Cuarenta y tres, primera parte

¿Cuántas lágrimas eran necesarias para empapar las sábanas? Me negaba a poner en práctica mis conocimientos matemáticos para despejar esa incógnita. La respuesta no importaba. Tras haber producido una miríada de ellas que habían resbalado por las distintas superficies de mi apartamento, resultaba el peor de los pasatiempos intentar calcularlas.

Asumí que Diego me llamaría al día siguiente o, al siguiente, pues había dicho que me buscaría, pero no, no lo hizo y eso aumentó mi decepción.

El dolor se acumuló por días, asediando mi raciocinio, atormentándome y manteniéndome es un estado catatónico del que no era capaz de emerger. Tener que fingir compostura para mentirle a mis padres al teléfono me resultaba insoportable. Afligida, yací en la cama sin poder moverme, mientras mi mejor amiga, preocupada, me rogaba porque le contara lo sucedido.

Sentía mucha vergüenza por el comportamiento de Diego. Tenía que admitirle a Natalia que siempre había tenido razón, que había sido una boba que se había tragado todos sus engaños.

Un dolor de cabeza incesante arreció dejándome extenuada y fatigada, por lo que me arrebujé más entre las sábanas tibias, hasta que llegó el punto de quiebre. Tuve que bajar la cabeza y confesar mis pesares. Natalia una vez más me demostró que era un ser humano increíble. Ni un solo te lo dije salió de sus labios, en cambio, me abrazó y lloró conmigo. Lloró como si todo lo que me había sucedido también le hubiese ocurrido a ella.

Me ayudó a incorporarme en la cama, estaba mareada. Tenía un ardor estomacal severo y muchas náuseas. Mi última comida en condiciones había sido mi cena del jueves por la noche, antes de enfrentar a Diego y ya en ese momento, debido a la duda que colonizaba mi cuerpo, no había podido comer demasiado.

La luz del ocaso se coló entre las cortinas de mi habitación para anunciar que se aproximaba otra noche de pesar. Natalia me instó a beber algo de agua, a ingerir un poco de fruta y a tomar un baño, pues estaba completamente descompuesta.

Mi mejor amiga se dedicó a prepararme una sopa, mientras que yo intentaba reponerme. Encendí la luz del cuarto de baño y tuve que cerrar los párpados de inmediato. Había vivido los últimos días sumergida en la penumbra reinante de mi habitación por lo que mis ojos se volvieron hipersensibles a la claridad. Arrastré los dedos por la cerámica fría en busca de apoyo, mientras pestañeaba repetidas veces para acostumbrarme.

Cuando logré enfocar me asusté de mi propio reflejo en el espejo. ¿Eso hacía el desamor?

El desconsuelo había disminuido la vitalidad de mi piel hasta dejarla opaca. Había trastornado el azul de mis ojos y lo había convertido en un pozo oscuro circundado por una mancha negra en mis ojeras. Tenía los labios cuarteados a causa de la deshidratación, las lágrimas mojaban, pero no humectaban. Mi semblante había mutado radicalmente, mis mejillas ya no exhibían un bonito rubor, ni mi sonrisa se ensanchaba debido a los pensamientos licenciosos que me atravesaban la mente al recordarlo. Me veía destruida, no había manera de ocultar la intensidad del estremecimiento doloroso que me inundaba.

Noté como las lágrimas se deslizaban laxas por mis mejillas, ya conocían el camino hasta el precipicio de mi mandíbula. Sentía que no podía detenerme. No conseguía parar aquel llanto amargo. Parecía que no pudiese ser de otra manera. Era como si mi piel estuviese abierta y mi carne hecha jirones fuese aterrorizada por una lluvia de sal. Dolía. Ardía. Estaba rota, llena de rabia, de rencor y con unas ganas de insultarlo hasta quedarme sin voz. El malestar era emocional y físico.

