Diez, primera parte

Aquel beso se sintió horrible, porque era una locura, sobre todo, porque se suponía que no debía sentirse bien. Ante mi error, di un paso atrás. ¿Qué coño había hecho? Él me miró perplejo, pero aún en medio de la estupefacción no me dejó retroceder mucho. Me tomó por las mejillas y me atrajo hacia él de inmediato, como si fuera por completo natural el que nuestros labios se encontraran y se adhirieran para compartir sabores, sopesar densidades, temperaturas.

Su boca era delicada, dulce, me acarició con ligeros roces que me invitaron a recibir sus besos. No conseguí resistirme, lo dejé seguir. Fue él quien cortó la unión de nuestros labios, que quedaron suspendidos apenas tocándose, mientras nos ahogábamos mutuamente con nuestros alientos tibios agitados.

Abrí los párpados y me encontré con sus ojos grises entornados que reflejaban deseo. Me tomó por la cintura, me atrajo hacia su cuerpo con suavidad y con una ternura insospechada, me lamió los labios.  Gemí ante el contacto de su saliva tibia y volví a hacerlo, cuando recogió mi labio inferior entre los suyos, para morderlo como a un durazno maduro. El placer me recorrió el cuerpo por la auténtica decadencia que fue notar el roce de sus dientes. Aquello estaba mal, muy mal, pero se sentía demasiado bien. Excitante, intoxicante. Su lengua entró despacio en mi boca y acarició la mía de forma mesurada, sin exceso. Sus labios parecían entender la presión necesaria que debían ejercer sobre los míos, para ayudarme a salir del entumecimiento en el que me encontraba. Yací ahí, correspondiéndole de a poco. Él lo ocupaba y lo dirigía todo.

Sus besos eran intensos, movilizadores.

Su agarre en mi cintura se afianzó, sus dedos en mi cuello me mantuvieron ahí, para que recibiese la caricia de sus labios que me cautivó hasta hacerme gemir sin resuello.

Finalmente, mis manos reaccionaron y abandonaron sus hombros, para alcanzar su nuca. Mis dedos se enterraron en su cabello que jalé con suavidad a la vez que mi lengua se enroscaba con la suya. Él jadeó en reflejo y la vibración me inundó la boca. Justo ahí, fue que procesé lo que estaba ocurriendo... 

Corté el beso y lo empujé, para separarlo de mí. No se resistió, me dejó ir rápido. Me llevé los dedos a los labios, como si estos se estuviesen derritiendo y de alguna manera tuviese que sostenerlos, para que no se escurrieran para abandonar mi rostro e irse con él.

Noté como el cuerpo me temblaba, por lo que me apresuré a darle la espalda. Aquello no había sido un beso, había sido algo distinto. Sentí frío, sentí calor, sentí tantas sensaciones al mismo tiempo que no supe cómo procesar. Cerré los ojos ante la intensidad con la que mi sexo se contrajo.

¡Joder!

—Vete, por favor —dije al sentirme súbitamente avergonzada por la forma en que había reaccionado a su tacto.

—Max...

—Por favor, vete... ¡Por favor! —insistí.

Me giré hacia él. Se veía consternado y muy agitado. Había algo salvaje en su semblante que se acentuó por el estado de su cabello despeinado por mí.

Asintió, abrió la boca, iba a decir algo más, pero no lo hizo. Solo bajó la cabeza y caminó hasta la puerta del apartamento. Lo seguí hasta ahí. Me dedicó una última mirada antes de salir por ella. Tras verlo irse, tomé una bocanada de aire y respiré profundo. Me sentía completamente ahogada.

«Yo... Yo lo besé».

¿Qué rayos estaba mal conmigo? En serio. Supuse que podía alegar una especie de síndrome de Estocolmo o algo por el estilo. Porque tenía que estar muy mal de la cabeza, para besar al tipo que me había engañado así. Era como esas historias en donde la chica se enamora de su secuestrador... Qué asco, al menos yo debía sentir asco, pero ese no se dignaba a hacer acto de presencia. 

«Necesito un psiquiatra con urgencia», pensé.

—Max, ¿qué pasó? —dijo Nat tomándome por los hombros—. Escuché la puerta cerrarse, ¿estás bien? De repente dejaron de gritar, ¿te hizo daño? —negué con la cabeza—. ¿Y entonces?

