Doce, primera parte.

Me asió contra él en un abrazo firme que no me dejó otra opción más que recibir sus besos temperamentales y... Besarlo de vuelta.

Antes de lo ocurrido el domingo, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había besado a un hombre, por lo que me seguía tomando desprevenida cada vez que él lo hacía. Mi cuerpo aun intentaba entender la mecánica de su boca, solo que ese momento, no encontré sus indicaciones previas de roces suaves. La tónica de sus besos había cambiado a una casi salvaje. Era como si estuviese demasiado desesperado por tenerme.

Me tomó por sorpresa que mi espalda chocase con la puerta y solté un jadeo del cual él se aprovechó, para capturar mi labio inferior entre sus dientes y luego deslizar su lengua sobre la mía. Sentí cómo sus dedos se enredaban en mi cabello, cómo me aferraba contra su pecho duro y... La mezcla de sensaciones fue tan apabullante que, simplemente, le dejé besarme como le dio la gana.

Aunque no quisiera admitirlo, ansiaba sus besos.

Segundos después, escuché una ligera tos a lo lejos y abrí los ojos de golpe. Entonces vi a Natalia y a Claudia de pie, en la entrada de la cocina, y aparté el rostro para cortar el beso.

—Suéltame.

Él abrió los ojos, me miró desconcertado, pero no dudó en obedecerme mientras que a mí, el bochorno me golpeaba con fuerza.

—¿Hice algo mal? Pensé que querías...

—¿Por qué tenías que toser? Yo quería seguir viéndolos... —Se quejó Claudia.

—¡Clau! —le reprochó Nat.

Él se giró hacia ellas, confundido.

—Diego —dijo Nat adusta y bajó la vista por su cuerpo, hasta su entrepierna, sin cortarse—, y Dieguito.

Claudia soltó una risita y él se dio media vuelta, para esconder lo obvio. Yo miré a mi amiga anonadada, pero fui incapaz de decir algo.

—Máxima, regalame un minuto —continuó Nat.

Asentí y ella abrió la puerta del apartamento. Las tres salimos al pasillo.

—Dijiste que era feo —me atacó Claudia y yo la miré enmudecida. Todo el mundo me decía eso.

—Max, ¿qué estás haciendo? —preguntó mi mejor amiga.

—Ay, pues dejar que le hagan una exploración de garganta —soltó Clau graciosa y yo me llevé la mano a la cara mortificada.

—No tengo ni puta idea —contesté sincera.

—Nosotras íbamos de salida, pero sí quieres, nos quedamos —explicó Nat.

Ambas vestían ropa de hacer ejercicio. Seguro irían a entrenar.

—No, está bien, pueden irse. Él no me va a hacer daño.

—Solo te va a acorralar contra la pared y te va a comer a besos —replicó Claudia y soltó una risita.

—No sé, no me fio, mejor nos quedamos —dijo Nat.

—Está bien, de hecho, creo que me apetece estar sola con él para gritarlo en paz.

—¿Gritarlo? —preguntó Clau con sarcasmo—. Será comértelo.

—¿Seguro que puedes quedarte a solas con él? —preguntó Nat seria, ignorando a Clau al igual que yo.

—Sí, él no me va a hacer nada. Tranquila.

—Ok, espera. —Nat abrió la puerta del apartamento y comenzó a hablarle—. Diego, te agradezco que te comportes mientras no estoy, sí le haces algo te corto los huevos, ¿estamos?

Me llevé la mano a la cara avergonzada.

—Puedes estar tranquila, Natalia —contestó serio.

Apenas mis amigas se fueron, suspiré cansada. Sabía que Nat lo hacía por mi bien, pero éramos de la misma edad, incluso yo era mayor por unos cuantos meses de diferencia y por alguna razón, para ella, yo era una bebé.

—¿Qué querías hablar conmigo? ¿Tienes algo que decirme o solo pretendes atontarme con besos?

Bajó el rostro un segundo, como sí le costase empezar, pero luego me encaró.

—Te extraño, esa es la verdad. Extraño conversar contigo y desde que nos besamos, no puedo dejar de pensar en tu boca. Necesito que me des una oportunidad para arreglar todo entre nosotros.

—¿Y cómo pretendes hacer eso exactamente? —Me crucé de brazos.

