Quince
Diego me miró de una manera que hizo que una sensación tibia y deliciosa se me repartiera por el vientre bajo. Bajó la cremallera de mi traje en busca de espacio y me tomó por el cuello para atraerme hacia sí. Su aliento me golpeó los labios y nos miramos hondamente. Me gustó observar cómo cerraba los párpados, cómo se juntaban sus pestañas y se dibujaba una expresión de deseo en su rostro, justo antes de que diera un paso más, para terminar de acortar las distancias.
Sentí su lengua contra mis labios. Comenzaba a acostumbrarme a su forma de besar. Le gustaba hacer eso primero, tentarme con lamidas, para hacerme temblar y luego, avanzar de a poco hasta que mi respiración se tornara entrecortada.
Sus besos eran flamígeros, no podía hacer más que dejarle llenarme la boca con gloriosas llamas.
Aquel hombre no besaba, hacía algo más que aún no conseguía descifrar... Era como un exorcismo y un alineamiento de chakras, todo al mismo tiempo.
Era increíble la forma en que me excitaba tan, pero tan rápido. Eso nunca me había sucedido con ninguno de los chicos con los que había tonteado en el pasado. Con él sentía ansías de más. Aquello era una sensación nueva e inexplorada que me estimulaba y me asustaba a partes iguales.
Alcé los brazos, lo atraje por la nuca y nuestros trajes se rozaron, creando un ruido plástico que hizo que nos separáramos para reír. Me miró con dulzura y me llenó de besitos cortos que tenían como destino volver a nuestro beso inicial que me acaloró en dos segundos.
Ahí, contra un estante lleno de racks de almacenamiento de dulces de leche, me cercó con su cuerpo. Lo sentí un poquito demandante, pasional. Nos abrazábamos con ansias de fundirnos uno con el otro.
Diego me succionó la lengua y luego enroscó la suya con la mía con la intensidad más decadente. Nos mordimos, nos besamos, entre respiraciones audibles y jadeos. Nos ahogamos en el más profuso deseo ardiente.
Me separé de su boca sin resuello y esta no tardó en arrastrarse por mi cuello, a la vez que sus manos acunaban mi trasero haciendo que no hubiera ni el más ínfimo resquicio entre nosotros. Jadeé descontrolada al sentir su lengua caliente embadurnarme de saliva tibia.
Le retiré la capucha de su traje en compañía de la malla que tenía en la cabeza y mis dedos se enrollaron en su cabello castaño, tirando de este en consonancia al placer que me invadía. Cada vez que lo hacía, él gruñía de forma gutural. Comprendí que no había nada mejor que sus sonidos. Me encantaban.
La intensidad de nuestros besos creció, apenas si podía respirar, pero no me importaba en lo absoluto. Quería más, mucho más, por eso me desconcertó tanto que él se separase de mí sin previo aviso.
Diego apoyó las manos, lado a lado de mis hombros, sobre los racks de almacenamiento que se encontraban a mi espalda. Bajó la cabeza, miró hacia abajo y dejó que esta yaciera ahí, sin moverse demasiado. No entendí porqué hacía eso, aunque lucía muy agitado, supuse que necesitaba un minuto para recobrar la cordura y me pregunté si quería que lo lograse.
Tomó una bocanada de aire y tras varios segundos, alzó el rostro hacia mí. El depósito estaba muy bien iluminado, por lo que pude notar todos sus rasgos faciales, a diferencia del día anterior, en el que nos habíamos besado a oscuras en la camioneta. Tenía la piel enrojecida y las pupilas tan dilatadas que solo era visible una pequeña franja de color gris. Sus labios estaban entreabiertos, con el inferior colonizado por una densa capa de saliva que lo volvía brillante, apetecible, como un fruto maduro al cual hincarle los dientes. Esa imagen me hizo recordar nuestro primer beso, porque, así mismo, Diego me había mordido el labio esa vez.
Alcé la mirada hacia su frente y noté como se le marcaba aquella vena que había visto en mi cocina hacía dos días atrás. Al igual que en esa oportunidad se la acaricié con la punta del dedo índice.