Abrí la boca, quise hablar, pero no supe qué decir, solo me encogí de hombros. Caminé hasta mi habitación en donde me encerré, a pesar de las protestas de mi mejor amiga desde la puerta, para que conversáramos. Y tal vez era egoísta de mi parte, no obstante, en verdad no sabía qué decir. ¡Me encontraba en shock!

—¡Veré el video!

—No, no lo veas —respondí desde mi cama.

—Lo haré.

Hundí la cara en la almohada y grité. Mi cuerpo pareció haber producido mucha adrenalina, me sentía demasiado intranquila. Caminé hasta la ventana y le vi entrar a su camioneta. Mi teléfono vibró y yo corrí a buscarlo en mi mesa de noche.

«Déjame arreglarlo todo. Perdóname, por favor.

Volví a la ventana y vi la camioneta arrancar, la seguí a través del tráfico hasta que la perdí de vista. Me golpeé la frente repetidas veces... ¿En qué coño estaba pensando? Y una frase se repitió en bucle en mi cabeza: «Lo besaste, ¡estás loca!». Reprimí ese pensamiento que buscaba salir a la superficie para poder respirar, ese que decía que había sido un beso delicioso. Lo ahogué, lo ahogué, una y otra vez. Me repetí mil veces que aquello no se había sentido bien, que había sido algo momentáneo, que era obvio que yo estaba bajo un lapsus mental o de alguna forma...

«Mierda... ¿Qué me pasa?»

Minutos después de autotortura, escuché gritos afuera de mi habitación. Fui hasta la sala y encontré a Fernando y a Nat boquiabiertos frente a la televisión. Me giré y encaré la pantalla. Ahí, a todo color, estábamos él y yo, besándonos.

—¡Te dije que no lo vieras! —grité molesta e intenté quitarle la cámara a mi amiga.

—Mierda, pero que beso —expresó Fernando—, menos mal que lo odias, Max, no me imagino si te gustase...

—¡Quítalo! —grité de nuevo.

—Ya, ya, ya... —dijo Nat.

—Maldita sea, mira como él la abraza... Como mueven las cabezas —comentó Fernando.

Giré a mirarlo.

—¡Ya no digas más nada!

—Perdóname, Max, pero es que... Uf, puta madre, que beso —insistió él.

—¿Sí, verdad? —respondió mi amiga.

—¡Natalia!

—Ya, ya, ya, cálmate —Nat apagó la cámara y yo me senté en el sofá, mortificada—. Max, explícame ¿qué coño pasó? ¿Y por qué, accidentalmente, acabo de grabar mi primera escena erótica en la que no soy la protagonista?

Alcé la vista y la miré furiosa.

—¿Erótica? ¡Fue un estúpido beso!

—De estúpido nada, eh —replicó Fernando—. Estuvo potente.

Giré a mirarlo molesta y él alzó las manos en señal de paz.

—¿Explícame qué hacemos con una grabación en donde tú besas a tu acosador? —preguntó Natalia incrédula.

Comencé a llorar desaforada, muerta de la rabia. La había cagado y mucho.

—No sé qué sucedió —admití.

—Yo te lo explico, te gusta el tipo —dijo Fer.

Giré de nuevo hacia mi amigo.

—¡Ya, Fer! —Solté exasperada.

—Dijiste que era feo. Está guapo —Siguió él.

—Aghs —gruñí.

Tomé un cojín y tras erguirme, me le eché encima y se lo estampé en la cara para asfixiarlo por un momento. Pero Fer me echó a un lado sobre el sofá con facilidad, mientras se reía.

—¡Max, estás de exorcismo! —Me puse a llorar—. No, no llores, ven acá. —Mi amigo me abrazó y me acunó contra su pecho—. Ya loquita endemoniada, déjalo salir, llora, te gusta tu profesor psicópata.

—No me gusta —refunfuñé.

—¿Cómo hiciste para que se te arrodillara en frente? Yo quiero que se me arrodillen así... Dame la técnica.

—Max...—Me llamó Nat, por lo que me giré a mirarla—. Es que —Se quedó dos segundos boquiabierta—. No te puede gustar un tipo así ni de chiste. —Hizo otra pausa—. Esto es culpa de esta sociedad machista patriarcal.

—Ay, no vas a empezar —dijo Fernando y rodó los ojos.

—Es así, vivimos en una sociedad que sexualiza y fetichiza las relaciones de poder profesor-alumna y todas esas chorradas. Que romantiza las dinámicas de dominación masculina. Y ahora tenemos a Max sintiéndose atraída por ese imbécil que la acosó.

