Once, primera parte

Natalia caminó hacia la cocina, se sirvió un vaso de té helado que bebió por sorbitos, me miró una vez más y luego, volvió para tomar asiento junto a mí en el sofá. Me tenía de los nervios, parecía estar meditando con meticulosidad lo que iba a decirme, cuestión que hacía que estuviese más ansiosa.

—Sí él solo fuese el profesor que quiere contigo, yo te diría que te lo cogieras un ratico. Te lo diría sin pensármelo dos veces que te sacaras esas ganas. Si fuese tu amigo con novia, te diría que no te lo cogieras, porque tú eres muy enrollada, pero si terminaras haciéndolo, te apoyaría en todo. Yo voy a estar contigo cuando lo hagas bien y cuando lo hagas mal. El tema es que este tipo te mintió por meses, Max. Te vio la cara de pendejita por mucho tiempo y eso es lo que me molesta.

»El acoso no debe ser parte del cortejo. No es algo bonito, por más que las comedias románticas de antes nos quieran decir lo contrario, no es una conducta inofensiva. Estoy casi segura de que si Diego no se viera cómo se ve y fuese un tipo feo, ni siquiera lo habrías besado. Hubieses pasado directamente al homicidio. A mí ese cuento de que le gustabas mucho y quería estar cerca de ti, no me parece. Él pudo ser franco y directo en algún punto. Cuando le pediste que se mostrara por primera vez, debió poner su foto real, decirte que fue tu profesor

—Dice que no lo hizo porque ya le había comentado de mi odio hacia mi profesor y que por un tiempo incluso dejó de hablarme por ese motivo, cuestión que es cierta...

—Máxima, son excusas. Te habló por meses y luego buscó la manera de darte clases otras vez, para invitarte a salir como tu profesor sabiendo ya todo de ti, eso es enfermo. Es acoso, el acoso no es bonito, no es romántico —reiteró.

—Ahora que lo pienso, ese día que me invitó de verdad, él mismo se puso en su lugar.

—Max. —Ladeó la cabeza con una mueca en el rostro—. Ya estás como la Bella Swan, que no veía las banderas rojas, no más porque quería con el Edward.

—No, joder, no me compares con Bella.

Bajé la cabeza y me puse la palma de la mano contra la frente.

—No te dejes llevar por sus excusas baratas de: «lo hice porque no puedo estar sin ti», o sea, iug, super iug. El único atenuante hasta ahora es que, mientras hablaron, solo fueron amigos y que tú sentías un genuino interés por él, que mira, que el chico de las fotos no era precisamente guapo, entonces...

—Lo sé, lo sé —dije interrumpiéndola.

—Escúchame. Lo que está haciendo ahora, está mal. Te escribe e insiste en que le dejes verte. Te acosa una y otra vez.

—Sí, pero el problema es que el muy baboso tiene razón, fui yo quien lo besó. Fui yo la que lo llamó a las tres de la madrugada para pedirle que me dijera que sentía por mí.

—No, no te dejes manipular así. Diego que no venga con pendejadas, él quería gustarte. —Nat resopló e hizo una pausa, como si estuviese pensando en algo—. ¿Sabes qué me jode? —Se llevó la mano al cabello para reacomodar sus rizos—. Tus conversaciones con él, conLeo, siempre fue muy insufrible, eso es lo que me hace dudar. O sea, por ratos como que le creo esa labia de que no te quería enamorar o seducir, pero al mismo tiempo, me pregunto si todo se resume a que es un gran mentiroso que nos está viendo la cara de imbécil a ambas.

—Mierda...

—Lo que no quiero es que confundas su actitud acosadora como una expresión de amor o devoción, porque no estuvo bien lo que hizo Máxima. No lo estuvo y no me importa cuanto perdón pida. ¡Está mal!

—Claro que está mal, por eso estoy así. No debí besarlo, no sé qué anda mal conmigo. Ayúdame —dije mortificada y volví a llevarme la mano al rostro.

—Nada está mal contigo, el tipo te manipuló con su carita de yo no fui y ese cuerpo de uno noventa y pico. Todo sería más fácil si fuera feo, ¡tú dijiste que era feo! —me recriminó.

