Diez, segunda parte
—Un amigo, dame un pelín de privacidad, ¿no? Mira para allá a tu morenazo.
Brenda se rio, ajena a lo que sucedía. No tenía ni idea lo que le ocultaba y aquello, de hecho, me sentó un poco mal. Ella me contaba todo sobre Ari o cualquier chico, mientras que yo estaba ahí, leyendo los mensajes de, nada más y nada menos, que de mi profesor de generación de potencias.
Miré la pantalla sin saber qué responderle. Se suponía que debía escribir algo como «No, déjame en paz», pero no conseguía dejar de tener preguntas.
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Me sentía como una tonta. Él me había visto la cara de imbécil por meses. Y aunque me recordaba que aquello no había sido mi culpa, igual me escocía. No había tenido la malicia necesaria para investigar más allá de lo que él me había contado de sí mismo, porque entre nosotros no había nada más que una amistad.
No me pareció raro que me dijese que no era fan de las redes sociales, porque mucha gente adulta era así. Mi propio hermano no tenía más que unas pocas fotos y casi nunca publicaba nada, solo usaba las redes para mantenerse al día. No había sido como si Leo y yo hubiésemos estado intercambiando fotos reveladoras, números de cuentas bancarias... Solo conversábamos.
«Siempre creí en ti por ese video que me enviaste. No soy muy de hacer videollamadas, pero dime ¿qué hubieses hecho si te hubiese pedido hacer una? ¿Habrías llamado a tu amigo?».
Envié el mensaje y noté como la rabia del fin de semana volvía a mí. Me quedé mirando el teléfono muy molesta, él estaba en línea, sin embargo, no escribía. Obvio, ¿qué iba a decir?
«Eres un cretino, te odio». —le envié.
—¿Qué pasa? —preguntó Brenda.
—Nada, nada.
—Tú estás muy rara.
Me miró de reojo dos segundos y luego volvió a darle toda su atención a los nadadores que comenzaban a tomar su lugar para la competencia.
«Perdóname, eso estuvo mal. Todo estuvo mal. No me hagas hablar de esto por mensajes, hablemos en persona».
«Eres un psicópata que me está acosando desde el día uno que me vio» —escribí con rapidez, aunque el día anterior había confesado algo distinto.
«No soy ningún psicópata, diferencio entre el bien y el mal y sé perfectamente que lo que hice fue incorrecto y siento remordimiento. Te pedí disculpas por hablarte usando la foto de otra persona. Pero eso no cambia el hecho de que daño nunca te hice, éramos amigos, tú lo sabes y como tu profesor tampoco lo hice. Solo te lo puse difícil con un examen, porque tú fuiste una malcriada que no entró a revisión. Siempre tienes que hacer todo como te da la gana, a tu manera y la vida no funciona así».
Abrí la boca anonadada. ¡Cretino!
«Hello, ¿se te olvida el maltrato del primer día de clases, cuando me espiaste y luego me hiciste pasar al pizarrón, porque querías humillarme y hacerme quedar cómo que no sabía nada?»
«Ese día, cuando entraste al salón, yo me quedé perplejo. Era raro, muy raro para mí. En aquella época yo estaba atravesando un mal momento y aunque no lo creas, el dar clases era un intento de distraerme. El que yo me quedara idiotizado al verte, fue algo para mí poco común. En la universidad hay muchas chicas lindas, pero tú me impactaste».
«Como te dije ayer. Cuando me paré junto a ti ese día, no lo hice porque quería ver tu cuaderno. Lo hice porque me llamaron la atención tus pecas».
«Llevabas una blusa de cuello ancho y ahí estaban, pintando tu piel. Miré hacia abajo y vi los ejercicios. Fue una manera de ocultar que me habías idiotizado. Te levantaste sonrojada y te veías tan hermosa... Terminé siendo un idiota contigo, para que los demás no se dieran cuenta de que me habías embobado. Perdóname por eso también».