Había una parte de mí que intentaba entender lo ocurrido, unir los pedazos para hacer suposiciones y conjeturas. Aquel jueves había ido en su búsqueda muerta de la rabia, quería gritarlo por haberme mentido, no pensaba con claridad, pero realmente al analizarlo con detenimiento me daba cuenta de que nunca había internalizado que tendría que dejarlo. En realidad, había anhelado con todas mis fuerzas que existiera una excusa plausible que explicara lo sucedido.

Solo había querido encararlo, para hacerle saber que estaba al tanto de sus mentiras y que no las aceptaría más. Jamás en mi mente se formuló la hipótesis de otra mujer. Nunca.

Había sido tan idiota que había creído que él no podía querer o desear a alguien más. Me tenía a mí, a su pelirroja, a su Gatita, pensé que no necesitaba nada más, pero él había dejado que otra lo besara. Ver aquello me había dejado por completo anonadada y por más que había intentado procesar lo que había visto, no había encontrado la forma. Error 404. Por eso había perdido la razón.

¿Quién era esa mujer? Si Diego temía que tuviera un enfrentamiento conmigo, —si era que podía creerle eso—, ¿significaba entonces que ella era la mujer a la que se referían Grecia y su amiga en la fiesta de Marco al hablar de una ex celosa? ¿Era la misma que hacía que Marco se alegrase de que hubiesen terminado?

Lo recordé al teléfono a las tres de la mañana, cuando egoísta e ilusa le había rogado que dejara a su novia por mí y él me había contestado que lo suyo con ella era algo que no podía dejar, ¿se refería a ella? ¿Entonces aún estaban juntos en ese momento? No comprendía nada.

La lógica me decía que Diego no podía haber estado viviendo una doble vida, ¿Cómo? Dormía conmigo, me había invitado a que me mudara con él desde los jueves. Me pedía reiteradamente que le clavara los dientes en la piel cuando estaba por correrse, nos mordíamos, nos marcábamos mutuamente.

Si en verdad habían terminado, entonces ¿por qué dedicarse a ella tantos días? Me había dejado en medio de un domingo y el jueves aún permanecía a su lado. ¿Qué tenía esa mujer que lo hacía ir hacia ella? Recordé a Diego mientras ella lo besaba. Quería creer eso, que ella lo había besado, ¿O acaso él le había correspondido? ¿Entonces qué? ¿Su ruptura era más reciente de lo que había pensado en un principio? ¿Era ella la chica a la que se refería cuando admitió que había dejado de quererla? ¿Cuánto me había engañado? ¿Había sido esa una de sus tantas mentiras y en realidad aun sentía algo por ella? Había dicho que las relaciones eran complicadas, ¿seguía teniendo una con ella? Aquella incertidumbre, esa duda perenne era insoportable.

—Max. —Nat entró a mi habitación—. Ven a comer.

Su interrupción me sacó del letargo en el que me sumergía cada vez que analizaba lo ocurrido desde la madrugada del viernes.

Tras ducharme y vestirme me había acostado de nuevo. Mi amiga me ayudó a levantarme de la cama. Volví a marearme, así que ella me llevó del brazo hasta la barra de la cocina. Permaneció impasible a mi lado mientras comía despacio. La verdad era que no tenía hambre, ni ganas de probar bocado, sabía a la perfección que el vacío que notaba en mi estómago no lo llenaría la comida, pero al mismo tiempo me ardía tanto que comprendía que la única manera de recuperarme era comiendo.

Entre bocados sentí náuseas, no obstante, aun así me insté a comer, pues supuse que tantas horas sin alimentarme habían hecho que mi cuerpo se resintiese. Cuando terminé, Nat me entregó una pastilla de paracetamol. La miré y empecé a llorar de nuevo.

