Cuatro, primera parte.

Me lamí los labios despacio, gesto que, tras hacerlo, analicé que pudo haberse visto como seductor, pero no era el caso. Solo lo hice para ganar tiempo, incluso para disimular mi nerviosismo y pensar en mi respuesta.

—Su padre es rico.

—No me la imaginaba clasista, señorita Mercier.

El profesor subió un escalón más y posicionó su mano a milímetros de la mía en el pasamanos. Solo nos separa un peldaño y algo en mi cabeza me dijo que no se me ocurriera dar un paso atrás, pues mostraría debilidad. Se notaría lo mucho que me intimidaba. Estábamos, inapropiadamente, cerca y por completo a solas, la mayoría de los estudiantes se encontraban en sus salones.

Alcé la vista y noté que me miraba fijamente.

—No lo soy, no me apetece serlo y además, no tengo el dinero necesario para poder serlo, pues le recuerdo, que el clasismo se da es de las clases altas hacia las pobres, no al revés. —Le corregí—. Pero vamos, usted por extensión de su padre es rico. Heredará todo. ¿No debería estar relajándose en un campo de golf, o dejándose masajear en un spa carísimo —«A ver si con la sobada se desestresa y deja de ser tan pedante» pensé—, o en algún club bebiéndose un trago impagable o algo por el estilo?

Me miró serio, alzó una ceja y después sonrió. ¡Joder! Una sonrisa deslumbrante y bellísima. Aquel hombre sonreía ¡estaba vivo! Tenía la dentadura bonita, muy blanca. Y además, había sido una sonrisa espontánea, en toda regla, no como las que daba en clase.

—No me conoce para nada. Sí, mire, podría relajarme con alguna de las actividades que sugiere, pero es más divertido torturar estudiantes.

—¡Lo admite! —dije anonada.

El profesor Roca rio de nuevo. Luego subió el peldaño que faltaba, me tomó por el hombro y tras sortearme, me hizo girar sobre mi propio eje, para que mi cuerpo estuviese en dirección al siguiente piso.

—Se hace tarde para ir a clase. —Subió unos cuantos escalones y tomó la delantera—. Apresúrese, señorita Mercier o no le dejo firmar la lista.

El profesor se topó con un par de chicas que bajaban las escaleras a la vez que conversaban entre sí. Noté cómo lo miraban por un momento, les había gustado. Luego continuaron bajando y yo tuve que echarme a un lado para esquivarlas, lo que me hizo perder impulso. Alcé la vista y me apresuré a subir el resto de los peldaños para alcanzarlo.

—Profesor Roca —lo llamé.

Él se giró hacia mí en el cuarto piso y me miró expectante.

—Dígame, señorita Mercier.

—¿Por qué lo hizo?

Me miró perplejo. Su rostro adquirió un semblante extraño que no supe identificar del todo.

—¿Por qué hice qué? —preguntó con cierta ¿cautela? No era capaz de precisarlo.

En ese momento la puerta frente a él se abrió, iba saliendo de un salón una profesora bajita con su maletín y un montón de carpetas en los brazos. De seguro era del primer periodo de clases y se había quedado en el aula vacía un buen rato.

—Diego. —Lo saludó con dulzura.

Utilicé la distracción para zafarme del momento y me alejé para dejar a ambos profesores atrás. ¿Qué coño estaba haciendo?

La realidad era que, la duda de por qué el profesor había hecho aquello con mi examen de ecuaciones diferenciales era un asunto inconcluso para mí. Aún me preguntaba qué lo había motivado a eso. Lo más sensato sería sacar la materia de generación de potencias y verla el próximo semestre, tenía oportunidad hasta el día siguiente. Nuestra relación era como mínimo tumultuosa, debía sopesar con cuidado qué hacer.

Entré al salón y me senté en una de las mesas. Juan me recibió con simpatía al igual que Miguel que me dedicó un saludo entusiasta. Yo, en cambio, apenas les devolví una sonrisa distraída con un breve hola.