Aquello no lo esperaba, el día anterior había dicho algo de mis pecas y yo había sido incapaz de asimilarlo. O al menos, no de esa manera, como al leer el mensaje. Debía escribirle que era un pervertido, pero la verdad era que nunca percibí que lo fuera.
—¿Alguna vez sentiste que el profesor Roca fuese un pervertido?
—¿Por qué? ¿Te ha mirado o algo? —dijo mi amiga sin despegar la vista de la piscina en donde los chicos iban por su segunda vuelta.
—No, solo pregunto.
—Pervertido como el baboso del profesor de química no. La verdad él es medio raro, siempre se veía triste y cuando no estaba así, era porque andaba de idiota contigo o explicando un ejercicio. De resto, daba la impresión de estar deprimido. A mí nunca me miró en plan pervertido, amargado sí, un millón de veces. ¡Va a ganar Ari! ¡Va a ganar Ari!
Brenda se puso de pie, dando palmas.
«Una actitud muy infantil de tu parte, niñito» —escribí y me levanté también, para pretender que estaba concentrada en la competencia de natación, cuando en realidad, no dejaba de mirar la pantalla de mi teléfono.
«Soy un niño, apenas tengo veintiocho años».
«Ahora apenas tienes veintiocho años, antes eras la sabiduría en pasta, el señor mayor. Mira cómo te acomodas a tus intereses solo porque te gusta una muchachita menor que tú. Pedófilo. Por cierto, ¿no eran treinta y uno? Ah, sí es verdad, que me mentías en todo».
«Son veintiocho. Mi amigo es el que tiene treinta y uno. Solo te llevo siete años. Tus padres se llevan lo mismo. Supongo que tengo muchas cosas en común con tu papá».
Abrí la boca de par en par. ¡Desgraciado!
«La diferencia es que mi padre no le mintió a mi madre haciéndose pasar por otro, ni era su profesor maltratador».
«Es que soy de lo peor, pero eso tú ya lo sabías desde hacía mucho y de todas formas, te gustaba. Eso solo demuestra tu pésimo gusto».
El muy idiota, estaba intentando hacerse el gracioso.
«Me gustaba era Leo, no el idiota de Diego Roca y sí, lo admito, mi gusto era pésimo. Al menos he recapacitado».
«¿Y qué planeas? ¿Ser como el resto de las chicas con buenos gustos? No me hagas eso. Por favor, inclínate por tu profesor hippie horroroso e insufrible o por el ingeniero adicto al trabajo. A fin de cuentas, son la misma persona. Es como esas ofertas falsas del supermercado de dos por uno, pero que igual compras. Déjame verte».
Ay, joder.
«No creo que sea prudente que nos veamos. Olvidémoslo todo. Hagamos de cuenta que no existimos nunca el uno para el otro. Lo más sensato es que dejemos de hablarnos, ¿recuerdas la última frase? Sí, te tomo la palabra ahora».
Un Ari mojado llegó a saludar y Brenda literal, se derritió como malvavisco al fuego sentada a mi lado. Recibí el beso del moreno en la mejilla que centró su atención en mi amiga, lo que me dio la oportunidad de mirar la pantalla de mi teléfono que reflejaba la palabra «escribiendo» en el chat de Leo.
«¿Sabes cuántas veces mis manos han rozado otras manos y han sentido el chispazo eléctrico que siento cuando te toco? A mí solo me pasa contigo. ¿Dime, cuántas veces los has sentido tú con otra persona?»
Levanté la vista hacia el agua agitada de la piscina, mientras analizaba lo que había leído por un minuto, sin en verdad atreverme a responder su pregunta. Luego volví a mirar el chat y noté que él seguía escribiendo.
«Nuestra conexión es increíble. En verdad lo es, espero puedas verlo y dejarme arreglar lo nuestro. El beso de ayer se me asentó en el pecho de una manera que no consigo, ni quiero olvidar. No me mientas, yo sé que lo sentiste igual que yo. ¿Acaso no quieres sentirlo de nuevo? Por favor, déjame verte».
