Cuarenta y uno.
Fuertes truenos me sacaron del profundo sueño en el que me encontraba, la lluvia golpeaba sin cesar el cristal de la ventana. Me saqué la única prenda que llevaba, la camiseta negra manchada de Diego, que ya había entendido que era mi camisón cuando pasaba la noche en su apartamento.
Adormilada, me moví en busca de su calor. Él suspiró cuando le apoyé los pechos contra su espalda, ambos parecíamos estar entre despiertos y dormidos. Un trueno rompió el silencio de nuevo por lo que abrí los párpados. La luz gris opaca de la mañana se filtraba de a poco por la persiana que no estaba del todo bien cerrada. Con eso bastó para estudiar sus formas y me detuve a mirar la constelación que le pintaba la piel. Sus lindas pecas, eran pocas, todas hermosas.
Él me miró sobre su hombro y tras darme un beso en la frente se fue al baño. Cuando él regresó fui yo.
Al volver se me quedó mirando mientras caminaba desnuda hacia la cama. Me posicioné de nuevo a su espalda y saqué la lengua, para lamerle despacio toda la nuca. Diego suspiró de una manera que se me grabó a fuego adentro, muy adentro.
Lo besé con suavidad y disfruté sentir como su cuerpo temblaba por una acción tan simple. Una que le proveía yo, solo yo. Volví a pasar la lengua, para embadurnarlo de saliva tibia y él soltó un jadeo incontenible. Le clavé los dientes y lo mordisqué de a poco para despertarle las terminaciones nerviosas. No sabía muy bien qué hacía, ni siquiera perseguía que me respondiera, solo se me antojó hacerlo.
Me complacía morderlo y lamerlo haciendo círculos contiguos. Mi novio gimió una vez más y se estiró para terminar de salir del letargo del sueño. Mi mano acarició su pecho con un roce cálido satisfactorio. Lamí y lamí, mientras escuchaba cómo su respiración se aceleraba. Notarlo así hizo que mi deseo despertase por lo que mis intenciones mutaron.
Lo acaricié con premeditación anhelante de rozar todas sus zonas erógenas. Diego suspiraba por mis atenciones, aunque eso no evitó que fuese impaciente y tomase mi mano para depositarla en su entrepierna para que sintiera que su miembro ya había despertado.
—Lo sé, estás muy duro.
Diego se giró y se incorporó un poco en la almohada. Se bajó los calzoncillos y sin mediar palabra, me atrajo por el brazo para que me colocara a horcajadas sobre él. Lo complací porque verlo deseoso hacía que mi sexo se contrajera deliciosamente. Su mirada ardiente me dijo que no debía hacerlo esperar, que no era un día para jugar, era un día para ir al grano, así que por supuesto, decidí portarme mal.
Me moví sinuosa, despacio, para torturarlo mientras hacía resbalar su miembro entre mis labios húmedos. Conté mentalmente cuantos segundos le tomaría exasperarse, agarrarme de las caderas para elevarlas un poco y conducirse a mi interior.
5...4...3...
Me fallaron los cálculos. De eso me percaté cuando me arrojó a un lado sobre el colchón. Me jaló por las caderas y se acostó encima de mí y mi respiración agitada rompió el silencio de la habitación. Sentí un ligero escozor inesperado cuando dejó caer su mano en el costado de mi muslo derecho para darle un pequeño azote. Diego me tomó por la cintura y se condujo a mi interior.
Cerré los ojos y le rogué que lo hiciera despacio, pues aún me estaba reponiendo de la noche anterior. Tras complacerme unos segundos con movimientos suaves, me echó el cabello a un lado y me besó el cuello.
Luego, aumentó un poquito el ritmo y continuó llenándome de caricias dulces y besos delicados. La sensación de su piel contra la mía era aniquilante, todo se sentía superlativo, intenso, demasiado, él una vez más era demasiado. Me miró a los ojos mientras me penetraba de una manera que me hizo sentir tan, pero tan conectada con él.
—Me gustas tanto —dijo con la respiración entrecortada.
Por un momento estuve a punto de contestarle: yo también te quiero, como si eso hubiese sido lo que en realidad me había dicho.
—Tú también me gustas mucho, muchísimo —respondí consonante entre jadeos.
Habíamos estado juntos en un montón de ocasiones, pero esa vez fue diferente. Conectamos de una manera única. Nos corrimos casi al mismo tiempo, mientras el placer más delicioso y pasional nos recorría el cuerpo.
