Cuarenta y cuatro, primera parte

El lunes al medio día me vi en la penosa obligación de salir de la cama. La esperanza de remontar a un estado físico menos doloroso me parecía ilusoria, me había resignado a esa muerte en vida que me consumía. Me arrastré hasta la puerta y contesté el intercomunicador, había llegado un paquete para mí. No esperaba nada, lo coloqué en la mesa para deshacer el envoltorio y cuando descubrí la caja color borgoña que tenía grabada el nombre de aquella carísima tienda de lencería, cerré los ojos y negué con la cabeza.

Suspiré al recordar a Diego diciendo que me compraría más medias. Jamás me imaginé que pasaríamos de orbitar en un estado perpetuo de delectación a la realidad asfixiante que nos circundaba.

Me alejé de la mesa para buscar un vaso de agua y lo encontré en la barra de la cocina. Natalia debió haberlo recibido temprano. Parecía que solo me daba flores en momentos de tensión. El ramo de peonías color coral yacía en medio de mi cocina, ajeno al suplicio que suscitó su presencia en mi apartamento. Una vez más negué con la cabeza y decidí tomar la tarjeta para terminar con aquello cuantos antes.

«El instinto es algo que trasciende el conocimiento. Sin duda contamos con fibras más finas que nos permiten percibir las verdades cuando la deducción lógica, o cualquier otro esfuerzo del cerebro son inútiles. Nikola Tesla».

—Agggggh, maldito cabrón manipulador.

Enfurecida, caminé hasta mi habitación y tomé mi teléfono para llamarlo. Aguardé a que contestara con un cúmulo de insultos en la punta de la lengua que se quedaron flotando en el aire cuando le escuché decir mi nombre en un tono que denotaba emoción.

—Mentiroso.

Comencé a llorar de manera abrupta.

—Por favor, créeme. Créeme que solo quiero estar contigo.

Solté un quejido de rabia, de tristeza, de desesperación y finalicé la llamada. Diego me pedía que confiara en mi instinto, pero este nunca pareció acertado con respecto a él.

Me hice un ovillo en la cama, ansiando ser capaz de apagarme un rato, simplemente dejar de pensar y de darle vueltas a lo sucedido. Deseé poder cortar la línea eléctrica que alimentaba a mi insaciable mente de generar teorías e intentar encajar piezas en un rompecabezas del que no tenía conocimiento como era su forma. Ansiaba dejar de hundirme en la miseria espesa. No tuve éxito.

Traté de unir los fragmentos que conocía de su vida y una vez más tuve la sensación de que nada de lo que sabía de él, era algo en verdad transcendental. Yo conocía al ingeniero inteligente y eficiente. Al profesor diligente, pero Diego Leonardo parecía ajeno a mí, ¿qué sabía en realidad sobre él? Cuando intentaba reunir nuestros momentos me daba cuenta de que no tenía más que un puñado de domingos en los que me había enrollado entre sus sábanas demasiado ávida del contacto de su piel, de tardes de mensajitos subidos de tono, de horas al teléfono en conversaciones intelectuales. De él solo conocía esos ojos grises entornados por el placer, esas sonrisas afables y esas lamidas de labios lujuriosas.

No fue hasta ese momento que comprendí que él había evadido todo análisis riguroso para dejarme a propósito en la oscuridad y percatarme de aquella realidad me llenó por enésima vez de rabia.

*****

—A ver, abre la boca, aquí viene el pene —dijo Clau mientras sostenía el tenedor con un pedacito de pollo frente a mí y yo me reí de su mal chiste—. Mira es que a mí me dicen que viene un avión y no me provoca abrir la boca. —Rodé los ojos y le quité el tenedor—. Tienes que comer y no dejar que ningún pendejo te amargue.

Asentí, pero aquella risita momentánea desapareció tan rápido como apareció.

—Cierto, debes comer —dijo Nat que estaba preparando una ensalada detrás de la barra—. Estás muy pálida.

Claudia intentó quitarme el tenedor y yo la miré seria. Me dio una sonrisita y levantó los brazos en señal de rendición.

—Puedo comer sola —expliqué con amabilidad y me llevé el tenedor lleno de comida a la boca—. Gracias de todas formas.

—Si, bueno, pero come —insistió mi mejor amiga a la vez que me servía la ensalada.

—Ya, ya, no me sirvas más.

No quería comer demasiado, mi estómago seguía mal. Me puse de pie y me alejé de la cocina, necesitaba estar sola.

—¡Hey, no te vayas! —exclamó Nat.

—Déjala, déjala —contestó Clau.

Caminé hasta el balcón, posicioné el plato en el borde, mientras me cruzaba de brazos y espiaba al perro de la casa de abajo que dormía panza arriba. Envidié su tranquilidad.