Diego se veía mucho más excitado que en ocasiones anteriores. Me resultó fascinante estudiar sus reacciones, mientras la yema de mi dedo le recorría toda la frente siguiendo su vena como guía. Luego lo deslicé por el puente de su nariz hasta llegar a sus labios y me detuve en el arco de cupido. Con lentitud lo acaricié y noté que eso le gustó. Continué deslizando el dedo hasta llegar a su labio inferior y lo moví por toda la superficie embadurnándome de su saliva. Sentí el vaho tibio que exhalaba sobre mi piel, acelerándose mientras que en sus ojos refulgían las ansias.
Con suavidad, mi dedo resbaló entre sus labios. Le rocé los dientes y luego este se movió sobre su lengua. Aprecié la textura de esta, tibia, suave, húmeda. Arrastré el dedo hacia afuera, dejando un rastro de saliva por su barbilla.
Me acerqué a él, lo tomé por el cabello, para obligarlo a echar la cabeza hacia atrás y recorrí su piel con un conciso lametón, desde el cuello hasta sus labios, para seguir aquel rastro ensalivado. Me maravillé de su forma de gemir ronca y natural. Capturé su boca, le mordisqueé el labio inferior con maldad, mientras notaba como mis pezones se endurecían más clavándose en la tela de mi brasier y mi sexo se retorcía deliciosamente húmedo.
Me aferró entre sus brazos, alzó mi pierna derecha, la encajó sobre su cadera y se rozó con insistencia contra mí, mostrándome lo duro que estaba. Hacíamos ruido con nuestros trajes de polipropileno, solo que estábamos demasiado ocupados dejándonos llevar por las ansias de consumirnos como para que esto nos importara. Me sentí turbada, incapaz de pensar en algo más que no fuese permitirle besarme como le diese la gana, una y otra vez.
—Ingeniero —escuché a lo lejos que le llamaban—, Ingeniero Roca ¿está aquí?
Me separé de él con la respiración demasiado acelerada. Me pregunté en dónde habían quedado sus besos lentos y sosegados. Lo miré, tragó hondo e inhaló con fuerza en busca de oxígeno. Tras exhalar, respondió:
—Sí, aquí estoy. Ya voy a salir —gritó en dirección al larguísimo pasillo, hacia la puerta—. Tenemos que irnos, la fábrica debió cerrar hace rato.
—Sí —dije recobrando la compostura—. Mejor nos vamos, tienes muchas horas sin comer, me preocupa eso. Sumado a tu estrés no quiero que te enfermes del estómago. —Diego frunció el ceño ante mis palabras—. ¿Qué sucede? ¿Dije algo malo?
—No, solo que no esperaba que te preocuparas por mi salud —respondió y me dio un besito corto.
—Qué te puedo decir, soy una buena persona —bromeé como para darle a entender que era algo que haría por cualquiera—. Pero sí, me preocupo.
—Perdóname si me sobrepase —dijo con cierta vergüenza y yo le miré confundida, no sabía a qué se refería—. Ayer te dije que intentaría no mostrarme tan emocionado y he fallado.
—No quiero que dejes de tocarme —Lo ayudé a colocarse la malla en el cabello y la capucha del traje—. Si te digo que pares o dejo de besarte o de acariciarte debes parar, pero créeme que sí te estoy besando de regreso, lo estoy disfrutando —dije con total honestidad y él me sonrió de manera tierna. Luego recogí mis cubos de dulce de leche, que él insistió en quitarme de las manos—. Dame uno —le pedí para que nos repartiéramos la carga.
Cada uno llevó un cubo y nos tomamos de la mano. Recorrimos la fábrica hasta su oficina en donde nos cambiamos. Emprendimos el viaje de retorno escuchando las canciones viejas de Coldplay o las buenas canciones de Coldplay, según Diego.
Su mano descansaba en mi rodilla abarcándola toda. La acaricié con la punta del dedo índice de a poco. Entre mis pensamientos estaba el hecho de que él era un tipo adulto, con responsabilidades, estrés y mucho por hacer, mientras que yo, aún era una alumna sin preocupaciones.