Luego me abrazó mucho rato, me besó las pecas y me dijo que era un hombre muy afortunado por poder estar conmigo.
En definitiva, me encantaban los domingos con Diego.
*****
En una de mis visitas anteriores, él me había indicado que podía anotar en la lista de víveres lo que quisiera para que Simone lo trajera al apartamento. Así que aproveché que tenía todo lo necesario y me dediqué a preparar un desayuno muy rico.
Admitió que mi leche con chocolate era muy buena, por lo que hice un bailecito de satisfacción, cantando una canción inventada que hablaba sobre mi clara dominación culinaria, que lo hizo reír. Después nos dedicamos a una de nuestras actividades favoritas: ver televisión echados en el sofá arropados con la manta.
El cielo persistía en seguir grisáceo y aunque había parado de llover, el clima se sentía frío porque el sol se negaba a salir, así que me arrebujé más contra el pecho tibio de mi novio para disfrutar de la suavidad de su piel, de su aroma y de escuchar su corazón. No quería nada más, solo eso, su abrazo mientras oía el ritmo de su latido vital.
—Esto es lo que me gusta hacer cuando llueve. —Me apretó más contra su pecho y yo le sonreí por lo que había dicho—. Mi papá me pidió que te invitara a una barbacoa en casa de mi tío la semana entrante. Así conoces a su esposa y a mi primo. Una de mis primas quiere conocerte y creo que viene también mi otra tía. En fin, varias personas de mi familia.
Asentí. Supuse que era buena señal que Diego quisiera que los conociera.
—Sabes, eventualmente te voy a presentar a mis padres, no creas que no quiero, es que... Ellos viven en el pueblo, se preocupan demasiado. Mi papá tiene el pensamiento de que debo enfocarme en mis estudios para poder conseguir un empleo en el futuro y valerme por mí misma. —Hice una pausa—. Dice que tiempo para tener novio me va a sobrar cuando termine la universidad. Que no necesito la distracción en este momento. —Diego hizo una mueca y alzó una ceja—. ¿Por qué me miras así?
—¿Mirarte cómo? —dijo haciéndose el desentendido y volvió a mirarme de la misma manera como con cierta sonrisita irónica en el rostro.
—Así... Incrédulo de lo que digo.
—No es eso, puedo comprender perfectamente a tu padre. Me pongo en su lugar y creo que de tener una hija le aconsejaría lo mismo. El tema es que tú... —Hizo una pausa así que lo miré curiosa de lo que fuese a decir—. Eres demasiado inteligente y capaz. Puedes estudiar, tener novio e ir conmigo a las empresas... Puedes lidiar con todo eso y mucho más. Supongo que tu padre aun te ve como su niña, pero no lo eres.
Hice una muequita de incredulidad porque no pensé que Diego me tuviese en tal concepto. Él parecía verme como una mujer muy hecha y derecha. No pretendía cambiar su opinión, no obstante, eso me hizo analizar lo que había dicho y me pregunté si en realidad yo era así. Quería creer que sí.
—El tema es que no quiero que se mortifiquen innecesariamente pensando ¿en dónde estará Máxima? ¿Ya llegó a casa? ¿Estará Máxima teniendo sexo, se estará cuidando? Entre muchas otras preocupaciones, que me parece que no necesitan en sus apacibles vidas. No es que no quiera presentártelos...
—Tranquila, igual ya los conozco ¿recuerdas?
—Ay, no tengo ni idea de qué les voy a decir sobre eso... Ojalá no te reconozcan.
Diego asintió pensativo y pasó la palma de su mano por mi cabello para acariciarlo con lentas pasadas que me generaron una serie de escalofríos muy agradables.
—En fin, los conoceré cuando lo determines necesario. Tampoco es que me haga ilusión tener que lidiar con tus celos.
—¿Mis celos? —Lo miré confundida.
—Sí, me van a adorar y te vas a sentir desplazada —bromeó y eso me hizo reír.
Bajé el rostro y me dediqué a besarle el pecho con mucho mimo. Estaba tan a gusto que me quejé cuando escuché como sonaba su teléfono sobre la barra de la cocina. Lo abracé con fuerza negada a dejarle ponerse de pie.
—Sea lo que sea puede esperar —dijo con tranquilidad.
Llevó su brazo detrás de la nuca por lo que le besé el bíceps.
