Ocho

Me llevé la mano a la boca estupefacta y comencé a caminar en dirección opuesta a él. Miles de ideas se golpearon contra las paredes de mi mente de forma intermitente. Lo que en casa de Juan me había parecido una coincidencia, tomó certeza en ese momento. Aquella voz no era similar a la de ese otro hombre, era su voz.

Busqué a Nat con desesperación. La localicé a la vuelta de la sala de emergencias, sentada en una de las sillas metálicas del área de espera con la vista fija en la pantalla de su teléfono. Me moví hacia ella, entretanto, de forma torpe, intentaba dilucidar algo de lo que sucedía ¿Aquello era un chiste? ¿Una broma de mal gusto?

La enfermera me interceptó.

—¿Qué ocurre? —Me miró expectante.

—Me... me tengo que ir —respondí a duras penas, pues estaba demasiado conmocionada.

—Espera, espera ¿qué ha pasado? —insistió en saber, mientras un enfermero intentaba lidiar con él que caminaba dando tumbos en mi dirección.

—No es Leonardo, me equivoqué, no es Leonardo.

—¿Quién es?

—Diego. Diego Roca —balbucí en shock.

—Max, escúchame, Max... —dijo él a la vez que caminaba hacia mí arrastrando el suero consigo.

—Tranquilo —le dijo el enfermero, mientras le detenía—. Tienes que volver a la cama.

—¿Estás bien? —preguntó la enfermera.

—Me tengo que ir.

—Espera, ¿Te hizo algo? —Negué con la cabeza—, ¿Y cómo puedo llamar a su familia?

—No sé... No sé...

No fui capaz de decir nada más y solo me alejé de ahí temblando. Nat me interceptó a medio camino. Supuse que algún punto me había visto y había decidido acercarse.

—¿Qué pasó? —preguntó al verme alterada. No pude contestarle, sentía que no podía respirar, el corazón me latía desaforado. La vi ladear la cabeza y mirar detrás de mí —¿Qué hace tu profesor aquí?

Una vez más fui incapaz de explicar lo que sucedía. Mi amiga me preguntó por Leo y yo estaba tan conmocionada que no conseguí conjugar una frase sobre el asunto.

—Me quiero ir, llévame a casa.

—¿Me puedes contar qué coño te pasa? ¿Dónde está Leo? —insistió.

Apreté los puños.

—Vámonos, Nat, te cuento en el camino.

La enfermera se acercó de nuevo a mí.

—¿Y tu amigo?

—Él no es mi amigo —Vi la cara de confusión que puso Nat, no era para menos.

—¿Cómo llamó a su familia?

—No sé, no sé —solté adusta.

No quería ser grosera, era que simplemente no podía respirar. Sentía que me iba a dar algo en cualquier momento, que me iba a desmayar o algo por el estilo y necesitaba sentarme en la seguridad del auto. Tomé a Nat de la muñeca y tiré de ella para obligarla a irse conmigo.

—¡Max! —escuché que el profesor me llamaba a lo lejos—, ¡Max!

Mi amiga giró a mirar hacia atrás, al pasillo en donde se encontraba él.

—Ahí viene tu profesor.

—No dejes que se me acerque.

Huimos de ahí, antes de que el profesor Roca pudiera aproximarse más. Tras entrar en el auto, Nat volvió a preguntarme qué sucedía con Leo y por qué había dicho que el profesor no era mi amigo, obvio no lo era, pero lo conocía, se encontraba mal y lo lógico era ayudarle.

—Ahora no, Nat —fue lo único que pude decir.

Las ideas seguían girando en mi mente como escombros durante un huracán. Una parte de mí estaba en negación y no quería admitir lo obvio.

Lo recordé extendiéndome su tarjeta en el salón. No sé por qué me apiadé de él, tal vez porque se veía muy mal, tal vez porque hasta en un momento así, mi verdadera naturaleza salía a flote. Busqué en mi bolso mi teléfono, con dedos temblorosos revisé mi agenda hasta localizar el número que ese hombre me había dado de su asistente. Tras varios intentos me contestó una mujer con voz somnolienta.

Le expliqué con rapidez que su jefe se encontraba en el hospital y que debía comunicarse con su familia para que fueran por él. Le costó entender, no era para menos, eran las tres de la mañana y yo la había despertado. Tras asegurarme de que había comprendido mis indicaciones le colgué y le pedí a Nat que le avisara a la enfermera que ya había llamado a alguien para que viniera por él.