En ese momento me golpeó la realidad. Giré a mirarlo, le estudié el perfil que se veía iluminado cada tanto por las luces de las farolas de la autopista. ¿Cómo no lo había pensado antes? Leo solo tenía unos supuestos treinta y un años y portaba un cargo de la directiva que era atípico para ingenieros tan jóvenes. Siempre asumí que era brillante y por eso se lo había ganado, pero tras analizarlo bien entendí que de todas formas resultaba poco creíble.
Miré hacia la ventanilla sintiéndome como una tonta, aunque sabía perfectamente que no era mi culpa. Yo era la víctima de todo lo sucedido, no debía reprocharme el no haber notado esos detalles. Pero era inevitable que lo hiciera. Me dije a mí misma que tenía que ser más astuta, menos ingenua.
Ante esa línea de pensamiento se me quitaron las ganas de tocarlo y aparté la mano. Seguí mirando por la ventanilla, mientras analizaba que tenía que tomar una decisión concreta con respecto a Diego. Debía perdonarlo o mandarlo a la mierda de una buena vez por todas, porque ese tira y encoge era nocivo y bastante tóxico para mi salud emocional.
Claro, decirlo era fácil, llevarlo a cabo no tanto, porque cuando me besaba no pensaba en nada, en nada más que en su sabor, en su aliento tibio, en sus manos grandes, en lo placentero que resultaba recorrerle el cabello con los dedos, o hundir la nariz en la curva de su cuello para inhalar esa fragancia tan deliciosa que emanaba.
Y así de simple, la rabia resurgió, mientras miraba a un punto incierto de la carretera. La razón me habló en tono furibundo: «no permitas que te atonte con su encanto, te engañó, te mintió, fue un acosador manipulador...».
Me toqué la sien con los dedos. Me sentía tan confundida. La necesidad de volver al tema persistía, pues una parte de mí seguía dolida y resentida. La otra, en cambio, no quería más dramas, solo besarlo mucho.
—¿Qué ocurre? —preguntó y me tomó de la mano.
—Mejor no hablemos de lo que me sucede —respondí y aparté mi mano de la suya de nuevo.
—Ahora con más razón debemos hacerlo.
Me tomó la mano otra vez, se la llevó a los labios y la llenó de besos dulces.
—Es más de lo mismo.
Suspiré con pesadez. No quería fastidiarlo, ya lo habíamos hablado.
—A mí me encanta lo mismo si es contigo, así que habla, ¿qué te molesta?
—Acabo de darme cuenta de que Leo tenía un cargo demasiado importante para un ingeniero de treinta y pocos años. Era ilógico, me reprocho no haberme percatado de ese detalle en tus mentiras. Tú tienes ese puesto, porque las empresas son de tu padre.
—Auch, ¿en tan mal concepto me tienes? ¿El privilegiado que no sabe nada y solo está trabajando en un gran cargo porque se lo dio su papi?
—Como sea... Me da rabia no haberme dado cuenta de esos detalles. Eso es todo.
—A ver, Máxima, creo que esto ya lo sabes, pero me gradué de ingeniero a los veinte. Lo que no sé si sabes es por qué. —Me miró de reojo y luego volvió a mirar la carretera—. De pequeño me adelantaron varios años escolares, me gradué de secundaria a los quince. Al llegar a la universidad me ofrecieron hacer una prueba de nivelación y no tener que ver cálculo uno u otras asignaturas; pero yo quise verlas todas. No estaba interesado en graduarme con más antelación.
»Al igual que a usted, señorita, tampoco me quedaron materias mientras estudiaba, normal, no es algo tan atípico. —Tomó mi mano de nuevo y se llevó mis dedos a los labios, para besarlos de a poco—. Y algo que no sabes es que mi papá me hizo trabajar en todos los puestos de la empresa, no directamente en la directiva. Incluso, hice mis prácticas en una industria desconocida en donde nadie sabía quién era, ni quién era mi padre, que por cierto, hizo todas sus empresas desde cero, sin dinero heredado.