—¿Y si es tu papá?
—Él tiene otro tono —dijo con tranquilidad mientras veía televisión.
Diego me estaba acariciando con total calma la espalda cuando sonó de nuevo el teléfono. Hizo una mueca, no se quería levantar. Refunfuñó un par de veces, colocó mi cuerpo a un lado para poder hacerlo y me besó la frente, mientras me arropaba bien con la manta.
Se giró para marcharse y yo le solté una sonora nalgada, pues solo iba en calzoncillos. Él se giró a mirarme asombrado y yo lo encaré con una fingida altanería.
—¿Qué? Te informo que esas nalguitas lindas son mías. —Le sonreí y él se rio negando con la cabeza.
Caminó despacio, desganado, se notaba que no tenía interés de hablar con nadie. Antes de tomar su teléfono bostezó sonoramente y me dio una última mirada. Después bajó la vista a la pantalla y la expresión le cambió.
Lo vi pestañear varias veces perplejo antes de darme la espalda y caminar hacia la habitación. Me quedé ahí, estática con el presentimiento de que algo malo estaba pasando. Algo terrible. Me incorporé en el sofá sin saber qué hacer.
Debido a la preocupación me puse de pie para ir en su búsqueda y encontré que la puerta de la habitación tenía el pestillo puesto. Aquello me conmocionó. Caminé intranquila de regresó al sofá y tomé asiento. Por mi mente revolotearon toda clase de posibilidades durante los largos quince minutos que pasaron antes de que escuchara la puerta de la habitación abrirse. Me sorprendió verlo vestido.
—Voy un momento abajo —dijo sin más, dejándome con muchas palabras atascadas en la boca. Regresó en menos de diez minutos—. Lo siento Max, tengo que irme —explicó adusto y colocó unas llaves sobre la mesada de la cocina—. Te dejó la camioneta para que puedas irte a tu casa, aquí está el permiso de circulación.
Algo simplemente estaba mal, no sabía qué, pero lo sentía. Nunca le había visto así, en sus ojos imperaba una ¿amargura? que me asustó muchísimo.
—¿Estás bien, amor? —dije caminando hasta él.
Diego alzó las cejas y me miró. Justo ese momento habían escogido mis labios para confesar que él era mi amor, mi vida, el hombre con el que siempre había soñado y que me hacía desear pasar cada día a su lado. Lo amaba tanto, tanto.
Me tomó por las mejillas y clavó sus labios sobre los míos con ímpetu, con una delicada fiereza.
—Está todo bien —respondió y se separó de mí para colocarse su abrigo negro.
Algo en mi interior se contrajo diciéndome que eso no era cierto.
—Pero ¿a dónde vas?
—Tengo que resolver un imprevisto. Hablamos luego —dijo y cerró la puerta del apartamento detrás de sí.
Eso fue todo. Se marchó sin explicaciones y sin darme tiempo de exigirlas. Me dejó ahí, sola, a mitad de nuestro dulce domingo.
*****
Cuando llegué a mi apartamento me encontré a Clau despatarrada en el sofá viendo televisión. El trípode y la cámara estaban armados con el aro de luz y todo estaba dispuesto a manera de set. Se escuchaba a lo lejos voces en la habitación de Natalia. Saqué mi baticuenta con rapidez. Gabo y Nat debían estar teniendo algún tipo de conversación acalorada. Razón por la cual la pobre Clau se había quedado a mitad de la actividad que tenía previsto con mi Lechuguita para grabar un video.
Tras hablar con mi amiga me confirmó la situación. Le pregunté por la rémora de Ramiro que parecía seguir a todos lados a Gabriel y me alegré de que ese día no fuese el caso. No me apetecía hablarle o lidiar con sus coqueteos tarados.
—Oye, ¿quieres ir a comprar galletas a la tienda?
—Ay, sí, sácame de aquí —contestó Clau—. Dice Nat que ahí trabaja un tipo que está buenísimo.
—Sí, pero no te emociones, tiene alianza matrimonial.
—Yo nada más me lo voy a sabrosear... Eso no le hace daño a nadie.
*****
Tras salir de mi clase de economía del lunes, miré mi teléfono celular. No tenía ni un solo mensaje de mi novio. Lo llamé, escuché mucho ruido de fondo y él me explicó que estaba trabajando por lo que entendí que era el sonido de la maquinaria.
—Me debes un domingo —bromeé con un tono acusatorio.