—Tranquila, el profesor por primera vez en la vida está llegando tarde —dijo Juan y estiró sus labios en una de sus sonrisas matadoras.

Clavé la vista en mi mesa. Aún notaba su mano en mi hombro. Había sido un toque ligero, aunque al mismo tiempo, no. Tenía la impresión de que sus dedos habían estado muy separados, como si hubiese querido abarcar toda la extensión de mi hombro, no sabría explicarlo. Me había dado un apretón sutil, para hacerme girar y así poder pasar. Pero todo fue tan rápido que no me dio tiempo a registrar bien lo sucedido.

Segundos después, el profesor entró al salón y me miró de una forma que me dejó helada. Estaba muy serio, aunque con algo más que, de nuevo, no supe comprender.

—Disculpen la tardanza —dijo adusto.

—No se preocupe, profe —contestó Mari la chica bajita de cabello color chocolate.

El profesor abrió su maletín y extrajo su dispositivo de almacenamiento que colocó en la computadora del salón. Bajó, sobre el pizarrón, la pantalla de proyección y apagó un par de luces para comenzar la primera clase.

Explicó una tabla comparativa del consumo mundial de energía por tipo y región, en donde se mostraba el gasto de petróleo, gas natural, carbón, energía nuclear, entre otros. Clasificó los países en industrializados y en desarrollo. Sus gráficas eran bonitas y bien hechas.

Tomé nota de absolutamente todo lo que salía de sus labios. El profesor Roca cuando no estaba fastidiando a estudiantes —bueno, a mí—, era impresionante. Habló de los diferentes tipos de energía, hidráulica, geotérmica, solar, entre otras, así como la potencia global para desarrollar cada una, además de muchos otros detalles.

Se mostró complacido de explicar todo aquello, por lo que pensé en que, tal vez era cierto, tal vez si se desestresaba dando clases.

Juan comenzó a hacer preguntas sobre la factibilidad del desarrollo de energía eólica en nuestro país y Miguel no tardó en secundarlo con un comentario al respecto. El profesor se recreó en aquello, pues incluso se apoyó en el escritorio para estar más cómodo y nos contó de uno de sus viajes al extranjero, donde tuvo la oportunidad de visitar una planta de ese tipo. Contó anécdotas y habló sobre algunas cuestiones que no tomaron en cuenta los ingenieros de dicho proyecto, como la contaminación sónica que generaban los molinos para la población, entre muchos otros detalles que yo apunté también en mi libreta, aunque no tuvieran que ver estrictamente con el contenido del examen.

Aquello era incongruente si analizaba que seguía pensando en sacar la materia.

—Volveremos a todo eso, Juan cuando lleguemos al punto de las centrales empleadas para la generación de potencias —dijo el profesor y seleccionó otra diapositiva, para seguir con su explicación.

La clase continuó desarrollándose y un chico me entregó la lista de asistencia de estudiantes. Busqué mi nombre y escribí mi firma. Luego le toqué el hombro a Juan, que se encontraba sentado delante de mí, para entregársela. Supuse que estaba demasiado ensimismado con la explicación del profesor Roca, porque no tomó la hoja que le ofrecía.

Lo tomé del hombro y lo zarandeé un poco para llamar su atención. Su respuesta fue colocar su gran mano sobre la mía que apretó en un gesto despreocupado, antes de girar el rostro para mirarme.

—¿Qué pasa? —dijo bajito y no tardó en darme una de sus sonrisitas.

—Señorita Mercier, señor Balani, se les recuerda que las demostraciones de afecto dentro de la universidad están prohibidas.

«Eh, ¿qué?», pensé desconcertada.

—Solo estoy llamando a Juan para entregarle la lista, profesor —contesté tajante en tono fastidiado y no pude evitar mirarlo de mala manera.

Todos en el salón giraron a verme. Incluso Juan hizo un movimiento de cabeza que denotaba asombro y por supuesto, la expresión del profesor Roca me indicó que estaba molesto.

A simple vista aquella respuesta parecería exagerada, pero ninguno de mis compañeros podía imaginarse lo que el profesor me había hecho hacía dos semestres atrás.

