Doce, segunda parte
—Sí, sí, ya, no digas más nada. —Me llevé la mano a la frente y me recordé que no podía dejar que me manipulara—. No puedo confiar en ti. Eres un gran mentiroso que solo hace que me pregunte ¿en qué va a mentirme ahora?
—Max...
—No tienes derecho a pedirme ninguna oportunidad, cuando me has hecho pagar las consecuencias de tu falta de criterio... Joder, ¡de tu cobardía! —Le sostuve la mirada y él bajó la suya avergonzado—. No me dijiste nada ¿y ahora pretendes venir a pedir una segunda oportunidad que no te mereces?
—Si hay algo que nunca vas a tener que recordarme es que no te merezco, lo tengo claro. —Y oírlo decir eso, con una voz tan triste, me desestabilizó por un instante—. También sé que no me merezco tu perdón... —Se quedó a medias sin ser capaz de completar la frase por un momento—. Pero ¿nunca has querido volver atrás y hacerlo todo de manera distinta? —Él alzó la vista hacia mí, sus ojos habían adquirido un brillo húmedo inesperado, por lo que aparté la mirada de él y me crucé de brazos. No quería que verlo de esa forma tuviera efecto en mí—. Lo sé, estás muy enojada y... De verdad, no pretendo que olvides todo lo sucedido. No te estoy pidiendo eso...
»Solo te ruego que no me saques de tu vida.
Inhalé profundo.
—No te imaginas la rabia, la impotencia que siento. Hay una parte muy jodida de mi mente que me dice que debería hacerte sufrir, que me vengue de lo que me hiciste. Eso no se va a ir... Así que no sé... —Giré el rostro para mirarlo—. No sé cómo podría hacer lo que me pides.
Él asintió en señal de entendimiento.
—Un día a la vez, Max... Poco a poco. —rogó con un tono sosegado y una expresión de derrota, de desasosiego, que era difícil de ignorar.
—Ughs —gruñí molesta.
Me llevé las manos a la cintura y miré hacia el sofá, para apartar la vista de él. Me estaba ablandando y odiaba que eso sucediera. Me tomé unos segundos en los que él permaneció inmóvil a mi espalda, enmudecido. Cuando me giré hacia él, se veía tan desesperanzado y me pareció tan extraño que hubiese algo dentro de mí que no le gustase verlo así.
—No te puedo perdonar, ni olvidar lo sucedido... —Él asintió, entrelazó los dedos de sus manos y apretó la boca, como si comenzase a asimilar mi negativa. Le di la espalda y negué con la cabeza, incrédula de lo que estaba a punto de decir—. Pero tal vez... —Me giré hacia él de nuevo—. Tal vez... —Alzó las cejas, lucía ávido de oír lo siguiente que fuese a comentarle, el problema era que no me terminaba de salir de la boca—. Un día... Un día a la vez.
Me miró aliviado, como si en serio se le hubiese quitado un gran peso de encima.
—¡Con una condición!
Me acerqué a él que se quedó muy quieto.
—Te escucho.
—Quiero que me prometas que nunca más vas a volver a mentirme.
—No lo haré.
—No... No quiero declaraciones blandas. ¡Promételo!
Y aunque le dije eso en tono de imposición, en realidad era un ruego de mi parte, porque no podría soportar que volviese a engañarme.
—Max —Me sostuvo la mirada—. Te prometo que no te voy a mentir de nuevo.
Le coloqué los dedos en la nunca y tiré de él hasta obligarlo a agacharse, para que su rostro quedara a escasos centímetros del mío. Me miró sorprendido, era obvio que no esperaba que lo tomara con ese arrebato. Le jalé el cabello y él hizo una mueca de dolor, pero no se quejó, tampoco parecía molesto, más bien era como si lo aceptase.
—Mírame bien, a los ojos. —Lo hizo y noté avidez en ellos—. Esta es tu segunda oportunidad. No habrá una tercera. ¡No me mientas nunca! —remarqué mis palabras—. ¿Entendido?