No conseguía procesar lo ocurrido, de hecho, me tomó todo el recorrido hasta mi apartamento comenzar, apenas, a asimilarlo. Decidí explicarle a Nat, que no parecía entender nada, o al igual que yo, no querer hacerlo. Creo que lo mejor fue que hubiese esperado a estar en casa para contarle, de lo contrario, tal vez, mi amiga se habría devuelto a partirle la madre a ese hombre.

Nat intentó tranquilizarme sin mucho éxito. ¿Cómo se guardaba la calma luego de vivir algo así? Le rogué para que no le contara ni a Claudia, ni a Brenda, me sentía muy... Avergonzada. Después le pedí que me dejara sola y en la privacidad de mi habitación me entró el llanto, mientras la incertidumbre me arropaba.

Descubrí que en mi huida, me había quedado con el teléfono de aquel hombre. El masoquismo me hizo revisarlo. Todo estaba ahí, como un museo que exponía las muestras de una relación. Mis mensajes y los suyos, incluso los memes de chistes de ingeniero que solía enviarle de vez en cuando. Mis fotos, mis tonterías... Mi cerebro se negaba a ver lo obvio. ¿Leo no existía?

Las horas pasaron y mi cuerpo produjo una extraña carga eléctrica que no me permitió dormir. Esa noche se presentó confusa, nefasta y se extendió como una sombra hacia la mañana.

*****

Agotada de llorar, de pensar o de hacer el intento de ordenar un rompecabezas del cual no tenía todas las piezas, o las motivaciones para semejante acto de su parte, me dormí en algún punto de la mañana.

Nat me despertó pasado el mediodía y me tomó más de un minuto ser capaz de comprender lo que me decía sobre mis padres. Estaba devastada y para terminar de completar mi mala suerte, estos habían decidido aparecer de sorpresa.

Nat me instó a que me levantara para que me recompusiera lo mejor posible. Tenía la cara hinchada por tanto llorar. Las sienes me latían lancinantes, el dolor de cabeza era fuerte y se agravaba rápidamente por tantas horas sin comer, lo que me hacía sentir mucha debilidad corporal. Sumado a eso, cuando fui al baño, descubrí que mi menstruación estaba por llegar.

Apenas entré a la sala mi padre comenzó a regañarme. Había ido a la cocina y había encontrado las dos botellas de vodka vacías. Nat intentó recibir la bala por mí y le explicó que eran de ella, pero mis padres sabían que nosotras con el tema de las fiestas éramos simbióticas.

Mi papá no paraba de gritar con su regaño lo que hacía que mi dolor de cabeza aumentase.

—Yo te envié a la ciudad a estudiar, no de parranda y mucho menos a estar bebiendo —soltó histérico.

En algún punto me quebré y comencé a llorar. Mi madre se apiadó de mí y le pidió que me dejara tranquila. Entre lágrimas le expliqué que habíamos hecho chupitos de gelatina, que la fiesta era muy grande, con muchas personas, que no habíamos consumido todo el alcohol nosotras.

—Tu deber es estudiar —soltó autoritario mi padre—. No salir por la noche a exponerte a tanto peligro y beber hasta emborracharte.

—Ella no está borracha —dijo Nat molesta para defenderme—. Max casi no bebe. Nos invitaron a una fiesta de piscina y había que llevar algo. No estábamos en una discoteca. Mire, señor Maximiliano que yo lo quiero mucho, pero le digo que de vez en cuando tenemos que salir, no somos ningunas locas. Incluso llegamos temprano.

—Entonces ¿por qué ella está así?

—No es por alcohol —expliqué con tono débil—, me siento muy mal, papá —sollocé.

—¿Qué tienes? —preguntaron mis padres al unísono.

—No aguanto el dolor de cabeza.

Intenté ponerme de pie, cuestión que fue mala idea, me mareé y me dieron ganas de vomitar. Corrí al baño y vacié el contenido de mi estómago. Estaba enferma, solo que no sabía de qué.

Mis padres insistieron en llevarme a emergencias, aunque les expliqué que no era para tanto. En la clínica les dijeron que estaba deshidratada. Me colocaron suero y un calmante para el dolor de cabeza.

Tras el mal rato, fuimos a comer a un restaurante de carnes. Ordené una sopa y luego de que algunas cucharadas se asentaron en mi estómago, recibí los pedacitos de carne que mi padre me picaba y me daba en la boca.