—Señorita Mercier, le recuerdo que soy su profesor y me debe respeto, quiero hablar con usted cuando termine la clase.

Acto seguido, se dio la vuelta y siguió explicando su presentación sin darme oportunidad de replicar.

Miguel, que se encontraba sentado junto a mí, me miró y frunció el ceño en reproche, lo que logró que se me revolvieran las tripas. Para todos los demás yo era una alumna grosera y él un simple docente que había impartido un correctivo. Ugs, odiaba al profesor Roca. Lo odiaba demasiado.

Tomé mi teléfono dispuesta a comunicarme con Leo, para decirle que por haberle hecho caso, tenía que lidiar con un perfecto imbécil que se creía con derecho a pisotearme, solo porque tenía una posición de poder.

Estaba muy molesta. El profesor había exagerado. ¿Cómo podía llamar a lo sucedido una demostración de afecto? ¡No lo era! Me quedaba claro que el pasatiempo del profesor Roca era fastidiarme la vida, porque podía y porque quería, así como había hecho con mi examen. Era un imbécil que había sacado todo de proporción solo para regañarme.

Sí, las demostraciones de afecto estaban prohibidas entre los alumnos y obviamente con los profesores, pero aquello con Juan había sido una tontería. En los pasillos podía verse a más de un alumno tomado de la mano de otro, o dándose un beso corto, sin que nadie recordase el reglamento.

Me quedé inmóvil, con el teléfono en las manos. Tras abrir el chat de Leo recordé que lo nuestro se encontraba en un raro momento después de que el muy imbécil, me hubiese ignorado la noche anterior al dejarme en visto.

«¿Acaso estoy rodeada de hombres estúpidos o qué?» pensé, mientras notaba como la molestia crecía en mi interior.

Lo ocurrido me tenía la vida podrida y de muy mal humor. No estaba acostumbrada a que un tipo me tratara así, quería insultarlo, pero ¿con qué derecho? Solo éramos amigos y aunque, como su amiga, podía quejarme de que me ignorara, el problema era que, mi último mensaje no iba sobre cualquier tontería a la que se le pudiese restar importancia por una respuesta extemporánea.

Sentí un toquecito en mi rodilla, era una notita de Juan. La tomé y la leí.

«El profesor Roca puede ser un completo imbécil a veces».

«¿A veces?» —contesté sarcástica y se la pasé de regreso.

«¿Le pedirás disculpas? Agrégame a Whatsapp».

Agendé en mi teléfono el número que estaba en la nota y me agaché para teclear un mensaje.

«Te puedo escribir una lista de actividades que prefiero hacer antes de pedirle disculpas:

-Viajar en avión en clase económica y que mi asiento esté entre dos madres con bebés llorones con ataques de vómito.

-Sentarme en el primer puesto frente al profesor Ramírez que, por si no sabes, escupe siempre mientras explica la clase.

-Raparme todo el pelo.

-Morirme».

«Qué exagerada, dile que lo sientes y ya. Lleva la fiesta en paz».

¿Llevar la fiesta en paz? Otro más que no se daba cuenta de que el profesor Roca era un imbécil en toda norma. Escuché a Miguel carraspear, pero lo ignoré porque estaba muy distraída dejando la rabia fluir, mientras que escribía un extenso mensaje para explicarle a Juan, el motivo de mi odio.

—Señorita Mercier.

El sonido de su voz me hizo enderezar la espalda en mi asiento de golpe y tuve que alzar la cabeza para mirarlo. El profesor Roca tenía el ceño fruncido y una ceja levantada.

—El uso de los teléfonos celulares está prohibido dentro de los salones, durante el periodo de clases.

Abrí la boca para disculparme, pero volvió a darme la espalda, por lo que no pude hacerlo. Por aquello sí debía pedir disculpas y el que no lo hubiese permitido solo me hacía quedar peor delante de mis compañeros. Quería tomar mi bolso y largarme, no obstante, eso podía empeorar la situación. No iba a darle en bandeja de plata al profesor la posibilidad de conseguir que la universidad me diese una sanción disciplinaria.