—Sí.
Me separé un poco de él.
—Lo repetiré, para que tengas todo muy claro. Nada está bien entre nosotros. Solo te estoy dando la oportunidad para resarcirte que me pediste. Tienes que ganarte que te perdone y sí no te gustan las condiciones de esta tregua, francamente, te puedes ir a la mierda.
Caminó hasta mí y yo di un paso atrás por instinto, acto del que me arrepentí al instante, por lo que me planteé justo en donde me encontraba y alcé la vista para encararlo. Quería decirle con la mirada, que en el fondo, lo seguía odiando, pero él no pareció percatarse de ese detalle, o tal vez lo ignoró, porque me miró con dulzura.
—Gracias. —Se peinó el cabello con la mano derecha—. De verdad, gracias.
Yo asentí y apreté la boca, no sabía cómo lidiar con él. No sabía qué coño hacer. Él volvió a colocarme un mechón detrás de la oreja, gesto que me hizo negar con la cabeza. No, no haríamos las paces con tanta facilidad.
—Te ves tan bella cuando estás molesta.
Rodé los ojos y le di la espalda, mientras volvía a negar con la cabeza, de camino a la cocina.
—Joder, no puede creer que eso saliese de tu boca. Baboso.
No tardó en alcanzarme.
—Lo siento, no te molestes.
Me miró como un niño que ruega perdón y yo quise repetirle que nada estaba bien entre nosotros, pero no llegué a hacerlo, porque me tomó por las mejillas y me buscó la boca con esa sencillez arrolladora que le caracterizaba.
Mis actitudes eran incongruentes. Se suponía que no íbamos a hacer las paces así de simple, pero ahí estaba, suspirando con sus tiernos besos y con la tibieza de su lengua, mientras me aferraba con ambas manos a las solapas de su saco y le dejaba abrazarme. Era difícil resistirse a esa forma tan particular que poseía para mezclar el toque sutil de sus labios, con la caricia pasional de sus dientes en mi labio inferior húmedo por su saliva espesa.
Separó su boca de la mía unos segundos y cuando le vi intenciones de besarme de nuevo, eché la cabeza unos centímetros hacia atrás, para evitarlo.
—No puedes besarme cada vez que te dé la gana —intenté decir con seriedad, aunque dudo mucho que lo lograse, mi voz sonaba tan quebrada.
—Lo siento.
No se veía ni un poquito arrepentido, al contrario, después del beso, su rostro adquirió un semblante de embobamiento.
—Tienes hambre, ¿verdad? —No llegué a contestar—. Salgamos un rato —propuso mirándome con dulzura.
—¿Salir? No, de hecho, deberías irte porque yo necesito tiempo para procesar lo que hablamos...
—E interiorizar, darle mil vueltas y llamarme a media noche para decirme que te arrepientes —dijo interrumpiéndome—. No, lo siento. No te voy a dejar hacer eso.
—Diego, pero es que...
—Leo —Se me acercó—, Leo, para ti, Leo.
Pensé que iba a besarme de nuevo y me odié por esperarlo. Por ansiar su boca sobre la mía, pero esta se posó fue en mi mejilla y depositó un beso ahí con una vibra sensual inesperada. Luego, me tomó de la mano, recogió mi bolso y me llevó consigo hasta la puerta de salida del apartamento.
—¿Qué coño haces? ¿Es en serio? —pregunté incrédula.
—Sí. —Sonrió—. Después de clases, comes.
—No, pero...
Me condujo fuera del apartamento, a pesar de que yo estaba renuente.
—Ay, joder... Tienes que cerrar la puerta con llave en dado caso —expliqué, dándome por vencida—. En serio tenemos que hablar sobre tus tendencias de perpetuar secuestro y acoso.
Echó la cerradura y luego volvió a tomarme de la mano. Llamó al ascensor y mantuvo la vista en las puertas, mientras que yo lo miraba de reojo de mala gana, aunque segundos después, bajé la vista hacia nuestras manos entrelazadas e intenté procesar esa imagen, sin mucho éxito.
