Sesenta, segunda parte

Mi hermano me abrazó con fuerza y me estampó un beso en la mejilla a modo de saludo. Luego me entregó un porta traje y le vi sacar una maleta de su auto, cuestión atípica, pues solía traer un bolso pequeño con algo de ropa.

—¿Hasta cuándo te piensas quedar?

—Tengo dos entrevistas el lunes, luego de eso me voy.

—Pero tú ya tienes trabajo y estás estudiando —dije dubitativa.

—Terminé la escolaridad este semestre que acabé. Solo estoy esperando la fecha para la presentación de tesis que será un sábado, solo tendría que viajar para eso y ya. Mi asesor de tesis me dijo que podría seguir atendiéndome por correo.

—¿Y en dónde se supone que vas a vivir aquí? —pregunté horrorizada,

No estaba entre mis planes compartir apartamento con mi hermano que podía llegar a ser bastante metiche cuando quería. Por un tiempo, tal vez, que fuese algo permanente, ni pensarlo.

—Pues, asumo que podrás darme cobijo unas semanas hasta que pueda encontrar algo para alquilar, ¿conoces a alguien que necesite un compañero de casa?

—¿Te estás mudando aquí por Claudia?

No salía de mi estupor.

—Solo es una posibilidad, si no consigo empleo seguiré en la capital. Necesito estar cerca del pueblo, tanto viajar me tiene cansado. Quiero poder ir a ver a mamá y a papá sin que sea un problema de logística —contestó dándome una evasiva en toda norma—. ¿Puedes escribirle a Clau, invitarla aquí con alguna excusa para que venga y sorprenderla?

Le envié un mensaje para explicarle que mi hermano ya había llegado y le recordé que debía fingir sorpresa. Veinte minutos después, escuché los grititos de mi amiga cuando Constantino la abrazó.

Clau apoyó el rostro en su hombro con los ojos cerrados, su expresión era la viva estampa de la felicidad. Se dieron un beso corto sin importarles en lo más mínimo quien los viese. Luego, se miraron ansiosos, sonriéndose el uno al otro de una manera que me hizo recordar que, tiempo atrás, yo me había sentido de la misma forma.

Christopher, que había decidido acompañar a su hermana, carraspeó incómodo y yo quise decirle que ya éramos dos, pero me contuve. Mi hermano y él no se conocían así que Claudia hizo las presentaciones someramente.

Los tórtolos se marcharon para estar juntos como solían hacer siempre. Christopher, por otro lado, dijo que se quedaría para acompañarnos. Sabedora de la situación entre él y Nat pensé en que lo mejor que podía hacer por mi vida era largarme de una buena puta vez de ahí. Recordé que Antonio me había dicho que podía escribirle cuando me apeteciera, con algo de suerte, no estaría ocupado.

—Me voy a dar un baño, los dejo —dije con una sonrisa ignorando los ojos saltones de Natalia que parecían decir: ni se te ocurra dejarme sola.

No había terminado de entrar a mi habitación, cuando sentí un doloroso tirón en el cabello que me hizo jadear de la impresión. Mi amiga me empujó adentro y cerró la puerta tras de sí y yo me apresuré a responderle con un jalón con igual saña.

—Ni creas que te vas a encerrar aquí y a dejarme sola con él —dijo a la vez que tiraba más de mi cabello.

—No te preocupes, no lo haré. —Nat me soltó de inmediato—. En realidad, me largo de aquí —contesté y le devolví el tirón.

—Auuuuu... ¡No seas maldita! —comentó a la vez que tiraba más de mi cabello.

Los jalones se hicieron más severos, hasta que nos soltamos y ambas nos sobamos el cuero cabelludo. No conseguía recordar cuándo había sido la última vez que nos habíamos jalado el cabello de esa manera, probablemente al empezar la universidad, lo que dejaba entre ver que Natalia estaba muy nerviosa si llegaba a eso.

—No me dejes sola con él —rezongó en tono exasperado.

