Diecinueve, parte dos

Me tomó por el hombro e hizo presión hasta hacerme caer acostada por completo en la cama. Sus manos se posicionaron a los lados de mi rostro a la vez que su cuerpo se acomodaba sobre el mío sin tocarlo. Me miró y noté como me escudriñaba, como intentaba leerme la mente, pero fui incapaz de hablar, me sentía temblorosa. Era como si hubiese entrado en una especie de parálisis deliciosa. Demasiadas órdenes ejecutándose al mismo tiempo en mi cerebro. Innumerables pensamientos tiñéndolo todo de un deseo exacerbado.

Noté como su rodilla derecha se situaba entre las mías que estaban juntas. Con soltura empujo una y después la otra, para hacer espacio. Luego se dejó caer sobre mi cuerpo y me tomó desprevenida sentir como encajaba duro contra mí. No pude hacer más que jadear de forma gutural y de inmediato noté que le gustaba escucharme así.

Su mano derecha me recorrió la pantorrilla con suavidad hasta acoplarse con mi corva, para levantarme la pierna y colocarla alrededor de su cadera. Repitió el mismo movimiento con mi otra pierna y mis talones se posicionaron en la curva de su trasero. Luego se movió, para acomodarse y el roce de su sexo contra el mío me hizo vibrar de una manera desconocida. Se sentía muy diferente a cuando me sentaba en sus piernas. En esa posición lo adivinaba todo, estaba durísimo.

Me tomó un par de segundos asimilar que él no tenía intención alguna de remitir sus delicados movimientos oscilantes sobre mí, que me hicieron entender cómo sería si llegáramos a más.

Inhalé profundo, a la vez que trataba de acostumbrarme al peso de su cuerpo encima del mío, pues él era un poco robusto. Diego me miró de una manera tan intensa que me hizo temblar y justo cuando pensé que iba a besarme, enterró el rostro en mi cuello, para llenarme de besos. Él decía que cuando me sentaba en sus piernas era su punto de ignición, pues en ese momento, para mí, él lo fue.

Mis dedos se enredaron en su cabello y lo obligué a encararme, para poder comerle la boca con intensidad, con desesperación. Él fue dócil, me dejó besarlo como se me antojaba. Le mordisqueé mucho los labios y le succioné la lengua, como él hacía conmigo a veces.

Empecé a deshacerme entre sus caricias que se iban volviendo más osadas, más suntuosas. Sus dedos, caprichosos e inmoderados, se escurrieron bajo mi falda, rozando todo a su paso. Mis muslos, mis caderas, hasta que finalmente se detuvieron en mis glúteos, que apretaron con fuerza, para atraerme contra su pelvis.

Jadeé una y otra vez, sin decoro, al sentir los efectos de la atracción vertiginosa que lograba que nuestros cuerpos se entendieran tan bien. El roce licencioso de su miembro sobre mi sexo se perpetuó a un ritmo decadente y ante la intensidad del deseo que bullía en mí, llevé mis manos a su pecho, para desabotonarle el resto de los botones y sacarle, con impaciencia, la camisa de los pantalones.

Piel, yo solo quería su piel.

Diego llevó la mano a su espalda y se quitó la camisa en un movimiento rápido, como si no pudiese permitirse o permitirme respirar un segundo, no había tiempo para nada más que besarnos. Muchos, muchos besos y roces perpetuos que me hicieron arder, deshaciéndome entre sus manos.

Su boca se deslizó a mis clavículas y me hizo gemir. Era como si no pudiese hacer más que eso. Mi piel se había vuelto hipersensible. Mi coño crepitaba enardecido con contracciones profundas que se me repartían por el cuerpo en pronunciadas olas de placer.

Mis manos encontraron, instintivamente, acomodo en su espalda de piel dorada, aferrándolo a mí con fuerza. Me gustaba esa tónica de necesidad epidérmica apabullante de resbalar el uno sobre el otro, de tenerlo encima a medio vestir. De sentirlo moviéndose contra mí presuroso. Aquello era como una danza y comenzaba a amar cada paso de baile.

—Mmm, joder —dije en un momento en que sus caderas impactaron con ímpetu entre mis muslos.