Él me abrazó, me dio varios besitos en la mejilla y me dijo al oído, con mucho cariño, que lo sentía. Él era de carácter volátil, pero en realidad, era un sol. A mí me atemorizaban más los regaños de mi madre. Ella comía con calma, mientras conversaba con Nat, que se había portado demasiado bien y me ayudó a disimular todo.

—¿Se van mañana o el lunes temprano? —pregunté abrazándome a mi madre mientras salíamos del restaurante.

—Mañana, después del mediodía —respondió mi padre.

Me alegré de aquello. Normalmente, amaba que mis padres se quedaran conmigo mucho tiempo, pero esa vez, quería que se fueran pronto. Necesitaba estar a solas para lamerme las heridas y analizar lo sucedido, pues, una vorágine de recuerdos y preguntas se agolpaban en mi mente. Quería llorar y no podía hacerlo, porque eso significaba tener que explicarles los motivos de mi llanto y aquello era algo que no sabría cómo hacer, porque, aunque las obviedades del caso se presentaban latentes, una parte de mí seguía en shock.

Mi padre era muy celoso conmigo, a diferencia de con mi hermano mayor que, desde hacía unos años, había comenzado a considerarlo adulto. A mí, aún me decía que era muy joven para salir con chicos. No le importaba que tuviera veintiún años, para él, era una niña que debía enfocarse en sus estudios y obtener una carrera universitaria para, posteriormente, poder conseguir un empleo que me diera los recursos monetarios para no tener que depender de nadie. Y no lo decía por él, si no porque no quería que fuese de esas mujeres que se casaban y luego, si algo resultaba mal, tras el divorcio, se encontraban desamparadas.

Mi madre, por su lado, no me decía nada, pero era terriblemente crítica con las chicas con las que salía mi hermano, así que supuse que el chico con el que decidiese salir correría la misma suerte. Solo que no había ningún chico del cual contarles, ese era un hombre... Uno del que no quería hablarle a nadie. Entonces ¿cómo explicarles lo sucedido? Preferí callar.

Sentí los dedos de mi madre quitarme la pinza que sostenía mi cabello en lo alto. Estaba hecha un desastre. Tenía profundos círculos oscuros que consumían mis ojos, una palidez que me daba un semblante de enfermedad, el cabello, aunque no lo había mojado en la piscina, estaba sucio de fijador y en general, tenía una pinta terrible, pues ante mi malestar, me puse lo primero que había conseguido. Me encontraba en ese punto en que las convenciones sociales me tenían sin cuidado.

—Tienes el pelo muy largo —dijo mi madre acariciándomelo antes de entrar al auto de Nat que se ofreció a conducir, pues ella conocía mejor la ciudad que mi padre—. Ya te llega a la cintura, deberías hacerte un despunte o llevarlo corto como yo, es más práctico.

—No, no, déjeme a mi Sirena así —replicó Nat—. Bueno, aunque si te lo cortas lo vendemos para extensiones y nos vamos de fiesta. —Soltó una risa.

—Natalia María, voy a tener que hablar con Gonzalo —refunfuñó mi padre refiriéndose al papá de Nat.

—Sí, debería, señor Max, dígale que le cuente de todas los clubs nocturnos que iba en los ochenta, ese sí fiestó.

—Muchachita, pórtate bien —Mi padre le revolvió el cabello en un regaño.

Mi amiga apartó un momento la vista de la calle y se miró en el espejo retrovisor.

—Uuuuh, señor Max, que buena mano tiene para batir rizos —dijo graciosa y mis padres se echaron a reír.

Gracias a Dios por Nat que lo aligeraba todo. Mientras ella monopolizaba la conversación con mi padre, que iba sentado de copiloto, mi madre me abrazaba en el asiento trasero.

—A ti te pasa algo —susurró en mi oído.

—No me pasa nada, creo que comí algo en la fiesta que me cayó mal, eso es todo, mamá.

—Segura, ¿todo bien?

—Sí, en serio —mentí con facilidad, pues no la estaba mirando a la cara.

Me dio un beso en la frente y me acunó contra su pecho. ¿Qué se suponía que le dijera? No quería preocuparla ni a ella, ni a mi papá y peor aún, no deseaba tenerlos respirándome en el cuello por meses. Sí se enteraban de algo así, lo más probable sería que mi padre fuera a matar a ese hombre y que me obligara a volver al pueblo. Pues su sentimiento de protección hacía su cría, no le dejaría ser de otra manera.