Refunfuñé rodando los ojos.
«Eres un cretino mentiroso y te detesto, no me hables de conexiones ni de besos». —Escribí molesta y metí mi teléfono en mi bolso para olvidarme de él y su maldita labia.
—¿Vienes a comer con nosotros? Si es así invito a un amigo para que nos acompañe —ofreció Ari con amabilidad.
—No, no, por desgracia tengo que entregar un trabajo de generación de potencias mañana y debo terminarlo. Vayan ustedes, se portan bien —bromeé y me despedí de ambos.
De camino a mi apartamento ignoré su mensaje que me aguardaba en el teléfono y decidí escuchar música, con un solo audífono, como siempre, pues tenía que estar muy atenta a mi entorno. Miré mi lista de últimos reproducidos y como una masoquista de mierda, seleccioné la canción que él había colocado el día que fui a llevarlo a su casa.
«Estoy jodida», pensé.
Al entrar al apartamento, saludé a Nat que, casualmente, también iba llegando y me eché en el sofá. Miré mi bolso con obstinación, mientras me decía frases de lo más elocuente a mí misma.
«No, no toques ese teléfono, no lo hagas, no te hagas eso».
«El beso estuvo bien, es cierto, ¡Santa mermelada, estuvo buenísimo! Pero eso no implica que tenga que repetirse».
«Máxima no revises ese puto teléfono, déjalo en visto. ¡En visto!».
«Bueno, pero para dejarlo en visto tienes que leer el mensaje, le jodería más eso, a que simplemente no lo leas».
Tomé el teléfono y tras inhalar con fuerza, decidí leer el fulano mensaje con el propósito de dejarlo en visto. O esa era la idea.
«Te hablo de besos, porque tú me besaste a mí».
¡Ay, será cabrón! No pude evitar empezar a teclear furiosa.
«Claramente hice eso porque tengo problemas mentales devengados del trauma que me causaste. ¿Sabes qué? Si quiero dinero. Lo necesito para pagarme un psiquiatra y los mejores medicamentos. Idiota».
«El psiquiatra puede ser, si en serio lo quieres. Medicamentos no, adoro la química de tu cerebro tal y como es. Déjame verte».
Adoro la química de tu cerebro... Joder... Negué con la cabeza y me reí sarcástica. No podía ser que me hubiese dicho eso.
Me levanté a cerrar las cortinas que se habían quedado abiertas desde el día anterior. Miré a través del cristal de la ventana los nubarrones que hacían presencia en el cielo que comenzaba a oscurecer, iba a llover. Lo recordé mojado diciéndome que era linda como fuese... Puta madre ¿por qué coño tenía que pensar en eso? ¡Rayos!
Eché la cortina y volví al sofá.
«¿Qué te gusta hacer cuando llueve?».
Encendí el televisor y busqué algo para ver, sin mucho éxito.
«¿Qué hago de qué? No te entiendo, ¿de qué hablas?»
«Ese día, en la lluvia, yo te dije que me gustaba estar en un sitio calentito para leer con un chocolate caliente y tú me dijiste que tenías otras preferencias y no me las explicastes. ¿Qué haces?»
«Si pudiese escoger qué hacer en un día de lluvia, sería lo mismo. Prefiero lo mismo, pero sin el libro y sin el chocolate, solo contigo».
«Solos».
«Para besarte mucho».
«Mucho, Max».
¡Santísima mermelada!
Me quedé ahí, estática, mirando la pantalla, sin saber qué responder. Él se encontraba en línea y podía ver que yo también lo estaba. Me llevé las manos a la cara y analicé la extraña carga eléctrica que me recorría el cuerpo cuando pensaba en su boca. Tenía el labio inferior más grueso que el superior y eran muy suaves.
«Déjame en paz»— escribí, pero fui incapaz de enviarlo.
Me molestaba demasiado no poder obligar a mi cuerpo a obedecer. No deseaba sentir atracción, ni quería recordar la manera en que me había besado con esa mezcla precisa entre ternura y lujuria. Ansiaba odiarlo por todo lo que me había hecho, pero había una parte de mí que se resistía y también odiaba eso.