—Ay, Nat, bájale dos rayitas —expresó Fernando al ponerse de pie—. Max básicamente se enamoró fue de su amigo Leo. Lo que ella siente por él no tiene nada que ver con que sea su profesor, son cuestiones distintas. En todo caso hablemos de que a Max le gusta un hombre que la engañó por meses.

—Es lo mismo, se romantiza eso de que el tipejo es un psicópata y por la mujer correcta va a cambiar...

—Ay, ya —Los interrumpí y me puse de pie—. Max está aquí, Max la cagó y entiende todo lo que dicen. Pero el tipo besa de puta madre —Fer hizo una mueca de obviedad hacia Natalia—, y eso la tiene muy molesta. ¿Serian tan amables de llevarla a un lugar en donde pueda sentarse a tragar, ya que está menstruando y no puede ahogar su cerebro en alcohol como es debido, pero al menos puede comer y olvidarse un rato de los sentimientos encontrados que tiene por el imbécil de su profesor embustero acosador? ¡Por favor!

Deseaba echarme en la cama para pasar el malestar menstrual, pero no quería quedarme a solas conmigo misma a darle vueltas a las ruedas del patín de mi cabeza.

—Pos sí —respondió Fer—. Vamos.

*****

Mis amigos me llevaron a una terraza en donde me dediqué a devorar una hamburguesa y una porción grande de papas, mientras ellos se tomaban unas cervezas.

—Oigan ¿se pueden dejar de sabrosear al tipo de la esquina?

—Somos multitasking, cariño, sabroseamos y te escuchamos los traumas existenciales al mismo tiempo —respondió Fer—. Igual no es como si hubieses dicho algo nuevo en la última media hora... Ya entendimos, te emputa que te guste tu profesor psicópata.

—¡No me gusta!

—Está bien, la negación es natural —agregó mi amigo. 

—Niégatelo hasta que te entre en la cabeza —soltó Nat mordaz—. Tú con ese tipo, nada que ver.

—Shegue sho —anunció Claudia y dejó su bolso sobre la mesa—. La que le va a poner sabor a la...  —Miró la hora en su teléfono—. Tarde, que temprano es, apenas son las seis y media. Que alguien me expliqué la crisis y por qué me dejaron en una fiesta el viernes en la noche. Qué ojo, no me quejo, ese Juan está bello.

—Es de Max, no lo mires —soltó Nat.

Joder... Juan. Hasta ese momento ni siquiera paré a pensar en él.

—Ay, pero sí lo podríamos compartir. Un ratico ella, un ratico yo... —bromeó Clau y Fer se echó a reír.

Revisé mi teléfono. Tenía un montón de mensajes de él y de Brenda. Comencé a leer y a responder. Me inventé una excusa para mi amiga, la adoraba, pero prefería mantenerla al margen de lo sucedido. No quería que por alguna indiscreción aquello se regara como pólvora por la universidad. Lo que menos necesitaba era un rumor de romance con un profesor, cuando de hecho, no lo había.  A Juan le pedí disculpas por irme así y también me excusé. 

—¿Te escribió? —preguntó Nat y yo negué con la cabeza—. ¿Qué pasa? Aún estás pensando en el beso, ¿verdad? —Asentí—. Es normal. Mira, el tipo tiene su encanto. —Rodé los ojos—. Admitir que tiene su encanto no tiene nada de malo, Máxima.

—Yo me lo cogía —dijo Fernando.

—Tú te coges todo lo que se mueve, Fer —repliqué de mala gana.

—¡Celosa! —respondió.

—Ay, claro que no, pendejo, a mí ese tipo me vale tres remolachas.

Fernando comenzó a reírse sarcásticamente.

—Déjala en paz —lo regañó mi mejor amiga.

«¿Cómo vas con el proyecto?» escribió Juan.

—Mierda... Llévame a casa. Tengo un proyecto que hacer.

Con todo el estrés de lo sucedido había olvidado que tenía tarea, tanto para el lunes como para el martes que debía ver clases con él. Joder. Eso sí que iba a ser raro. Tendría que levantarme a exponer en medio del salón y mirarlo a la cara sin recordar...

«¿Recordar qué? Deja de pensar en ese puto beso», me dije.

—Aguarda un poco... Llamaré a Gabriel para que no venga entonces —dijo Nat refiriéndose a su especie de novio fotógrafo.

