Siete, segunda parte

Molesta, salí del baño y tras atravesar el recibidor, abrí la puerta de la entrada principal de la casa. Caminé hasta el estanque y tomé asiento en el borde. Respiré profundo e intenté relajarme con el sonido del borboteo del agua y la visión de los peces carpa. Miré mi teléfono y no le hice mucho caso a esa voz que me decía que lo mejor era no hablarle y lo llamé. 

—Hola —dije tratando de sonar sosegada.

Él suspiró con fuerza.

—Máxima...

—Dilo de nuevo. —Me lamí los labios, nerviosa—, Di mi nombre.

—Máxima. Máxima. Máxima.

A pesar de escucharse algo alcoholizado, amaba mi nombre en su boca con esa entonación tan precisa. Con solo palabras hacía que se me erizara toda la piel. Su voz me cautivaba al punto de la excitación.

Justo ahí, titubeé. Una idea se perfiló como un humo rojo fluorescente que brotaba de una boquilla que inundaba una habitación muy grande, completamente a oscuras. El humo bailaba en distintas direcciones expandiéndose y justo cuando comenzaba a tomar una forma definida, a moldear esa idea... Esa duda que empezaba a plantearme se desvaneció y se enterró en lo más profundo de mi mente, cuando su siguiente frase llegó a mis oídos. 

—Te extraño tanto, Pelirroja.

Ese hombre tenía la capacidad de desvairlo todo a mi alrededor con un par de palabras. No me quería imaginar qué sucedería si le dejara tocarme. Seguramente le permitiría tomar todo de mí.

Y así de simple la música dejó de sonar alegre, el aroma dulce se extinguió, los peces se hicieron grises, todo era insulso, incoloro, desabrido. Leo se presentaba tóxico y espontáneo, él solito con su mera voz llenaba cada uno de los recovecos de mi mente, como una onda expansiva. Con esa frase hizo que, para mí, solo existiera él... Patético.

—Te quiero besar, te quiero lamer, te quiero morder...

Un jadeo se desprendió de mis labios a la vez que mi sexo se contraía de golpe. Negué con la cabeza, furiosa de que mi propio cuerpo me traicionara de esa manera.

—Máxima...

Su voz sonaba muy rara, estaba borracho, por completo ido. Leo no me hablaba así. Escucharlo siendo tan sincero, tan lujurioso, me dejó pasmada. Su voz, que extrañamente no se oía tan ronca, supuse que por efectos del alcohol, se me derramaba como un líquido caliente por el cuerpo y me atemperaba la piel... Me humedecía.

—¿En dónde estás, Pelirroja?

—En casa de un amigo, en una fiesta.

Leo soltó un gruñido.

—No soporto pensar que estés con otro. 

—Bienvenido a mi mundo —dije sarcástica.

¿Cómo creía él que me sentía yo al saber que tenía novia?

—Eres una hechicera, me embrujaste con esos ojitos azules, con ese cabello rojo, con esa boquita y ese olor dulzón.

—Tú nunca me has olido.

—Sé perfectamente cómo hueles —dijo adusto—. Y no quiero que huelas así, carajo, quiero que huelas a mí.

—Estás borracho.

—Mucho, me imagino tu cabello rojo desparramado sobre mi pecho y ahogo en alcohol las ganas de tenerte.

Me mordí el labio de la impresión al escucharlo decir eso.

—Eres un imbécil.

—Mucho, no sabes cuánto. Un completo idiota. He cometido tantos errores contigo que siento que debería dejarte ir y punto. —Hizo una pausa—, pero no puedo. ¿Por qué no puedo? ¿Por qué no puedo dejar de mirarte, de anhelarte? ¿Por qué?

—Porque sabes qué lo que experimentas conmigo no lo tienes con nadie.

—¿Y tú? ¿Qué sientes tú? Porque yo siento que en cualquier momento te despertaras y te darás cuenta de la pérdida de tiempo que ha sido hablarme. Debes tener una fila llena de chicos más interesantes aguardando por ti.