—Que salgamos a cenar para probar toda esa comida que te gusta —dijo acercándose a mí—. Cortejarte, mostrarte otra faceta de mí, dejar que me juzgues, llevarte la contraria en todo lo que te provoque, resignarme y darte la razón, porque eres el único ser que me gana en las discusiones. Comprarte libros, todos los que quieras, comprarte chocolates, todos los que quieras. Escucharte hablar sobre: los proyectos de cine de Nat y que debería ser un requisito para optar a la presidencia del país ser ingeniero. Que odias que algunas chicas se apliquen mucho iluminador, aunque sigo sin entender qué carajo es eso. Que las galletas Oreo están sobrevaloradas, o que quieres reencarnar siendo el gato de Taylor Swift y hacer maratón de la saga de Harry Potter comiendo pizza y helado.

«Pero ¿qué dice este cabrón?», pensé anonadada. Lo que me faltaba, que dijera algo de lo más bonito y romántico. Se acercó a mí, me colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y luego metió las manos dentro de sus bolsillos.

—Sigo siendo el mismo tipo y sigo pensando que tu técnica para hacer leche con chocolate no es tan revolucionaria como crees. —Me reí espontánea cuando le escuché decir eso—. Por favor. Dame una oportunidad.

Caminé lejos de él, no podía hablarle si lo tenía cerca. Aún no sabía cómo lidiar con esa sensación eléctrica que me generaba en el cuerpo cuando me tocaba.

—¿Quieres algo de beber? —pregunté, mientras iba a recoger la bolsa de galletas del piso, pues ahí fue a parar por su beso, igual que mi bolso con mis libros.

—Quiero que me respondas.

Pase por su lado, caminé hasta la cocina y luego me giré hacia él.

—No puedo estar con alguien que me ha mentido tanto. No me sentiría segura.

—Máxima. —Se movió hacia mí.

—No, no. Tú y yo hablamos a una distancia de al menos tres metros —Le señalé la sala, para que volviera ahí—. No te acerques más.

—¿Me tienes miedo? —preguntó viéndose consternado.

—No, tal parece que tengo el instinto de preservación jodido —contesté sincera, pues por alguna razón él no me asustaba.

—Yo jamás te tocaría de forma indebida. Jamás.

—Lo acabas de hacer, me acorralaste contra la puerta.

Me miró sorprendido.

—Solo te besé porque pensé que tú también querías... ¡Me correspondiste! —Alzó las cejas en un gesto de énfasis—. ¿No querías?

—Sí quería, pero... No estoy acostumbrada a este tipo de besos —expresé con un tono de voz menos audible. Era difícil explicarle esos detalles.

—¿Y a qué tipo de besos estás acostumbrada?

Me miró expectante, desconcertado y yo bajé la vista hacia la bolsa de papel de las galletas que estaba sobre la barra.

—No sé, a cualquiera menos a esos.

—Quiero que te acostumbres solo a los míos.

Aquella frase no debió haber tenido efecto en mí, pero lo tuvo. Alcé el rostro para encararlo y él me arrolló con esos ojos grises tan bonitos que poseía.

—Nunca imaginé que fueses tan agresivo.

No tenía muy claro si esa era la palabra que lo describía. Tal vez era mejor ¿enérgico? ¿Vigoroso?

—¿Te parezco agresivo? ¿En serio? —Arrugó el ceño en un gesto de confusión.

—Un poco.

Su expresión mostró asombro por mi respuesta.

—Creo que eres más inocente de lo que pensaba —dijo y bajó la vista como si ser consciente de eso le generara algún tipo de reserva.

—No es inocencia, es inexperiencia —repliqué sin saber muy bien cómo sentirme—. Otra razón por la que no funcionaríamos, tú vas a querer sexo y yo... Joder ni siquiera sé por qué estoy hablando de esto.

»No, Diego, no. Esto... —Moví el dedo índice entre ambos—. Lo que sea que esté ocurriendo entre nosotros, no es saludable...

Me quedé a medias, incapaz de continuar y di varios pasos hacia atrás.

—En este momento no lo es, pero podría serlo —aseguró.

Él me siguió y se situó frente a mí. Esa era la parte en que yo decía que no, en que le pedía que se fuera, que no se me acercara. Eso era lo que tenía que hacer, pero las palabras no salieron de mi boca.

Diego volvió a acomodarme el cabello detrás de la oreja y me acarició un mechón que enroscó alrededor de su dedo. Lo miró con detenimiento y luego alzó el rostro para encararme. Se acercó y yo cerré los párpados en reflejo al sentir su aliento sobre mis labios. La sorpresa fue que el muy cabrón no me besó, al menos, no en la boca.

