Dieciocho, primera parte
El que Natalia con toda la parsimonia del mundo, me detallara sus hipótesis, sobre como Diego probablemente tenía una novia con la que irse a dormir por las noches, consiguió que se me revolvieran las tripas del asco. Mi amiga señaló lo plausible del asunto al enumerar sus razones:
—Siempre te trae temprano aquí, están juntos máximo hasta las diez de la noche con la excusa de que tiene que dormir. ¿Es por eso o por qué no puede estar más tiempo fuera de casa porque levanta sospechas? Tal vez se va a dormir con ella, después de que se besuquea contigo.
Dejé mi plato de pollo horneado a un lado, se me había quitado el apetito.
—Nunca te ha invitado a su casa, ni siquiera ese día que lo llamaste de madrugada. Además, en el día trabaja, pero es su propio jefe, podría hasta darse el lujo de ir a almorzar con ella. ¿Alguna vez se han visto antes de las 5 de la tarde en los días que no da clases? Piensa, Máxima, piensa. Te recomiendo que para la próxima sesión de besos lo marques.
—¿Lo marque? —pregunté sin entender.
—Sí, un rasguño, un chupón, una marca que su novia pueda ver. Si se molesta... Es sospechoso. Claro, no se lo dejes en un lugar visible para el público, tiene que ser algo íntimo, en el pecho, por ejemplo.
Su teoría me cayó como un balde de agua fría, friísima.
—Me parece un poco tóxico hacer eso.
—Pues sí, pero es lo único que se me ocurre para que salgamos de dudas. Y además, es normal, o sea, si te besas con alguien con mucha pasión, eventualmente, queda alguna marca.
Me esforcé por comer y luego me encerré en mi habitación para llamarlo. No me contestó y eso me puso de mal humor. Mi mente comenzó a hilar situaciones, a hacerse conjeturas y preguntas.
Si viviese con una mujer... ¿Qué excusa le habría dado para beber en un bar, a solas, por tantas horas, aquella noche que terminó en el hospital? Yo lo había llamado unas semanas antes, a las tres de la madrugada, porque se me había hecho intolerable seguir esperando una respuesta a su mensaje y él me había hecho aguardar unos segundos, para despertarse bien, ¿sería posible que en realidad se estuviese alejando de su novia dormida? Negué con la cabeza, Diego no podría ser capaz de decirme todo lo que me había dicho con su novia a unos cuantos metros... ¿Cierto?
«Te mintió por meses», me recordé a mí misma. Si algo tenía que tener claro era que Diego, en efecto, era capaz de engañar sin problemas. No obstante, quería creer que el haberme mentido le había resultado posible, porque lo había hecho por teléfono y que sería muy distinto si tuviese que mirarme a los ojos. No lo creía capaz de besarme de la manera en que lo hacía y luego irse a dormir con otra mujer. Le había preguntado si existía una novia y me había respondido que no, además de que antes de irme al pueblo me había dicho que solo estaba yo.
Suspiré, al entender que, sin importar cuánto intentara convencerme de que él era sincero, la duda me jodía.
¿Y la ropa? Yo lo besaba, lo lamía, mi olor lo impregnaba. Joder, ¡le había humedecido los pantalones! Una mujer notaría el aroma de mi perfume. ¿Y si se cambiaba? Podría hacerlo, era posible.
Tanto darle vueltas a lo mismo hizo que me doliera la cabeza. Me hice un ovillo en la cama molesta y justo cuando iba a comenzar una nueva ronda de suposiciones, mi teléfono sonó, era él.
—Hola —saludó con simpleza—, lo que escuchas al fondo son las máquinas, ¿cómo estás?
—Bien, bien. Aquí en mi cama.
—Yo estoy hecho un desastre, tendré que darme una ducha más tarde, cambiarme e irme a la universidad... — Diego casualmente dijo eso y a mí me tembló el cuerpo—. ¡Tengo muchas ganas de verte!
—¿O sea, que debes volver a tu casa para cambiarte y luego irte a la universidad?
—Usualmente, solo me cambio, siempre cargo una muda de ropa en la camioneta, pero hoy si debo ir a bañarme, he sudado muchísimo. En realidad, casi nunca ando de traje, solo cuando voy a la universidad o tengo alguna reunión importante.
«Siempre tiene una muda de ropa para cambiarse».
—Ah, ok.
—¿Pasa algo?
—No, no, nada.
—Nos vemos en un rato entonces, Pelirroja. Hoy tengo mucho trabajo, solo quería saludarte un ratito.
—Dale.
*****
Lo miré desde mi mesa. Estaba recién bañado, se había afeitado, tenía el cabello aún húmedo, lo que le daba un look diferente. Mary no le quitaba la vista de encima y Verónica parecía que se lo quería comer entero. Eso me hizo un poquito de gracia, pues de nosotras tres, solo yo podía hacerlo. Alcé una ceja mirándolo sin recato y me llevé a la boca unas pastillitas de Tic tac de naranja.