—No sé, Nat, bajó de peso, se cortó el cabello y se quitó la barba que le tapaba la mitad de la cara... Cuando lo volví a ver, ni siquiera lo reconocí.

—De oruga a mariposa —soltó sarcástica.

—Tengo sentimientos encontrados y eso me emputa mucho. Por un lado, Leo me gustaba muchísimo y... Bueno. La verdad es que... —Nat me miró expectante ante mi pausa—. Mi profesor también comenzó a parecerme atractivo —Rodé los ojos, no podía creer que hubiese admitido eso en voz alta—. Aquí lo patético es que ambos fuesen la misma persona y sí, sí entiendo todo lo del acoso...

—Es que yo sé que lo sabes, lo que pasa es que tienes las hormonas alborotadas. Créeme que te comprendo, A mí me miró con carita de borreguito a medio morir ayer y me ablandé un poquito. El tema es que, analiza lo mucho que te obsesionaste con él, cuando hablabas con su versión ocupada no guapa por mensajes. Imagínate con este que te besa así. No te quiero ver sufrir, Max.

—Eso me da un miedo terrible.

Esa era la verdad, tenía miedo de lo que pudiera ocurrir si lo dejaba entrar en mi vida.

—A mí también. Porque si él te hace daño, todo va a ser muy triste para mí.

—¿Para ti? —pregunté confundida.

—Max, en la cárcel no hay acondicionador para rizos. Después de que le corte el pito y lo tire a una trituradora, para que no se lo puedan pegar, ahí voy a terminar.

La abracé y ella me miró con sus lindos ojos color caramelo.

—Te amo —le dije.

—Yo te amo más... Si quieres salir con él debes estar consciente de los riesgos. Es mayor que tú, lo que hace que todo sea mucho más problemático entre ustedes, y no tiene, precisamente, un buen historial de ser honesto, ni como Leo ni como Diego. Además, tienes que valorar bien sus actitudes, porque si se sigue comportando como un acosador, no puedes salir con él.

—Ayer le pedí que se fuera y lo hizo de inmediato. Me envió un mensaje, para pedirme una oportunidad y después de eso no me escribió más hasta hace rato y sí, podría decir que es un acosador asqueroso, pero yo lo besé, y luego... Tú misma viste el video. Fue mutuo, no me obligó a nada, si lo vemos desde ese punto, es entendible que piense que tiene una oportunidad.

—¿La tiene? —Nat me miró expectante y fui incapaz de pensar en una respuesta—. ¿Qué te dice tu coño? —Ni siquiera pude verbalizarlo. Solo me llevé la mano a la cara exasperada— ¡Ay, estás jodida!

—Mucho.

Tomé mi teléfono para escribirle.

«Tengo que estudiar, mañana debo entregar un proyecto para un profesor sumamente cretino e insufrible y no he hecho nada. Es probable que amanezca haciéndolo, así que no, no puedes verme».

«De acuerdo, no te hagas la cena, te la envío yo».

«No, no me envíes nada».

«Llegas de clases y comes, es tu rutina. Déjame te envío la cena y así te enfocas en tu proyecto».

Decidí no responder. Media hora más tarde, Nat recibió una orden doble de hamburguesas de un famoso restaurante.

—¿Planea comprarnos con comida? Dile que conmigo no va a funcionar, pero que sí va a seguir busque opciones light.

*****

Con pocas horas de sueño encima, me dirigí a la universidad. No sabía nada de él desde la noche anterior. Al menos, cuando le decía que me dejara en paz, lo hacía. Miré la larga avenida rodeada de árboles que se vislumbraba al salir de mi edificio y comencé a caminar. Como siempre, tomé mis respectivos atajos, que consistían en andar por la calle paralela que atravesaba varias urbanizaciones y un bonito parque. Mi paso era lento, sin embargo, mi corazón latía como si estuviese corriendo un maratón. Los martes solo tenía su clase y me preguntaba qué sentiría al verlo.

