Trece, primera parte

Esa noche no pude dormir nada, sentía mucho calor. El aire acondicionado de mi habitación estaba al máximo y yo, también estaba al máximo. No conseguía dejar de pensar en él, cuestión que me producía una especie de combustión interna. Estaba caliente por mi profesor de generación de potencias.

Cuando lo analizaba de esa forma, no podía evitar creer que mi vida era patética. ¿Acaso era cierto lo que decían? ¿Si escupes hacia arriba te cae la saliva encima? ¿Cuánto más dijese que no bebería de esa agua, más rápido lo haría? Porque, ¿cómo era posible que encontrase tan atractivo a un tipo que, hacía un año atrás, me había parecido aborrecible?

Nat tampoco lo entendía y mucho menos que le hubiese dado una oportunidad. Me había alejado de ella, que se había quedado con Clau, en la sala mientras hacían un proyecto para la universidad con la excusa de que tenía que estudiar. Ambas querían diseccionar mi cerebro. Fragmentar mis ideas para inspeccionarlas a trozos e intentar comprender, cómo mi raciocinio se estaba yendo al diablo y yo, pacíficamente, lo estaba aceptando.

Me encontraba en un punto en el que necesitaba que alguien me hiciera entrar en razón, pero cuando Nat lo intentó, decidí encerrarme en mi habitación.

Había una tónica de masoquismo y de mucho miedo. Era una mezcla intoxicante que me tenía alterada. Mi relación con él estaba mal, desde dónde lo viera. Era mi profesor, era mayor que yo y era un maldito embustero. Si fuese otra persona a la que le ocurriese todo lo que a mí, no dudaría en sostenerla por los hombros, para sacudirla con fuerza a ver si de esa manera su cerebro volvía a la normalidad.

El tema era que la sensación que se me agolpaba entre los muslos iba ganando. En mi mente flotaba en bucle la imagen de él quitándose la camisa, mientras me sostenía la mirada. Joder, solo me tenía que mirar para que se me contrajera todo. A eso debía sumarle que, tras relajarme durante la cena, todo comenzó a fluir entre nosotros. Él me contó acerca de su día en el trabajo, como siempre hacíamos por teléfono, y yo sobre mis clases.

Estaba ahí, era él, era el tipo por el que yo me moría, solo que en un empaque más agraciado. Era raro, nunca me importó que Leo no fuera tan guapo, porque me gustaba era su cerebro, no obstante, me costaba asimilar que esa mente, que tanto adoraba, fuese la misma del tipo que había sido un completo imbécil conmigo, hacía dos semestres atrás.

Su facilidad para mentir me enfermaba. La forma en que me engañó me hacía pensar en lo tonta que había sido, cuestión que me jodía el ego. En mi defensa, podía alegar que no había tenido malicia, porque no era necesaria, él no me pidió ni me quitó nada. Solo conversó conmigo, no me enamoró, al menos no a propósito, y nunca me dijo que le enviara una foto, dinero, o se me insinuó de alguna forma sexual hasta que yo le llamé a las tres de la mañana. Éramos amigos, nada más. Cuanto más hablaba con él durante la cena, más entendía que sí, que había sido real, que nuestras conversaciones estaban ahí, nuestras anécdotas, todo.

Mi cerebro no parecía poder asimilar en su totalidad que mi Leo, fuera Diego Roca. Así como tampoco que Diego Roca fuese tan... Leo. De repente ya no era el profesor pesado, exasperante, bueno, ahí seguía la similitud, ni fastidioso. Era un tipo que me buscaba la boca y juntaba los labios conmigo como si fuese algo que estuviésemos haciendo desde siempre. Que me ofrecía comida de su plato y me limpiaba la barbilla con su servilleta. Que me tomaba la mano mientras conducía de regreso y me besaba, apasionadamente, antes de dejarme en mi apartamento como si fuese algo tan natural. Era raro, muy raro y me preguntaba si podría acostumbrarme a vivir así.

*****

Al día siguiente, me dirigí a sala y me sorprendió encontrar un pomposo ramo de flores que Nat había recibido por mí. Era un arreglo de peonías color coral. Leí la tarjeta: «Nada de rosas rojas, por favor, eso está demasiado gastado». ¿Acaso recordaba todo lo que le había dicho?