Rogaba porque mi mejor amiga simplemente estuviese paranoica y que ninguna de sus suposiciones fueran ciertas. Fuese como fuese, esa noche Diego se llevaría a casa una marquita de mi deseo.
Cuando faltaba media hora para que terminara la clase, el profesor la dio por finalizada y se sentó en su escritorio. Colocó una silla al lado y comenzó a llamarnos por orden alfabético para hacernos entrega de nuestros trabajos corregidos. Los alumnos fueron pasando y Diego se tomaba unos minutos para explicarles puntos relacionados a su evaluación. Algunos estudiantes le hacían preguntas, otros se resignaban a lo que él decía, por lo que tras recoger sus trabajos, se iban del salón, mientras que los demás, se quedaban a conversar con un compañero que aún esperaba su turno.
—Señorita Mercier —me llamó.
Tomé asiento en la silla de espaldas al resto de la clase. Lo miré intensamente, para escudriñar sus ojos grises en busca de alguna mentira, pero los encontré bellos y puros.
Ahí a su lado me sentía a gusto. Natalia decía que cuando los hombres engañaban, las mujeres podíamos sentirlo a un nivel visceral. En las entrañas. No obstante, yo no había sentido nada durante los seis meses en los que él me había mentido sobre su identidad. Entonces, recordé que, en un principio, cuando apenas comenzamos a hablar sí lo había hecho, por eso le había pedido una foto, porque en el fondo tenía dudas acerca de él. No estaba equivocada después de todo, sin embargo, en ese preciso momento, mientras me entregaba mi trabajo, no sentí nada negativo emanar de él.
—Anoche te dije tus correcciones durante la cena —susurró—. De todas formas, aquí están —Abrió la carpeta, para mostrarme un par de puntos en tinta roja que, en efecto, habíamos discutido la noche anterior.
En ese momento me di cuenta de que Diego enseñaba con ganas, tal vez era porque solo tenía una clase a la semana, que como él mismo me había dicho, impartía era para desestresarse. Tal vez si tuviese salones repletos de alumnos, no se podría dar el lujo de ser tan acucioso con sus correcciones y sentarse con cada estudiante para señalarle sus errores, así como también fortalezas, aconsejar, entre otros detalles. ¿Acaso había sido tan ciega que no me había permitido darme cuenta de todo eso durante mis clases de ecuaciones diferenciales? ¿Tal vez era cierto que había sido prepotente? Realmente eso ya no importaba, porque en ese instante sí fui consciente de que él era un buen profesor.
Me llevé la mano a la cara, como al descuido, para taparme y que solo él pudiera verme. Abrí la boca y le mostré las pastillitas de Tic tac que tenía adentro e hice un movimiento sugerente con la lengua. Diego bajó el rostro hacia mi trabajo que marcaba un muy bien en tinta roja con una nota de cuarenta y cinco sobre cincuenta. Pues los otros cincuenta puntos serían evaluados con un examen. Cuando me miró de nuevo tenía las mejillas enrojecidas, cuestión que me fascinó.
Recogí mi trabajo, volví a mi mesa y tomé mi teléfono para teclear un mensaje.
«Se ha sonrojado profesor, tiene que disimular mejor, no puede dejar que el resto de la clase se dé cuenta de que su alumna favorita se la pone dura».
Diego buscó su teléfono en el maletín y alzó la vista hacia mí cuando leyó el mensaje. Le miré fingiendo inocencia, al mismo tiempo que me mordía el labio. Miguel tomó asiento junto a su escritorio, para su corrección, así que le preguntó si podía darle un momento para contestar un mensaje y este le respondió que no había problema.
«Señorita Mercier, como siga enviándome mensajes así, tendré que tomar medidas disciplinarias contra usted».
Diego comenzó a explicarle a Miguel las anotaciones que había hecho en su trabajo y pensé que, tal vez por eso la Polly Pocket lo asediaba tanto. Supuse que desearía todas esas maravillosas notitas en rojo en su tesis. Anhelaría leer su letra, estar en contacto con las reflexiones de su virtuosa mente analítica, para extraer cada gotita de sabiduría, al mismo tiempo que se le insinuaba, que le llevaba un café y buscaba algún encuentro inapropiado con el profesor fuera de la universidad.
Me la imaginé hablándole con dulzura a la vez que dejaba caer al descuido la mano sobre su brazo, o se situaba a su lado en el escritorio, durante las asesorías, para señalarle un párrafo en específico de alguna página y permitirle entrever su escote. Sabía que iba a esas reuniones de punta en blanco, bien maquillada, perfumada, arreglada. ¿Cuántas mujeres parecían encontrarlo irresistible, mientras que yo, apenas, me había dado por enterada? Pensar en eso, absurdamente, me hizo sentir un poco celosa.