—La fila está, pero ninguno como tú.  Atesoro cada segundo, cada palabra tuya ¿no lo entiendes? —dije con frustración.

—No debería ser así.

Molesta, apreté los dientes.

—No quiero darle mil vueltas a esto y seguir en el mismo punto muerto. Odio esta autocensura, tener que obligarme a no pensar en ti días enteros. Obligarme a no extrañarte y darte toda mi ausencia con la esperanza de que así te desesperes como ahora y sucumbas a llamarme, a librarme de tu silencio. No puedo más, no puedo. 

—¿Podemos pretender por un rato que no pasó nada? ¿Qué todo sigue igual entre nosotros? Por favor.

Mierda, esa no era la respuesta que estaba esperando.

—¿Para qué? ¿Qué sentido tiene?

—Ser felices, aunque sea por unos minutos.

Una lágrima se deslizó por mi mejilla y carraspeé molesta. Me la limpié con rabia.

—Pretendamos que es lunes entonces —Inhalé profundo—. Cuéntame ¿qué tal tu semana?

—Terrible, desesperante, el trabajo estresante y sin ti todo es peor... ¿Tú qué tal? ¿Cómo te va en clases?

—Bien —dije cortante, aquello era muy doloroso.

—¿Qué sucedió con ese profesor que odias por imbécil?

—Nat dice que le gusto.

—¿Y tú qué opinas? —dijo con la lengua un poco enredada a causa del alcohol. 

—No sé.

—¿Cómo que no sabes, tienes que saber? —Se rio sarcástico.

—Creo que sí, sí le gusto.

—Estoy seguro de que sí, ¿Cómo te hace sentir eso?

—Me frustra mucho.

—¿Por qué?

—Porque siempre es lo mismo, siempre le gusto a los tipos que no me gustan y no le gusto al tipo que a mí me gusta.

—Ahí es dónde te equivocas. Tú me encantas.

—Imbécil —solté llena de rabia.

—Hechicera.

—Ya no quiero más esto, ya no quiero sufrir por este drama innecesario en mi vida. No quiero darte más permiso para que lo eclipses todo. Es patético. Por favor, no me llames más.

No le di tiempo a que me contestara. Colgué la llamada y lloré.

Lloré ahí, mirando los peces carpa nadar. No importaba lo bonito del lugar, mi melancolía lo invadía y lo ennegrecía. Sentía un dolor cáustico tan hondo en el pecho que me costaba respirar. Y por más que intentaba sollozar en silencio, se me hacía tan difícil. Miré la pantalla a la espera de que me volviera a llamar y me dijera que él tampoco podía más, que ya no soportaba estar sin mí, pero una vez más, no lo hizo.

Leo era, o más fuerte que yo, o no sentía lo mismo por mí como decía, porque no me parecía lógico que él continuara con alguien más, cuando tenía sentimientos por otra persona.

Tras veinte minutos logré recomponerme lo suficiente. Entré a la casa y luego al baño para retocarme el maquillaje para volver a la normalidad.

Me mentalicé en distraerme, al punto de que cuando caminé por el pasillo hacia la sala de juegos y un Juan sin camiseta con el pecho a medio secar, me miró de forma seductora, me planteé seriamente devolverle una mirada sinuosa. El problema era que me caía muy bien y no quería besarlo y que después la situación se tornara rara entre nosotros, cuando no pudiera corresponderlo.

—¿En dónde estabas? Te he buscado por todos lados.

—Tuve que hacer una llamada y salí por la puerta del frente.

—Ah, no te preocupes. ¿Quieres algo de beber?

Sentía la garganta seca, así que caminé con Juan hasta la barra y me preparé un trago. Él no paraba de coquetearme, tal como había hecho antes de que me marchara y no supe cómo comportarme. No podía simplemente apagar el dolor que se revolvía en mis entrañas y volver a hablar con él como si nada. Por eso, cuando vi a Brenda, me senté a su lado y me uní a la conversación que tenía con una chica y Miguel.