—No me voy a pasar la tarde del sábado haciéndote de niñera. Si no quieres nada con él, díselo y pídele que se vaya... —Hizo una mueca de disgusto—. Te gusta Christopher, te gusta desde hace tiempo y te aprovechabas para juguetear con él inocentemente —Hice unas comillas con los dedos—, con la excusa de que no llegarían a nada. Pero el muchachito creció y ahora quiere lo que le prometiste hace meses atrás... Mira, explícale que no van a llegar a nada o no podrás quitártelo de encima.

Me miró atormentada.

—No soy una pedófila.

—O sea... Si es un muchachito, pero ya es mayor de edad, está en edad de consentir y te quiere comer entera. Tú también eres joven, aún no has llegado a la adultez de los veinticinco... Tampoco es una diferencia abismal entre ambos, sin duda alguna nadie te podría acusar de vieja verde, sobre todo, porque como ya dije, se ve mayor de lo que es... La gente que busca muchachitos es porque les gusta que se vean así, chiquitos. No es tu caso.

»Y mira, no es que te esté animando ni nada por el estilo, pero los varones no viven lo que nosotras, a ellos nadie les hace sentir sucios por tener deseo sexual... Todo lo contrario. Dudo mucho de verdad que lo pudieses pervertir.

—No ayudas, Máxima Catherina, diciéndome estas mierdas...

Nat se marchó de mi habitación molesta y yo tomé mi teléfono para escribirle al pintor.



No me costó encontrar la casa de Antonio. Ya conocía la dirección. Vivía en la segunda planta de una vivienda bastante grande a la que se accedía por una escalera exterior de metal. Él me esperaba en lo alto con una de sus sonrisitas.

Salí del Uber y comencé a subir los peldaños notando como el deseo se asentaba en mi estómago como una sustancia que se fermentaba lentamente. Correspondí su sonrisa y lo saludé con coquetería. Sus labios rozaron los míos con una sutileza tibia muy adecuada.

Al entrar a su casa tuve la sensación de que me sumergía en él. La estancia hablaba sobre sus gustos. Fascinada, miré las paredes, una estaba llena de cuadros que me recordaron al que había visto en la playa en la casa de sus padres. Otra, en cambio, tenía pegadas ilustraciones sin ningún orden aparente.

Había un sofá como pieza central en una esquina. Dos mesas de trabajo, una llena de servilletas sucias, pinceles, bocetos a medio dibujar. Otra a un costado de un caballete en donde había óleos y demás utensilios que no conocía y que de seguro eran precisos para pintar esos cuadros impresionantes que él lograba. Noté una foto sostenida por un gancho al cuadro en progreso al que era bastante difícil quitarle la vista de encima. Era una chica desnuda preciosísima en una pose meditabunda y sensual.

—Pasa, pasa. —Me apremió a que lo siguiera a la habitación contigua.

Cruzamos una puerta que él cerró de inmediato y me explicó que intentaba mantener ese espacio lo más despejado posible del calor de la cocina, o cualquier contenido de grasa que flotara en el ambiente. Al llegar a esta se hizo más audible la suave música que tenía de fondo.

—¿Quieres comer? —preguntó mientras llenaba una copa de vino.

—No, no, no te preocupes. —Me entregó la copa—. Gracias.

—Anda, yo no he comido casi nada hoy, puedes comer conmigo, es solo pasta.

Asentí a su ofrecimiento, la verdad era que había pasado bastante desde mi desayuno tardío con Nat. Tomé mi teléfono y aproveché que Antonio estaba distraído echando pasta al agua que hervía en la estufa, para escribirle.

«Cuidadito con esa flor, que permanezca intacta». Rematé el mensaje con caritas que reían.

Había dejado a Christopher en el sofá escogiendo una película, entretanto Nat, que ni siquiera se giró a mirarme para despedirse de mí, probablemente porque estaba molestísima conmigo, hacía palomitas de maíz.

Antonio tenía una mesa de madera rústica muy bonita frente a un ventanal que daba hacia el patio de la casa que tenía una huerta preciosa. Me explicó que en el piso de abajo vivía un señor mayor que había enviudado y que le alquilaba el apartamento para tener ingresos extras a su jubilación.