«¿Medidas disciplinarias? Necesito saber cuáles son, para así no cometer más errores o, seguir cometiéndolos muy a propósito» —le envié en el preciso instante en que Miguel se ponía de pie, para que así pudiese leer, antes de que llegase otro alumno.
«Me compraré una regla de madera, está visto que necesita unos azotes» —recibí su mensaje justo antes de que Mary le acompañara.
Miguel y Juan conversaban sobre sus trabajos mientras que yo fingía prestar atención.
«¿Entonces vamos a la librería a comprarla? Creo que de ahora en adelante voy a ser una alumna muy mala».
Alzó la vista hacia mí y levantó una ceja. Joder, que me estaba excitando un montón y ni siquiera me había puesto un dedo encima. Pensé en escribírselo, confesarle que ahí, a pocos metros de su escritorio, y sin haberme dado ni un beso, me tenía húmeda y caliente. No obstante, mi inhibición no había alcanzado esos niveles de transgresión.
«Te recogeré en tu casa en un rato, una profesora me ha pedido que le eche un vistazo a un proyecto factible, quiere hacerme un par de preguntas, espero no tardar demasiado».
«¿Qué profesora?»
«Karina» —respondió cinco minutos después cuando tuvo oportunidad entre alumnos.
—Tanto que nos fastidia con lo del teléfono y ahí está enviando mensajes —susurró Juan.
—Ay, pero no estamos en clases —apunté—, no es lo mismo, solo está entregando notas.
—¿Lo estás defendiendo? —preguntó Juan incrédulo.
—No, pero al César lo que es del César mi asiático amigo.
Juan soltó una risita.
«Eso no me gusta, ella te quiere comer. Solo yo te puedo comer» —escribí.
«Y yo quiero que me comas solo tú, no te preocupes por ella. Te prometo que apenas me desocupe paso por tu casa, muero por besarte».
Tras leer eso me puse de pie, me despedí de los chicos y me dirigí a mí apartamento con un pensamiento en mente. Hacerlo perder la cabeza.
Cuando llegué, Nat estaba con Clau, las saludé afectuosamente y les informé que me iba a la ducha. Luego me maquillé y me hice un fabulo delineado gatuno en los ojos, me arreglé las cejas, me puse mucha máscara de pestaña y un poquito de iluminador en los lugares correctos.
Caminé a mi cuarto, abrí mi armario. Seleccioné un conjunto de ropa interior color coral, cuyo brasier me creaba un escote bastante bonito. Me coloqué perfume cuidadosamente. Un puntito detrás de las orejas, de las muñecas y rodillas. Por último, rocié en el aire y caminé a través de la lluvia de diminutas gotitas para capturar su esencia en especial sobre mi cabello. Según Natalia, nunca debía agregar el perfume en grandes cantidades encima de la piel, porque luego, si me lamían, iba a saber horrible.
Seleccioné un vestidito color menta, cuya falda me llegaba unos diez centímetros encima de la rodilla. Me vestí y revisé el escote que era bastante elegante. Perfecto. Me quité los pendientes y la cadenita que me había puesto para ir a clases y me quedé solo con un par de pulseritas. Me arreglé el cabello con los dedos para repasar algunos mechones con la plancha. Cuando estuve conforme con el volumen de mi melena me puse los zapatos, unos stilettos color nude que eran fabulosos. Guardé en un pequeño bolso mi billetera en compañía de mi teléfono. Me miré en el espejo dando la vuelta, la falda se me subía un poquito por la curva de mi trasero; pero le resté importancia.
Tomé un suéter blanco por si me daba frío y salí a la sala en donde Nat conversaba con Claudia sobre la universidad. Tosí para llamar su atención y di una vuelta para que me mirarán.
—Oh, por Dios, te ves flaw-less! —soltó Nat y se puso de pie para acercarse a mí que le sonreí emocionada, pues esa era la reacción que quería.
—¿Y para dónde vas así, mujer? Estás de paro cardiaco, que me vuelvo lesbiana —dijo Claudia.
—Por ahí —contesté encogiéndome de hombros y justo en ese momento, noté como mi teléfono vibraba en mi bolso.
«Estoy cerca, ya puedes ir bajando».
—Beyoncé, estás fabulosa. —Sonreí de nuevo—. Mucho cuidado, recuerda lo que hablamos —insistió Nat.
—Sí, tranquila, hoy resuelvo esa duda.
—Cualquier problema me llamas, ya lo sabes, te busco en dónde sea, a la hora que sea.
—Dale, Lechuguita, Te amu. Chau, Clau —dije despidiéndome y abrí la puerta de mi apartamento.