Mis tobillos se juntaron, para hacer nuestra unión mucho más apretada. Era mi forma de decirle que me gustaba sentirlo ahí, justo entre las piernas, duro, excitado, jadeante. Por un momento abrió los ojos y nos miramos. El semblante de Diego mutaba cuando se calentaba, se le veía salvaje, lujurioso, pero también, extrañamente, tierno. Me lo decían sus besos y la forma en que sus manos parecían apretar mis caderas, para controlarse y no seguir.

Mis dedos se enrollaron en su cabello de nuevo, jalándolo de a poco, para obligarlo a que no cesase de besarme o de moverse encima de mí, pretendiendo aquella cópula inexistente a razón de nuestra ropa, en donde su miembro comenzaba a rozarme en el punto exacto. Al igual que en esa ocasión en su camioneta, sentía que solo tenía que tocarme un par de veces y me correría de gusto.

La tónica de masoquismo persistía. Me encantaba esa desbordante postergación del placer. Me dejaba envolver en la deliciosa sensualidad que emanaba de cada lamida que ese hombre me daba ahí, en ese lugarcito de mis clavículas que me hacía perder el raciocinio.

Los minutos transcurrieron sin que me cansase en lo más mínimo de sentirlo, de besarlo, de saborear su saliva con un dejo de dulce de leche. Ardía de ganas y comenzaba a invadirme una urgencia de más. Mucho más.

El placer que me trepaba por el cuerpo me hizo apretar más los muslos contra sus caderas y arquearme de forma natural en busca del acople, mientras Diego seguía resbalando con insistencia sobre mí. Sus movimientos se volvieron más y más violentos, él tenía demasiada fuerza y hasta cierto punto me costaba resistir su embate, no obstante, no me quejé ni una sola vez. Aquello era una tortura deliciosa a la que yo me entregaba complacida de que se perpetuara todo el tiempo que fuera posible.

De repente, de la nada, me bajó la falda del vestido que se me había subido por nuestros movimientos y se echó a un lado en la cama. Me dejó desconcertada ante tal acción y con un sentimiento de vacío entre las piernas, solo porque sabía que él tenía como colmarlo.

Lo vi llevarse la mano a la entrepierna para arreglarse con rapidez la erección, aunque no había manera de disimular eso. Su pecho desnudo subía y bajaba, brillante por una delgada capa de sudor producto de la fricción de nuestros cuerpos, del ardor que generaba el roce de su sexo sobre el mío.

Lo estudié, enmudecida, desde mi rincón en la cama, sin cerrar las piernas, pues quería que entendiera que podía volver a estar entre ellas cuando le placiera. Miré su rostro desencajado, contorsionado, el ceño fruncido, los párpados cerrados, los labios húmedos que se secaban con rapidez por las ráfagas de su respiración entrecortada. El pecho enrojecido, el abdomen terso, ligeramente marcado y la entrepierna dura. La tela de esos pantalones dejaba poco a la imaginación.

—¿Qué pasa? —dije acercándome.

—Necesito un minuto... Para tranquilizarme —contestó con la voz ronca por la excitación.

Me incorporé en la cama, apoyándome sobre mi codo. Él abrió los ojos. No podía negar que la situación que en un principio había cortado el sentimiento de intimidad que nos recubría, luego se me hizo estimulante. Él, echado a un lado por necesitar tomarse un segundo para recobrar la cordura, porque yo lo alteraba demasiado, era una caricia para mi ego.

—Mmm ¿tanto te gusta besarme? —pregunté lúbrica y osada.

Aproveché que su cuerpo estaba un poco ladeado hacia la izquierda, lo que me permitía acceso a parte de su hombro y nuca, para besarlo justo ahí. Él jadeó en respuesta cuando pasé la lengua por la curva de su cuello y eso me encendió más.

—Sabes que sí —contestó con la respiración entrecortada.

Lo tomé por el hombro, para obligarlo a acostarse por completo y me incorporé sentándome sobre él.

—Aquí ¿cierto? —dije buscando acomodo—, tú dices que yo voy aquí.

Me deslicé flexuosa encima de su erección con suaves movimientos oscilatorios y Diego asintió con los ojos a media asta. Él también era masoquista. Seguí así y él estiró los brazos hacia mí, para tocarme el muslo derecho con una mano y alcanzarme el pecho con la otra. Jadeé en respuesta, el roce se sentía bien, muy bien.