En una de nuestras charlas, había comentado que me parecía de mal gusto que los hombres regalaran siempre las mismas flores. ¿Hasta qué punto me había estudiado? Aquello rayaba en un trastorno obsesivo. Estaba en el límite entre ser un psicópata o un tipo al que le importaba demasiado como para recordar esas nimiedades... No sabría decirlo.  Aun así, tecleé un mensaje para agradecer el detalle.

Nat me dedicó una de sus miradas circunspectas, mientras se llevaba el tenedor a la boca, pues estaba almorzando.

—No me digas nada, por favor.

—Ya lo sabes todo. No me gusta ese tipo para ti.

—Yo sé.

—Pero a ti te encanta, así que mi opinión no es importante —dijo e hizo una mueca con los labios.

—Sí es importante, es solo que...

—Es solo que te gusta mucho. —Me interrumpió—. Mira, Clau dice que él manejó todo lo ocurrido entre ustedes de manera inmadura y es verdad. Date cuenta, es un hombre adulto siendo estúpido. ¿Quieres eso para ti? No creo que sea la mejor opción para que exhiba el título de tu primer novio, o lo que sea... —La miré mortificada y supongo que ella lo notó, porque dulcificó su tono—. Solo te pido que si has decidido darle una oportunidad de redimirse, tengas cuidado. Al menos, no te acuestes con él tan rápido.

—Obvio no. Sabes que no soy de irme a la primera, si se me hiciera fácil todo el tema romántico sexual ya no sería virgen. 

—Máxima, nunca has cogido con un tipo porque a ti no te había provocado abrirle las piernas a ninguno de los que han querido contigo hasta ahora, que han sido varios, pero a ti Leo se te antojaba para eso desde hacía rato.

—Pero igual, dadas las circunstancias, no es algo que esté entre mis planes, primero quiero conocerlo.

—Aja —dijo mi amiga e hizo una mueca de incredulidad, a la vez que tomaba el tenedor para continuar con su almuerzo—. Pretendamos que no andas pensando con el coño. 

Cuando lo vi esa noche, luego de haber pasado el día en clases y de haberle dado más de una vuelta a la rueda del patín de mi cerebro, me sentí más insegura que nunca.

Habíamos acordado ir a cenar, como el día anterior, y que después me llevaría a mi apartamento. Nada más. Solo a comer y a conversar, excepto que a mí esa parte se me estaba dificultando. No era capaz de apartar el rencor que había vuelto durante la tarde.

—Sigues aterrada y eso hace que yo esté aterrado —comentó a la vez que me miraba de soslayo un segundo y luego regresó la vista al frente.

Avanzábamos despacio por una avenida con mucho tráfico, mientras esperábamos en un carril para cruzar a la derecha y continuar por una calle alterna. Íbamos a comer comida árabe, porque era lo que a mí me provocaba.

Giré a mirarlo. Era demasiado difícil dejar atrás los sentimientos negativos, independientemente de lo que le hiciera sentir a él al respecto. 

«Claro que estoy aterrada», pensé, pero no lo dije, en cambio, puntualicé las razones para estarlo.

—Tú no me convienes. Eres mayor que yo, mi profesor y un embustero —expresé adusta.

—No te convengo, porque te mentí, las otras dos razones son irrelevantes y sin embargo, he prometido no mentirte más.

Cruzó al fin en la calle que necesitábamos.

—¿Ahora tú decides que es relevante para mí y que no? —cuestioné en tono irónico.

—No empieces... —Me miró de reojo.

—¿Qué no empiece? —respondí molesta.

—Sí, sobre esto no pelearé contigo por deporte. —Lo miré desconcertada—. Obvio lo que es relevante para ti es solo asunto tuyo, pero el tono en que lo dijiste, te conozco, estás buscando excusas para discutir conmigo. Sí vas a pelear hazlo porque en realidad lo sientes, no porque creas que es algo que debes hacer. Entiendo tus conflictos internos... —Suspiró y no continuó hablando.

—Yo no estoy discutiendo contigo por deporte —le refuté.

—Siento que si te sigo suplicando voy a generar en ti una imagen de pelele y no quiero que sea así. Pero mira, te lo vuelvo a pedir —Se detuvo en una esquina que tenía una señal de pare—, dame una oportunidad.

Me miró de reojo y yo dirigí mi vista al frente, porque no sabía qué decir.