El beso del domingo seguía presente como una especie de droga que se diluía en mi torrente sanguíneo. Intenté enterrarlo en las profundidades de mi mente, reiteradas veces, sin que tal proceso fuese concluyente. Una y otra vez volvía a tomar protagonismo, para hacerme sentir un burbujeo en mi vientre bajo y un escalofrío en la espalda.

Era raro, solo había sido un beso. Ni siquiera había sido un beso arrebatador, había sido moderado, contenido, dulce. Entonces ¿por qué me tenía así de alelada? Había dado por hecho que para que un beso tuviese tal efecto, debía ser demasiado intenso... O tal vez esas eran las expectativas que las películas de romance habían plantado en mi mente.

El miedo volvió a hacerse presente. Si un beso tan sutil me tenía así, no quería imaginarme qué sucedería si me besara de otra manera. Negué con la cabeza e intenté disipar los pensamientos lujuriosos... ¿Pensamientos lujuriosos? ¿Debía llamarlos así? ¿Acaso eso no implicaba algún tipo de admisión tácita de que el profesor Roca me excitaba? Aquello no era aceptable. O al menos eso quería imponerme.

—Estoy jodida —dije hablando sola mientras caminaba—. Muy jodida.

Sorteé las bancas de madera del parque y me dirigí al árbol en el que vivía un perezoso, para observarlo. Sabía que debía avanzar o llegaría tarde, pero de todas maneras lo hice.

—No te estoy acosando —le dije—, solo te estoy mirando a ver sí se me pega tu calma, tengo una exposición en unos minutos y la necesito.

Un par de chicos que iban pasando junto a mí me vieron con expresión de confusión, pero me dio igual que pensaran que era una loca que hablaba con perezosos. El animal ni siquiera se inmutó con mis palabras o mi presencia. Eso precisamente debía hacer yo o al menos fingirlo.

Mis pies se deslizaron por el camino de cemento que se abría paso entre el césped de forma más pausada. Llegaría tarde.Sabía bien que el profesor solo cerraba la puerta las tres primeras clases, luego podía presentarme con algo de retraso, aunque tenía claro que no tendría derecho a firmar la lista de asistencia.

Crucé la calle, mientras pensaba en preguntas cuyas respuestas no eran realmente importantes, porque ninguna de ellas podía erradicar la ansiedad que sentía. Pero ahí estaban, punzando mi mente, como alfileres a un muñequito de vudú.

«¿Qué harás cuando lo veas?»

«¿Le hablarás?»

«¿Y si te pide quedarte después de la clase? ¿Y si no te lo pide?»

«¿Y si intenta besarte cuando estén a solas?»

«¿Por qué coño te vas a quedar a solas con él? ¿Quieres quedarte a solas con él? No debes quedarte a solas con él».

«¡Raiiiios».

—¡Max! —escuché mi nombre a lo lejos y giré a ver de dónde provenía la voz—. ¡Hola!

Era una chica con la que había estudiado unos semestres atrás, hasta que no aprobó un par de materias y se atrasó. Estaba a varios pasos detrás de mí, así que le dejé alcanzarme. Me hizo conversación por el camino, lo que alivió la presión que me imponía al pensar en tantas estupideces. Nos despedimos frente a mi edificio de clases, ella seguiría hasta el siguiente, pues iba al laboratorio de termofluidos.

Subí los cuatros pisos correspondientes. En el rellano una chica me miró y suspiró, pues ella aún tenía escaleras por ascender. Caminé hasta la puerta de mi salón y noté que ya habían llegado todos mis compañeros. Tenía apenas siete minutos de retraso. Puse la mano encima de la perilla, pero no conseguí girarla. Él estaba ahí y saber eso logró que me entrara la cobardía.

Caminé hasta el baño, me solté el cabello y me retoqué un poco la cara con algo de polvo. «Estás bien, estás linda». Suspiré de nuevo y me arrepentí de ese pensamiento. Así estaba, quería que me viera bonita.

—Patético, Máxima, patético.

