Siete, primera parte

Boqueé como pez fuera del agua, me quedé por completo anonadada ante su ofrecimiento. El profesor Roca me pidió acompañarlo a cenar, pero ¿por qué motivo? En ese momento la voz de Nat llegó a mi mente diciendo: «le gustas, le gustas mucho» y ante mi falta de respuesta, él clavó los ojos en el suelo.

—Olvídalo, eso estuvo fuera de lugar. Discúlpame, no tienes que decir nada —expresó apenado.

—Profesor... —De nuevo no supe qué contestar.

—No te mortifiques, Máxima. Estuvo fuera de lugar, somos profesor y alumna, disculpa. Estaría mal visto que socialicemos.

Me mordí el labio inferior por los nervios. Fue muy extraño, cuando me dijo que lo olvidara quise decirle que sí, no obstante, al mismo tiempo, me aterraba que fuese a pensar algo equivocado de mí. ¿Cuál era su intención al invitarme a comer?

—Sí usted quiere compañía para comer y conversar... Podría acompañarlo, pero si desea... Si desea... Algo más... Lo siento, no no no soy ese tipo de alumnas.

—Yo jamás insinuaría que tú... Olvídalo, estuvo fuera de lugar. Discúlpame. Que pase una feliz noche, señorita Mercier.

Salió del salón y me dejó a solas.

Aquello había sido por completo inesperado. Había asumido que me daría una respuesta en mal tono por mi tontería con respecto al café de esa chica, no una invitación a comer y mucho menos, verle tan apenado, tan... ¿Triste? Caminé pensativa y descendí hasta el último piso para luego irme. Él ya lo había hecho.

Le di mil vueltas a todo lo sucedido mientras caminaba a mi apartamento. Dudas, esas eran mis nuevas compañeras.

*****

Cuando le conté a Nat lo ocurrido esta se quedó perpleja. Era una de esas situaciones en las que no tenía muy claro qué debía haber hecho. Lo obvio era negarme, de eso no había duda, él era mi profesor y la universidad tenía una política bastante estricta de no fraternización de ningún tipo. ¡Él mismo me había regañado, porque Juan me tomó de la mano en el salón de clases! Pero por otro, la verdad era que me habría gustado hacerlo, o algo así, aún no estaba segura de cómo sentirme al respecto.

Mi reticencia hacia el profesor Roca disminuyó mucho a raíz de su disculpa y de verlo cantar una canción tan genial cuando lo llevé a su casa. Incluso, para que negarlo, escucharlo decir que me consideraba inteligente, tuvo cierto efecto en mí.

—Ante la duda lo mejor que pudiste hacer fue responder que no. Dieguito tiene su encanto, pero luego todo puede prestarse para un malentendido y... Él no te conviene, es mayor que tú.

—Sí, totalmente. Además, no olvidemos que fue un cerdo torturador conmigo hace dos semestres atrás.

—Sí, obvio —afirmó Nat—. Típico de los hombres. Cuando te quieren coger se ponen dulzones. Qué puto asco.

—Creo que estás exagerando, él no...

—¿Él no qué? —Me interrumpió mi amiga—, ¿no te quiere coger? Ay, Max, despiértate. Si algo hice fue prestar especial atención a cómo te miraba ese día que vino y nótese que el tipo sabe disimular muy bien, pero yo estaba frente a él y en lo que tú llegaste a la sala, sus pies se movieron en tu dirección. Toda su postura era de apertura ante ti, a mí no me miró más. Su pelvis apuntaba a la tuya. —Mi amiga tenía todo ese rollo de analizar el lenguaje corporal—. Sí te vuelve a decir algo, que no te quede la menor duda de que se te está insinuando en toda norma y te quiere dar la cogida del siglo. A ese se le nota a cinco kilómetros que te tiene ganas y de las buenas, amiga. Que no te extrañe que vuelva a suceder lo de hoy.

Pero eso no ocurrió, cuestión que agradecí. En las siguientes tres clases el profesor Roca no fue de otra manera que profesional y yo no volví a hablar con él a solas, para no darle, ni por equivocación, un solo motivo para que dejara de serlo.

Evité mirarlo durante su clase y estuve muy comedida en tomar apuntes, en prestarle atención, pues se le notaba un poco de mal humor, no sabría precisar qué le ocurría, pero no quería que fuésemos a tener ningún altercado como en el pasado.