Cuando el ascensor llegó, me deshice de su agarre y caminé hasta el fondo. Él pulsó el botón de la planta baja y se quedó parado frente a las puertas, delante de mí. Le miré la espalda ancha y el final del saco del traje que se abría en dos aberturas a cada lado. Levanté el borde de tela para examinar qué había ahí abajo.
—¿Me estás mirando el trasero? —preguntó, mientras me veía sobre su hombro.
—Mmm, sí... No sé, en serio tengo mis dudas de seguir hablando contigo por el día de hoy.
—Bap.
—¿Acabas de decir bap?
—Bap.
—Te lo prohíbo, eso solo puedo decirlo yo.
—Bap.
—Olvidaba que eres insoportable. Aunque al menos tienes un traserito interesante.
Él giró a mirarme, justo en el momento en que las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja, por lo que tomé la oportunidad para salir y evadirlo.
Él me siguió y me entregó mis llaves, para que abriese la puerta del edificio. Salimos y me ayudó a entrar en su camioneta. Todo se sentía extraño, muy raro.
Él tomó asiento junto a mí y encendió el motor.
—No creas que no me doy cuenta de lo que intentas —dije en tono acusatorio, mirándolo de reojo—. Estás distrayéndome para que no piense en lo que hiciste.
—Sé que lo sabes, pero decidiste darme una oportunidad y la estoy tomando —admitió y comenzó a conducir, para salir hacia la avenida.
—Y mira no más, tú andas de traje y corbata, yo parezco un adefesio, ¿no podías dejar que me cambiara?
—Claro, claro, tú un adefesio. Como si no supieras que te ves bonita con lo que sea. —Y escucharlo comentar eso hizo que me ardieran las mejillas—. Pero mira, si quieres, me cambio. En la parte de atrás hay un bolso, busca ahí una camiseta, por favor.
Estuve a punto de decirle que no hacía falta, no obstante, luego me deslicé en medio de su asiento y el mío, mientras él se incorporaba al tráfico. Abrí su bolso y comprendí que era su ropa de gimnasio. Tras mover algunas piezas me topé con un bóxer gris.
«Mmm ok, ya le puedes decir a Nat que viste sus calzones», pensé y me mordí el labio para que no escuchara mi risita.
—Esto es tan raro —dije a la vez que seguía buscando en el bolso—. En serio es muy raro. —Encontré la camiseta, que también era gris—. Hace cinco minutos estábamos peleando...
Me percaté de que en el asiento había una raqueta de tenis.
—Corrección, tú estabas peleando, yo solo rogué perdón y te besé.
—Claro, porque eres un baboso.
Volví a mi asiento y aproveché de que se había detenido en un semáforo, para arrojarle la camiseta en la cara.
—Gracias, que amable, Máxima.
No le respondí nada, me coloqué el cinturón de seguridad y miré de reojo como se sacaba el saco y lo depositaba en el asiento trasero. Alcé la vista hacia el semáforo que marcaba que quedaban quince segundos para que tuviera que avanzar. Se quitó la corbata y tras abrirse los primeros botones de la camisa, volvió a tomar el volante con prontitud, pues no tardaría en cambiar la luz.
—¿Te vas a desvestir aquí?
Miré de reojo la línea de piel de su pecho que se dejaba entre ver.
—¿Te molesta? Solo me voy a quitar la camisa. Puedes mirar hacia la ventanilla —dijo con cierto tono sarcástico.
Suspiré.
—¿Sabes qué? No, dale, quítatela.
—Ok —respondió con tranquilidad.
Al llegar al siguiente semáforo, me giré hacia él y me crucé de brazos, en un intento de intimidarlo de alguna forma. Él también se giró hacia mí y me miró a los ojos mientras se abría la camisa. ¿Estaba tratando de seducirme? Mi vista cayó por su pecho y apreté los labios para no emitir sonido.
—Te estás sonrojando.