—Te lo voy a pagar con intereses, Gatita preciosa. Créeme, tengo tantas ganas de tener domingos contigo. Muchos domingos.
Sonreí al escucharlo y sentí un calorcito reconfortante en mi pecho.
El martes desperté y me aguardaba un mensaje que decía: «Hola» en mi teléfono. Le escribí animada con mi tono insinuante de siempre, pero no recibí respuesta hasta varias horas después. Le pregunté si nos veríamos y me dijo que no era un buen momento. A veces, cuando compartíamos el fin de semana juntos, pasábamos de vernos los días siguientes y aunque ese no había sido el caso, decidí darle espacio. Si tenía mucho trabajo, pues ni modo.
Sin embargo, cuando llegó el miércoles, la sensación de que algo no andaba bien que había estado ignorando se hizo de nuevo presente. Mi novio me había llamado el fin de semana y me había dicho que necesitaba a su Gatita, me explicó que no podía pasar tanto tiempo sin verme, e incluso hizo su habitual chiste sobre la soledad de la alfombra.
Entonces, ¿cómo era posible que no diese señales de querer reunirse conmigo o de hacer planes para el fin de semana, cuando él mismo me había sugerido que viviera en su apartamento a partir de los jueves? Fuese lo que fuese que ocurriese en las empresas podía contármelo.
Lo llamé por la noche después de clases y no me contestó. Eran las ocho, se suponía que el trabajo lo había terminado hacía rato. Supuse que se habría quedado dormido por agotamiento. No podía reprocharle nada.
Quise ver televisión, para distraerme, sin éxito alguno. Algo pasaba, no sabía qué, solo lo sentía, era una sensación que se me arremolinaba en el estómago. No quería pensar en tonterías por lo que hacia las nueve de la noche, decidida, tomé las llaves de la camioneta que aún seguía en mi estacionamiento. Conduje hasta el apartamento con la idea en mente de que todo se solucionaría cuando me quitara la ropa y me acostara a dormir a su lado en la cama.
Tras abrir la puerta me llevé la sorpresa de que el aire central se encontraba apagado. Aquello se me hizo rarísimo, más raro aún que él no estuviese. Caminé hasta la habitación para confirmar el asunto y tal como había supuesto vi la cama vacía. Me pareció muy, pero muy extraño que no hubiese vuelto de trabajar. Me temí lo peor ¿y si le había ocurrido algo malo? El corazón comenzó a latirme muy deprisa y un calor sofocante me trepó por el cuerpo. Asustada, lo llamé de nuevo. No contestó.
—¿Dónde mierda estás? —dije a la nada y escuché el eco de mi voz retumbar entre las paredes. Estaba a punto de enloquecer.
Mi teléfono sonó segundos después y sentí alivio. Era él, así que tuve que respirar para tranquilizarme y no sonar como una loca que se había imaginado una serie de situaciones horribles. Era probable que él estuviese en casa de su padre trabajando.
—Hola, Gatita. —Sonreí al escucharlo, todo estaba bien—. Me quedé dormido— continuó diciendo con un extraño tono de voz.
—¿Dormido? —pregunté confundida.
—Estoy agotado. Perdóname, sé que te tengo abandonada. Te prometo que pronto todo va a volver a la normalidad, es que... Tengo mucho trabajo.
Murmuré algo inentendible. Estaba demasiado perpleja para hablar. ¿Me había mentido?
—Hablamos mañana, ¿ok?
—Espera... —Miré a la nada sin saber qué decir y dejé que mi mente intentara ordenar la información que me acababa de dar.
—¿Qué pasa? —dijo sonando impaciente.
¿Dormido en dónde?
—¿Podrías ver si... —Hice una pausa pues tenía un nudo en la garganta—. ¿Podrías ver si dejé en el baño mi rubor? —Me mordí el labio inferior.
El silencio se hizo en la línea un par de segundos. «Por favor, dime en dónde estás, dime en dónde estás», pensé.
—Eh... Mañana reviso y te digo, ya estoy en la cama y no me quiero levantar. —El corazón me palpitó con fuerza y apreté los labios para que no escuchara el jadeo de tristeza que me vibraba en la garganta—. Buenas noches, Gatita. Un beso.
—Un beso... —conseguí articular y él acabó la llamada.
Diego me había mentido.