Él se dedicó a explicar minuciosamente y yo a escribirlo todo.

—Los espero el próximo martes con las exposiciones de los proyectos, por favor, cero excusas, prepárense bien durante el fin de semana. —Fue lo último que dijo para cerrar la clase de ese jueves.

—Max, lleva amigas simpáticas a la fiesta, por favor —dijo Miguel subiendo y bajando las cejas.

¿Por simpáticas se refería a que quisieran algo con él? Hice una mueca y me giré a mirar a Juan que estaba recogiendo sus pertenencias.

—¿Cuántas puedo llevar? —pregunté para no abusar, aunque ya Juan me había dicho que podía invitar varias.

—Las que quieras —contestó Juan—. Faltaba más, mi casa es tu casa —expresó con coquetería hacia mí sin disimulo—. Soy muy amable con las visitas, sobre todo, las femeninas.

Me sonrió con dulzura.

—Ugs, baboso —Me reí—. Iré con mis amigas Nat, Clau y con Brenda, ¿la conocen?

—¿Brenda la bajita de cabello negro, de lentes rojos? —preguntó Miguel con obvia avidez.

—Sí, esa.

—¡Excelente! —exclamó Miguel.

—No se notó casi que la tienes super ubicada, tranquilo —bromeé.

Pasamos junto al escritorio del profesor Roca conversando y antes de salir por la puerta del salón, Juan y Miguel se despidieron con amabilidad de este que se veía muy serio, mientras leía algo en su teléfono, por lo que yo solo lo hice con un movimiento de mano.

Nos fuimos a comer a la cafetería para ultimar detalles de la fiesta. Juan me dijo que estaban bien de suministros de comida, que si quería llevara alcohol, porque ya la cerveza la habían comprado. Comenté que haría chupitos de gelatina con vodka y a ellos les encantó la idea.

Por primera vez, desde hacía casi dos semanas, me sentí animada, pues lo de Leo me había jodido por días. Intentaba no pensarle, pero me costaba bastante.

El que pasara de mí con tanta sencillez, me generaba una molestia relacionada a un sentimiento de rechazo que crecía exponencialmente con el transcurso del tiempo. ¿Tan fácil le era olvidarme? ¿Tan fácil le resultaba no hablarme? Era obvio que en compañía de su novia no debía extrañarme, mientras que yo no hacía más que pensarle.

Me dije que, si él estaba bien, yo no podía hacer el papel de pendeja. Tenía que dejar a un lado mis sentimientos, que con cada día que pasaba comenzaban a parecerme más y más patéticos. «Sentir tanto por un tipo que nunca has visto en la puta vida. Patético, Máxima, patético».

Leo y yo habíamos hablado mucho, pero por mensajes. Con el tiempo se habían incorporado las notas de voz y luego, las llamadas que solían ser menos frecuentes y que a mí me alegraban muchísimo.

Al llegar al apartamento me acosté en el sofá y decidí borrar todo. Eliminé cada una de sus fotos, las pocas que él me había enviado y tantas otras de cuestiones de su trabajo. Miré por última vez el video en el que decía mi nombre con esa entonación tan suya y tras suspirar, lo borré también.

En un principio solo hablábamos tonterías. Él miró uno de mis videos en YouTube que estaba en una de mis redes sociales y me escribió un comentario con una crítica muy graciosa que logró que de inmediato me cayera muy bien. Tras algunos comentarios, intercambiamos mensajes privados y se nos hizo rutina hablar. En Instagram tenía pocas fotos, su novia era bonita y parecían felices. Con el tiempo nos dimos los números telefónicos sin darle muchas vueltas al asunto.

—¿Cómo sé que no eres un fake psicópata? Envíame un video, quiero verte. —Recuerdo que le dije.

—¿Y cómo sé yo que no eres una pelirroja psicópata? Yo también quiero un video —replicó.

Luego conversamos sin más. Yo solía echarle en cara muchas de las cuestiones que hablaba, le criticaba tantas otras y él hacía lo mismo conmigo. Discutíamos todo el tiempo y debía admitir que parte de su encanto residía en que era el único, aparte de Nat, capaz de ganarme en una disputa.