Alcé la mirada hacia él, tenía el rostro ladeado con una ceja bien arriba. Rodé los ojos y me giré, para mirar a través del parabrisas los autos frente a nosotros.
«Será cabrón» pensé.
Aun así, volví a mirar de reojo, cómo se terminaba de quitar la camisa. La colocó en el asiento trasero y tomó la camiseta, para vestirse. Tenía el pecho bonito, de musculatura nada exagerada, pectorales bien formados con poquito vello. Su piel era blanca, pero con ese tono que resultaba medio dorado, no como yo que era la palidez en pasta.
—Recuerdo que antes tenías más peso —solté sin más.
—Eso y que mis trajes parecían un saco de papas.
—Idiota aprovechado —dije molesta girando a mirarlo, pues todos esos detalles sobre mi profesor insoportable se los había contado sin saber quién era.
Él no se inmutó con mi comentario y con una tranquilidad tremenda, tomó el volante con una mano y con la otra, empezó a peinarse el cabello echándoselo hacia atrás, para arreglarlo. Le miré el bíceps que sobresalía bajo la manga. El imbécil tenía su encanto.
—Engordé un tiempo, ahora volví a mi peso.
—Y te cortaste el cabello y te quitaste la barba horrorosa de Santa Claus con problemas de drogadicción.
—Mmm, sí.
Parecía reticente a hablar de eso, así que decidí joderlo.
—¿Por qué? ¿Lo hiciste para gustarme?
—¿Lo logré? —preguntó y giró el rostro hacia mí por un momento para mirarme.
—No —mentí—. Simplemente me da curiosidad que cambiaras tanto solo para mí.
—No fue para ti, fue por ti. Son situaciones distintas.
—No entiendo la diferencia —dije seria.
—Bueno, la verdad es que no se me da bien manejar el tema de la partida de mi mamá, pero eso ya lo sabes. Después de que se fue, comía para sentirme mejor y en línea general, me importaba poco mi aspecto. —Me quedé estática al escucharlo decir eso. Las pocas veces que Leo había dicho algo sobre su madre, luego se tornaba distante—. Los meses fueron pasando y no hacía más que lidiar con problemas y problemas y... —Hizo una pausa—. Más problemas, lo que hizo que mi inapetencia por todo siguiera, hasta que tiempo después, empecé a conversar con cierta Pelirroja.
Estupefacta, miré al frente. Él me había contado de la muerte de su madre, bueno... Leo. Resultaba un tema triste que le costaba mucho sobrellevar y del que casi no hablaba. No sabía exactamente qué había ocurrido con ella, pero me daba la impresión de que había sido algo demasiado trágico, pues recordaba que me había dicho que: «Al final no importó el dinero, ni los tratamientos, ni los médicos, todo fue en vano».
—Cuando hablabas conmigo no parecías deprimido. Solo estresado —dije girando a mirarlo con pesar.
—Con el tiempo te vuelves bueno para disimular lo que te duele.
—Lamento lo de tu mamá.
—Tranquila.
En ese momento sentí deseos de reconfortarlo de alguna manera, pero él cambió el tema con rapidez. Era obvio que le incomodaba hablar de eso.
—¿Adivina a dónde te voy a llevar a comer?
—Mmm, no tengo idea. ¿Es comida étnica? —dije para seguirle la corriente.
—Sí.
—¿Mexicana? —intenté adivinar.
—Sí. Recuérdame dónde está ese restaurante que te gusta.
—En la avenida ocho, en el cruce de la calle treinta y cinco.
—De acuerdo.
—¿O te referías a otro restaurante?
—No, ese mismo —dijo con una sonrisa extraña.
—A ver ¿cómo se llama el restaurante al que vamos? —pregunté, mirándolo suspicaz.
—Quedamos en que no te diría mentiras... La verdad es que no sabía a donde llevarte —Soltó una risa—, es una forma sencilla de solucionar un problema.
—Tarado —refunfuñé.