Luego me fui a jugar billar un rato. El permanecer enfocada en los tiros ayudaba a que Leo se disipara de mi mente. Las bromas de Claudia y de Juan que no dejaba de mirarme el escote cada vez que me agachaba para golpear la bola, aliviaban un poco el dolor que sentía. Evité a Nat a toda costa, me lo leería en la cara, podía disimular con todos menos con ella.

Finalmente, entré a la piscina con mis amigas y pasó un buen rato.  Con Juan todo era fácil, era dulce, simpático y jodidamente guapo. Tenía un abdomen que provocaba comerse a besos y unos ojitos tan lindos que invitaban a perderse en ellos. Entonces, ¿por qué yo no podía dejar de pensar en el imbécil de Leo?

Por suerte, no estuvimos solos en la piscina y al salir yo me di una ducha en la regadera externa y me vestí con rapidez para volver al interior de la casa.  Justo cuando aguardaba mi turno para el karaoke, sentí la vibración de mi teléfono. Era él, Leo. Lo envié directo al buzón de mensajes de voz. Llamó de nuevo, por lo que repetí el procedimiento, a la tercera pareció convencerse de dejar un mensaje.

Al final no canté, porque arrastré mi cuerpo afuera y me senté en una de las tumbonas para escuchar lo que fuese que tuviese que decirme. Nuestra conversación seguía demasiado presente, aún dolía como para echarle más leña al fuego.

«Que tonta... ahí vas a escuchar su mensaje» pensé. «Le dijiste que no te llamara de nuevo y solo aguantó dos horas».

—Buenas noches, soy Mariana, enfermera del hospital Santa Lucía. Tengo a un paciente caucásico, con edad comprendida entre los veinticinco a treinta años. Está muy ebrio y presenta un par de golpes en la cara y en el cuerpo, de resto está sano. No sé su nombre, no tenía billetera, solo tenía este teléfono en la chaqueta. Usted es el único número que aparece, por favor, si es un familiar apersónese pronto o avísele a uno. Procedo a dictarle la dirección del hospital por si la desconoce.

Me quedé perpleja y preocupada, pero sobre todo, impresionada. Era el hospital de mi ciudad. ¿Leo estaba aquí?  ¿Había viajado para verme, después de que le colgara la llamada? No esperé mucho tiempo para disipar la duda, llamé de vuelta y la enfermera me confirmó los datos. Era el hospital principal. Me explicó que todo indicaba que lo habían robado, golpeado y dejado tirado en medio de la acera. Un transeúnte avisó a las autoridades. 

Me despedí de Juan con rapidez, que se puso muy triste por mi partida. Tras asegurarle que era un encanto y que me iba era por una emergencia, se ofreció a llevarme, pero me negué a recibir su ayuda.

Busqué a Nat, le quité las llaves de su auto e intenté contarle todo lo sucedido de camino a este, sin embargo, mi amiga insistió en acompañarme para conducir, porque yo había tomado más que ella.  De camino al hospital le terminé de explicar lo que ocurría.

Finalmente, cuando llegamos, mi amiga me dijo que iba a llamar a Claudia, para avisarle que nos habíamos ido, pero que más tarde iríamos por ella y por Brenda, por lo que yo pasé a la recepción por mi cuenta.

Tuve que aguardar para que me dejaran pasar y luego pude hablar con la enfermera que me explicó que se encontraba dormido. No lucía muy contenta de verme sola, por lo que indagué que esperaba que llegara con refuerzos para poder llevármelo. Cuando le comenté que solo éramos amigos y que no conocía a nadie de sus familiares pareció fastidiada. Era un hospital público un fin de semana, obvio necesitaban la cama.

Nat llegó junto a mí y me tomó de la mano.

—¿Qué sucedió? 

—Pues no soy familiar, pero supongo que como solo está borracho, me van a dejar verlo. Espera aquí.

Seguí a la enfermera que me condujo hasta una camilla que estaba en una esquina en un pasillo, ni siquiera propiamente en una sala y ahí me entró la ansiedad. Momento antes, el estrés me había hecho mantener la compostura, pero esa se esfumó apenas comprendí que lo vería. Él se encontraba acostado de medio lado, arropado hasta la cabeza y tenía en el brazo una vía para el suero. Se escuchaban sus ronquidos.