Perpleja, dejé salir un sollozo que rompió el silencio del apartamento. Las lágrimas se deslizaron calientes por mis mejillas. Me tapé la boca en un vano intento de no gimotear como animal moribundo, pero nada podía evitar que lo hiciera. Me dejé caer al suelo incrédula. Diego me había mentido, había hecho lo único que le había pedido que no hiciera. Lo único, maldita sea, lo único.
Traté en vano decirme algo así como: «no pienses mal, no tiene que pasar nada malo». Todas eran excusas que me decía a mí misma en un intento de buscarle una explicación lógica a todo aquello. Se lo había dicho, que no podía mentirme y lo había hecho. Además, sin mayor problema, cuestión que me heló la sangre en las venas. Un dolor cáustico se me asentó en el pecho con la certeza de que algo estaba muy, muy mal.
Lloré, no sabía cómo sentirme. ¿Estaba siendo exagerada? ¿Estaba viendo fantasmas en dónde no los había? No tenía cómo saberlo, porque con él todo era siempre un puto misterio. El problema era que había algo, lo sentía en las entrañas, era una sensación que no podía ignorar. Algo que me decía que aquello no era una tontería.
Poco a poco la rabia comenzó a colonizarme. Me consumían las ganas de querer insultarlo por mentiroso. Sentirme así de engañada me dio mucho asco y luego vinieron las preguntas: ¿pero por qué? ¿Por qué? ¿En dónde mierda andaba? Entonces vino la voz de la razón. ¿Estaría en casa de su padre o con Marco? Aquello no tenía sentido, podía habérmelo dicho, podía explicarme: «no Gatita, me quedé a dormir en casa de mi padre, mañana reviso si está tu rubor». «Salí con mis amigos, nos vemos después». Decidí no mentirme a mí misma, algo raro estaba pasando y debía averiguarlo.
Caminé hasta su habitación. Revisé los cajones de su mesa de noche y de su cómoda sin tener claro qué buscaba exactamente. Comportarme así era producto de la ansiedad desbordante que me consumía. Necesitaba comprender lo que sucedía. Solo hallé libros, ropa, perfumes, lentes de sol, relojes, gorras. Eso era todo. Abrí su armario, sin encontrar nada importante. Vi una caja fuerte, tenía combinación, maldije para mis adentros.
Fui a la otra habitación. No había nada, solo estaba la cama de invitados y el armario vacío. Pasé a la siguiente, esa que me había dicho que usaría como oficina, aunque en realidad prefería trabajar en el comedor. También vacía. Decidí abrir el armario y encontré dos cajas. No dudé en levantar la tapa de la primera. Contenían pertenencias de mujer. Sentí mucho asco de tocar eso, pero decidí hacer de tripas corazón y no tardé en arrepentirme... Eran cosas de su mamá. Algunos portarretratos con imágenes de ella y de Diego pequeño, un foulard, una botella de perfume, un álbum de fotos lleno de recuerdos familiares. La otra caja contaba algo similar. Frustrada, reacomodé todo y me sentí mal por haber invadido así su privacidad.
«Diego te quiere», me dije. «Confía».
Quería hacerlo, pero una voz venenosa en mi cabeza me recordó lo obvio. Me había mentido. Diego tenía mucho por explicarme, mucho. Con ese pensamiento me largue a mi apartamento y me pasé la noche sin poder dormir.
El jueves pasó lento y torturante. No le llamé, no lo molesté. Sin embargo, él lo hizo por la tarde para contarme que tenía demasiado trabajo y que dudaba que pudiéramos vernos. Le mentí al decirle que saldría con mis amigas, pero que le llamaría luego para desearle las buenas noches. No supe cómo logré tener la calma para disimular en vez de gritarlo y llamarlo mentiroso.
Las horas se me hicieron eternas en clases, tuve que obligarme más de una vez a prestar atención, cuando la realidad era que mi corazón latía de una forma extraña.
La incertidumbre se había acomodado en mi interior muy a gusto.
Por la noche, conduje hasta su apartamento para enfrentarlo. Cuando hice girar la llave en la cerradura y me percaté al entrar de que el aire central estaba apagado, maldije para mis adentros. Recorrí las estancias, se encontraban vacías. Me senté en el sofá y me dije que podía estar por llegar pues apenas eran las nueve de la noche.
Lo llamé, pero no me contestó. Apreté los dientes muerta de la rabia. Cuando mi teléfono sonó poco después y me mostró su llamada entrante, inhalé aire con fuerza para tener la suficiente lucidez para hablarle mientras fingía que todo iba bien.