Luego, corrí las caderas hacia atrás en busca de espacio y me agaché, para depositar un beso en su abdomen bajo, cerca de la pretina de sus pantalones, en donde se adivinaba el contorno de su miembro endurecido. Ascendí bordeándole el ombligo. Le recorrí toda la extensión del torso con besos húmedos sustanciosos. Lamidas raudas que lo hacían respirar estentóreo. Me gustaba la sensación de sus formas y recovecos contra mis labios, el sabor de su piel que despertaba mis papilas gustativas.

Al llegar a su pectoral, pasé la lengua con insistencia sobre la superficie y después, succioné con fuerza. Diego gimió guturalmente en un bramido que subió de decibeles cuando mis dientes se hundieron en su carne.

Le dejé una marca rojiza con la forma de mis labios. Él miró hacia abajo, como sí analizase lo sucedido y luego, me encaró. Por la expresión de su rostro, tuve la impresión de que aquello lo había calentado.

Arrastré de nuevo la boca sobre su pectoral, cerca de su pezón y volví a lamerlo con insistencia, a succionarle la piel. Lo noté moverse, miré hacia arriba y vi cómo había echado la cabeza hacia atrás, dejando expuesto toda la curva de su cuello, mientras gemía deliciosamente. Joder, lo estaba disfrutando.

Continué torturándolo así un poco más, hasta hacerle una marca más profunda que la anterior. No se quejó, no dijo nada, cuestión que me descomprimió el pecho y me llenó de dicha al espantar las insinuaciones de mi mejor amiga.

Me moví sinuosa hasta encajar de nuevo sobre su erección. Luego, tomé sus manos y las acomodé en mis caderas. Mientras le besaba las clavículas, mis pechos se pegaban a sus pectorales, deslizándose encima de estos, entretanto hundía los dedos en su cabello, para forzarlo a echar el rostro a un lado en busca del espacio necesario para lamerle el cuello a placer.

Le mordisqueé el lóbulo de la oreja y lo llené de besos a mi antojo. Me gustaba sentir la vibración de sus gemidos en su garganta, mientras la recorría con mi lengua.

Noté como sus dedos entraban a hurtadillas bajo mi falda, clavándose sobre la piel de mis glúteos. Jadeé cuando me apretó con fuerza. Le dejé hacer y me dediqué a embadurnarlo con lametones lacónicos que iban desde su pecho hasta su barbilla. La respiración de Diego retumbaba en mis oídos y en mi piel, con soplos de vaho tibio que se sucedían muy rápido. Estaba tembloroso, por completo agitado.

Su agarre se volvió más férreo en mis caderas, demasiado fuerte, parecía intentar detener el movimiento que estas perpetuaban al balancearse, haciendo que nuestros sexos se rozaran sin reparo alguno.

—Me haces daño —me quejé—. Tus dedos... Me estás apretando demasiado.

—Para, Máxima, para, por favor.

Me erguí de inmediato y lo miré.

—¿Qué pasa? ¿No quieres que te bese?

—Si quiero, pero ya no te muevas, vas a hacer que me corra como un estúpido adolescente en mis pantalones —dijo excitado, pero con un dejo de vergüenza.

A mí aquella declaración en vez de desalentarme me dio ganas de más.

—¿Y qué tendría de malo que te corrieras por lo que te hago? —Me miró enmudecido, estaba tan sonrojado que se veía hermoso—. Yo no quiero parar de besarte —dije con tonito de seducción, mientras lo miraba a los ojos—. Quiero seguir besándote. —Mis labios rozaron los suyos al hablar—. Besarte más... Y más.

Diego no se resistió y me besó y yo le correspondí con hambre con absoluta premeditación de enloquecerlo, entretanto mi sexo se apretaba más contra su erección, moviéndose con vigor. Me sentía húmeda, caliente, excitadísima.

Busqué sus manos bajo mi vestido y las posicioné a los lados de su cabeza. Entrelacé mis dedos con los suyos y los sostuve ahí, mientras me movía ondulante contra él. Coloqué de nuevo mi boca en su cuello y él volvió a gemir de una manera tan deliciosa que me dio cuerda para continuar.