Apreté los puños muerta de la rabia.

El profesor volvió a la diapositiva y tras hablar una hora más, nos pidió investigar algunos puntos para la próxima clase. Decidí que no escribiría nada, porque al día siguiente iría directo a sacar aquella puta materia de mierda. Prefería hacer un semestre más...

Lo miré de mala gana y me crucé de brazos. Al profesor pareció tenerlo sin cuidado mi actitud.

Mi teléfono vibró con un mensaje de Juan.

«Lo siento, no debí escribirte»

Y otro de mi amiga Brenda:

«¿Quieres ir a comer helado? Estoy abajo esperándote».

Joder... No me quería graduar sola. Suspiré derrotada.

El profesor dio por terminada la clase. Luego tomó asiento y comenzó a guardar sus pertenecías en su maletín. Mari se acercó a él a preguntarle algo que este respondió en tono cortante, lo que me hizo entender que lo que me esperaba, no era nada bueno. Juan y Miguel se despidieron de forma distante.

Me di a la tarea de empacar mi libreta y el resto de mis pertenencias para hacer tiempo de que salieran todos los estudiantes. Si me iba a dar un regaño, prefería que nadie más lo escuchase. Cuando al fin estuvimos solos, caminé hasta el escritorio del imbécil.

—Usted dirá, profesor Roca —dije adusta.

Junté las manos y entrelacé mis dedos, para fingirme impasible. Él se puso de pie y se situó imponente frente a mí.

—¿Por qué hice qué?

Confundida por su pregunta, alcé la vista hacia su rostro. ¿Estaba retomando nuestra conversación inconclusa en las escaleras? ¿Para qué hacía eso? Decidí ignorarlo.

—Disculpe por usar el teléfono durante la clase.

—¿Por qué hice qué? —insistió y dio un paso al frente, lo que acortó el espacio entre nosotros.

Mi pulso pareció bailar en mi cuello, mientras una rara sensación me recorría el cuerpo. Este tipo me ponía eléctrica, rabiosa y con ganas de arrancarle de tajo la cabeza por ser tan idiota.

—¿Por qué hizo eso con mi examen? Usted sabía que los ejercicios estaban bien y que yo sería incapaz de borrar el contenido de la hoja y escribir otros como insinuó.

Su cara mutó. Tras desfruncir las cejas ligeramente, sus hombros parecieron relajarse.

—Necesitaba una lección. Es demasiado prepotente.

—¿Yo soy demasiado prepotente? —pregunté atónita pues se me hacía absurdo que el profesor Roca me acusara de algo de lo que él padecía—. ¿Esto es porque estudié un poco en el verano para estar un poquitín más adelantada? ¿Qué, el único aventajado puede ser usted? ¿Sus alumnos tenemos que ser idiotas o qué?

Adiós a no darle la posibilidad de que la universidad me diera una sanción disciplinaria.

—No entrar a recoger su examen y pasar por la corrección, como los demás estudiantes, la hace prepotente. Siempre quiere hacer las cosas a su manera, se cree que está un paso delante de todos ¿o no?, Máxima.

Y el que dijera mi nombre con esa entonación tan... Me desequilibró un poco.

—Siempre con esa pretensión y esa mirada de suficiencia. No tengo porque rendirle pleitesías, señorita, no entró a la corrección del examen así que tenía que atenerse a las consecuencias.

Me dejó boquiabierta y con unas ganas de asesinarlo latentes.

—Sabe, profesor Roca, supongamos que yo soy una prepotente, obviemos incluso el hecho de que usted también lo es. La realidad es que ese no es su problema.

»Su trabajo, porque le recuerdo que está en una universidad privada, no en una de las empresas de su papi en donde seguramente se debe vanagloriar desde su puesto de jefe y debe maltratar a sus empleados haciendo lo que se le da la gana. —Me miró perplejo—. Aquí, es un profesor y en aquella ocasión su trabajo era enseñarme ecuaciones diferenciales, no lecciones contra la prepotencia para lo que, por cierto, no está certificado con ninguna de sus maestrías.