Nos sentamos a comer y él fue tan encantador como siempre. Mantuvimos una charla informal y amena entre bocados. Tras decirle que la comida estaba buenísima, me explicó que la salsa era del restaurante de su madre, por lo que no había mayor mérito. A mí me pareció que sí lo tenía, él era tan amable y solicito que creaba un ambiente muy ameno que era digno de reconocer.

No pude evitar sentir pena por todas esas chicas que condensarían sus ilusiones en un hombre como él. Me las imaginaba embelesadas hasta el éxtasis por sus conversaciones, sus atenciones, sus deliciosas miradas enigmáticas que en un principio me ponían de los nervios y que en ese momento comprendí, que en realidad, no encerraban mayor secreto.

Él era un tipo demasiado honesto y abierto. Una combinación jodidamente encantadora. Su aspecto misterioso era solo eso, nada más.

Me las imaginaba sintiendo que nunca podrían tener suficiente de él, enamorándose contra toda lógica o como aquella chica que estaba casada que había visto que lo besaba con intensidad, seguramente, necesitada de atiborrarse de todo lo que Antonio podía darle en una velada así, llena de fantasías, para luego seguir con su vida aburrida de casada. Lo sabía bien, porque yo no era tan distinta a ella, hacía algo parecido al recargar energías a su lado. La diferencia era que mi miseria residía en que me sentía demasiado jodida, al punto de haber comenzado a creer que el amor era una experiencia que no se me daría de nuevo.

Me llevé el tenedor a la boca. Quería llenarme las papilas gustativas de esos deliciosos sabores y espantar esas intolerables certezas que me embargaban, lamentablemente, cuando estaba a su lado. Me instaba a creer que aquellos no eran más que pensamientos pesimistas, absurdos, pero la realidad era que la mayoría del tiempo los abrazaba y me recordaba todas las críticas que solía hacerle Nat al amor en la sociedad de consumo en la que vivíamos.

Tal vez, después de todo, era cierto, yo me había enamorado de las expectativas que había creado en torno a mi ex, que se había derrumbado cuando comprendí que no eran más que eso, expectativas.

—¿Te pasa algo? —preguntó amable cuando recogíamos la mesa.

—No.

Mi negativa era obvia, eso de ponerse intensa siendo sincera con el amante era a todas luces innecesario e inoportuno.

El problema con las rupturas era que sin importar cuánto hubiésemos hablado mi ex y yo en el momento en que nos habíamos dejado, parecía que se me habían quedado acumuladas muchas palabras por decirle entre pecho y espalda. Desde mi último encuentro con él en el pasillo de la universidad, aquel sentimiento se había acentuado y me encontraba a mí misma, llena de rabia, ideando monólogos que quería soltarle en la cara.

Pero esas conversaciones que se reiteraban una y otra vez en mi mente, en realidad, eran siempre lo mismo. Tal vez mi relación más tóxica no había sido con él, si no con su recuerdo.

Me di cuenta de que había algo que nunca le había dicho por orgullo, por rabia, por tantas emociones encontradas... Y era cuánto lo amaba... Él nunca me lo dijo, ¿por qué iba a hacerlo yo? Pero esas palabras no dichas se me asentaban como un remanente venenoso en el cuerpo, como algo que tenía que expulsar, así que cuando Antonio insistió en que le contara qué me pasaba, lo hice a sabiendas de que no debía.

Al parecer, estaba necesitada de hablar con alguien que no lo conociera y volver a verbalizar lo que ya le había dicho tantas veces a mis amigas y que de hacerlo de nuevo, ocasionaría que me vaciaran encima un bidón de gasolina y me arrojaran una cerilla encendida, porque mi situación era insoportable.

Resultó que el amante de turno en cambio se mostró atento para saberlo todo. Pero también para hablar y decirme algo inesperado.

Antonio no era como mis amigas que me decían que iba a superarlo, que me recordaban que todo iba a pasar, o como Ramiro que me había explicado que esas mierdas sucedían. Antonio, en cambio, me instó a que lo siguiera queriendo.

—¿Cómo? —pregunté desconcertada.