»Luego, cuando me gradué, no accedí a cargos importantes de inmediato, como ya mencioné. He tenido diferentes puestos en estos años, porque hice mis estudios de postgrado los fines de semana. Sí es cierto, soy el hijo del dueño, pero también he trabajado mucho. Y qué mejor prueba que el que me ofrecieran un empleo en el lugar en el que hice mis prácticas...
»Pude trabajar para otros, pero no necesitaba la validación de nadie. Yo siempre he sabido que si mi papá me confía sus empresas no es porque sea su hijo, es porque él mismo me enseñó a ser eficiente y eficaz. Él es mi referente en cuanto a cultura laboral.
—Entiendo. Igual sé que eres un tipo muy inteligente, por favor no me malinterpretes. Pero esto es algo con lo que tengo que aprender a lidiar, porque constantemente recordaré lo que pasó entre nosotros. No lo voy a dejar ir de un día para otro y...
—Y eso está bien —dijo interrumpiéndome—, lo entiendo, créeme. Lo que no quiero es que me ocultes cómo te sientes, si tenemos que hablar del tema mil veces pues lo hablamos. Yo me equivoqué y no pretendo que a ti se te olvide lo sucedido, sé que hay un componente de rencor importante y eso está bien, incluso si no lo tuvieras me preocuparías mucho. Precisamente lo que más me gusta de ti es que estás muy cuerda, que racionalizas todo. Que tienes tu propia lógica y no la doblegas por complacerme o adaptarte a mí. —Me miró de reojo un momento—. No lo hagas nunca, por favor, —agregó girando a mirarme un segundo.
No esperaba semejante declaración. Lo miré confundida, pero él siguió conduciendo por lo que no se percató de eso.
—Ok —dije sin más.
Alcé la mano y comencé a acariciarle el cabello de la parte baja de la cabeza. Decidí deponer mis actitudes rencillosas. Él no me mintió en lo que hacía, ni en su cargo, ni en su profesión. No me apetecía pelear, habíamos estado tan bien durante la tarde... Segundos después, noté que se movía como si lo que estuviese haciendo le molestase.
—¿Sucede algo? —pregunté dejando caer mis dedos por su nuca.
—No
Y aunque su respuesta había sido negativa, cuando lo acaricié otra vez, volvió a moverse de esa manera extraña.
—¿Qué pasa? —insistí confundida, hundiendo los dedos en su cabello.
—Nada, es que hace mucho no me tocaban así, me da escalofríos, pero me gusta —respondió con tranquilidad.
Escucharle decir eso me removió algo. «Hace mucho no me tocaban así». No sé por qué me fastidió imaginarme a otra chica sentada en donde yo estaba, haciendo lo mismo. Eran una especie de celos obviamente absurdos. Y con esa línea de ideas cambié el tema de la conversación de forma abrupta.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste sexo? —pregunté girando a mirarlo. Noté que alzaba las cejas. Lo había tomado desprevenido—. Cero mentiras —agregué y retiré la mano de su cabello.
—No tengo porque mentirte. Aunque sí me gustaría saber por qué la pregunta.
Yo conocía era a Leo o eso había creído. La realidad era que no tenía ni idea acerca de la vida de Diego Roca. ¿Habría alguna exnovia reciente que aún le llamaba por las noches? ¿O una chica con la que sostenía una relación casual de solo sexo? Aquello era más que posible.
—Solo responde —insistí seria.
—Ah, cierto, olvidaba que todo tiene que ser como tú dices —expresó en un tono algo sardónico y no me gustó. Así que en vez de suavizar el asunto le hablé en mal tono también.
—Exacto, así que habla ya —dije infranqueable. Sabía que estaba siendo grosera, pero la alternativa era no serlo y exponer cómo me sentía. Celosa, insegura. Al menos así, podía disimular un poco.
Diego soltó una risa y negó con la cabeza.
—No sé, hace varios meses atrás.
—Varios meses pueden ser solo dos. Sé más preciso —insistí en mis indagaciones.