»Puedo ser como me dé la gana, mientras cumpla con el reglamento de esta universidad y apruebe mis exámenes. Le recuerdo que, si un alumno no asiste a la entrega de calificaciones de una prueba, el profesor debe subir su nota al sistema. Lo que usted hizo fue una falta de ética, jugó conmigo y me hizo sufrir cuando usted sabía que todo en mi examen estaba correcto, porque en el fondo es un sádico que disfruta de atormentarme. Adora su posición de poder, es eso, ¿no? ¿Qué pasa por su cabeza que no tiene nada mejor qué hacer que torturarme? ¿Qué tengo que lo hace aborrecerme tanto? —dije iracunda dando un paso hacia delante.

El profesor Roca tenía la cara contraída de la rabia, la mandíbula tensa, muy apretada, las cejas juntas con el ceño por completo fruncido y respiraba agitado.

—No puedes hablarme de esa manera, Máxima —dijo de nuevo mi nombre con esa entonación tan particular.

—Es usted —respondí y lo golpeé con mi dedo índice en el pecho—, el que no podía tratarme como me trató hace dos semestres. ¿Sabe toda la ansiedad y el estrés que me generaba entrar a sus clases? —Mi dedo se enterró con fuerza de nuevo a la altura de su pectoral—. ¿Sabe todo lo que lloré por ese examen reprobado para el que pase días estudiando, porque quería demostrarle lo buena que puedo ser, porque siempre me hacía sentir que no era lo suficientemente brillante? —Mi dedo impactó en el mismo punto una vez más—. Porque así de tonta soy, solo quería impresionarlo. —Volví a golpearlo con mi dedo—. Es usted el que no puede admitir que goza de torturar estudiantes como lo hizo en la escalera, porque, aunque lo diga en broma, yo sé que es cierto, porque conmigo lo hizo, aún lo hace. —Enterré con brío mi dedo de nuevo sobre él—. Es usted el que no puede acercarse a mi escritorio a chequear lo que hago y dejo de hacer, cuando no parece hacerlo nunca con otro estudiante, ¡eso es acoso! —Y una vez más mi dedo lo impactó—, ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí? ¿Qué tengo que le resulto tan insoportable? ¿Por qué me odia tanto? —pregunté llena de rabia y dejé que mi dedo se hundiese repetidas veces en su pecho.

Me tomó por la muñeca para detenerme y eso me desestabilizó, por lo que di un paso al frente en busca de equilibrio. Él me asió contra sí, con un movimiento rápido e inesperado, para sostenerme. Su aliento acelerado me golpeó los labios y yo me quedé petrificada. Estábamos, inapropiadamente, cerca.

—Dios... Que imbécil fui. Perdóname.

Y aquello sí que no me lo esperaba... Lo miré perpleja y fue ahí que sentí una lágrima correr por mi mejilla. Odiaba que eso me pasara, a veces, cuando mi rabia era demasiada, alguna parecía salir para hacerme ver como una niña tonta y débil. Bajé la cabeza en reflejo para ocultarlo y me separé de él con celeridad. Estaba en ese punto en el que sentía muchas emociones contradictorias, por lo que me quedé sin saber qué decir.

—Máxima.

Me tomó por la barbilla, para alzarme el rostro y me secó con suavidad la mejilla con un pañuelo. Se suponía que debía percibir su tacto como repulsivo. Pero no pude evitar encontrar reconfortante la manera en que me secaba la cara o el calor que irradiaba su mano apoyada en la piel de mi brazo. Él era un idiota, entonces ¿por qué sentirme así?

—Perdóname, fui un imbécil.

Al menos lo admitía...

Alcé la vista hasta sus ojos. Los tenía muy bonitos. Creo que era el único de sus rasgos que había apreciado con ese adjetivo hacía dos semestres atrás, cuando lucía como un hippie horroroso.

—Aunque no lo creas, a mí también me pasa. También quiero impresionar a alguien del que solo recibo malos tratos.