—¿Cómo se llama? —dijo la enfermera apuntando a Leo con un bolígrafo.

—Leonardo Vera. 

Me apreté los dedos nerviosa. Él estaba ahí, frente a mí. Había una parte de mí que no lo asimilaba aún.

—¿Segura? Decía mucho el nombre de Max.

—Yo soy Max, Máxima.

—Pues no dejó de llamarla, tal vez usted pueda averiguar algún familiar cercano que venga por él. Por favor, enséñeme una identificación.

Busqué en mi bolso y se la mostré, anotó mis datos y me la devolvió.

—¿Podría ver el teléfono? Tal vez en uno de los mensajes esté algún número al que pueda llamar.

Me miró pensativa y supuse que algo en mi rostro le brindó confianza, porque me lo entregó.

—Era el único objeto que tenía consigo, no traía reloj, ni billetera, nada. Sea paciente, está un poco impertinente, aunque no nos ha parecido violento. 

Asentí, esperé a que la enfermera se marchara para revisar el teléfono. No tenía configurada la opción de contraseña. Intenté buscar entre los contactos, pero tal como ella había mencionado, solo estaba el mío, en las llamadas salientes únicamente se encontraba mi número y la historia se repetía en el apartado de mensajes.

Negué con la cabeza al entender lo que sucedía. El muy cabrón tenía otro teléfono por si su novia le revisaba el suyo. ¡Qué puto asco!  En vista de que no me dio ninguna pista, metí el celular en mi bolso. Estaba molesta y no era yo la que tenía derecho a estar celosa, era ella.

Intenté serenarme para no gritarle por perro desgraciado. Exhalé y con mucho cuidado posé mi mano sobre su hombro. Leo estaba en una rara posición, no del todo de medio lado y se había cubierto la cara con la sábana. Supuse que era para que la luz fuerte proveniente del techo no le molestara. Mientras intentaba tener acceso a su rostro, miles de ideas se agolpaban en mi cabeza, una vorágine de preguntas.

¿Qué hace aquí?

¿Acaso vino a verme y se arrepintió en el proceso?

¿Me ha mentido? ¿Por qué...

Me quedé a medias, no comprendía nada y decidí que no valía la pena detenerme a pensar cuando tenía las respuestas tan cerca. Comencé a quitarle la sábana de forma pausada, si estaba ebrio no quería hacer un movimiento brusco. Nat cuando se emborrachaba se ponía un poco grosera, no sabía cuál sería su reacción. Lo primero que vi fue su nuca y me llamó mucho la atención. Era una franja amplia de piel blanca con cierto matiz bronceado. Confundida, arrugué la cara al ver los vellitos dorados que la adornaban con un par de pecas. No esperaba que fuesen de ese color.

—Leo —dije a su oído y metí la mano debajo de la sábana y mis dedos rozaron su cabello. Era tan suave.

—Mmm —murmuró y escucharlo hizo que una rara electricidad me recorriera el cuerpo.

—Soy yo, por favor, déjame verte.

En ese momento me sentí como cuando se está entre el sueño y la vigilia, no podía estar segura de sí me encontraba despierta o dormida. Si aquello estaba ocurriendo, si al fin le vería, si era él o alguna confusión, no sabía nada y anhelaba poder saberlo todo.

Se movió, se quitó la sábana y se giró hacia mí que no pude hacer más que quedarme petrificada.

Ojos grises inyectados en sangre.

Di un paso atrás anonada.

Cabello revuelto. Expresión somnolienta, vista desencajada.

Di otro paso atrás.

Un profundo moretón en la mejilla y en la quijada.

El humo rojo fluorescente apareció de nuevo, para inundar la habitación a oscuras, excepto que, en ese momento, sí tomó forma. La idea que había dejado a un lado horas antes, mientras hablábamos por teléfono, al fin consiguió gestarse en mi mente y ya no era para señalar una coincidencia, sino un hecho inequívoco.




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