Vi la camioneta estacionarse frente a la entrada de mi edificio y caminé con paso seguro en su dirección. Abrí la puerta y encontré a Diego boquiabierto. Tomé asiento, mientras fingía que no había novedad alguna. Me puse el cinturón y me giré hacia él para darle un piquito que él, como siempre, capturó para alargarlo en un beso húmedo y caliente.
—Estás demasiado preciosa, demasiado —dijo mirándome con expresión risueña.
—Sí yo sé —contesté presumida solo por fastidiarlo.
—Bap —Rodó los ojos y aquello me causó gracia.
—Pensé que tendríamos una cena informal. Ahora tengo que pensar en un sitio lo suficientemente bueno para llevarte.
—Cualquier lugar está bien.
—No, no, vamos a Piu Bello, es martes, de seguro encontramos mesa, además, es temprano.
—Dale —dije de lo más comedida.
Sentí como su mano ascendía bajo mi falda mientras conducía y solté una risita ante el toque en apariencia inocente. Apreté los muslos para que no pudiera avanzar y él descendió, de lo más obediente, hacia mi rodilla.
Durante el trayecto me contó sobre su día, por lo que le hice muchas preguntas. Quería comenzar a reunir información, para cotejarla luego con la que me dijera cualquier otro día y así poder descubrir si en efecto, tenía una novia por ahí escondida.
También podría haberle interrogado sin rodeos, pero dada su reputación, me resultaba difícil calcular su sinceridad.
—¿Te pasa algo? —preguntó y se llevó mi mano a los labios.
Negué enfática, no quería que notase ninguna disparidad en mi comportamiento en comparación con el de la noche anterior y le sonreí, mientras me recordaba que debía relajarme, porque él no podía darse cuenta de mis sospechas. Además, lucía genuinamente contento de estar conmigo, pues en cada semáforo en rojo me buscaba la boca con apremio, para darme besos entre sonrisas risueñas que me hicieron rogarle al cielo que Natalia estuviese equivocada.
Llegamos a la recepción del restaurante y tal como había predicho Diego, aún había mesas disponibles, pues era temprano. La anfitriona nos dijo que esperáramos unos segundos y él me abrazó, haciéndome disfrutar de la calidez de sus manos que descendían en movimientos sutiles por mi espalda. Encontraba muy placentero la forma en que sus brazos envolvían con naturalidad los contornos de mi cuerpo, así como la familiaridad y la calma que sentía cuando le tenía tan cerca, para disfrutar de su delicioso aroma.
—Hueles rico —le susurré al oído, antes de darle un besito en el cuello.
—Tú también —respondió e imitó mi gesto.
—Pasen por aquí —dijo el mesero que nos acompañaría a nuestra mesa, pues la anfitriona parecía estar algo ocupada.
Diego entrelazó sus dedos con los míos, para ayudarme a bajar los dos escalones que precedían el comedor. Supuse que lo había hecho por precaución, para que no resbalara, pues el piso de mármol lucía brillante.
Las mesas estaban dispuestas en varios ambientes y al parecer, nos guiaban a las que poseían vista a un bonito jardín que tenía el restaurante en donde había más mesas al aire libre. Me encontraba mirando los manteles de lino y la cubertería dispuesta sobre cada una, cuando noté la presencia de ¡el puto decano de ingeniera de la universidad! Estaba en compañía de otros profesores de la facultad, quienes se disponían a tomar asiento en ese preciso instante.
Solté la mano de Diego con rapidez y miré hacia el lado opuesto, mientras pensaba: «esto es la muerte». Tomé otra ruta a la que indicaba nuestro mesero y escuché a mi profesor de generación de potencias preguntarme a dónde iba. Dos segundos después, alguien lo llamó.
—¡Diego! —Reconocí la voz de la profesora Karina a mis espaldas.
Seguí caminando como si nada y pretendí que Diego no era mi acompañante. El cabello me tapaba el lateral del rostro, por lo que guardé la calma y me dije que era poco probable que me reconocieran.
—¿Señorita? —me habló el mesero, un momento después, al percatarse que no lo seguía.
—Disculpe, mi compañero está ocupado, iré a esperarlo a la barra —El hombre asintió e insistió en acompañarme hasta ahí.
La barra se encontraba en un extremo lateral del restaurante, bastante lejos de la mesa de los profesores. Seleccioné una de las sillas altas con la mejor ubicación, había una columna en medio que impedía que ellos pudieran verme, pero yo si podría ver a Diego.
Insistí en calmarme al pensar que, vestida así y con el cabello suelto era improbable que me reconocieran, además de que había girado el rostro con rapidez, para salir de su campo de visión. Ahí sentada, me camuflaba con el resto de los comensales.
—Buenas noches, ¿qué le gustaría tomar, señorita? —preguntó un barman entrado en años.
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