Disfrutaba hacerlo rabiar, exasperarlo para escucharlo refunfuñar y darme la razón cuando la tenía, o hacerlo yo cuando me tocaba. Leo era tan inteligente que era una delicia oírlo hablar de trabajo, sobre todo, cuando me contaba de sus auditorías, o del control de calidad de la planta.

Lo que había nacido como una amistad tonta, se había hecho más y después, simplemente, se acabó.

Tras borrar el video, entré a Instagram y lo dejé de seguir. Luego caminé hasta mi laptop, ingresé a mi correo, eliminé sus mensajes y vacié la papelera dispuesta a olvidarme de una buena vez por todas de él. Me sentía tonta, muy tonta por extrañarlo tanto. Por último, abrí mi libreta de contactos, ahí estaba su nombre en compañía de su número telefónico. Suspiré... Lo borré.

—¡Listo! —me dije—. Con esto se acaban tus maneras de comunicarte con él, no más Leo.

Decirlo era muy fácil, cumplirlo sería otro asunto distinto. Las ganas de hablarle no se iban, era la costumbre, para qué negarlo. En ese momento me volví empática con esas personas que les costaba tanto terminar sus relaciones amorosas. Supuse que, aunque se acabará el amor, siempre sería difícil romper el hábito, en mi caso, era más como una compulsión.

Mi conexión con Leo era a tal grado que, cuando conversaba con él me sentía tan, pero tan entendida, tan bien... Teníamos una química cerebral infinita e innegable que me hacía desear que hablásemos, independientemente de mi gusto hacia él, porque primero éramos amigos. Extrañarlo de esa manera y al mismo tiempo percatarme de que él no era consonante con mis sentimientos, lo fracturó todo.

El viernes por la noche estaba decidida a pasarla bien. Me arreglé mucho en compañía de Nat. Quería ser la Max de antes. Me puse un vestido coqueto, me solté el cabello que peiné de medio lado e hice todo lo necesario para sentirme linda. Nos tomamos un montón de fotos que publicamos en redes sociales, mi mejor amiga en especial.

Después, saqué del refrigerador los chupitos de gelatina y buscamos a nuestras amigas, para irnos a la casa de Juan.

En el camino me di el discurso pertinente. Olvidarlo, más que algo que debía hacer por mi bien, era una necesidad. Mientras mi mente estuviese llena de Leo, no podría pensar en otro chico. Y tal vez, después de todo, ese era el mayor problema. Él me había dado esperanzas de que, ahí afuera, existía alguien para mí. Un hombre que me gustara tanto, pero tanto, que sería inevitable que me enamorase de su forma de ser y que me haría anhelar sus besos, su tacto, todo. Leo era la prueba que había un hombre capaz de hacerme quererlo de una manera sublime... Alguien de verdad, de carne y hueso.

—¿Estás bien? —preguntó Brenda

—Sí, sí.

—Sigues mal por Leo ¿cierto? —Suspiré sin saber qué contestar—. No trates como integral por partes, a quien te trata como derivada de una constante.

—No —dijo Nat—. Cero hablar de Leo y cero hacer chistes que yo no entienda. Nos vamos a divertir.

—¿Son lindos tus amigos? —preguntó Claudia.

—Juan sí, Miguel es simpático —contesté.

—Es feo —puntualizó Claudia y no pude evitar reír.

Al llegar, nos quedamos boquiabiertas.

—¿De quién es esta casa para casarme con él por cochino interés? —preguntó Nat.

—Wow —soltó Claudia—, Dorothy, ya no estamos en Kansas. Tiene mucho dinero tu amigo.

—No tenía ni puta idea —respondí honesta.

Juan no poseía, para nada, la pinta de un chiquillo millonario. Pero ahí estábamos, mirando todo, mientras el portero nos dejaba entrar a una quinta de lujo grandísima de tres pisos. El jardín era imponente, bellísimo. Lo que más nos llamó la atención a todas fue el gran estanque iluminado lleno de peces carpa. Se respiraba tranquilidad en todo el lugar y mucho dinero. La música sonaba desde la parte de atrás en el patio y las antorchas de jardín nos indicaron el camino hacían una gran piscina con trampolín incluido.

—Max, ¡viniste! Y muy bien acompañada —comentó Juan que nos recibió con una de sus hermosas sonrisas.

Yo me reí nerviosa al verlo. Se notaba que acababa de salir de la piscina. La visión del torso desnudo de Juan hacía maravillas, era un bálsamo para el alma, un reparador de corazones rotos... Joder, que estaba para comérselo.