—Tengo más, la verdad no es algo que marque en el calendario, Máxima. ¿Por qué la pregunta?
—¿Con cuantas mujeres te has acostado?
«¿Para qué le preguntas eso? Es un hombre adulto, probablemente no te va a gustar la respuesta», pensé, mientras me mordía el labio.
—Máxima, pero...
—¿Con cuántas? —le interrumpí tajante, evitando que me diera cualquier argumento.
—No, Máxima, te estás equivocando —me dijo y me fastidió muchísimo que se negara a darme esa información, por lo que me crucé de brazos.
—Malcriada.
—Dime, coño —insistí muerta de la curiosidad.
—Yo jamás te preguntaría con cuantos tipos te has acostado. —Me miró de reojo—, eso es algo inmaduro y de personas inseguras.
—Pues no lo soy, eres tú que me haces sentir así y entiéndeme, no es algo que suela sucederme —admití valerosa—. Tú eres un ingeniero adinerado del que no tengo ni idea acerca de sus relaciones pasadas y que se pasó los últimos seis meses hablando conmigo bobadas. Disculpa, pero es que me parece un poco incongruente. ¿No deberías estar saliendo con chicas de al menos veinticinco años, ya graduadas, guapas y sofisticadas? Que ojo, esto no tiene que ver con mi autoestima. El tema es que no sé qué puedes encontrar interesante en mí, lo único que se me ocurre es que solo quieras acostarte conmigo y no lo estamos haciendo.
—¿Solo? —Hizo una pausa—. Máxima. —Tomó mi mano y la recolocó en su nuca—. Me encantas, encuentro fascinantes nuestras conversaciones, únicamente contigo consigo hablar de la forma en que lo hacemos. Eres muy inteligente, ocurrente y... ¡Eres preciosa! —Giró a mirarme dos segundos antes de regresar la vista al último tramo de la autopista que cruzábamos, pues retornábamos a la ciudad con todo su tráfico.
Retiré la mano de su cabello y volví a cruzarme de brazos.
—Yo sé que soy preciosa e inteligente. —Entendía que mi respuesta podía hacerme parecer petulante, pero quería que comprendiera que estaba consciente de eso—. Te acabo de decir que esto no tiene que ver con mi autoestima. Solo me pregunto por qué no sales con mujeres más maduras, con las que puedas tener sexo y que sepan lo que hacen en la cama.
—En el restaurante me preguntaste si me gustaba salir con chicas menores que yo y te dije que no. Ahora me preguntas que con cuántas mujeres me he acostado y hablas de experiencia sexual como si eso definiera el buen sexo, entérate que no, eh —dijo serio—. Mira, la verdad es que creo que es un tema personal, no veo necesidad de estar conversando sobre eso, pero sí es importante para ti juzgarme de acuerdo a mi número de parejas sexuales, pues adelante. Pero también, ten en cuenta el tono en el que lo haces. Cuando me dirijo a ti siempre lo hago con respeto, me estás hablando así, a la mala, no me gusta.
—Me hablaste en mal tono ahorita.
—Claro que no.
—En fin, responde y ya.
Había una parte de mí que se sentía con derecho a sucumbir en ese tipo de actitudes altaneras, por todo el daño que me habían hecho sus mentiras, pero también lo hacía por miedo. En verdad no lo conocía y me era difícil confiar en él.
Diego levantó una ceja y suspiró.
—Será... Han sido pocas.
—Pocas pueden ser más de cinco o menos de cinco, o más de diez. Es difícil precisar cuánto son pocas.
—Menos de cinco.
—¿En serio? —pregunté incrédula—. No pretendas verme la cara de ingenua... De nuevo —rematé adusta.
—¿Quieres que te pase los nombres para que las llames y te den una reseña de desempeño? —contestó sarcástico, molesto.
Me mordí el labio al ser consciente de la tensión en el ambiente. Lo recordé en la cocina diciéndome: «piensa bien lo que vas a decirme, Pelirroja. Recuerda que también tengo corazón». Todo apuntaba a que estaba siendo demasiado insensata. Era obvio, él podía poner de su parte; pero también tenía orgullo.