Nat se levantó de la mesa para hacer su llamada, a la vez que Fernando le daba un resumen de mi vida a Claudia que no hacía más que mirarme en busca de confirmación de lo que escuchaba. Yo solo asentía, porque no tenía nadita de ganas de tratar de explicar lo inexplicable.

—Oye —dijo Nat cuando se sentó de nuevo a mi lado, diez minutos después—. Me dice Gabo que su amigo, el que jugó ping pong contigo la otra noche, Ramiro, le pidió tu número. —Alzó la mano para llamar al mesero y pedirle la cuenta—. Quiere invitarte a salir, pero no se lo di, porque asumo que justo en este momento no vas a querer hacerlo. 

—Buena decisión.

Me llevé a la boca la última papa frita que me quedaba en el plato. 

Al llegar al apartamento, Fernando, Claudia y Nat se tiraron en el sofá, para hablar del tema del momento. O sea, de mí. 

Me marché a mi habitación. Me dolía el vientre, así que decidí estudiar en la cama. Investigue y redacté un buen rato, hasta que me quedé dormida con la laptop encima.  Cuando desperté, me arrastré a la ducha y luego me fui a dormir otra vez. Mi cuerpo encontró acomodo en la cama, aunque no del todo. Mi mente estaba despierta.

Cerré los ojos, para conciliar el sueño de nuevo, pero era inevitable verlo, sentirlo contra mi boca. Una sensación agradable se me repartía por el cuerpo al pensar en cómo sus labios se adherían a los míos y, por un momento, fui lo suficientemente tonta y débil como para darle cabida a aquello... A lo bien que se había sentido ese beso y con ese último pensamiento, logré dormir.

*****

El lunes en la universidad estaba nerviosa. De sobra sabía que él solo daba clases dos veces por semana. Su familia era mecenas de la universidad, por lo que se permitía el lujo de tener un horario reducido, incluso de cambiar de materia. Bastardo. Y aunque me repetí aquello una docena de ocasiones, no pude evitar buscar entre la cuantiosa cantidad de personas en los pasillos su rostro. La excusa era que quería verlo venir, para caminar en dirección contraria, pero eso no sería posible al día siguiente.

Cuando salí de clases, Brenda me pidió que la acompañara a la piscina de la universidad. Ari tenía una competencia de natación. Acepté, el sabroseo comunitario siempre estaba bien.  Ari era guapísimo y según mi amiga, su boca voluptuosa poseía unas habilidades de lo más importantes.

Nos sentamos en las gradas y me pregunté, ¿qué carajo hacía yo pensando en Leo o en Diego, o como fuese que se llamase, cuando tenía enfrente a tipos atractivos en trajes de baños ajustados?

Y fue como si el mismísimo pensamiento lo hubiese invocado porque, justo en ese instante, me llegó un mensaje suyo. Tuve que ladear la pantalla para que Brenda no lo viera. Pues, a diferencia del fin de semana, cuando se comunicó conmigo desde un número desconocido, en ese momento, en mi teléfono, se vislumbró el nombre de: «Profesor Roca», tal como le había agendado. Supuse que, tras el robo, ya había podido recuperar su línea telefónica.

Entré a la agenda para renombrarlo y coloqué Niko, a razón de uno de mis ingenieros favoritos, Nikola Tesla. Siempre discutíamos por él, yo decía que era brillante, con una memoria envidiable, además de una capacidad física tremenda, porque eso de solo tener que dormir dos horas al día para funcionar, no era cualquier tontería. Yo en cambio, necesitaba dormir como oso al menos ocho horas o de lo contrario, no servía para nada. Mientras que Leo decía que, aunque todo eso era cierto, ser ingeniero era más que ser un buen inventor y que se requerían otras habilidades añadidas para los negocios de las que Niko carecía. Podíamos durar mucho rato discutiendo el tema, aunque creo que solo lo hacía para llevarme la contraria.

«Hola» —decía el mensaje.

—¿Con quién hablas? —preguntó mi amiga y miró de reojo la pantalla de mi WhatsApp, para leer el nombre del contacto sin foto. Supuse que aún no había tenido tiempo de colocar una—, ¿Quién es Niko? —Me golpeó el hombro con el suyo en un gesto de complicidad y mi teléfono vibró con otro mensaje.

«Quiero verte».

Diego (foto de Alex Zambiazi)

Si fueras Máxima, ¿lo verías?

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