una camiseta negra vieja y manchada que tengo —contestó Diego mientras tomaba asiento en la mesa—. La botaré, ya sé cuál es su destino y no puedo permitirlo.

—Ni se te ocurra —dije en tono amenazador—. O conocerás mi furia.

—Te compraré pijamas nuevos.

—Pfff, ni lo intentes, su madre ya lo ha hecho. Perderás el tiempo y el dinero, se las pone un rato, luego vuelve a su estilo regular —explicó mi mejor amiga—. Lo tremendo es que hay noches que salimos y luce como una diva hermosa, pero llegamos aquí, se cambia y zaz, indigente.

Diego se rio. Luego se acercó y me dio un beso en la mejilla.

—Está bien, te acepto indigente y todo.

—Más te vale —dije y le di un beso en los labios.

La conversación transcurrió con tranquilidad mientras cenábamos. Diego le hizo preguntas sobre mí a Natalia y luego acerca de ella, sus estudios, sus ideas para películas y aunque ella trató de hacer lo mismo, para indagar en su vida privada, él solo le dio respuestas someras y no le concedió ninguna información que ya no conociera. De todas maneras, agradecí el intento de mi mejor amiga.

Me acerqué al congelador y saqué el helado.

—¿Qué marca es este helado? —pregunté al ver que venía en un contenedor sin etiqueta.

—Es de la heladería de Grecia, la novia de Marco —respondió Diego, mientras se acercaba a la barra cargando con los platos sucios al igual que Nat.

—¿Y de qué sabor es?

—De vainilla.

Arrugué la cara.

—¿De vainilla? Diego, por favor, nunca compres helado de vainilla. Eso no sabe a nada. Natalia ¿tenemos algo para embellecer esto?

—Hay Oreos.

Puse mala cara, las oreo me resultaban poco atractivas, pero ni modo.

—Pruébalo primero.

Hundió una cuchara en la mezcla y la acercó a mí. Miré los pequeños puntitos negros del helado y abrí la boca de mala gana para recibirlo, pero me llevé una sorpresa

«¡Ñum!», pensé mientras lo paladeaba.

—¡Está muy bueno!

Recogí otra cucharada para darle helado a Nat que lavaba los platos y concordó conmigo.

—Es que es helado con vainilla de verdad —dijo Diego—. Ella trabaja con ingredientes orgánicos.

—Pero bueno, la vainilla es vainilla, ¿no? —preguntó mi mejor amiga.

Diego se recreó en una explicación sobre como los helados producidos en masa, en el mejor de los casos, usaban vainilla artificial, mientras que otros, empleaban vainilla agotada por hexano, sin contar el uso de aditivos como el E150d o caramelo de sulfito amónico que se obtenía por la caramelización con reactivos del jarabe de glucosa o de fructosa, las cuales eran previamente producidas por hidrólisis de almidón y que era considerado un posible cancerígeno.

—Ya, ya —Lo tomé del brazo para atraerlo hacia mí—. La vas a traumatizar. Cuéntame a mí.

Le señalé que tomara asiento en la barra y él se agachó coqueto para darme un beso.

—¿En qué quedé?

—En que el sirope de jarabe de glucosa o de fructosa lo obtienen del almidón.

—Sí, al romper las cadenas de este.

—Pero la fructosa viene de las frutas —aseveró Nat confundida desde el lavaplatos.

Le acaricié el cabello a mi novio en dulces pasadas que bajaban por su nuca, mientras que con la otra mano, recogía una cucharada de helado, para llevármela a la boca. El calmante había hecho efecto y me sentía mejor.

—Industrialmente, no. Se obtiene del almidón del maíz el cual se hidroliza para obtener dextrinas...

—Ya la perdiste otra vez —Lo interrumpí y solté una risita.

Quise darle un beso en la mejilla, pero él se giró hacia mí por instinto así que le di un piquito en los labios.

—Ok, ya esto es asqueroso —dijo Nat haciendo una mueca de repelús. Tomó un tazón y comenzó a servirse helado—. Muchas gracias por la cena y el helado, Dieguito, pero si los sigo viendo a ustedes con su amor nerd me va a dar diabetes, así que adiós.

Al terminar de servirse se marchó.

—Ok, dextrinas —susurré a su oído—, sígueme contando.

Mi mano bajó por su pecho.

—Sí, se obtienen por... —Se interrumpió a sí mismo, porque comencé a tocarle la entrepierna—. Licuefacción...

—Sigue hablando.

Diego llevaba pantalones sueltos de algodón, por lo que se me hizo fácil jalar la elástica de la cintura de estos y de sus calzoncillos, para meter la mano.

—Luego, la glucosa es transformada en fructosa por medio del uso de una enzima llamada xilosa isomerasa t...

Toquetear a mi novio me puso de humor, aunque estuviese menstruando.

—Puede venir Nat —dijo nervioso.