«Déjame invitarte a cenar, por favor. Déjame que te recuerde como soy, todo lo que ya conoces de mí que te gusta y déjame mostrarte lo que aún no has tenido oportunidad de ver. Déjame, por favor».
«Te recuerdo que soy tu alumna, no pueden vernos juntos» —escribí molesta.
«Puedo renunciar este semestre y retomar el siguiente, si es eso lo que te preocupa. De todas formas, esta ciudad es grande y puedo reservar una mesa apartada».
«¿En serio crees que podría estar sentada contigo en un lugar público por más de dos segundos, sin querer estrangularte?».
Poco después vi cómo comenzaba a escribir.
«Entonces cenemos en tu apartamento. Ahí puedes golpearme con tranquilidad y en privado».
Aquella respuesta me dejó perpleja. Estaba muy ávido de verme.
«Esto para mí no es un juego, así que deja de bromear» —tecleé molesta.
«Para mí tampoco. Déjame verte, por favor. Deja de colocar excusas, soy ingeniero, le buscaré solución a cada una».
Rodé los ojos, era insoportable. Un cretino.
—¿Qué vas a ver? —dijo Nat, al ver que no había seleccionado ninguna serie o película—. ¿Te está escribiendo?
No tuve oportunidad de contestar, porque ya me había arrancado el teléfono. Nat no perdió nadita de tiempo y se leyó toda nuestra conversación.
—¡Max! No estarás pensando en salir con este tipo, ¿verdad?
—No, no voy a salir con él.
—Bloquéalo entonces, ¿qué estás esperando? Te dijo que si quieres renuncia, dile que lo haga y no lo vuelves a ver.
Asentí. Y me quedé callada.
—Máxima... Por favor, tú no estarás pensando en darle una oportunidad a ese hombre, ¿cierto?
—Por supuesto que no, Nat.
—¿Entonces? —preguntó mi amiga—. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que ese imbécil me gusta, Nat, contra todo raciocinio, contra toda lógica, incluso contra mí misma. Y eso me emputa, me molesta no poder mandarlo a la mierda.
Nat hizo una mueca.
—Maya Angelou decía que cuando alguien te muestre quien es, ¡créele! Y este tipo te ha demostrado que es un manipulador mentiroso. —Bajé el rostro y me llevé las manos a las sienes. Nat tenía razón—. Max, mírame —La encaré y noté su mirada expectante, seguramente quería oírme decir que lo iba a mandar a la mierda, porque eso era lo más sensato—. ¿Max?
—¿Qué?
—No vas a decir nada.
—Lo odio, pero no puedo dejar de desear que me bese. ¡Estoy jodida! ¡Muy jodida! Me ha jodido ese maldito cabrón.
Mi mejor amiga me miró y puso cara de circunstancias. Iba a darme uno de sus discursos grandilocuentes motivacionales, de eso estaba segura y de hecho, lo necesitaba más que nunca para entrar en razón.
—A ver, Max... —suspiró.
Máxima
(Foto: Flavia Charallo)
La pregunta del millón de dólares es, ¿lo perdonarías? ¿Saldrías con él? Piénsalo y cuéntame aquí.
Llegamos a la mitad del primer libro, ¿opiniones hasta ahora?
Voy a actualizar semanal, probablemente en algún punto del fin de semana. De tres a cuatro capítulos, porque estoy releyendo la novela para intentar quitarle la mayor cantidad posible de errores de dedo que pueda. El problema es que a mi cerebro no le gusta releer y esto me está costando un mundo, así que voy un poco lento. Y apenas voy como por la mitad del segundo libro.
Estoy a la lectura de una escena erótica más de tener un derrame cerebral, así de harto está mi cerebro de releer. Además, ya el pobre autocompleta y no ve los acentos mal puestos, letras faltantes, etc.
So, nos vemos la próxima semana. Ciao.
#ComenteCoño.
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