—Máxima... Carajo... Máxima... Por favor —rogó excitado y trató de moverse, aunque no con demasiado ímpetu.

—Quieto —dije y seguí con aquel juego del que aún no comprendía su trascendencia.

—Max —jadeó e intentó incorporarse—. Vas a hacer que me corra... Es en serio... —La punta de su nariz rozó la mía y me sostuvo la mirada—. Si sigues, me voy a correr... —advirtió sin resuello alterado—. Mejor para.

—¿Por qué? Yo quiero que te corras —contesté agitada moviéndome con más apremio.

—¿Así?

Solté un jadeo.

—Sí.

—Carajo... —dijo en un hilo de voz a la vez que dejaba caer la cabeza contra la almohada como si se hubiese dado por vencido.

No tardé en buscarle la boca y él me besó de vuelta.

Le mordí los labios.

Rocé mi sexo sobre el suyo con perseverancia para estimularlo, porque se sentía tan, pero tan bien.

Jadeé lujuriosa en su oído, porque yo también me sentía al borde. Verlo tan desesperado, me tenía mal.

Mis rodillas se enterraron con fuerza en el colchón e insistí en inmovilizarlo al sostenerle las manos. Me encantaba notarlo tan dócil y ensimismado en el placer con la respiración entrecortada, recibiendo los besos que le propinaba con desesperada exaltación.

De repente, Diego gruñó y alzó el rostro. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta, el ceño fruncido. Se veía hermoso. Enterró la cara en mi escote e inhaló con fuerza como si se hubiese quedado sin aire y necesitase recuperarlo.

Segundos después, dejó caer la cabeza contra la almohada de nuevo. Le miré conmocionada y aunque estaba excitadísima, dejé de moverme. ¿Se había corrido? Su pecho agitado se había enrojecido más y portaba dos marcas en el pectoral. Abrió los ojos, lucían brillantes, muy grises. Se me antojó más así con el semblante entremezclado de confusión y éxtasis, mientras jadeaba despeinado.

Tras medio minuto, se separó de mi agarre con suma facilidad. Se tapó el rostro con la mano y después tiró de su cabello en un gesto de exasperación.

—Debiste detenerte —dijo en un tono serio que me descolocó. Se irguió y se sentó conmigo aún encima. Luego, me tomó por la nuca con firmeza, para que lo encarara y aquello hizo que un escalofrío me recorriera la espalda—. ¿Por qué eres tan desobediente?

Me mordí el labio y no le contesté. Segundos después me incliné para besarlo y él me esquivó, lo que me dejó perpleja.

Echó la cabeza hacia atrás y me miró serio. Quise hablar, pero no llegué a hacerlo, él me lamió la boca como siempre hacía y luego, me besó voraz, mientras me apretaba contra sí con fuerza.

—Eres malvada... Demasiado malvada... —Me miró severo—. Si un hombre le hace eso a una mujer lo acusan de abuso.

Le estudié el rostro, algo en él no me permitía saber si hablaba en serio, sobre todo, porque su boca se arrastró por mi mandíbula hacia mi cuello.

—No fue abuso, tú querías —respondí con la respiración entrecortada—. Me correspondiste cada beso y bien pudiste echarme a un lado. ¡Te acabas de liberar de mi agarre con suma facilidad!

—Te dije que pararas dos veces —explicó con la voz ronca.

—¿Es en serio esto? —pregunté confundida—. ¿Estuvo mal? Ay, no quise... Pero... Pudiste detenerme —dije un poco asustada de haber hecho algo mal.

—Me paralicé, no pude. —Alzó una ceja y me pareció que en definitiva estaba jugando.

—¿Estás hablando en serio? ¿O estás bromeando? —No me contestó—. Dime, porque lo que menos deseo es hacerte algo que no quieras.

Me echó a un lado y aquello me tomó desprevenida. Se abrazó a mí, encajando su pecho contra mi espalda y lo escuché soltar una maldición.

—Sí quería, pero me daba vergüenza correrme así, como un adolescente hormonal en mis pantalones.

Respiré aliviada.

—¿Entonces para qué pretendes que no? —Giré a mirarlo sobre mi hombro, pero apenas pude ver el contorno de su rostro.

Suspiró y enterró la nariz en mi cabello.