Hacía tiempo atrás había escrito una publicación sobre eso. Estudios afirmaban que los efectos emocionales de un corazón roto se aliviaban con un poco de acetaminofeno o paracetamol, pues el cuerpo percibía el dolor causado por el desamor como uno físico. Me llevé la pastilla a los labios mientras mi amiga me abrazaba. Ella se tomó una también e hizo una mueca. Comprendí entonces que, por primera vez, ambas sufríamos de lo mismo, una decepción amorosa honda y penosa de atravesar. En mi caso un dolor tan profuso y aniquilante que me dejaba sin fuerzas hasta para evitar llorar.

Nos arrebujamos en el sofá, mi amiga buscó un programa de competencias culinarias. Miramos la pantalla en silencio y entendí que ninguna prestaba atención a lo que sucedía, cada una estaba en su propio infierno con su demonio particular.

*****

El domingo me sentí especialmente pésimo. Natalia había entreabierto las cortinas de mi habitación la tarde anterior, por lo que se coló la luz matinal. Me dediqué a observar como el sol subía de forma perezosa entre las nubes. Permanecí en ese estado de duermevela atormentador en donde mi sueño se mezclaba con mis pensamientos y recuerdos.

En mi mente le recordaba cerrando los párpados con una expresión de paz durante ese ínfimo momento antes de que sus labios se rozaran contra los míos y su lengua se uniera a la mía. O cuando estos me decían que le gustaba mucho, mientras sus manos se arrastraban por mi cuerpo en densas caricias. Esos labios deliciosos y enviciantes que fueron tocados por los de otra mujer.

Abrí los ojos del golpe luego de ver esa imagen. No podía respirar y grité sin emitir sonido hasta que comencé a llorar desaforada tras inhalar aire. Me hice un ovillo entre las sábanas que empuñé muerta de la rabia, hasta que agotada volví a dormirme. Cuando desperté finalmente eran pasadas las doce. Me dolían las costillas, había pasado tantos días postrada en la cama, que comenzaba a sentirme debilitada.

Me arrastré a la cocina mientras intentaba contestar la llamada de mi padre con algo más que monosílabos.

—¿Estás bien?

—Aja.

—¿Segura?

—Aja.

Tuve que inventarme que posiblemente estaba comenzando a enfermarme de alguna gripe, cuestión que logró que me ganara un regaño de su parte.

—Es que no tomas tus vitaminas, tomate la vitamina C, anda, anda.

Con eso finalizó la llamada. Me senté en la barra y me serví un tazón de cereal con leche. No pude evitar pensar en Diego fastidiándome por comerlo y odié eso. Odié que estuviese tan presente en mi vida, incluso en un acto tan insignificante. El cereal, como todos los alimentos que había ingerido hasta ese momento, me pareció desabrido. Tras tres cucharadas aparté el plato pues tenía fatiga estomacal, una especie de náusea que me tenía la vida podrida. Me tiré en el sofá con la cruel certeza de que mi existencia jamás volvería ser como antes.

Natalia me había dejado una nota en la que me explicaba que se había ido a ejercitar con Clau y lo preferí así, no quería hablar. Mi teléfono sonó y me sacó de ese estado letárgico en el que me sumergía cada dos por tres. Miré la pantalla y fue como si me dieran un bofetón. Claro, el muy imbécil tenía que aparecer un domingo. Siempre en domingo.

Mi primera reacción visceral fue de rechazo, se evita lo que duele, estaba cansada de sus mentiras y el que no me hubiese buscado por casi tres días enteros me molestaba mucho, pero luego me figuré que tenía que enfrentar la situación.

—Hola —le escuché decir en un tono de voz apagado. Permanecí en silencio—. ¿Podemos hablar? —No dije nada—. Máxima, necesito que entiendas que... —Se le quebró la voz—. Perdóname. —No habló más.

Colgué. Esa inhabilidad de Diego para expresar lo que pasaba me podía. Preferí terminar la llamada antes de perder la paciencia y decir algo de lo que luego me arrepentiría. Abrí su chat en un impulso, para decirle lo que quería después de pensarlo bien y noté que él estaba escribiendo. Espere y espere... El indicador desapareció. No llegó ningún mensaje. Suspiré irritada. Minutos más tarde el teléfono sonó de nuevo.