Depositó un beso en mi mejilla de una forma tan intensa y pausada que me aceleró el corazón de la misma manera que sucedía cuando me besaba en los labios. Luego me acarició el cabello con ambas manos, en una lenta pasada y acomodó mi cabeza contra su pecho a la vez que me envolvía entre sus brazos.

—No hagas esto —murmuré en un hilo de voz.

—¿Qué no haga qué? ¿Abrazarte? —Se separó un poco de mí y dejó de hacerlo. Miró hacia abajo, para verme al rostro.«No, hacer que desee besarte, maldito cretino», pensé—. Necesito que seas específica, no quiero seguir cometiendo errores contigo.

—¿En qué estás pensando? —Eché la cabeza hacia atrás, para poder sostenerle la mirada, por nuestra diferencia de estatura—. De ahora en adelante, te lo voy a preguntar todo el tiempo.

—Eso me gustaría mucho, que exista un de ahora en adelante entre nosotros, sí así es tu decisión.

Cerré los párpados y pegué la frente a su pecho. Olía demasiado bien el muy bastardo y me daba las respuestas correctas el muy imbécil. Había fallado al plantear la pregunta de esa manera.

—Pienso en besarte mucho —susurró con dulzura junto a mi oído a la vez que me acariciaba el cabello. Maldije para mis adentros cuando un escalofrío me recorrió la espalda.

Alcé el rostro, para mirarlo y él me sostuvo por la mejilla. Con el dedo pulgar dibujó la forma de mis labios con roces lentos que lograron que mi respiración se volviese más entrecortada. Le era tan fácil perturbarme.

—Pienso en tu boca y en lo mucho que necesito que no me apartes de tu vida... Aunque entendería si decides hacerlo.

En un arrebato incompresible lo jalé por la corbata, para obligarlo a agachar la cabeza hacia mí y él obedeció con rapidez. Junté mis labios con los suyos con simpleza, pero también con firmeza, porque me urgía sentir su boca.

Y tal vez él notó mis ansias, porque tomó ese sencillo beso y lo convirtió en algo más. Su lengua se abrió paso entre mis labios y se enroscó con la mía a la vez que sus dedos se enterraban en mi cabello. La combinación de sensaciones hizo que un escalofrío me reptara por la espalda y que jadeara sin remedio.

Estaba tan embriagada con su beso que me tomó un par de segundos notar que me había alzado en peso. Me depositó sobre la mesada de la cocina, sin apartar su boca de la mía, y se escurrió entre mis piernas. Él no lo sabía, pero era el primero en hacerme eso. Lo que para él, seguramente, era una cuestión anodina, para mí era trascendental.

Y de repente, bajó el ritmo. Volvió a besarme despacio, con mesura. Aún no conseguía descifrar la manera en que fundía sus labios con los míos. Por momentos me parecía que deseaba ser delicado y por otras, tenía la sensación de que estaba desesperado por más.

Sus besos eran largos, su lengua se enroscaba con la mía con pericia, dejándome sin aliento. Y justo cuando creía que iba a cortar el contacto entre nosotros, me dejaba una milésima de segundo para respirar y volvía a lamerme con intensidad.

Sus dientes se arrastraron por mi labio inferior y yo ansié hacerle lo mismo, pero no me dejó, porque me enterró la lengua en la boca otra vez y no pude hacer más que jadear. Sus manos apretaron mis muslos, en consonancia a la intensidad de nuestro arrebato. Todo iba in crescendo, mi sexo se retorcía, latía de forma profusa y reiterada. Aquello estaba haciendo que perdiera la razón.

¿Cuántas veces me había preguntado cómo serían sus besos? Ya tenía la respuesta y todo era mejor de lo que me había imaginado.

Nuestro beso se intensificó y yo enterré mis dedos en su cabello del que tiré con firmeza. Eso lo hizo gemir de la misma forma que el domingo pasado y al igual que ese día, el sonido me hizo ser consciente de lo que estaba haciendo.

—Ya, ya... —rogué y jalé su cabello con fuerza, para lograr apartarlo de mí, aunque fuese dos centímetros.

—Me parece mentira que al fin pueda besarte —dijo con la respiración entrecortada y luego, me dio una sonrisa de lo más tierna. Se veía embobado.

Bastardo. Entre besos y sonrisas me estaba convenciendo.