—Ya te dije —negó con la cabeza—. Es vergonzoso. —Cuando dijo eso volví a girarme para mirarlo, no entendía porque decía eso—. Quedar así de expuesto y que te des cuenta de lo poco que tienes que hacerme... De que te deseo tanto que me corro así, sin poder evitarlo.

Su confesión me sorprendió y me dibujó una sonrisita en los labios.

—¿Tú te corriste?

—No... Estaba cerca, pero me interrumpiste.

—Ughs —gruñó afectado y yo me reí un poquito—. Esto es demasiado penoso, yo me corrí así y tú no... De verdad, suelo tener más autocontrol.

—No pasa nada —dije para restarle importancia, porque a una parte de mí le encantaba saber que había tenido ese efecto en él, no esperaba que pudiese correrse así, por solo estar frotándonos—. No le veo nada de vergonzoso, solo pasó y ya.

Noté su mano en mi abdomen, me atrajo más contra sí y me echó el cabello a un lado, para besarme el cuello de manera deliciosa.

—Yo también puedo hacer que te corras —expresó a mi oído con voz seductora—. Pero tendrías que pedirlo, Máxima.

Su mano se escurrió dentro de mi falda y se deslizó hacia arriba, por el costado de mi muslo, en dirección a mi cadera. Sentí su aliento caliente en mi nuca, sin embargo, no conseguí hablar, mi respiración se aceleró sin remedio.

Me giré hacia él, la luz tenue de la lámpara lo hacía lucir hermoso. Le coloqué la mano en el pecho tibio, me encantaba tocarlo. Le busqué la boca y él me besó presuroso a la vez que me abría los labios e introducía su lengua entre ellos con delicioso arrebato.

Lo atraje por la mejilla hacia mí, ansiosa por su cercanía. Su mano se deslizó por mi espalda, por mi costado, hasta alcanzarme un pecho que apretó con la firmeza exacta. Jadeé en respuesta, en medio de nuestro beso y lo atraje más hacia mí, lo quería encima.

—Ven... —Lo jalé por el hombro y él entendió de inmediato lo que deseaba.

Se escurrió entre mis piernas, mientras yo le comía la boca. Mis manos se arrastraron por su espalda con desespero, era como si quisiera abrirle surcos a su piel.

—Déjame tocarte.

Jadeé al escucharlo hablar. Necesitaba correrme, lo necesitaba más que nada, mi respiración se lo decía, resonaba en toda la habitación.

De repente, volvió a echarse a un lado y estuve a punto de quejarme, pero él no se fue lejos. Me besó el cuello a la vez que posaba la mano abierta sobre mi vientre bajo y solo eso le bastó para hacerme gemir. Comenzó a deslizarla, despacio, hacia abajo, logrando que mi respiración fuese más irregular si aquello era posible.

—Tienes que pedirlo —dijo a mi oído—. Quiero tu permiso.

—Joder, Diego, ¡tú eres el malvado!

—¿Yo? Fuiste tú la que se aprovechó de mí —expresó con cierto tonito de jugueteo.

—Y a ti te encantó cada segundo —contesté girándome hacia él para encararlo—. Es más, si pudiéramos retroceder unos minutos atrás, dejarías que lo volviera hacer. Estoy segura de que incluso, rogarías por más.

Me miró perplejo por un momento y me pareció ver un destello en sus ojos cuando los entrecerró. Luego, levantó una de las comisuras de sus labios, se veía canalla y libidinoso.

—Dime que te molestó a ver si te creo —insistí.

No me respondió, solo se acercó y me lamió los labios como siempre hacía.

—Tienes que pedirlo —reiteró y supe que le encantaba lo que estaba sucediendo.

—Hazlo —dije sin poder resistir más la ansiedad de encontrar alivio a la excitación que pulsaba en mi cuerpo.

—¿Qué haga qué? —preguntó fingiendo no entender qué le estaba pidiendo.

¿Él muy descarado me iba a hacer decirlo?

—¡Tócame!

Diego ignoró el apremio que me vibraba en la voz y decidió torturarme. Me besó con desesperante suavidad, para dejarme al borde de un exuberante deseo que no estaba siendo aplacado de forma eficaz, si no a medias, al darme solo una probadita para que mi necesidad por sentirlo creciera.