Tomé su llamada y le escuché rogarme para que nos viéramos. Acepté y le pedí que viniera en taxi, para que se llevara la camioneta y no me sorprendió que me dijera que pronto llegaría. Necesitaba que me explicara muchos detalles para poder enterrar las dudas que me consumían de una manera incesante.

Caminé hasta mi habitación, me estudié una vez más en el espejo, estaba fatal. Me solté el cabello que llevaba en un moño de cualquier forma, e intenté peinarlo un poco. Me dije que era momento de difuminar el corrector de ojeras como si mi vida dependiera de ello. Pero sin importar qué, no conseguía ocultar lo obvio. Estaba exhausta, agotada de tanto pensar, de tanto llorar y no dormir.

Mi falta de apetito comenzaba a pasarme factura, me veía muy pálida y para completar el cuadro, la ansiedad de saber que le vería pronto empezó a asfixiarme. Mi estómago era un nudo doloroso.

Con dedos trémulos abrí la puerta y ambos nos dijimos con la mirada lo obvio: «te ves fatal», pero los dos permanecimos en silencio. Me eché a un lado para indicarle que podía pasar y al igual que ese domingo, cuando había venido a verme tras descubrirle en el hospital, su mera presencia dotaba de una extraña carga eléctrica a mi sala.

Rememorar aquel día, me hizo entender que debía tener cuidado con él, con esos ojos grises que se veían afligidos, con ese hombre de expresión desdichada, porque sus palabras tenían el poder de doblegar mis voluntades.

Tomé asiento en una silla de la barra de la cocina y me crucé de brazos en un vano intento de calmarme, pues sentía una presión en el pecho que me imposibilitaba la respiración. Se lamió los labios nervioso mientras me dedicaba a estudiarle. Llevaba un suéter negro de capucha y por el cuello entreví la camiseta que vestía debajo, esa que estaba manchada y que yo solía usar para dormir cuando me quedaba en su casa.

No supe cómo tomarme aquel detalle así que decidí ignorarlo, entonces, noté que en su muñeca se encontraba el brazalete que le había regalado. Levanté la cabeza para instarme a seguir dedicándole una mirada de displicencia en toda norma, para no gritarle y decirle: «ahora si lo traes puesto, maldito cabrón».

—No me mires así.

Fue lo primero que salió de sus labios, así que no cambié mi expresión.

—Habla, Diego —dije adusta.

—Perdóname.

Le miré hondamente como alguien que intentaba comprender si reconocía a la persona que le hablaba, si ese ser con ojos enrojecidos era el mismo que me había hecho sentir tanto cariño, tanta ternura, tanto deseo. ¿Era el mismo hombre con el que había hablado por meses sin importarme su aspecto porque adoraba nuestras conversaciones? ¿El que me había besado de vuelta contra la pared de la cocina y había marcado un antes y un después en mi vida? ¿Era ese que me había envuelto con sus brazos y sus piernas entre las sábanas tibias de su cama, mientras besaba mis pecas? Había una parte de mí que quería creer que sí, pero la otra me instaba a ver lo obvio. Diego era un maldito manipulador.

Permanecí en silencio, ¿qué podía decir? Él se notaba visiblemente angustiado. Ansioso, entrelazaba los dedos, fruncía el ceño y bajaba el rostro, no conseguía sostenerme la mirada. ¿Acaso era sincero en su sentir o estaba fingiendo? Tenía que asumir que existía esa posibilidad. Diego era como la sala de espejos de una feria de pueblo, no podía afirmar que lo que estaba viendo fuese real.

—No sé cómo, pero mi exnovia se enteró que yo estaba saliendo con alguien. Contigo. Volvió a la ciudad. Entró a mi casa y... —Diego abrió las manos y se quedó a mitad de frase—. Ella no está bien —Tragó hondo—. No está bien y... Su madre estaba de viaje... Su vida es complicada. —Se quedó de nuevo callado—. Nunca aceptó nuestra ruptura.