Diego aceptaba mi rabia, mis insolencias y solo me pedía un poco de respeto mutuo. Arrepentida, aunque no del todo, pues mi desprecio por sus engaños seguía muy presente, alcé la mano para acariciarle el cabello. No obstante, él apartó la cabeza y aquello me dejó estupefacta. Retiré la mano por orgullo y me crucé de nuevo de brazos.
Una ligera llovizna cayó sobre los cristales de la camioneta. Ladeé mi cuerpo hacia la puerta y me dediqué a mirar por la ventana. Él no habló durante el trayecto hacia mi edificio. El plan era ir a comer, estaba visto que había cambiado de parecer.
—Que pases buenas noches, Pelirroja —dijo mirando al frente. Ni siquiera se dignó a encararme.
Me saqué el cinturón de seguridad, estiré el brazo hacia el asiento de atrás. Tomé solo mi bolso, dejé los cubos de dulce de leche, ya no los quería y abrí la puerta de la camioneta. Aguardé un par de segundos, para que me dijese algo que ayudase a disipar nuestra reciente discusión, pero no lo hizo, siguió mirando al frente en apariencia indolente, apretando la mandíbula.
—Buenas noches, profesor Roca.
Cerré la puerta y me mojé con las diminutas gotitas que se precipitaban ligeras sobre mí. Caminé hasta el edificio aún con la tonta esperanza de que se bajara, de que me tomara del brazo, de que me diera un beso, que dijera algo, lo que fuese, pero no lo hizo. Simplemente aguardó a que entrara y arrancó, dejándome con una sensación de vacío tremenda y con ganas de llorar.
«Psss que obstinado», pensé a la vez que cerraba la puerta.
Me miré en el espejo del ascensor e hice una mueca. Me sentía extraña. Si le resultaban tan inmaduras mis preguntas, entonces, ¿para qué coño salía con una chica menor que él, si no quería inmadurez? Mejor que este con una de su edad o con una más experimentada.
La verdad era que no me gustaba esa posibilidad. Tampoco que me escocieran los ojos.
«No llores, joder», pensé molesta, «No llores más por él».
Las puertas del ascensor se abrieron, recorrí los pocos pasos que lo separaban de mi apartamento y escuché risas. Me devolví y subí las escaleras. Tomé asiento en el rellano, necesitaba pensar.
Realmente no me importaba con cuantas mujeres se hubiese acostado, si le había preguntado cuándo había sido la última vez que había tenido sexo era porque deseaba determinar, de una manera menos directa, cuando había sido la última vez que había querido a alguien, porque eso sí me importaba y era difícil admitírselo. No deseaba estar con un hombre que aun albergara pensamientos por otra mujer y al parecer, se me hizo más fácil preguntarle sobre su vida sexual, que por su vida romántica. Era raro entender tan rápido que podía lidiar con Diego teniendo sexo con otra, pero no amándola, al menos, no hacía poco.
Saqué mi teléfono de mi bolso y ponderé sí debía llamarlo. ¿Y qué le diría? Disculpas no quería pedirle, le volvería a hacer las mismas preguntas aunque fuesen inmaduras para él. Estaba consciente de que el tono no había sido el mejor, pero su reacción me pareció exagerada. ¿Yo si podía intentar dejar de lado que me mintiera por seis meses y él no era capaz de tolerar que yo le hablase un poquitito más altisonante de lo normal? Qué imbécil. Lo nuestro no iba a funcionar, éramos una alcancía rota. No tenía sentido invertir en un posible nosotros.
De solo pensar en eso una sensación de vacío se me alojó en el pecho. Odié sentirme así. Recordé a mi madre diciendo algo así como que, para que las relaciones funcionaran había que saber cuándo ceder y comprometerse. Pero yo no quería ceder. No me daba la gana, él me podía decir malcriada y estaba en lo cierto, porque me negaba a ser esa clase de chicas que se amoldaban a un tipo. La que no decía nada para molestarlo ¿Por qué coño tendría que callar o moldear mi comportamiento para complacerlo en todo? No, no lo haría. Con esa clarividencia retorné hasta mi puerta y al abrirla, noté que había una especie de reunión.