Pero sí me pasaba algo. La intuición de mi madre era afilada, siempre perceptiva. Me sucedía de todo, me sentía fatal anímicamente.

Intenté permanecer calmada, no quería sucumbir ante la rabia. Mientras estuviese en compañía de mis padres, debía luchar por mantener a raya las ganas de gritar. Dar sonrisas impostadas y fingir una salud que no poseía. Estaba al borde de una crisis mental.

—Dale lento, Nat —le indicó mi padre a mi amiga, para que condujera despacio—. ¡Qué bella está!

Miré por la ventana, para saber que le había llamado la atención a mi padre, que, a sus casi cincuenta y nueve años, tenía muy buena vista. Era una camioneta de una de esas marcas costosas que se encontraba aparcada frente a nuestro edificio. Mi amiga Nat lo complació, condujo despacio y mientras pasábamos frente a esta, tuve un mal presentimiento.

—Natalia cuando hagas una película famosa me regalas una —dijo mi papá.

—Por supuesto, señor Max, eso y le compró una casa en Marbella, delo por hecho.

Tras estacionarnos junto a la camioneta de mi padre, yo bajé del auto y me invadió una sensación de zozobra que intenté descartar al decirme que, no podía ser él, no tendría el descaro de venir a verme. Pero resultó que sí lo había tenido.

Apenas se abrieron las puertas del ascensor lo vi, cabizbajo, esperando frente a mi apartamento. Era probable que lo hubiese dejado entrar algún vecino. Mi corazón comenzó a latir desaforado e instintivamente le tomé la mano a Nat, quien me la apretó y luego salió del ascensor.

—¡Dieguito! —Lo saludó fingiendo amabilidad—. ¿Qué haces aquí?

Él me miró y yo aparté la vista. Me giré y con dedos temblorosos intenté colocar la llave en la cerradura de la puerta, para hacer entrar a mis padres y que no se enteraran de nada.

—A mi amiga Max ya la conoces, pero estos son sus padres. Maximiliano y Cora —continuó hablando mi amiga.

Por el rabillo del ojo, vi como mi papá le daba la mano y el muy cabrón se presentó de lo más amable.

—Te dieron una buena golpiza, ¿no? —preguntó mi padre, entrometido.

—Eh, sí, me asaltaron y me robaron —contestó él.

—Ay, que mal —dijo mi madre—, ¿qué te quitaron?

Me sentía paralizada, mi estómago se apretó y la impotencia hizo acto de presencia.

—El auto, la billetera, el teléfono, el reloj...

—Vamos, papá, vamos, mamá —interrumpí.

—Pero pasa, pasa —invitó mi madre al desconocido.

—No se preocupe, señora Cora, entren ustedes, Diego y yo hablaremos aquí —dijo Nat salvando el momento incómodo.

Mis padres se despidieron, mientras que yo insistía en apresurarlos para que entraran de una buena vez y cerrar la puerta del apartamento.

—¿Qué pasa, Máxima? ¿Qué falta de educación es esta? —dijo mi madre cuando llegó a la sala, confundida ante mi actitud, pues prácticamente los había empujado adentro.

—Estoy muy cansada, dejen a Nat atender a su visita como le parezca.

Caminé hacia mi baño y me encerré. Molesta, di tumbos de un lado a otro en el pequeño espacio, me miré al espejo, tenía la cara enrojecida y unas ganas de matarlo que me hacían cerrar los puños. Una miríada de lágrimas amenazaban con hacer acto de presencia, pero me lo prohibí. Odiaba llorar.

—Max, ¿te vas a bañar? —preguntó mi madre al otro lado de la puerta

—No, mami, ya voy a salir.

Use el baño y me lavé las manos. Respiré, apreté los puños y tomé papel higiénico e hice presión en mis lagrimales para secar el líquido que amenazaba en correr por mis mejillas, por la rabia de contener las ganas de asesinarlo. Salí del baño cabizbaja, para ocultar mi rostro. Mi padre ya se había instalado en mi cama y buscaba algo que ver en la televisión, mientras que mi madre organizaba su pijama.

—Hija, por favor, préstame un cargador para el teléfono —me pidió mi padre.

—Y a mí una toalla —agregó mi madre.