Al entrar al salón, evité mirarlo y caminé hacia atrás, hasta ocupar la última mesa de la fila del medio. Él hizo silencio un par de segundos, para luego retomar la explicación sobre lo que le había sucedido en el rostro. Contó que había salido por una copa —claro, claro, una copa, estaba borracho—, y que le habían robado y golpeado. Los alumnos impresionados hacían preguntas acerca del asunto, entretanto yo trataba de disimular lo mejor que podía, al pretender que él no me importaba en lo absoluto.

«Estás muy lejos» —recibí un mensaje de Juan.

Alcé la vista y encontré que mi compañero me sonreía desde varios puestos adelante. Se encontraba sentado justo enfrente del escritorio de Diego. Le devolví la sonrisa y de inmediato fingí estar de lo más entretenida mientras sacaba mi libreta y el resto de mis pertenencias de mi bolso. Me esforcé en no levantar la vista hacia él, porque algo me decía que si lo miraba, sería inevitable que mi rostro se volviera un poema, o peor aún, que me enrojeciera como un tomate.

No obstante, luego lo pensé mejor. No podía acobardarme de esa manera, por lo que decidida a no hacerlo, alcé la cara.

«¡Santa Mermelada! El muy cabrón está guapísimo», y apenas esa idea surcó mi mente, me reproché el haber pensado que se veía bien.

«No te gusta, repite, Máxima, no te gusta», me dije en el momento en que él movió el rostro hacia mí. Me miró un par de segundos en los que yo me quedé estática y luego, apartó la vista de mí y la dirigió a Verónica, la tercera alumna del salón, que le estaba hablando.

Llevaba un traje azul marino, que le sentaba muy bien, con una camisa blanca reluciente y la corbata que le había lavado. Y aunque los moretones en su rostro eran bastante visibles, y se había dejado un poco de barba, me pareció que se veía guapo. Sí, algo estaba muy mal conmigo.

—Expondrán por orden de lista. Señor Ávila puede comenzar —dijo el profesor.

Caminó hasta el interruptor y apagó un par de luces, para que la imagen de la diapositiva fuese más nítida y después, empezó a andar en mi dirección.

Me paralicé al verlo. Mi estrategia para alejarme de él, al sentarme al final del salón no sirvió de nada, pues el profesor había decidido tomar asiento en la parte de atrás, para evaluar a los alumnos y por supuesto, no encontró mejor lugar que la mesa que estaba junto a mí. Me llevé la mano a la boca, para tapar las muecas que hacía al sentirme tan... No sabía ni cómo describirlo, negué con la cabeza. Era un descarado.

—Muy buenas tardes, mi nombre es Oscar Ávila y...

La voz de mi compañero se difuminó. Me mordí el labio presa de la tensión. Todos le miraban, incluida yo, no obstante, sentía unos ojos grises clavados en mí. Me prohibí girar el rostro hacia él.

Mi teléfono vibró contra mi mesa y la pantalla se iluminó con un mensaje de mi mejor amiga.

«¿Ya lo viste?».

Tomé mi teléfono, y sin disimular, comencé a teclear una respuesta para Nat. Le conté en donde se encontraba sentado él y en donde lo estaba yo. ¿Qué iba a hacer el profesor Roca? ¿Regañarme? Ni siquiera podía prestarle atención a Oscar.

—Deja el teléfono —susurró y pasó su dedo índice contra el dorso de mi mano.

Me pregunté cómo un roce tan pequeño podía generarme una sensación eléctrica tan grande.

Giré a mirarlo, para hacerle ver lo inapropiado que había sido su toque subrepticio del que solo yo tenía constancia. Se aprovechaba de que el salón estaba en penumbras y de que los alumnos tenían toda su atención en la exposición de Oscar que, a su vez, miraba su lámina y lucía muy nervioso, como para notar algo entre nosotros. El muy cretino me sonrió y luego, miró al frente, hacia la pantalla de proyección.