—Hola, ¿Qué haces? Apuesto que estas en el sofá babeándote —dije en un falso tono gracioso.
Silencio en la línea.
—Sí... Justo eso.
Cerré los párpados muerta de la rabia.
—¿Tú? Me imagino que preciosa para salir con las chicas.
—Aja...
—¿A dónde vas?
—Bianco, ya sabes que siempre bailamos ahí.
Apreté los párpados para no llorar furiosa.
—Eso es en donde te busqué aquella vez, ¿cierto?
—Ujum.
—¿Estás bien? Suenas rara.
—Sí, todo bien, es que me estoy maquillando —mentí para disimular y miré hacia arriba para evitar llorar—. ¿Y tú? También suenas raro.
—Mis días han sido una mierda total.
—Entiendo... Qué mal —Hice una pausa—. ¿Nos vemos mañana? ¿Me buscas para acompañarte a las empresas?
—No creo Gatita, pero te iré a ver...
—Ok, oye, tengo que ayudar a Nat con su cabello —dije interrumpiéndolo, porque no soportaba escucharlo mentirme así—. Descansa.
—Cuídate mucho, preciosa, pásala bien.
Lloré muerta de la rabia sollozando ruidosa. Lo quería insultar de mil maneras, pero sabía que si le reclamaba por teléfono no iba a llegar a nada. Estaba harta. Necesita saber qué rayos ocurría y comprender el motivo de sus mentiras. Así que comencé a crear un plan para seguirlo y descubrir que mierda me estaba ocultando.
Bajé hasta el estacionamiento dispuesta a irme a mi casa para hablar con Nat al respecto y que me ayudara. No había querido contarle nada hasta ese momento, pero ya no tenía dudas de las mentiras de Diego. Necesitaba tener la sangre fría.
Abrí la camioneta y tomé asiento, miré al frente, debía tranquilizarme para conducir. Entonces mi vista se deslizó por el parabrisas y observé el sticker de seguridad en forma de rosa para entrar a la urbanización en donde vivía el padre de Diego. ¿Y si el muy idiota simplemente estaba durmiendo en casa de su papá? ¿Y si aquello tenía una explicación? Lo dudaba, eran las mentiras que me decía a mí misma, cuando él me había engañado dos días seguidos.
Recordé que Diego tenía un control remoto del portón de la urbanización en la consola, la abrí y me di cuenta de que no estaba. Comencé a conectar los puntos. El domingo pasado él había bajado y luego había vuelto a subir para dejarme las llaves de la camioneta en el mesón. ¡Había bajado a buscar el control! Entonces él había ido a casa de su padre... O tal vez simplemente ¿a su casa?
Me sequé la lágrima que me corría por la mejilla. Recordé ese día que le revisé el teléfono, sentí el mismo terror. Persistía una ambivalencia entre el miedo horrible de ser descubierta por él mientras le investigaba la vida y algo más que no conseguía denominar que me alentaba a develar el misterio. Eso se lo había buscado él al mentirme, así que arranqué.
Me mordí tanto los labios muerta de los nervios por la incertidumbre de si debía ir o no allí, a la vez que conducía a ese lugar, que me sentí al borde de un colapso mental. Me recordé respirar porque de repente la más simple de las actividades se había vuelto todo un desafío.
Al llegar a la entrada, intenté recomponerme para hablar con el hombre de seguridad para que me abriera. Me hice la tonta y le expliqué que no comprendía qué sucedía con el sensor de la camioneta para abrir el portón, que se había averiado o algo porque no me dejaba pasar. Me miró y ante el miedo de que desconfiara empecé a hablar del terrible día que había tenido y que eso era lo que me faltaba. Tenía los ojos llorosos, así que supongo que eso lo terminó de convencer. Se acercó, revisó el sello de seguridad, también miró dentro de la camioneta con su linterna y luego me dejó pasar.
Hice memoria de cuál era la calle en donde se encontraba la casa del señor Roca. Al hallarla, conduje hasta la siguiente despacio. Era tarde, muchas personas dormían. No sabía cuál era la casa de Diego, pero su auto me la señaló a lo lejos. Apreté los labios y pasé por enfrente, no había nada importante que ver en la fachada.