Hice todo en piloto automático, no podía dejar de pensar en que, a pocos metros, estaba él con Nat. Diciéndole sabría Dios qué.

—Cat —Mi madre me tomó del hombro para llamar mi atención—. Te estoy hablando.

—Dime, mami.

—¿Estás bien?

—Sí, Cansada, pero estoy bien, dime —fingí una vez más.

—La llave del agua caliente es la izquierda, ¿no?

—La derecha, mami.

Había venido una infinidad de veces y siempre lo olvidaba. Finalmente, mi madre entró al baño, mientras que mi padre, con las noticias de fondo, navegaba en Twitter desde su teléfono. Cerré la puerta de mi habitación y caminé hasta la del apartamento, miré por la mirilla, pero no estaban en el pasillo. Entré al cuarto de Nat que tenía vista al frente del edificio, la camioneta seguía ahí, no obstante, no había pista de ellos.

Fui a la sala, miré al estacionamiento y los encontré conversando ahí, o algo así. Nat era la única que hablaba y era notable que estaba molesta, mientras que él permanecía inmóvil. Caminé hasta mi cuarto y busqué en mi mesa de noche mi teléfono. No me lo había llevado conmigo, pues fue en lo último que pensé por el malestar que tenía.

—¿Ya entró, Nat? —preguntó mi padre cuando me dirigía hacia la salida.

—No.

—¿Quién es ese muchacho? Es mayor que ella. ¿Cuántos años tiene? —Me encogí de hombros—. Debe tener al menos veintiséis.

El profesor Roca, sin traje, en jeans y con una camiseta, no aparentaba los treinta y un años. Al menos, esa era la edad que me había dicho Leo. En realidad, no sabía cuántos años tenía.

—Sí, algo así.

—¿Es su novio?

—No, es un amigo.

—¿Y viene siempre para acá? No quiero que reciban hombres aquí y menos de noche.

—No, papá. Aquí no vienen chicos, ¿no ves que no lo dejó ni pasar? Deben estar hablando algo de clases, yo qué sé —dije exasperada por su interrogatorio y salí de la habitación.

Encendí la pantalla de mi teléfono. Había recibido un montón de mensajes y llamadas. No sabía si de él o de alguien más. Ignoré todo eso y llamé a Nat, mientras le miraba desde la ventana. Esta llevaba el teléfono en el bolsillo trasero de los jeans y no tardó en contestarme.

—Dile que se vaya, que me deje en paz.

—Ya se lo he dicho, pero insiste en que quiere explicarte lo que sucedió. Ya le dije...

—¿Es ella? Déjame hablarle, por favor —le escuché decir al profesor en tono desesperado—, por favor.

—Ni se te ocurra darle el teléfono —respondí furiosa.

—No quiere hablar contigo —dijo mi amiga.

—Escúchame bien, repite lo que te voy a decir, Nat.

—Te envía un mensaje, espera, voy a repetir lo que dice.

—No tengo nada que hablar contigo, eres un embustero, un enfermo asqueroso, déjame en paz —Mi amiga lo repitió todo—. Vete. Respétame, mis padres están en casa y no quiero que sepan que tengo seis meses hablando con un maldito que se aprovechó de mi ingenuidad. Lárgate de una buena vez.

—Por favor, Pelirroja, déjame explicarte, las cosas no son como parecen... —le escuché decir a través del auricular y sentí mucha rabia de que me llamara así.

—Pero eso tendrá que ser en otro momento —le interrumpió mi amiga.

—Ningún otro momento, que se largue y me deje en paz, para siempre —dije enfurecida.

—Quiere que te vayas.

Lo vi alzar el rostro hacia mí. Me avistó, como alma en pena, al borde de la ventana, por lo que di un paso atrás, para esconderme detrás de la cortina. Volví a asomarme, había caminado hasta quedar justo en frente de nuestro apartamento y Nat lo había seguido. Miró de nuevo hacia arriba, se veía afectado. Alzó las manos a la altura de su barbilla y entrelazó los dedos en señal de ruego.

—Dile que, por favor, necesito que me escuché —le dijo a Nat y yo oí su voz a través del teléfono.

—Dice que...

—Ya lo escuché. Dile que lo odio, que lo odio mucho.

Terminé la llamada y me senté en el sofá. Fui incapaz de controlar más las lágrimas. Me puse a llorar y tuve que apretar los dientes para contener los gritos de ira, que se reunían en mis cuerdas vocales empujando para liberarse de la prisión a la que los obligaba por la presencia de mis padres.