—Hola —saludé con una sonrisa fingida.
—Eh, Maxiii —gritó Fer que me dio un abrazo de oso.
Mi amigo me sacaba un poco menos de diez centímetros, rondaba el metro ochenta, era robusto, de cabello oscuro y tenía ese tono de piel bronceado que acentuaba sus lindos rasgos. Era la sensación tanto entre mujeres como hombres. Cuando le daba la gana podía ser el hijo de puta más egocéntrico, sarcástico y odioso del mundo. Otras veces, dejaba brotar su naturaleza dulzona, cariñosa, como justo en ese momento que me acunó entre sus brazos y me dio un besito en la mejilla que me mejoró el humor de inmediato.
Estaban todos reunidos en la cocina. Vi que en la mesa de café había un bol con gusanitos de goma, papas fritas y palomitas de maíz. Cada tanto, Natalia organizaba una noche de crítica cinéfila, veíamos una película y luego la discutíamos. Yo me limitaba a oírlos porque los fanáticos del cine eran ellos, mi papel era el del consumidor regular. Al entrar a la cocina noté la presencia de un extra. Por norma éramos Nat, Fer, Claudia, a veces Gabo y yo.
—Max, llegas a tiempo —dijo mi mejor amiga que repartía pedazos de pizzas en platos—, ya vamos a ver la peli.
En ese momento pensé en decir que no, que no me apetecía y que me iría a mi habitación, porque había peleado con el imbécil de mi... ¿Qué coño éramos Diego y yo? Nada, esa era la respuesta, no éramos nada. Él era mi profesor, ese era su único título en mi vida. Decidí que no me iba a encerrarme a estar triste por él, porque eso era de mujeres pendejas y acepté la invitación.
—Qué bien, ¿qué vamos a ver?
—Hola —me saludó con una sonrisa Ramiro que se acercó a mí. Se llevó un mechón de cabello detrás de la oreja y se agachó para darme un beso en la mejilla—. ¿Cómo estás?
—Bien —mentí.
Nat contestó un título en francés y movió los hombres, gesto muy suyo que la hacía parecer una bailarina de samba
—¿Ya cenaste? —Negué con la cabeza y mi amiga me miró pensativa, como si captase que algo no andaba bien—. ¿Quieres pizza? —Asentí. —Los chicos salieron de la cocina y mi amiga me abordó—. Creía que estabas cenando con él.
—No, tuvo un problema en la empresa, luego te cuento —dije fingiendo entereza y ella asintió.
Quise sentarme en uno de los dos puff que teníamos en la sala, pero Fer y Claudia se me adelantaron. Eran unas bolsas de tela llenas de bolitas de poliestireno súper cómodas para vegetar viendo pelis. Por lo que Nat, Gabo, Ramiro y yo, nos acomodamos en el sofá color berenjena. Cada uno tenía su plato con rebanadas de pizza y un vaso con Coca-cola con mucho hielo a la mano.
—Reglas para ver la película...
—Ay, dale play que ya todos sabemos —dijo Fer interrumpiendo a Nat.
—Baboso, no ves que está Ramiro —insistió como si fuésemos una especie de logia y tuviéramos que dar un rito de iniciación—. Nadie habla, teléfonos en vibración, nadie escribe mensajes durante la película, porque no quiero el puto reflejo de ninguna pantalla. Nadie se tira pedos. —Ramiro se rio—. Eso va contigo, Fernando.
—Ay, fue una sola vez y ya quedé tachado como el pedorro.
—Solo se pausa la película si en serio no se aguantan las ganas de ir al baño, así que sean moderados con la Coca-cola, ¿ok?