Le estudié el perfil. Diego tenía cejas gruesas, pestañas copiosas, la nariz recta, los labios bonitos y mejillas blancas con una incipiente barba que, si se dejaba crecer más, lo haría perder su reciente encanto adquirido. Parecía que había adelgazado unos doce kilos, se había cortado el cabello, que antes llevaba largo de cualquier manera, y se había comprado ropa nueva. Una mejora notable, ¿por mí? Todo apuntaba que sí.

Me dije que la situación, además de extraña, era bastante bizarra, pero bizarra a lo francés, no a lo español. Tenía media vida quejándome de los chicos acosadores, pues ya había lidiado con algunos, diciendo que no había nada más asqueroso que el acoso y que odiaba muchísimo que ese tipo de conductas se romantizaran y no podía quitarle los ojos de encima a un hombre que me había engañado por meses. Si de cabrones obsesivos idiotas se trataba, el profesor Roca se llevaba la palma.

Giró para mirarme, así que yo conduje mi vista hacia Oscar que a su vez, leía un punto en su diapositiva. «Malo, Oscar, muy malo, no deberías leer durante una exposición», pensé.

Y tal vez creyó que estaba distraída y que esa era la oportunidad perfecta, para volver a rozarme con su dedo índice el dorso de la mano con toque levísimo. Solo eso era necesario para hacerme temblar. Giré a mirarlo, una vez más, anonadada, no obstante, él tenía la vista puesta en Oscar.

Tomé mi teléfono y le escribí un mensaje.

«Eres un abusador, no me toques».

«Lo siento», me respondió, pero el chat indicó que seguía escribiendo. «No debí haberlo hecho, discúlpame».

Tras leer el mensaje giré el rostro hacia él. Se veía mortificado, ansioso y algo más que no conseguí descifrar del todo.

«Pareces asustado» —le envié.

«Lo estoy, tengo un miedo terrible de que me mandes a la mierda».

«Sí lo hago tendrías que respetarlo» —respondí.

«Lo haría».

Apoyé la cabeza contra la pared del salón y miré a Oscar que se esforzaba por explicar su diapositiva, sin imaginarse que no tenía toda la atención del profesor. Luego cambió de lámina y alcé las cejas sorprendida al ver que su gráfica era muy bonita.

Mi teléfono vibró con un mensaje.

«Perdóname, no debí tocarte. Lo siento».

Lo miré de reojo, en serio se veía mortificado, luego miré al frente sin saber qué responder. Él debía creer que estaba molesta por lo del roce y a decir verdad, no era así, en realidad, no tenía claro que era lo sentía.

«Disculpa aceptada» —le envié y giré a mirarlo. Quería ver qué expresión adoptaría su rostro cuando leyera mi mensaje.

Miró su teléfono y luego a mí. Se veía igual de asustado.

«¿En qué estás pensando? Dime, por favor, que le estás prestando atención a Oscar» —tecleé con rapidez.

«En que me gustaría mucho que no odiases que te toque» —respondió.

Me lamí los labios nerviosa.

«Lastimosamente no lo odio y eso es, precisamente, lo que odio».

Volví a mirarlo de reojo y noté que él hacía lo mismo conmigo. Su expresión había cambiado a una menos tensa.

«Por favor, no lo odies» —me escribió y volvió a mirarme de reojo—. «No sé qué hacer, Max». «Te confieso que no he hecho más que pensar en nuestro beso del domingo y en lo mucho que quiero que se repita».

Aquella respuesta me tomó por sorpresa. Lo peor era que no tenía cómo disimular nada, él me miraba, podía ver mi reacción a sus palabras. Eché el rostro a un lado, para ocultarlo, no quería que viera que lo que me había escrito, no me generaba aversión.

Mi teléfono vibró con otro mensaje.

«Por favor, necesito saber si de verdad no quieres que te toque más. Respóndeme con honestidad. Acataré lo que me pidas».

Ah, mierda. Moví mis dedos y le respondí.

«El uso del teléfono celular está prohibido en el aula, profesor Roca».

Lo miré de reojo, mientras tecleaba en su teléfono.

«Lo mismo digo, tal vez deba imponerle un castigo por reincidir de nuevo en el problema de hace dos semanas atrás. Es muy indisciplinada».

¡Santa mermelada! 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top