Un dolor cáustico se me anidó en las entrañas y una presión en el pecho consonante a toda la tristeza, la rabia, la furia y las ganas de matarlo que sentía, hacían que me costase respirar. Quería arañarle la cara, quería golpearlo y no podía. La impotencia me consumía mortalmente. Quería bajar y abofetearlo hasta que se me durmieran las manos y por un segundo pensé en hacerlo, pero no, porque al mismo tiempo, no deseaba ni verlo. Todo en mí era contradicción.

Tuve que secarme las lágrimas, apretar los ojos, respirar profundo y lavarme la cara en el lavaplatos. Por suerte, había sido justo antes de que mi padre me llamara desde mi habitación. Abrí la puerta y apagué la luz para que no pudiera verme bien. Fingí compostura, entereza, simulé que no me hervía la sangre y me encontraba al borde de convulsionar de la furia porque deseaba cometer homicidio.

—Cat, tráeme un vaso de agua, por favor, que me duelen los pies.

—Voy.

Cuando se lo llevé, mi madre, se estaba metiendo a la cama en pijama.

—¿Te vienes a acostar un rato con nosotros a ver la tele?

—No, mami, estoy muy cansada. Voy a darme una ducha.

Le escribí a Nat, desde el baño, y esta me indicó que se encontraba subiendo en el ascensor. Él se había ido al fin. Le conté que me daría un baño de cinco minutos y saldría. Nunca me bañé tan rápido. Me lavé los dientes, me puse una compresa por mi periodo, me puse el pijama, me despedí de mis padres y me fui a la habitación de Nat. Cuando los suyos venían, ella dormía conmigo y viceversa.

—¿Qué te dijo? —pregunté con avidez.

—No habló mucho, a decir verdad, no lo dejé. Tranquila, le dije hasta del mal que se iba a morir y le pedí que no volviera, que no se te acercara nunca más. Pero él insiste en que necesita explicarte lo sucedido y me rogó para que te diera un mensaje.

—No me lo digas, no quiero saberlo.

—Te pide que le des el beneficio de la duda.

—¿Qué? Está loco, es un imbécil.

—Totalmente —dijo Nat que me apoyaba cien por ciento—. Le he dicho que vamos a denunciarlo y de ser necesario, levantaremos una orden de restricción por acoso.

Nat había pensado en detalles que yo ni siquiera había comenzado a figurarme.

—¿Qué te contestó cuando le dijiste eso?

—Que no le importaba, que podías hacerlo, pero que primero, debías dejarle explicarse. Es un desgraciado, sin embargo...

—¿Sin embargo?

—Bueno, no sé, es un imbécil, pero parecía sincero. No lo sé, para mí es un maldito manipulador asqueroso. Max, tendrás que hablarlo con tus padres, tenemos que hacer la denuncia.

—Nat, pero ¿cómo lo denunció? Dime tú que lo tienes más claro.

—Acoso, suplantación de identidad... Tenemos pruebas, los mensajes entre ambos, las fotos.

—Mierda... Lo borré todo, Nat.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque quería olvidarme de él, quería olvidarme de un tipo que tenía novia y con el que, como tú tantas veces señalaste, no hacía más que perder el tiempo.

Mi amiga refunfuñó y comenzó a caminar de un lado a otro en su habitación, pensativa.

—Tengo su teléfono, ahí está todo lo que me envió.

—No, eso no sirve, ¿quién dice que no se lo robaste y te enviaste tú misma los mensajes? Sería tan fácil para sus abogados decir: estudiante obsesionada con profesor fabrica una relación falsa con él. Estamos jodidas, no podemos probar la suplantación de identidad, no conocemos al otro chico. No importa. —Me tomó de los hombros—. Lo contaremos en redes sociales, para que se entere el mundo entero de lo que te hizo.

—No, Nat, que vergüenza que vean que fui una idiota por tantos meses. Yo no quiero que esto lo sepa nadie.

—Aquí la víctima eres tú, Max. Despierta.

Cerré los ojos.

—¿Crees que no habrá quien lo defienda? Es el hijo de un empresario de renombre, un profesor del que solo yo me he quejado y además, no tengo pruebas —dije furiosa—. Lo quiero matar, Nat, lo odio, maldición.