Mientras lo escuchaba, la rabia que había sentido ese día que discutimos frente al lago reapareció. Traté de mantener la calma para permitirle expresarse, hablar, darme sus excusas de lo sucedido. El tema era que no podía evitar rememorar el momento en que esa mujer, en una batita de seda, lo abrazaba para buscarle la boca y él se lo permitía. Suspiré sonoramente y Diego me miró.

—Tienes que creerme.

¿Tengo? —dije en mal tono—. ¿Qué es lo que tengo que creerte exactamente? ¿Qué me mentías mientras te besabas con otra? Sí, tranquilo, eso te lo creo —agregué con ironía, porque me costaba permanecer calmada. Me había mentido tanto.

Negó con la cabeza, inmóvil en medio de mi sala, lo miré y me pregunté ¿Quién era ese hombre? Todo apuntaba a que había sido tan ilusa como para pensar que lo conocía.

—Las cosas... Las cosas no son como crees. —Permanecí en silencio—. En serio es mi exnovia. —Me miró con lo que parecía ser vergüenza y una tristeza que se le instalaba en sus ojos cenizos—. Yo no te fui infiel, necesito que comprendas eso. —Siseé anonadada ante su cinismo—. Ella... Ella no está emocionalmente estable.

Diego suspiró y se giró para mirar hacia la ventana. Tuve la impresión de que estaba pensando qué decirme o peor aún, tal vez incluso inventando alguna excusa, una de sus tantas mentiras, aunque parecía impropio de él. ¿Acaso no había tenido suficiente tiempo para componer algo creíble durante todos esos días que estuvimos sin vernos? ¿Acaso le faltaba la habilidad? ¿Le fallaba la eficiencia de ingeniero intelectual en ese momento?

Giró para mirarme, se veía mal, muy mal y una parte de mí se alegró, porque si estaba en verdad destruido, crecía en mí la esperanza de que sus besos hacia mí habían estado revestidos de cierto cariño y que lo nuestro no había sido un completo fraude. Refuté mis propios pensamientos y me recordé que me había engañado, pero después de todo, ¿qué era una mentira más? Al menos sería una que me dijera a mí misma y no una de sus falacias nefastas.

—Lo nuestro siempre fue complicado. Las veces que intenté dejarle ella no lo aceptó, pero a decir verdad. —Hizo una pausa—. Nosotros no teníamos una relación estable. Tuvimos muchos problemas. Lo nuestro terminó y... —Se lamió los labios nervioso—. Ella no lo acepta, Max. Se desespera, grita, llora. —Tragó saliva y me miró momentáneamente—. Estar con ella era demasiado agobiante... No te imaginas cuánto. Siempre me amenazaba cuando intentaba terminar lo que teníamos. —Suspiró—. Manejé mal lo ocurrido y en ocasiones no se quedó en amenazas... —Diego bajó la cabeza abatido—. Todo es muy complicado entre nosotros.

Nosotros ¿Eran un nosotros? ¿Acaso no habíamos sido él y yo quienes teníamos un nosotros?

—En un principio pensé que todo era una exageración. Que estaba siendo demasiado dramática, que con el tiempo entendería que se había acabado. Traté de explicarle y luego... —Se quedó en silencio mirando el piso—. Ella hace de cuenta que estoy molesto, pretende que estamos bien y eso es todo. Se refugia en mí y yo, sé que en parte tengo la culpa de mucho... —dijo negando con la cabeza como sí decir eso lo estuviera matando—. Un día se tragó un frasco de pastillas.

Abrí los ojos sorprendida.

—Yo me pasé esta semana lidiando con ella de apoco, para saber qué tan inestable está, mientras intentaba comunicarme con su madre y después tuve que esperar a que esta volviera, para que se encargara de ella, porque me daba miedo que se hiciera daño...