Lo solté y guardé el helado en el refrigerador, para luego atraer a Diego hacia el otro lado de la barra.

—Pues que venga.

Le mordí la barbilla y le volví a meter la mano dentro de los pantalones. Diego estaba de espaldas a la sala, en ese ángulo podría ver si mi amiga se acercaba y soltarlo antes de que viese algo. Él no se resistió demasiado, al contrario, cerró los ojos y juntó los labios para evitar hacer ruido, mientras lo manoseaba con descaro. Verlo excitado era mi adicción.

Cuando terminó, nos fuimos a mi habitación. Encendí la televisión y él tras regresar del baño quiso acostarse en mi cama en donde yo lo esperaba viendo una serie y comiendo helado.

—No, no. —Lo detuve—. Aquí entras solo en bóxer, quítate la ropa.

Mi novio se sacó la camiseta y me tuve que conformar con la delicia del helado. Me dolía mucho la espalda baja, así que había sido un alivio acostarme. Diego se arropó a mi lado y tomó una cucharada de helado que se llevó a los labios, mientras miraba todo a su alrededor.

—Me gusta tu habitación... En especial este edredón. Creo que me lo robaré.

Me reí e ignoré su comentario.

—Es un relleno nórdico sintético —expliqué—. Por eso es tan esponjoso.

—Quiero uno así.

—Luego lo compramos —le dije sin apartar la vista de la pantalla.

—¿Qué vemos? —Tomó más helado—. Ah, uno de tus romances gais.

—Me encanta un montón ver cómo se besan.

—¿Por qué gimen así?

—¿Así cómo? —pregunté confundida.

—Así, como si fueran mujeres —dijo algo horrorizado.

—Tú jadeas y gimes cuando estás conmigo.

—Sí, pero no así...

—Mmm, si, así... —Dejé el helado en la mesa de noche, para encararlo—, y además de eso ruegas... «Mmm, si Gatita, chúpame así...» —dije mirándolo—. Por favor, Máxima, por favor.

—Yo no gimo como esos tipos —dijo serio—. ¿Podemos ver algo más? No entiendo nada, llevas muchos capítulos.

—¿En serio es por eso? ¿O porque son dos tipos dándose amor? —No me contestó, pero hizo una mueca que daba a entender que no sabía—. Si fueran lesbianas no dirías lo mismo.

—Obvio, es algo bueno por partida doble.

—Pfff... —Rodé los ojos y busqué otra serie, porque a fin de cuentas, era justo encontrar algo que quisiéramos ver los dos—. ¿Por qué no te gusta? ¿Qué tiene de diferente ver a dos tipos besándose que a una mujer y un hombre? Igual son gente que se gustan y se quieren comer la boca. Discúlpame, pero esto me resulta un poco homofóbico.

—No sé, Max... No es homofobia, no me molesta que se besen, solo que no es lo mío.

—Te estás perdiendo de una gran serie.

Tras terminarnos el helado, nos acurrucamos, para ver televisión. Le pregunté si se quedaba a pasar la noche y escucharlo acceder diciendo que extrañaba dormir conmigo, hizo que una sonrisita invadiera mi boca.

En ese momento pensé en que, siempre me habían parecido un poco ridículas aquellas líneas de películas de romance en donde los protagonistas hablaban de la necesidad de estar con el otro. Entendí que no eran ridículas, que de hecho eran muy plausibles y ciertas, porque a mí me pasaba exactamente eso con Diego.

—De acuerdo, le enviaré un mensaje a Nat para que salgas con ella a las siete de la mañana cuando se va a clases, ni se te ocurra despertarme o te mato.

Él se rio y me dio un besito en la frente mientras llevaba un brazo detrás de su cabeza, en un gesto descuidado, insustancial, que a mí en lo particular y sin ninguna razón de peso, me encantaba ver. Tal vez era que todo él me gustaba, al punto que hasta las nimiedades como esas me parecían fascinantes. Estaba jodida... Muy jodida.

—Te compré un cepillo dental, por si se presentaba la ocasión.

Hizo una mueca, mostrándose sorprendido.

—Lo tenías todo planeado, seducirme y traerme a tu cama.

—Sí, en especial la parte en que estoy menstruando y me duele vivir —dije graciosa.

Diego soltó una risa franca que le iluminó el rostro. Se veía tranquilo. Sus ojos grises estaban más claros, como el cielo despejado del final de la tarde, Como esa partecita que no se mezcla con los moribundos rayos solares que pintan las nubes de naranja. Sus ojos eran paz, calma total.

Caminamos hasta mi diminuto baño e hice un chiste al respecto. Él en vez de reírse me dio un beso en la frente. Ambos nos lavamos los dientes delante del espejo entre risitas. Él se burló de mí al señalar que era como un perro con rabia. Había hecho tanta espuma por el cepillado que se me estaba escurriendo por el brazo. Por supuesto que lo ensucie con ella. No permitiría que me ofendiera de esa forma sin darle su merecido. Él, rencoroso, me manchó la mejilla y luego nos besamos con la boca llena de crema dental. Nos enjuagamos, limpiamos y nos fuimos a la cama.