Él siguió conduciendo y cuando llegamos a la dirección que le había dicho, terminé de indicarle en donde se encontraba ubicado el restaurante. No había plazas señalizadas para estacionarse, por lo que había que buscar un puesto en la calle, porque el lugar era informal, de hecho, estaba en una antigua casa.

Conseguimos un espacio a unos cuantos metros, había caído la noche y casi no se veían peatones en las aceras. Diego no apagó el motor de la camioneta, solo desactivó los focos, se quitó el cinturón y se giró hacia mí, para hablarme.

—Sé que no tengo derecho de exigirte nada. Pero de verdad, necesito que me des la oportunidad que acordamos, porque no quiero estar lejos de ti, de verdad, no quiero. —Sentí su mirada clavada en el contorno de mi rostro, pues yo continuaba con la vista en el parabrisas—. Cuando estás conmigo en cierta forma es una tortura, un placer, pero también una tortura tremenda, porque me cuesta creer que estemos juntos y no hago más que pensar que en un cualquier momento me vas a mandar a la mierda. En que me vas a dejar, porque eso es lo que me merezco. —Soltó aire de forma ruidosa por la boca—. Odio sentirme así...

Lo miré de reojo. Él se estaba resquebrajando y en ese momento comprendí que la del poder era yo. La que decidía lo que sucedía entre nosotros, era yo. Su naturaleza controladora lo hacía padecer. Su necesidad de eficacia se extendía a todo en su vida. En un pasado había tenido la impresión de que Leo era así no porque quisiera, sino porque no sabía ser de otra manera. Lo dominaba la forma en que había sido criado. Siempre ser eficiente y tener el control. Tal vez era cierto, tal vez mentirme le sentó tan mal como me había dicho ese día en el apartamento, tal vez sí había sufrido por verme y no poder estar conmigo como quería.

—Hay una parte de mí que disfruta de que te sientas así, ¡que la pases mal por lo que me hiciste! —Me giré hacia él y le di una mirada de desdén—, y otra que no lo soporta, que detesta hacerte daño. Te odio y me gustas un montón. ¿Entiendes lo tóxico que es esto? Debes entenderlo sí deseas estar conmigo. Cualquier relación que tengamos no será sana hasta que yo te perdone y no pretenderé hacerlo si no lo siento. Porque no quiero mentirte. ¿Ves la diferencia entre nosotros?

Ladeé la cabeza, aun mirándolo con seriedad y noté que él, en cambio, se veía nervioso.

—Yo tampoco quería mentirte, fue algo que se me salió de las manos.

—Awww, pobrecito —solté irónica y él bajó la mirada.

—No quiero que te sientas así con respecto a mí.

—¿Y cómo quieres que me sienta hacia ti? ¿Qué te tenga afecto? —Me reí sarcástica—. Esto fue una mala idea. Mejor llévame a mi apartamento.

Apoyé la espalda en el asiento y ladeé el rostro, para mirar por la ventana.

—No, Max, no quiero llevarte a tu casa porque...

Se quedó a medias, porque me giré hacia él de golpe y lo jalé por el cuello de la camisa para acercarlo hasta mí. Lo sostuve por la nuca y lo besé.

La ambivalencia, la confluencia de sentimientos me llevaba a actuar de esa manera tan incongruente. Había algo en la mezcla de rabia y excitación que era capaz de crear un poderoso químico, una sustancia adictiva y deliciosa que pululaba en mi sangre.

Yo lo besaba, no él a mí.

No fue un beso delicado, ni siquiera podía decir que fuese un beso bonito. Le mordí el labio inferior hasta que se quejó del dolor y se separó de mí. Me saqué el cinturón, gateé encima de la consola hasta llegar a él y le jalé el cabello. Lo besé otra vez, en esa ocasión, con más fuerza y volví a morderlo. 

—Máxima, ¿qué coño haces? —Me tomó por las mejillas, para separarme de él cuando lo lastimé de nuevo.

—No sé —confesé—, esto es lo que me haces... Me vuelves mala.

Lo miré a los ojos y lo sostuve por la barbilla para empujar su cabeza contra el respaldo del asiento. Yo no era una persona violenta, pero a él me provocaba arrancarle el puto labio a mordiscos.