—Entonces consigamos pruebas.

—¿Cómo?

—Lo grabaremos, le dejarás venir aquí y grabaremos todo lo que hablen, colocaré una cámara y nuestros teléfonos a grabar.

—No quiero verlo, Nat, sí lo veo, lo mato. O sea, lo mato, le corto los huevos por maldito.

—Cálmate, Max, recuéstate que te va a dar algo —dijo mi amiga y me condujo a su cama.

—Dame unos minutos, tengo ganas de hacer pis. Ya vengo.

Miré el techo con una rabia total. Debajo de la piel sentía un hormigueo que no me permitía descansar. La cama vibró, una llamada entrante de un número desconocido. Debía ser él. No quería hablarle, pero al mismo tiempo deseaba insultarlo, acribillarlo con palabras.

Salí de la habitación, caminé de puntillas hasta la puerta del apartamento, la cual abrí intentando hacer el menor ruido. Tras cerrarla, me paré en el rellano entre mi piso y el siguiente. La llamada se detuvo y segundos después, se repitió.

—¿Sí? —dije por mera educación, porque temí comenzar con mi verborrea de insultos y que fuese otra persona.

—Max —Su voz ya no sonaba ronca como siempre. Entendí que la modulaba de esa manera cuando fingía ser otro—. Escúchame, te lo ruego. —Me quedé callada—. Max, ¿estás ahí?

—Te odio, te odio, te odio, maldito mal nacido —solté furiosa.

—Perdóname.

—No te perdono una mierda, no te vuelvas a acercar a mí, o a Nat, no vuelvas a mi casa. Maldito enfermo.

—Max, tienes que dejar que te explique.

—¿Explicar qué? Dime que Leo existe, dime que tú no te hiciste pasar por él, para jugar conmigo. Que esto es una confusión, ¿puedes decir eso?

—Leo existe. —Cuando me dijo eso, me quedé paralizada—. Yo soy Leo.

—Maldito enfermo —dije furiosa.

—Déjame explicarte, pero no así, no así.

—Sucio asqueroso, te divertiste, ¿no? De seguro me veías en clases y te reías secretamente de mí.

—No, Max, por favor, permíteme explicarte.

—Déjame en paz.

Colgué muerta de la rabia y lloré de nuevo llena de la impotencia. Mi instinto asesino crecía, mientras yo me reprochaba el no poder contener las lágrimas. Mi teléfono vibró.

«Déjame explicarte, te juro que después de que lo haga, sí me pides que te deje en paz, lo haré».

«Profesor Roca, deje de acosarme» —escribí esperando que me respondiera y así tener alguna prueba, pero no lo hizo.

—Idiota —refunfuñé y volví al apartamento.

Caminé hasta la cocina y me bebí un ibuprofeno, me dolía un poco el vientre. Que mal momento para menstruar.

Cuando regresé a la cama de Nat, le conté lo ocurrido y ella me dijo que hablaríamos mejor mañana, que debía intentar dormir. No obstante, no lo conseguí y en medio de la noche la sentí abrazarme. De seguro mi llanto la había despertado.

—Tranquila, Max. Todo se va a solucionar. Lo grabaremos y lo denunciaremos.

—No quiero denunciarlo, no quiero tener que explicarle nada a mis padres.

—Igual el video nos servirá para amenazarlo y mantenerlo lejos.

—No sé si tenga las fuerzas para no matarlo.

—Ocultaré los cuchillos.

Reí un segundo, para después comenzar a llorar.

—Se burló de mí todo este tiempo, Nat, lo odio —dije entre lágrimas con el alma en un puño.

—Yo sé, nena, yo sé, es un maldito. Pero ahora debes dormir. Por la mañana pensaremos bien el plan.

Obvio no dormí, fui como un espíritu errante que no encontraba la luz. Al día siguiente, después de la partida de mis padres, Nat y yo organizamos la casa. Ella colocó la cámara y su teléfono a grabar. Solo tenía que atraerlo hasta a mí, debía hacerlo confesar y que quedará todo en video. Le escribí un mensaje con la ira supurando por cada poro de mi ser.

«Te dejaré explicarme, te espero en una hora en mi apartamento».

«Ahí estaré».

Temblé de la rabia.

—Nat, por favor, esconde los cuchillos, en serio.

Si fueras Máxima, describir qué acciones violentas llevarías en contra del muy desgraciado. 

#ComentenCoño

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