Me miró la boca y con un movimiento simple pasó su lengua cargada de saliva por mis labios y yo jadeé en reacción. Aquello pareció estimularlo, porque me apretó contra sí, clavándome los dedos en las caderas y mis piernas se enroscaron en su cintura por instinto... El roce se volvió certero. No era que nunca hubiese sentido la erección en un chico, pero sí era la primera vez que lo hacía así, contra mi entrepierna de esa manera. Era algo nuevo... Y aunque seguía menstruando, por lo que estaba el tema de la compresa, la sensación era jodidamente excitante y aniquiladora.

Cuando su boca giró sobre mi barbilla, para besarme toda la línea de la mandíbula, no supe que era peor. Si sus besos reiterados o sentir cómo su lengua se deslizaba por mi cuello y me hacía gemir desaforada. Me resultó vergonzoso, no poder evitar reaccionar de esa forma a sus caricias, pero pronto descubrí que sí había algo peor. La manera en que me hincaba los dientes, arrastrándolos sobre mi piel.

Él lo encendía todo y no podía hacer más que consumirme por el deseo, mientras que en mi interior se libraba una lucha. Mi razón se enfrentaba contra mi deseo como púgiles necesitados de golpearse sin cesar.

«Es el tipo que te mintió por meses», versus «nunca en la puta vida te habían besado así, déjalo que siga».

—Para —dije sin resuello, pues la razón se imponía por momentos—, para, por favor.

Él se detuvo. Tenía la respiración tan acelerada que su aliento me golpeó la piel del cuello una y otra vez. Aquello me puso arrítmica e hizo que perdiera el impulso para hablar.

Cuando se incorporó, lo miré con detenimiento y descubrí que sus ojos grises, que en un pasado había pensado que eran azules, tenían las pupilas muy dilatadas. Llevaba el cabello castaño revuelto y una barba incipiente, lo suficientemente larga para no picar, que le cubría media cara. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue el enrojecimiento de su piel y cómo se le brotaba una vena vertical que le abarcaba toda la frente. La seguí con el dedo índice cómo si fuese la línea de un mapa y continué bajando por el puente de su nariz, hasta caer en sus labios en donde recibí un corto beso, para luego llegar a su barbilla.

Piensa bien lo que vas a decirme, Pelirroja. Recuerda que yo también tengo corazón.

Y con esas palabras me enmudeció.

Lo aparté para bajarme de la mesada, caminé hasta la sala y abrí la cortina. Necesitaba serenarme para pensar con claridad. Estaba arrítmica y temblorosa, demasiado intoxicada por las sensaciones que él provocaba en mi cuerpo.

Me sentía excitada y sabía que eso solo me ocurría cuando, fugazmente, pensaba en... Leo, en mí Leo, no en el hombre que se encontraba en mi cocina, que en realidad, también era él. Suspiré molesta por aquella intensa ambivalencia, por esa confluencia de emociones.

Le di la espalda y miré a un punto incierto del paisaje urbano que se abría debajo de mí como un abanico a través de la ventana.

—Me gusta Leo, mi Leo, tú no eres mi Leo.

—Soy yo, pero con otro cuerpo y otro rostro, pero soy yo —dijo caminando hacia mí.

Me quitó el cabello del hombro y volvió a besarme con profusa dulzura, como había hecho en el salón de clases.

—No hagas eso, no me toques así, no me beses así. Es injusto.

—¿Injusto?

—Sí, tus besos doblegan el rencor que siento por ti, Diego.

—¿Y si me inventas un nombre? —Hizo una pausa, como si le costase hablar—. Yo solo te necesito a ti, me da igual como me llames, puedes hacerlo como gustes.

»Max... Quiero que me des la oportunidad de enseñarte que soy el mismo tipo con el que has conversado por meses y que te gusta tanto.

—Tenías razón, eres mayor que yo —solté para evitar que siguiera con lo que decía.

—Eso no te importaba antes. ¿Por qué te parecía posible algo con Leo y no conmigo? Conmigo, ahora —dijo a mi oído—: Dime, por favor.

—Porque me mentiste. —Giré el rostro para verlo de reojo sobre mi hombro—. ¿En serio tengo que explicar eso? No puedo estar con alguien que me haga sentir así.

—Pero... ¿No me extrañas? —Su voz sonó sosegada—. Yo me emborraché como un idiota, porque no podía con la tristeza de no poder hablar contigo. Te extraño mucho. ¿Tú a mí no?

Pegué la frente contra el vidrio de la ventana. Odiaba que apelara a eso, me parecía un golpe bajo.

—Esto es una discusión que no va a tener una solución en donde ambas partes estén conformes, entiéndelo.