Arrastró los dedos por la parte superior de mis muslos y levantó mi falda despacio. Aquel toque en apariencia insignificante me repartió un escalofrío que me subió por la ingle hasta conectar con mi sexo. Se paseó por toda mi piel con un roce suave hasta que, finalmente, se deslizó por mi vientre.

Jadeé acalorada al sentirlo cerca y él me tocó por encima de la ropa interior, tal vez ponderando mi deseo, no sabría decirlo, solo sé que lo escuché respirar acelerado cuando gemí en respuesta.

—Carajo, Max —soltó mientras pasaba su dedo sobre la tela húmeda, justo, en medio de mis labios y yo volví a gemir sin remedio a la vez que cerraba los párpados—. Mírame.

Lo hice y sus ojos permanecieron fijos en los míos, era como si no quisiese perder detalle de mi expresión, entretanto sus dedos se arrastraban hacia el borde de mi ropa interior. Pareció estudiarme, un par de segundos, y luego, noté cómo sus dedos se escurrían dentro de la prenda.

Mis labios se abrieron cuando, al fin, sus yemas se deslizaron sobre mi sexo caliente, para proveerme una mezcla de alivio y placer. Gemí sin remedio y él se mostró complacido de mi reacción.

Se acercó para darme un beso que no conseguí responder, estaba demasiado ocupada sintiendo como sus dedos resbalaban por toda la superficie de mis labios con una lentitud devastadora.

—¿Estabas así de húmeda el sábado pasado? ¿Por eso me mojaste los pantalones?

Asentí y él me miró de una forma que hizo que una sensación caliente se me asentara más profundamente en el cuerpo. Era obvio que le complacía saber que me ponía así de mal.

Él continuó acariciándome de forma pausada hasta que un dedo se deslizó entre mis labios y noté cómo tentaba mi entrada. Aquello me tensó y él pareció entenderlo de inmediato, porque retrocedió.

Luego, recorrió mis pliegues con un roce mesurado que repartió ondas de placer que me hicieron jadear, ronroneando como un gatito. Su toque era muy distinto al mío, sus dedos eran largos, muy gruesos, la presión que hacían era mayor a la que acostumbraba a darme a mí misma, por lo que todo se sentía mucho más intenso.

Cuando presionó mi clítoris, mi cuerpo se arqueó en reflejo, mientras yo jadeaba sin resuello. Sus dedos tomaron posición y comenzaron a acariciarlo con insistencia, torturándome.

—Así no... —dije en un hilo de voz—. Así no...

—¿No? —preguntó al detenerse y pude recobrar el aliento.

—No... No puedes tocarme así... Así tan... —No encontraba las palabras, estaba aturdida.

Enséñame entonces, Máxima —susurró a mi oído con ese tonito que me calentaba.

Su rostro se encontraba cerca del mío, no dejaba de estudiarme.

—Coloca los dedos más arriba... No puedes tocarme directamente, porque soy muy sensible, me haces daño.

—¿Aquí? —preguntó tras arrastrar los dedos hacia arriba y noté como buscaba confirmación en la expresión de mi rostro.

—Un poco más —aclaré con la voz entrecortada.

—¿Aquí?

—Sí —dije cuando sus dedos se posicionaron un poco más arriba del clítoris—. Si me tocas directamente es demasiado...

Diego me besó, mientras me rozaba con una oscilación que me alteraba todo el cuerpo. Me sentía húmeda e increíblemente caliente. Traté de mantener cierta compostura, pero era inútil, me deshacía ante sus caricias.

Tras esas pocas indicaciones, él pareció entender el ángulo, la forma, el ritmo que necesitaba, era muy intuitivo.

Su toque era sustancialmente más delicioso que el mío, por la simple y sencilla razón de que iba acompañado de su presencia y de su aroma que me volvía loca. Sus besos lo potenciaban todo, así como el sonido de su respiración ruidosa.

Se irguió un poco, acomodándose mejor a mi lado y se dedicó a besarme el cuello, el escote, para enloquecerme, sin parar de mover sus dedos ahí en donde tanto lo necesitaba.

—¿Te gusta así? —preguntó y alzó el rostro para mirarme y yo asentí sin más. Diego tenía los ojos turbios por el deseo, se veía sexy con el pelo despeinado—. Sabes... Lo hago mejor con la lengua —agregó en tono insinuante.