Ramiro asintió y Nat inició la película. Todos comíamos y mirábamos en la pantalla de la televisión esa especie de thriller ¿erótico? Con el pasar de los minutos la historia adquirió esos tintes de novela psicológica un poco incomprensible, con escenas de sexo bastante explicitas. Uno a uno, depositamos los platos vacíos en la mesa de café. En silencio nos repartíamos pedacitos de chocolate, gusanitos de goma y otros dulces. No se me pasó por alto un ligero roce de dedos de Ramiro cuando me los entregó, del cual fingí no percatarme. Luego comenzamos a comer palomitas y papas fritas.
Nuestras reacciones parecían consonantes. Todos tuvimos semblante de confusión durante ciertas partes. Nos quedamos muy callados al ver las escenas de sexo y soltamos un ruidito de reserva cuando el protagonista le dio sexo oral a la chica, mientras menstruaba y otro de desaprobación, cuando la golpeó.
Al final de la película yo no sabía si la había entendido por completo. Natalia encendió la luz y empezó con sus preguntas de cinéfila en donde todos conversábamos al respecto. Me preguntó por mi opinión y me encogí de hombros, era de esas películas que no tenía claro si me había gustado.
—Para mí es una de esas mierdas seudo eróticas que buscan escandalizar al público sin ser realmente buena —contesté sin más.
—Ídem —dijo Ramiro.
—El tema del doble está super gastado, amor —continuó Gabo haciendo una mueca con sus labios color chocolate.
Los chicos siguieron con la conversación. Discutieron las referencias de la película, las emulaciones a otras obras y directores, hasta que Ramiro y yo nos fuimos quedando apartados de la charla. Solo Gabo les seguía la onda muy de cerca.
—¿Dónde puedo fumar? —preguntó Ramiro a mi oído.
—En el balcón —dije sin dejar de mirar a Nat.
—¿Me acompañas, por favor?
El tono en que me lo pidió fue muy dulce y educado, por lo que me puse de pie para hacerlo. Abrí la puerta corrediza y ambos salimos al balcón. Él se inclinó sobre la barandilla y miró el paisaje urbano, acto que yo imité.
—Mira ese perro. —Señaló una casa vecina en donde se podía ver todo el patio.
—Le fascina hacer eso —comenté, mientras Ramiro encendía un cigarro.
—¿Sí? Se ve muy consentido.
El perro dormía, panza arriba, sobre un banco de cemento que tenía un mullido cojín de su propiedad.
—Lo es. Es super juguetón, se vuelve loco cuando los niños visitan la casa, supongo que son los nietos de la señora.
—Tiene un jardín muy bonito.
—Sí, sí, la dueña es muy coqueta, se pone su sombrero, sus guantes y se sienta a hacer jardinería. El perro suele acostarse a su lado —comenté admitiendo mis actividades de observación perruna.
—Sostenme un momento el cigarro, por favor.
Lo tomé entre mis dedos y Ramiro se soltó el cabello castaño que llevaba amarrado en lo alto. Este le cayó suave sobre los hombros. Se rehizo el moño con un movimiento simple, parecía un experto, ni yo me recogía el cabello con tanta pericia. Aunque claro, yo lo tenía mucho más largo. Le devolví el cigarrillo y él me agradeció antes de darle una calada.
—¿Qué raza será?
—No lo sé, asumo que debe ser algún mestizo, no sé mucho de perros, prefiero los gatos —admití honesta.
—No me gustan los gatos, me parecen seres egoístas y malagradecidos. No te veo para nada como una amante de gatos.
Y qué podría saber él de mí por cómo me veía
—Pues sí muero quiero reencarnar en la gata de Taylor Swift o la de una cantante de moda en ese momento.
—¿Y eso por qué?
Suspiré, ahí iba el argumento de mi vida. Ramiro rio, encontrando de lo más graciosas mis razones. Me ofreció un cigarro antes de encender otro, pero yo no acepté.
Él continuó hablando. Me contó algunas anécdotas de sus viajes y luego me recordó que le debía la revancha por aquel juego de ping pong en el que le había ganado. En medio de todo eso, y con mucha sutileza, me invitó a salir.
—Deberíamos ir a comer algo un día de estos. ¿Qué dices?
Ramiro (Vito Basso)
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