Lo miré confundida a la vez que trataba de ordenar la información que me había dado.

—¿Entonces tu ex, es algo así como una persona mentalmente inestable y tú decidiste pasarte toda la semana con ella mientras su madre volvía no sé de dónde?

—No pretendo que entiendas, solo quiero que sepas que no te fui infiel.

—Ah. —Fruncí la boca—. ¿Entonces qué? ¿Ya está con su mamá? —Diego asintió—. ¿Y cada vez que le dé la gana tienes que ir a calmarla?

Me miró inexpresivo. No sabía si creerle una palabra de lo que había dicho, por lo que ser comprensiva o empática era muy difícil.

—Esa noche cuando te llamé, cuando llamé a Leo hace meses, a las tres de la mañana, ¿estabas con ella? —pregunté en tono acusatorio. Decidí acabar con mis dudas sin más dilaciones.

—No —respondió tajante—. Estaba solo.

—Ese día me dijiste que ella era algo que no podías dejar. —Le sostuve la mirada—. Joder, ya no me mientas—dije en mal tono a la vez que me ponía de pie.

—No te estoy mintiendo. Lo nuestro estaba jodido incluso antes de que tú y yo empezáramos a ser amigos.

—¿Cuándo terminaste con ella?

Diego se encogió de hombros.

—No lo sé, hace meses. Terminamos varias veces... Cuando vio que lo nuestro no iba a remontar se intentó suicidar. Estuvo en una clínica en la capital... Yo viajaba a verla, le hacía visitas los fines de semana.

Y cuando Diego dijo eso algo hizo clic en mi mente.

—Por eso no me hablabas los fines de semana... Te ibas a verla. —Diego me miró y no dijo nada. Había acertado—. Ja... —Negué con la cabeza incrédula—. Entonces sí tenías una novia... Y luego me dijiste que no.

Mis ojos se desenfocaron y me clavé las uñas en las palmas de las manos de la impotencia, no quería llorar.

—Ya no estaba con ella... Era complicado, Máxima. Y tú y yo solo éramos amigos.

—Claro... Por eso me dijiste que no la podías dejar —refuté alzando la voz comenzando a alterarme.

—Pero no era porque yo la quisiera, carajo... —dijo casi gritando. Apretó la mandíbula y se llevó los dedos al tabique de la nariz—. Cuando te dije que no estaba buscando tener algo contigo era en serio —agregó en un tono más sosegado—. No tenía esperanzas de que nada ocurriera entre nosotros. Simplemente éramos amigos. No podía darme el lujo de pensar de otra manera y... Ella era para mí... una responsabilidad.

Diego suspiró y me dio la impresión de que se encontraba al borde del llanto.

—Te lo juro, yo siempre tuve claro que no tendría nada contigo. Asumí que era imposible. Yo estaba demasiado estresado entre el trabajo y ella, así que cuando la internaron fue como un alivio. No me había dado cuenta de lo mal que estaba, hasta que eso pasó.

»Con el tiempo tú y yo empezamos a hablar... Me hiciste consciente de lo mucho que había descuidado mi aspecto... Y si busqué la manera de ser de nuevo tu profesor, fue porque absurdamente quería hacerte cambiar de opinión sobre mí, que vieras que no soy ese profesor torturador de alumnos que decías que era. —Hizo una mueca—. Pero te repito, no pretendía acercarme a ti para nada más que no fuera darte clases. Te lo juro... —insistió—. Yo sé que eso estuvo mal, yo sé cómo me hace lucir eso, como un irracional, sin embargo, así sucedió, no te voy a mentir, ya en ese momento me gustabas un montón, pero lo asumí como algo platónico. Darte clases no era nada nuevo, ya lo había hecho antes. Entonces me dejaste hablar y yo comencé a volverme loco, porque es tan fácil quererte, Máxima... 

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