—Eh... —dije sintiendo que eso era demasiado.

—¿No te gustaría sentir la punta de mi lengua aquí? —presionó sus dedos con más ahínco entre mis pliegues haciéndome jadear, estaba muy cerca de correrme—, ¿o aquí? —agregó tras arrastrar los dedos hacia abajo, a la entrada de mi sexo, lo que cortó el efecto.

—Joder, ¿quién te dijo que me dejaras de tocar como te expliqué? —respondí tan alterada, debido a que había interrumpido el momento, que mi pregunta sonó como un regaño.

Él entrecerró los párpados, apretando el ceño y me miró anonadado por mi reacción.

—Lo siento —su voz sonó muy ronca.

Diego no tardó en ser obediente. Subió de nuevo los dedos a ese punto que me volvía loca y el roce me hizo poner los ojos en blanco, resoplando descontrolada.

—Así, tócame así —rogué aniquilada entre gemidos.

Él recuperó el ritmo con rapidez, mientras lo tomaba del cabello para besarlo enfervorecida. Mis uñas le rasguñaban la espalda y eso pareció excitarlo muchísimo. Turbada y enloquecida, no pude hacer más que jadear sin control cuando noté como el placer comenzaba a agolparse entre mis piernas. Mi sexo empezó a contraerse sin cesar al ritmo de los latidos desaforados de mi corazón.

Diego se separó un poco de mí y con su mano libre jaló con suavidad el bretel de mi vestido. Este no cedió demasiado, aunque sí lo suficiente para tener una mayor porción de mi escote. Luego se dedicó a lamerme con esmero, a succionar con fuerza la piel y mordisquearla para imitar lo que yo le había hecho. Aquello me produjo un escozor que nunca había sentido, una auténtica sensación decadente de placer doloroso.

Ardí en una combustión súbita y vibrante que me recorrió el cuerpo repartiéndose por cada una de mis extremidades y que me hizo arquear la espalda, las piernas, los pies. Grité aferrándome a él, lujuriosa, mientras disfrutaba del hervor que recorría la sangre de mis venas y de las contracciones de mi sexo.

Gracias al cielo me había corrido, pues, por un momento, me había encontrado en un punto delicado en el que estuve a nada de rogarle para que siguiera, para que me arrancara la ropa y continuara y me hiciera lo que le diera la gana.

Le miré estupefacta tras el éxtasis que me entumeció por completo. Sentí como sus dedos me abandonaron y se deslizaron por mi muslo dejando un rastro húmedo. ¿Me encontraba tan empapada acaso?

Diego se escurrió entre mis piernas, parecía estar listo para más. Lo sentí duro, empujando contra mi sexo y yo no pude hacer más que gemir. Luego me besó, pero yo no conseguí corresponderle como era debido.

Le besé descoordinada en un vano intento de ser reciproca a sus ganas, no obstante, me resultó muy difícil, pues el orgasmo seguía disolviéndose en mi cuerpo.

Me acarició el rostro con dulzura y la tónica de sus besos no tardó en cambiar a una más tierna, cariñosa. ¿Acaso había comprendido que no podía más?

—Tu cara cuando te corres... —dijo con una ternura muy sensual—. Eres preciosa, Max.

Se tumbó a mi lado y acomodó mi cabeza entre su hombro y su pecho que subía y bajaba alterado. El corazón le latía deprisa. Posé la palma sobre su pectoral, para recorrer con los dedos las dos marquitas que le había hecho y disfrutar de la humedad de su piel. Ambos habíamos sudado, estábamos acalorados y al menos yo estaba, increíblemente, satisfecha. Cerré los párpados sintiéndome relajada, laxa.

Rato después, lo escuché decir que iba a darse una ducha. Abrí los ojos y recibí el besito que depositó en mis labios. Él me arropó con su mullido edredón que olía de maravilla y yo me aferré a este pues había capturado su deliciosa fragancia.

—Te haces bolita como un gato. —Ronroneé como uno en juego y él rio—. Descansa, Gatita —dijo antes de irse y yo cerré los ojos sintiéndome complacida. 

Comenten, es justo y necesario.  

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