Avancé y me estacioné en una calle lateral, detrás de otra camioneta para ocultar la de Diego y que él no pudiera verla si luego salía. Me bajé, caminé en dirección a su casa y me escondí detrás de un árbol que se encontraba en la acera a tres casas de la suya, para tener una vista lateral de la misma. Las ventanas estaban cerradas, no tenía ninguna imagen de lo que sucedía adentro.
Tomé mi teléfono y lo llamé, le iba a dar la última oportunidad. Si volvía a mentirme iría a tocar su maldita puerta para encararlo. Si rectificaba y me decía la verdad, solo yo sabría que era una loca celosa desquiciada. Él no tenía por qué saber que me encontraba ahí, así como tampoco se había enterado de que revisé su teléfono.
Persistía en mí el sentimiento de culpa como aquella vez, pero me recordé que tenía el atenuante de que si estaba cometiendo semejante imprudencia, era porque él me había mentido y porque no podía evitar sentir esa sensación extraña que se me anidaba en las entrañas de que algo estaba mal. Un presentimiento que me empujaba a seguir, a desvelar el misterio de una buena vez.
Volví a llamarlo, mi cuerpo temblaba de rabia porque no me contestaba. Inmóvil, miré la puerta de su casa, mientras sostenía el teléfono contra mi oído para llamarlo de nuevo. Era como mirar una película de terror horrible con escenas grotescas y a pesar de todo, no poder apartar la vista de la pantalla.
Me sobresalté cuando vi que la puerta se abría y él salía. Exhalé soltando todo el aire de mis pulmones. Iba vestido con su habitual ropa de trabajo, jeans, botas de seguridad y una camisa deportiva con las mangas arremangadas hasta los codos. Se veía agotado, de mal humor, obstinado, cuestión que me extrañó un poco. No era que soliese ser el hombre más risueño, pero nunca lo había visto así.
Miré como caminaba hacia su auto y que alzaba la mano para ver la pantalla de su teléfono. Seguramente estaba viendo apenas mis llamadas perdidas.
Pensé: «Esto está mal, muy mal, no debí seguirlo. Simplemente está en su otra casa, tal vez por la cercanía con la de su padre y no me dijo porque se le pasó o porque está planeando invitarme ahí el fin de semana».
Me sentí pésimo. No tuve otra opción que ocultarme mejor y rogar para que no me viera. Estaba enfocada en eso cuando sucedió. Llevaba una bata de seda negra a medio muslo, era de piel dorada, tenía el cabello castaño oscuro muy corto al estilo pixie. Le colocó la mano en el hombro a Diego que estaba abriendo la puerta del auto y comenzó a hablarle.
Permanecí ahí con la vista fija en aquella escena a pocos metros con el alma en un puño. Noté como ella se le acercaba más con un contoneo pronunciado, era obvio que buscaba seducirlo, de eso no había duda. Entrelazó los dedos en su nuca, Diego movió la cabeza un poco hacia atrás en reacción, pero no se apartó y ella se puso de puntillas y rozó su nariz con la de él con suavidad.
«No, no, no, no lo toques», pensé asqueada. Mi respiración era muy rápida, mis párpados estaban muy abiertos. Entonces él echó la cara a un lado viéndose serio y la tomó por las muñecas para que le soltara el cuello. Ella se rio con expresión juguetona, giró el rostro en la misma dirección que él y le dio un beso en los labios. Así de simple. Como si tuviera media vida besándolo... Y él no se apartó.
No se puede morir de amor.
Mentira
Todo era mentira.
Porque justo en ese momento, yo morí.
Mi corazón se saltó un latido y se rompió en una miríada de pedacitos. Sentí un dolor desgarrador, un ardor cáustico y sulfúreo se apoderó de mi pecho. Abrí la boca anonadada sintiendo como las lágrimas calientes corrían por mis mejillas, mientras miraba estupefacta la escena. Me deslicé hacia abajo hasta caer al suelo y los perdí de vista. Una sensación de temblor y de náuseas me invadió.
Alcé el rostro de nuevo y vi que Diego había tomado distancia de aquella mujer y se tocaba el puente de la nariz. Hizo una mueca como si hubiese suspirado y le habló, esta parecía alterada por algo. ¿Discutían? Noté como él buscaba tranquilizarla, mientras que ella le soltaba algún tipo de reproche. Al final se acercó y volvió a besarlo en los labios a pesar de que él tenía una expresión de apatía impresa en el rostro. Él no se apartó, simplemente lo aceptó, como alguien que está acostumbrado. Luego ella se alejó y entró a la casa.