—¿Qué quieres que entienda? ¿Que tengo que resignarme a no estar contigo cuando sé que sientes lo mismo por mí? Porque te juro que sí me dices que no te gusto, me voy, te dejo en paz, pero la forma en que me besas no comunica eso.

—Diego, nunca he tenido sexo —solté en un intento de espantarlo y el que hiciera silencio unos segundos me hizo creer que tal vez lo había logrado. A muchos tipos les daba fastidio lidiar con chicas inexpertas.

—¿Y? —dijo finalmente y me tomó del hombro e hizo que girase hacia él para encararlo—. ¿Eso qué carajo tiene que ver?

—Que sí estás esperando...

—Máxima, tengo seis meses hablando contigo sin insinuarte nada. Créeme que el sexo no es una prioridad en mi relación contigo. Te extraño a ti, conversar contigo.

—¡Extrañas a tu mascota! —respondí hostil y dejé que la rabia volviese a salir a flote, porque la necesitaba más que nunca para ignorar sus palabras—. Es que eres un acosador aprovechado. Yo te apreciaba tanto, ¿no lo entiendes? ¡Abusaste de la confianza que te di por meses! —Lo empujé para alejarlo de mí y lo miré a la cara—. ¿Y si fuese al revés? Y si hubiese sido yo la que se hubiese hecho pasar por otra para hablarte, ¿cómo te sentirías?

Ladeó la cabeza y miró hacia abajo, enmudecido.

—Respóndeme —exigí, pero él permaneció en silencio y eso me enfureció—. ¿Y sí hubiese sido yo la que jugase con tus sentimientos, la que te hiciera sentir como un niñito tonto, bobo y poco experimentado por no haber tenido la malicia de imaginarse que le mentías? —Le clavé el dedo en el pecho y él levantó la vista hacia mí, avergonzado—. ¿Y si hubiese sido yo la que hiciese lo posible para darte clases otra vez? —Enterré mi dedo en su pecho de nuevo—. ¿Y si hubiese sido yo, la maldita con la cara cuadrada para pararme en un salón con una sonrisa falsa, a darte clases, cuando en realidad lo sabía todo de ti? Dime. —Volví a impactar su pecho con mi dedo—. ¿Cómo pudiste mirarme a la cara luego de que te confesé lo que quería con Leo esa noche a las tres de la mañana? Después de que me dijiste que me imaginabas toda. —Hundí mi dedo en su pecho de nuevo—. Porque eso no se me olvida, Diego. Dime, ¿ser tan embustero y desgraciado es algo innato o se te fue dando con el tiempo?

—Para, Max —rogó dándome una expresión de arrepentimiento.

—¿Qué pasa? ¿Tú si puedes hacerme daño y mentirme y manipularme, y yo tengo que sobrellevarlo, superarlo, pero tú ni siquiera soportas que te encaré con la verdad y con un escenario hipotético?

—Yo nunca quise hacerte daño, tú en cambio, lo estás haciendo a propósito —dijo muy serio apretando la mandíbula.

—No te victimices. Esta es la consecuencia de tus actos, no puedes hacerme daño y no esperar que yo no me convierta en esta persona llena de rabia y de ira que, a propósito, como dices, te echa en cara todas las mierdas que le hiciste, ¡pues es lo que te mereces!... El problema es que... —Me reí sarcástica—. El problema es que me gustas mucho. Y me encanta como me besas... —Me miró perplejo por mi confesión—. En mi defensa diré que he crecido en una sociedad patriarcal que fetichiza y sexualiza el acoso, el maltrato y romantiza esas cuestiones asquerosas.

—Carajo... Sabía que me ibas a salir con eso. ¿Así me ves? Yo no soy así, Max, yo beso el puto suelo por donde caminas. ¿Acaso no lo ves? —Negué a su pregunta—. Déjame demostrártelo entonces... —Apreté los labios—. No puedes negar que cuando nos besamos...

—No vayas por ahí —le advertí, molesta—. La atracción no tiene nada que ver con lo que me conviene, Diego. El que me gustes, no significa que pueda perdonarte. Y no es tan simple, no me nace hacerlo. No puedo olvidar todo lo que sucedió.

—Y no pretendo que lo hagas, solo quiero que me des la oportunidad de enmendar la situación. Estoy al tanto de que vas a estar molesta conmigo por mucho tiempo. Pero te juro que cambio una vida entera por una hora contigo, aunque me estés mirando como si me quisieras arrancar la cabeza.

Lo miré perpleja.

—Igual y eso no es normal...

—Me refiero a que... 

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