Me miró perplejo, atónito y no sé por qué, me gustó verlo así. Le busqué la boca y él movió la cabeza hacia atrás, pero no tenía a donde ir. No sé por qué, pero me reí y le enterré los dedos en el cabello para obligarlo a quedarse quieto. Noté como su respiración se aceleraba y como me miraba expectante.

Le di un beso corto y él jadeó de la impresión. ¡Joder, eso me gustó! Recogí su labio inferior entre mis dientes y lo estiré a la vez que lo mordía. Él siseó por el dolor, pero supuse que me dejó hacer, porque no lo hice con demasiada fuerza.

Me aparté, solo para mirarlo, quería estudiar su expresión y no encontré oposición, al contrario, creo que le gustó. Volví a juntar mis labios con los suyos en un beso efusivo y él me correspondió con ganas. 

Noté sus manos en mis caderas y segundos después, como me tomaba del muslo con soltura, para ayudarme a que me acomodara sobre sus piernas, con una rodilla a cada lado de su regazo. Estiró el brazo y movió el asiento hacia atrás, para darme espacio.

Volvió a tomarme de las caderas y me guio para que me situara encima de él, mientras que yo continuaba envolviendo su lengua con la mía. Había una tónica de necesidad en mis besos, buscaba dominarlo, avasallarlo. Me sorprendió lo dócil que era y lo fácil que resultó.

Lo mordí una vez más, pero sin violencia y le succioné el labio despacio, hinchándoselo. Él jadeó contra mi boca y el sonido no me sorprendió como en otras ocasiones, así que lo besé con más ahínco para saborear el Tic tac de naranja en su lengua.

Luego le mordisqueé la barbilla, la mandíbula, a la vez que tiraba de su cabello con fuerza. No tenía claro si lo estaba haciendo bien. Él no lo sabía, pero era la primera vez que hacía algo así. Noté sus manos en mi cintura, como me aferraban contra él, mientras yo le besaba el cuello y me volvía adicta a su aroma. Él jadeó otra vez y descubrí que me gustaban sus sonidos de placer, su respiración entrecortada, sus murmullos.

Una de sus manos subió hasta mi nuca y sus dedos se enredaron en mi cabello, para inmovilizarme.  Me miró un segundo y después, arrastró su boca por mi cuello, haciéndome gemir. Él me apretó más entre sus brazos y el movimiento hizo que notase cómo su erección se rozaba contra mi entrepierna. Diego jadeó en reacción y a mí me encantó escucharlo.

Así que eso era. Así se sentía besar al tipo que me gustaba hasta ponerlo duro.

Sus manos bajaron hasta mis caderas, sus dedos rozaron el lateral de mis glúteos y luego se separó de mí apenas un centímetro.

—¿Puedo? —preguntó con la respiración tan agitada, viéndose tan deliciosamente alterado.

Asentí y me acunó el trasero a la vez que su boca retornaba a mi piel. Sus manos eran grandes, su agarre era demasiado enérgico. La voz de la decencia intentó decirme algo: «Máxima, no puedes dejar que te manoseé así de rápido». No le presté atención, estaba muy distraída sintiendo las contracciones de mi sexo y cómo me lamía el cuello.

Me apartó el cabello para continuar explorándome con su lengua. Tenía puesta una camiseta de breteles finos y un cárdigan abierto, así que se le hizo fácil tener acceso a mis clavículas. Gemí, desvergonzadamente, fuerte cuando me besó ahí y mucho más, cuando succionó la piel y metió la lengua en el surco que se formaba en esa área.

Estaba tan abstraída en la sensación desconocida, tan placentera, que no percibí como sus manos subían por mis costados, no obstante, cuando noté sus pulgares rozando la parte de abajo de mis pechos, me separé de golpe de él.

Inhalé en busca de aire. Sentía que me ahogaba, que me ahogaba en la excitación decadente que me envolvía y me empujaba hasta lo más hondo de mi deseo por él.

—Lo lamento —dijo con la respiración entre cortada—. No iba a tocarte de todas formas.

Me eché hacia atrás y, sin querer, toqué el claxon en el volante cuando me apoyé sobre este. Di un respingo en reacción y él me atrajo hacia sí, para alejarme de ahí.