—La gente tiene esta idea errada de que hay que olvidar, superar, dejar atrás de golpe y en teoría tienen razón. Pero eso no suele funcionar, no cuando has querido de verdad.

»Imponerte un régimen de falsa superación no te va a servir de nada, solo va a empeorarlo todo.

—¿Y entonces qué se supone que debo hacer? —pregunté curiosa.

—Síguelo queriendo... —Volví a mirarlo desconcertada—. El amor es algo que está vivo como tú o como yo. —Se llevó la copa a los labios y tras darle un sorbo acarició la hoja de una planta verde que tenía sobre la mesa—. Necesita alimento para crecer... De lo contrario va decayendo. Dale tiempo a ese proceso y mientras, deja que ese cariño que sentías por él disminuya poco a poco sin presiones...

»Olvídalo a tu ritmo, sin imponerte el no sentir de manera tajante, porque obligarte a hacerlo te va a lastimar más que cualquier traición.

Entendía su enfoque, pero quererlo, aunque fuese poco, dolía también. Dolía mucho.

—Solo quiero arrancármelo del pecho —dije testaruda—. No quiero quererlo ni pensarlo más.

Ladeó la cabeza y me miró con expresión pensativa.

—¿De verdad quieres superarlo? —Lo miré sin saber qué decir—. Todos nos equivocamos... Y a veces es inevitable mentir.

—No te pongas de su lado. Él era lo suficientemente adulto como para haberlo pensado mejor y no equivocarse y mentirme así...

—¿Cuántos años tiene? —preguntó interrumpiéndome.

—Dos años más que tú... —respondí y continué con el discurso que había comenzado antes de que me interrumpiera—. Así que no es cuestión de si quiero olvidarlo o no, es que es lo que me debo a mí misma, porque no me merezco estar con alguien que me mienta.

Antonio asintió.

—Tienes toda la razón. —Movió las manos para darle énfasis a sus palabras—. Pero te tengo una noticia. —Se levantó de su silla, me tomó de la mano y me condujo hacia la ventana que tenía vista al huerto—. Si crees que los de casi treinta tenemos todo descifrado y sabemos qué coño queremos de la vida, te estás equivocando. Y mira, tal vez él es más adulto que tú, pero eso no implica que no fuese inexperto en cuanto a enamorarse y por eso cometió un error.

—¿Acaso importa? Yo también era inexperta en todo y me tomé la molestia de no lastimarlo y de quererlo durante nuestra relación. Por favor, no lo defiendas.

—Jamás me pondría de parte de alguien que te hizo daño, Tesoro, jamás, solo estoy intentando comprenderte. —Me quitó la copa de la mano que depositó en la mesa y me atrajo hacia él para mirarme—. Sabes... la necesidad de poseer es algo típico de los jóvenes amantes... Y tú aún lo ansías demasiado.

—Qué más da... Quiero dejarlo atrás —reiteré testaruda de nuevo—. Nunca me quiso.

—Entonces es un idiota.

Antonio se me acercó con delicadeza y me dio un beso dulce.

—Ahora es tu turno, cuéntame sobre una de las tesoros, la chica casada.

—No me parece adecuado hablar de ellas, ni de su vida privada, sobre todo, de ella en particular.

Comenzó a repartirme besos suaves en el borde de la mandíbula.

—No me hables de nadie en específico, ni me digas sus nombres, solo cuéntame de ti con ellas...

—¿Puede ser más tarde? —preguntó con una de sus seductoras miradas patentadas.

Su mano se deslizó hacia abajo y me apretó un glúteo a la vez que se acercaba para besarme de nuevo. Su boca fue un poco más enérgica esa vez y no dudó de tentarme con un mordisquito en el labio inferior.

—Aquí. —Me eché a un lado el cuello de la camiseta—. Bésame aquí —rogué señalando mis clavículas.

—No me pidas que te bese como lo hacía otro... Déjame besarte como yo quiero, tal vez hasta encuentres algo que te guste más.

Y el siguiente beso que me dio estuvo lleno de un arrebato delicioso y decadente. 



Opiniones sobre lo que le dijo Antonio a Max

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