—Hola —lo saludé y él se agachó para darme un beso que me mojó la mejilla.

—Lo siento —Me secó con el pulgar, pero eso no mejoró nada—, estoy todo mojado —agregó como si no pudiera percatarme de eso por mi cuenta.

—Mmm, yo también —dijo Clau en un tonito insinuante que hizo que Nat se echara a reír.

En ese momento apareció Miguel. Era casi de mi estatura y no estaba nada mal tampoco, estaba pasado un poco de peso, pero tenía su encanto. El problema era que se le olía lo necesitado a tres kilómetros y a mí aquello me mataba las ganas.

Les presenté a mis amigas y ellos nos invitaron a pasar y nos presentaron a los suyos. Solo había tres chicas más en la fiesta y unos seis chicos. Nuestra llegada balanceaba los números.

Juan tomó un chupito de gelatina de la bandeja y lo masticó e hizo una mueca de aprobación.

—Están buenísimos. En las hieleras hay cerveza, pero pueden pasar a la barra —señaló una que estaba al otro lado de la piscina—. Y prepararse el trago que quieran.

—Gracias —respondimos Nat y yo al unísono.

El patio era bellísimo, muy amplio, el césped era verde brillante. Había muchas sillas reclinables que de día debían ser excelentes para tomar el sol. La fiesta era amena, había bastante comida, cuestión que para mí era un éxito y lo más gracioso era que los padres de Juan, incluso su abuela, estaban en una esquina jugando un extraño juego de mesa.

Justo en ese momento llegó su hermano mayor, que estaba más bueno todavía, en compañía de un grupo variado de amigas y amigos.

—Gracias por traerme al paraíso —dijo Nat al ver tanto asiático lindo—, al fin te juntas con gente hot.

Juan era un buen anfitrión y me indicó que sí quería podía cambiarme en el baño, para aprovechar de darme un chapuzón, pues luego entraríamos a la casa. Pero le expliqué que lo haría más tarde, su hermano y sus amigos se acaban de meter y estaba un poco abarrotada.

Terminaba la primera ronda de tragos, Juan me invitó a mí y a mis amigas a pasar a la casa. Resultó que tenía una sala de juegos bien equipada, con largos sofás mullidos, frente a una pantalla plana de televisión gigante, una mesa de billar, máquinas árcade, hockey de mesa, karaoke y hasta un par de tragamonedas de su abuela.

Él me invitó a jugar con él hockey y gracias a Dios se había puesto una camiseta, porque de lo contrario, me habría hecho perder todos los partidos.

Pasaron un par de horas y Juan y yo seguimos jugando y conversando, mientras que mis amigas lo hacían con otros invitados de la fiesta. Tal vez fueron los tragos o que él era demasiado simpático, pero sus coqueteos no me hacían sentir incómoda como solía sucederme con otros chicos y eso me hizo sonreírle de vuelta varias veces.

Rato después, le pregunté en dónde se encontraba el baño y él me dio las indicaciones pertinentes para llegar. Me apresuré a salir de la sala de juegos, porque mi vejiga estaba a punto de reventar. De camino ahí, vi a Nat de lo más alelada conversando muy cerquita de un chico asiático muy apuesto. Tenía una relación abierta con el fotógrafo o algo así, por lo que no había razón para no coquetear con ganas.

Tras usar el baño, me miré en el espejo y decidí que debía retocarme los labios. Al buscar en mi bolso mi labial, me percaté de que tenía varios mensajes y llamadas en mi teléfono de un número desconocido. Leo...

«Te extraño».

«Max, ¿te puedo llamar? Necesito escuchar tu voz».

«Max, ¿por qué no contestas?»

«Disculpa, no te molesto más, debes estar muy ocupada».

Leer sus mensajes me enfureció, o algo así, la realidad era que también había una tónica de felicidad, de saber que el sentimiento era mutuo, de que ambos estábamos necesitados el uno del otro. Que éramos empáticos en el sufrimiento. Aunque era más fuerte la rabia, que insistía en persistir.

Nunca me había llamado un viernes en la noche y justo ese día lo había hecho. Su último mensaje era de una hora antes y me pregunté por qué lo hacía. ¿Por qué tanta contradicción?


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