Con delicadeza, me quitó el cabello de la cara y volvió a besarme, esa vez, con sosiego. Pero había algo en su manera de besar, que sin importar el ritmo que adoptase su boca, estremecía las fibras de mi cuerpo con cada espiral que su lengua dibujaba sobre la mía. Era su sabor, su aliento tibio o tal vez era la manera en que me sostenía entre sus brazos, pues lograba que olvidara todo lo malo y solo me enfocase en el siguiente beso que iba a darme.

Excepto que no llegó otro. Diego cortó el beso y pegó su frente contra la mía. La cercanía me obligó a respirar el vaho tibio que salía a trompicones de su boca.

—Tal vez deberíamos ir a comer.

Asentí, aunque de hecho, quería besarlo más.

—Sí, podría pasar alguien y vernos —dije mirando por la ventana.

—Estos cristales son bastante oscuros, a menos que la persona se acerque, no puede ver nada hacia adentro —Hizo una pausa y me miró—. Necesito instrucciones. No quiero ser de esa clase de tipos que hace sentir a la chica presionada. Nunca te voy a hacer nada que no quieras. Lamento si no he sido tan intuitivo y me he pasado de la raya.

Él era intuitivo, más de lo que se imaginaba...

—El tema es que, lo que para ti debe ser cualquier tontería, para mí no lo es —dije honesta.

—¿Y qué se supone que es para mí cualquier tontería? ¿Besarte? No, no es cualquier tontería, no lo llames así. ¡Me encanta besarte, Pelirroja!

Comprendí que no me estaba dando a entender.

—No, no es eso. Solo digo que has debido tener a más de una chica sentada sobre ti y no se te hace algo tan... Trascendental. Mientras que para mí, sí lo es, porque es la primera vez que me siento encima de un chico de esta forma, ¿entiendes?

Dejó caer la cabeza contra el respaldo del asiento y aunque estábamos a oscuras, solo iluminados por las lucecitas del tablero de la camioneta, su expresión de estupefacción no se me pasó por alto.

—Lo siento. —Frunció el ceño. Se veía consternado, confundido—. No tiene que pasar nada que no quieras, Max.

—Ayer, en el apartamento, cuando me colocaste sobre la mesada... —Me quedé a medias, me sentía bastante tonta.

—Dime, ¿hice algo mal?

—A mí nunca nadie me había hecho eso... Y aún no me acostumbro a que te beso y tú... Bueno. —Señalé hacia abajo a su erección.

—Te reitero, no tiene que pasar nada. Nunca te voy a exigir nada en lo absoluto. Esto no se tiene que repetir hasta que tú estés cómoda.

—Sí claro, eso dicen todos los hombres.

—No soy cualquier hombre.

—Ah, obvio, cierto, ¡tú estás loco! —dije sarcástica.

—Por ti.

—A ver, corta la chorrada de una vez. No me digas esas pendejadas que me provoca darte un bofetón y yo no soy una persona violenta —Me miró incrédulo y yo me ofendí—. No, Diego, no ando por ahí abofeteando a tipos, lo del domingo fue una excepción.

—Y me lo merecía. No hablemos de eso.

—En fin, lo que quería decirte es que conmigo siempre tienes que ser honesto. Siempre. No digas que no quieres cuando en realidad piensas distinto.

—Sí quiero, en ningún momento dije lo contrario —Me tomó por la mejilla para acercarme a él y me sostuvo la mirada, mientras que a mí, se me repartía por el cuerpo un cosquilleo debido a lo que había dicho—. Entiéndelo, así me pones, me gustas mucho y por eso, esto va a ocurrir cuando nos besemos. Pero te respeto mucho y jamás, escúchame bien, jamás te tocaría sin tu consentimiento o te haría hacer algo que no quieras, nunca —recalcó—. Intentaré que se me note menos lo entusiasmado que me pones para la próxima. Disculpa.

—No me molesta, es solo que... —Suspiré—. Me siento un poco en desventaja. Tú eres sexualmente experimentado y yo no. Me pongo nerviosa y de no ser por el arranque de rabia de hace minutos atrás, tal vez no habría hecho esto. Cuando te beso me siento torpe, me preguntó si lo estoy haciendo bien y...

—Máxima, para preciosa, para —dijo interrumpiéndome—, eres perfecta. Tus besos son perfectos, no quiero que te comas la cabeza pensando en sí lo haces bien o mal. ¿No sientes como me pones?

Giré los ojos y miré hacia arriba a la vez que se me calentaban las mejillas.

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