Lloré ahogando un sollozo. Tomé mi teléfono, tecleé con dedos temblorosos y lo llamé. Miré como observaba la pantalla de su teléfono y después en dirección a la puerta de la casa. Entró al auto y me contestó.
—Hola —dijo adusto.
—Hola —respondí intentando sonar lo más normal posible, aunque sabía que no tendría mucho éxito.
—¿Te pasa algo? ¿Estás llorando?
—¿Mi rubor? —Me mordí el labio inferior para no sollozar—. No lo encuentro. En serio necesito saber si está ahí.
—Mmm... No lo veo. —Volvió a mentir—. ¿Estás llorando por un rubor?
Corté la llamada. Me apoyé en el árbol para levantarme, me sentía desorientada, como si alguien me hubiese dado un fuerte bofetón y no consiguiese enfocar la realidad que me rodeaba. Tras respirar varias veces, logré algo de compostura por lo que, impulsiva, salí de mi escondite.
Diego estaba girando el volante del auto en ese momento y yo noté la vibración de mi teléfono, me estaba llamando. Comenzó a avanzar y me encontró de pie, en medio de la calle, a escasos metros como un obstáculo en la vía. Gracias a que los focos de su auto estaban bajos y a la buena luz de las farolas, pude ver como su cabeza se movía unos centímetros hacia atrás y como el teléfono se le deslizaba de la mano.
Supuse que al verse descubierto experimentó ese tipo de sorpresa que se siente como el latigazo de un choque automovilístico. El golpe, la impresión, hizo que la expresión de su rostro fuese de estupefacción. Alzó las cejas y su desconcierto fue visible.
Sus labios se movieron e intuí de que había dicho mi nombre: Max.
Pestañeé y me sequé los ojos con los dedos para conseguir enfocar. Comprendí que esas eran las lágrimas más dolorosas, las que se producían con la traición. A mí Diego me había clavado un puñal en la espalda. Él era mi asesino. Me mató cuando sus labios besaron otra boca distinta a la mía.
Lo vi bajar del auto, caminar hacia mí y eso me hizo salir del letargo. Inhalé aire y me di cuenta de que hasta ese momento me había estado ahogando. Con él siempre pasaba eso, me cortaba la respiración, en lo bueno y en lo malo.
«Date la vuelta y lárgate de aquí» dijo una voz en mi cabeza.
Él miró hacia atrás, hacia la casa y luego, trotó en mi dirección. Tras llegar ante mí me tomó de los hombros. Mi reacción fue apartarlo de mí, aunque no tuve mucho éxito.
—Máxima, escúchame, por favor.
—Dime. —Levanté el rostro para encararlo—. Dime, por favor, que no acabo de verte besando a otra mujer, dímelo, por favor, dime que esto tiene una explicación. Por favor, explícame —expresé con labios temblorosos y se me escapó un sollozo—. Dime que es una vecina con alzhéimer, muy bien conservada, que te confunde con su difunto esposo. Dímelo, dímelo, por favor.
Diego se quedó callado.
—Eso pensé —dije entre lágrimas.
Miré su muñeca, no llevaba el brazalete que le había regalado.
—Máxima...
—Quién es ella —dije alzando la voz muerta de la rabia.
Diego giró la cabeza hacia atrás, para mirar en dirección a su casa y luego me miró de nuevo.
—Por favor, entra al auto, déjame explicarte.
Quiso tomarme del hombro, pero yo lo esquivé.
—¿Quién es ella? —insistí alzando la voz.
Mi respiración era audible, no podía parar de llorar.
—Máxima, haz silencio, por favor —rogó nervioso.
Entonces me golpeó la realidad. Él estaba más preocupado de verse descubierto por ella que por mí.
—No hay otra, solo tú. Eso dijiste —expresé molesta, para recordarle lo que me había dicho aquella vez que peleamos y tras pasar todo un día sin hablarnos yo lo llamé, a la una de la mañana, porque no soportaba su ausencia—. ¿Quién es ella? —grité furiosa.
—Cállate —respondió hostil... Cruel.
Esa no era la respuesta que esperaba. Sin embargo, fue la que acabó con lo nuestro. Comprendí en ese momento que mi vida perfecta con él parecía mentira, porque de hecho, lo era.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO.
¿Si usted fuera Máxima qué haría en ese momento? Justifique su respuesta.
Cuéntenme ¿qué les pareció el final?
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