Él estiró el brazo y tomó mi mano que se llevó a la boca con ese tipo de simpleza a la que yo aún no me acostumbraba y la llenó de pequeños besitos, sin apartar la vista del camino. Luego entrelazó sus dedos con los míos ante mi mirada atónita.
Se sentía bien, demasiado bien y eso me daba miedo, por lo que me deshice de su agarre y miré por la ventana. Ninguno de los dos habló durante el resto del trayecto.
Llegamos al restaurante y yo me saqué el suéter e intenté arreglarme lo mejor que pude. El lugar era de corte informal, no obstante, quería verme decente. Él me abrió la puerta y esperó a que terminara de peinarme con los dedos. Me ofreció la mano para bajar y cuando noté que no iba a soltarla, yo aparté la mía. El gesto me resultó demasiado invasivo, me hizo sentir incómoda, aunque tal vez era absurdo sí tomaba en cuenta que él me había hecho una exploración bucal en toda regla, hacía minutos atrás, no obstante, no podía evitar sentirme así.
Había algunas personas esperando en los sofás de la entrada para acceder al área del comedor, pero era un grupo amplio. El anfitrión nos indicó que podíamos pasar, pues había una pequeña mesa desocupada para dos.
Nos dieron los menús y él me pidió que ordenara para ambos. Mientras leía, noté que él miraba la decoración del lugar, típica de sitios como esos, llenos de color con muchos detalles del folclore mexicano. Yo permanecí en silencio. No sabía qué hacer.
Minutos después, el mesero se acercó con nuestra entrada y la colocó sobre la mesa.
—Nachos...
—No son nachos, son totopos —le corregí y hundí uno en guacamole para llevármelo a la boca. Me sentía muy incómoda y no sabía cómo lidiar con la situación.
—Estás aterrada... Es normal.
Lo miré y me di cuenta de que su capacidad para entenderme no solo se traducía a lo mucho que hablábamos, sino que además, me podía leer de una manera muy sencilla.
—Y puedes hablar conmigo de eso, no he dejado de ser tu amigo.
—Es raro, todo se siente muy raro. Más raro aún, cuando con solo mirarme, sabes cómo me siento.
—Sé cómo te sientes porque te conozco y me interesas. Es normal, apenas tienes veintiún años, yo soy un maldito que te mintió por seis meses. Soy mayor que tú y tengo kilos de experiencia de vida en comparación contigo, eso te preocupa muchísimo. Piensas en que, yo a tu edad, ya era ingeniero y tenía un empleo. Ya me había relacionado con mujeres. Era sexualmente activo. Analizas todo eso y te asustas. Lo entiendo, te debo parecer aterrador, tiene sentido. Pero lo que no sabes es que tú también me pareces aterradora y que en realidad, estamos a mano.
—¿Yo, aterradora? —pregunté, pues con lo demás había acertado con gran precisión.
—Sí, dime, pudiendo salir con un tipo de tu edad y con el que no tengas ningún inconveniente, como Juan, por ejemplo, ¿por qué preferirías estar conmigo que te mentí? Yo, que no poseo tu energía, ni tu carisma, ni toda tu luz, ciertamente, tampoco tu belleza —dijo haciendo una mueca graciosa—. En verdad, podrías salir con quien te diera la gana. Yo no tengo ni la más mínima idea de cómo mantenerte estimulada, de hecho, estoy seguro de que después de un rato te vas a cansar de mí y me dejaras para irte con alguien mejor.
Analicé sus ojos y noté que era honesto, que todo lo que había dicho era cierto. No encontré nada que me dijera que aquello fuese un discurso estudiado.
—Solo temo estar equivocándome al darte una oportunidad —admití sincera.
—Y yo temo que más adelante pienses que lo hiciste —respondió con semblante entristecido.
¿Y qué se suponía que debía hacer yo con un hombre con ese grado de honestidad? ¿Qué no le importaba mostrarse ante mí así de vulnerable? Aquello era nuevo, diferente y... Estimulante.
#ComentenCoñoQueNecesitoLove
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