Me observó de esa manera intimidante con la que yo no sabía lidiar, excepto que, en ese momento, hizo algo que no había hecho nunca. Me miró la boca. Uno, dos, tres... Por varios segundos. Apretó la mandíbula y alzó la vista de nuevo hacia mis ojos. No se separó de mí, siguió ahí, golpeándome con su aroma, con su aliento, con su tacto cálido. Fui yo la que me moví confundida y eché la cabeza hacía atrás.

Él pestañeó, como si al fin hubiese caído en cuenta de lo inapropiado que era todo, aunque solo hubiese durado muy poco. Tomó mi mano y colocó ahí su pañuelo.

—No, no hace falta —dije intentando devolvérselo.

—Quédatelo —Insistió.

Cerró mi mano alrededor del pañuelo con la suya. Sentí su pulgar acariciar el dorso de esta o tal vez fue un roce involuntario, no sabría explicarlo, porque ocurrió muy rápido. No me dejó asimilar nada.

—Te pido disculpas por mi actitud y por todo el mal rato. No volverá a suceder.

Asentí, no sabía qué decir. De él me esperaba cualquier comportamiento menos que fuese a admitir que había sido un cabrón. Aquello hizo que mis defensas hacia él disminuyeran considerablemente. ¿Por qué? Era obvio que unas simples disculpas no reparaban nada. Él seguía siendo el mismo imbécil privilegiado.

En ese momento escuché cómo se abría la puerta del salón, él también lo hizo, por lo que cada uno dio un paso hacia atrás, como una admisión de culpa de que nuestra cercanía era reprochable. En realidad, nada había ocurrido entre nosotros, pero ambos reaccionamos consonantes.

—¿Profesor Torres? —preguntó un estudiante desde el umbral.

Ambos negamos y el chico se fue.

El profesor tomó su maletín a la vez que yo recogía mi bolso y salimos del salón de clases. Nos encaminamos hacia las escaleras que bajamos uno al lado del otro. Permanecimos en silencio hasta que alcanzamos el último tramo de estas.

—No soy rico como crees y me gusta enseñar.

Giré a mirarlo, confundida.

—Al decirme eso pareciera que... —Negué con la cabeza sin terminar la frase.

—Dime —insistió.

De nuevo estábamos solos en el rellano de la escalera, excepto que, en ese momento, a mí no me apeteció ser transgresora.

—Pareciera que de hecho le importase lo que yo pueda opinar de usted.

Alzó las cejas y entonces fue él quien negó con la cabeza. Luego comenzó a bajar los escalones restantes.

—No —Lo alcancé y lo tomé por el hombro—, ahora soy yo la que quiere saber. Dígame —Bajé la vista hacia él, pues estaba dos peldaños más arriba que el profesor.

Nuestros ojos se cruzaron y él pareció cavilar.

—Supongo que la validación de los estudiantes siempre es importante.

Su boca se movió, lo que me hizo creer que diría algo más, pero la cerró y apretó la mandíbula. Me miró de esa manera indescifrable y tras bajar un par de peldaños más, giró hacia mí.

—Qué tenga una feliz noche, señorita Mercier.

Me dejó ahí, estática, y bajó el resto de las escaleras. Desde lo alto, lo vi salir por la puerta del edificio y caminar hacia el salón de profesores.

Mis pies se movieron segundos después y terminé de bajar los escalones restantes. Al salir del edificio descubrí que Brenda no estaba esperando por mí. Revisé mi teléfono en donde tenía un mensaje suyo en el que me explicaba que había tenido que irse a casa, pues su padre la había ido a buscar.

«En serio necesitaba ese helado», pensé.

Caminé hasta mi apartamento mientras reflexionaba. No iba sola, llevaba su perfume en un pedacito de tela en la mano. Debía arrojarlo a un cesto de basura e insultar al profesor Roca mentalmente como acostumbraba, pero era muy bonito e incluso, tenía sus iniciales grabadas como para imponerle tan cruel destino. Ese pañuelito no tenía la culpa de tener un dueño tan idiota. 

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