Él no lo sabía, pero lo había deseado tantas veces entre esas sábanas. Habían sido demasiadas las noches en las que había anhelado conocer al hombre que me hacía reír, con el que tenía las más deliciosas discusiones y el que me hacía quedarme en absoluto silencio cuando me explicaba algo, porque solo quería asimilar cada sílaba de esa voz gruesa y áspera que colocaba para hablar conmigo por teléfono.

—Eras un odioso cuando eras Leo. Me dijiste bonitica.

—Éramos amigos, soy bastante odioso con mis amigos —dijo con cierto pesar al recordar—. Lamento haberte engañado así —Asentí, no quería hablar de eso—. Siempre has sido para mí una diosa, desde que te vi por primera vez. Luego pensé que eras una prepotente, insoportable y muy mimada. —Abrí la boca—. Y estaba equivocado. Resultó que contigo atiné en esa primera impresión. —Me reí de aquello, él insistió en que era cierto y yo negué con la cabeza. No sabía si un adjetivo de tal magnitud me calzaba—. ¿Podrías quitarte esa camiseta horrorosa? No voy a iniciar nada. Solo me gusta verte así, yo sé que te sientes mal.

Tomé el dobladillo y tras erguirme un poco me saqué la prenda. Me giré y la dejé en la mesa de noche. Me acosté de medio lado y posicioné mi rostro frente al suyo.

Diego estiró el brazo y con delicadeza apartó el cabello que reposaba en mi hombro y mi torso. Lo echó hacia atrás, sobre mi espalda para después deslizar el dorso de los dedos por mi cuello, mis clavículas y mis pechos que me dijo le parecían demasiado preciosos. Me mordí el labio inferior. Aquel era un toque dulce, plácido, sin pretensiones lujuriosas que de alguna manera conseguía despertar algo en mí que lograba que mi piel se erizara, mi pulso se acelerara y mi vientre bajo olvidara el malestar menstrual.

Le devolví el toque y le rocé los pectorales duros haciendo círculos entre el vello castaño. Pasé el pulgar por uno de sus pezones que se erizó ante el contacto y él recorrió mi cintura en lentas pasadas, como si intentara memorizar mis formas.

Me atrajo hacia sí y con soltura lo busqué. Me llamó con la respiración entrecortada y me pidió que me acostara en su pecho, rogando por sentirme. Mis piernas se enrollaron con las suyas y se rozaron con suavidad sobre aquellos muslos gruesos, cuya textura llena de vello era un poco diferente a la de mi piel. Con cada toque algo dentro de mí se encendía. Poco a poco, lo noté empalmarse contra mi sexo y nos besamos con dulzura.

—Yo sé que dije que no iba a iniciar nada, pero déjame... Devolverte lo que hiciste por mí en la cocina. Dicen que el placer alivia el dolor menstrual. —Enterré la cara en su pecho—. Solo si quieres...

—¿No te importa la sangre?

—No... Bueno, la sangre me produce un poco de aversión, pero no creo que suceda en este caso.

—No tienes que hacerlo...

—Déjame.

Diego me recostó en la cama con suavidad y me acarició despacio el muslo de manera ascendente, hasta posar la mano sobre mi vientre.

—¿Puedo?

Joder, joder, joder... No sabía muy bien por qué, pero me daba corte. Asentí y me tapé los ojos con el brazo.

Noté su boca encima de unos de mis pechos. Diego besó mi pezón a la vez que su mano se deslizaba dentro de mis shorts y mi ropa interior. Tuve que morderme los labios para evitar emitir sonido. No quería que Nat me oyera.

Luego me quitó el brazo de los ojos con su mano libre y me acarició el cabello, mientras sus dedos se movían sobre ese punto preciso que ya conocía tan bien. Me buscó la boca y me dio un beso tiernísimo que me embobó en el acto.

Todo fue tan suave, tan dulce, que no me imaginé que fuese a tener un orgasmo tan potente.

Diego solo se levantó y escuché el agua correr en el lavamanos. No tardó en volver y en colocarme sobre su pecho, para abrazarme.

—Buenas noches —susurró en mi oído y yo le respondí lo mismo.

Me acarició de nuevo el cabello con mimo en lentas pasadas que se deslizaban por mi espalda y que me producían breves chispazos que se repartían por mi columna vertebral. Tal como había dicho, el placer me había aliviado el malestar menstrual.

Coloqué mi mejilla sobre su pecho y disfruté del más puro éxtasis que recorría mi cuerpo. Luego, cerré los ojos pensando en que me gustaba dormir así, con el latido de su corazón en mi oído. 


¿Les gusta la novela hasta ahora?

Nos vemos la proxima semana con más capitulos. 

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