«Ojalá en serio sea un gato en mi próxima vida», pensé a la vez que me llevaba con desgano el tenedor lleno de puré de papas a la boca. Mi teléfono vibró y masoquista me aproximé a leer el mensaje que había llegado, pero no era Diego, era Brenda para informarme sobre las clases que había perdido. Me había inventado una gripe maliciosa, una enfermedad tan aniquilante que me tenía descompuesta por completo, cuestión que, técnicamente, era cierta.

Diego no se había detenido, había seguido buscándome a lo largo de los días y en cada ocasión se había encontrado con la negativa de mi mejor amiga que no se cansaba de insultarlo. Yo simple y sencillamente no conseguía abandonar mi cama.

Me estaba desmoronando y orgullosa, no dejé que nadie me viese en ese estado. Si iba a morir lo haría a solas en mi habitación en donde leía sus mensajes entre lágrimas. Sus «hola» se transformaron en algo doloroso. Perdóname y te extraño se convirtieron en palabras vacías y sus llamadas en una tortura.

Brenda me enviaba por correo electrónico las novedades sobre las materias del semestre sin que me animara a siquiera abrirlos. La vida bullía a mí alrededor, seguía sin importar que yo me hundiese en la desdicha y el dolor. Por suerte, Nat tenía a Clau para hablar, si dependiera de mí, desde hacía mucho le habría contagiado mi tristeza.

En eso me había convertido, en un virus que infectaba todo con su angustiosa melancolía, de ninguna manera mis amigas conseguían que fuera al revés. Clau tenía suficiente energía como para electrificar una ciudad entera y aun así, a su lado, yo permanecía a oscuras.

Me obligué a comer aunque no tenía nada de apetito, porque sabía que Natalia había llegado de clases y se había puesto a cocinar mi pollo favorito solo para que comiera. Debía ser agradecida y tragármelo. El problema era que hasta realizar la más mundana de las tareas era un proceso alterno. Mi cerebro seguía entregado a analizar lo ocurrido.

Me irritaba mucho haber sido tan ingenua, dejarme engañar tan dócilmente y entender lo que sucedía demasiado tarde. Me molestaba no haber sabido leer las señales, aunque al mismo tiempo me decía que aquello no habría hecho ninguna diferencia para que él me contara lo que le ocurría, pues había admitido que nunca había tenido intenciones de decirme nada.

¿Cómo podría haber imaginado que Diego no hablaba de su gata era por la forma en la que había muerto? ¿Qué clase de persona mataba a un gato? Una que está muy mal de la cabeza y drogada. ¿Era esa mujer la razón de que el padre de Diego se preocupara tanto?

Había llegado a la conclusión de que esa mujer debía tener muchos problemas. Claudia decía que intentar razonar las conductas de alguien con un desequilibrio mental no llevaba a nada.

—Tienen un desbalance químico en su cerebro que necesita medicación y terapia, desde nuestra perspectiva o lógica de personas sanas no podemos entenderle.

Había una parte de mí que se condolía con Diego por su situación. Estar en una relación con alguien con ese tipo de problemas no debió haber sido fácil. La otra, me decía que aquello no era más que una excusa para su mal comportamiento. No debió mentirme, no debió mentirme nunca.

Recordarle de pie, mientras ella se le acercaba, seguía siendo un detonante para mis lágrimas, sobre todo, porque luego pensaba en que había admitido que habían dormido juntos. Pensé en la manera en que ella lo había mirado y lo había tocado como si él le perteneciera, como había buscado seducirlo... ¿Podía creerle que no había tenido sexo con ella?

Miré como el perro despertaba y poco después comenzaba a rascarse perezosamente. El mundo no paraba de girar y caí en cuenta de que al otro lado de la ciudad estaba Diego, en alguna parte, existiendo sin mí. Esa aseveración me frustraba, porque era una realidad que no deseaba y a la que él, con sus acciones, me había obligado sin que pudiese hacer nada para evitarlo.

En los últimos meses Diego se había encargado de llenar mis días de maneras demasiado intensas y satisfactorias, por lo que tener que acostumbrarme al vacío horroroso en el que habitaba, en ese momento, resultaba desgarrador. Debía recordarme que había tenido una vida plena antes de él, por lo que podía volver a tenerla, al menos, en teoría.

Al terminar de comer entré a la sala. Clau lavaba los platos y recibió el mío con amabilidad. Me dejé caer en el sofá mientras miraba la pared decorada con las fotos que Nat había sacado con su cámara polaroid. Verme sonriendo en algunas de ellas me pareció, como poco, extraño. Era como si aquellas imágenes fuesen retazos de mi vida que habían ocurrido hacía muchísimo tiempo atrás, cuando en realidad, algunas no tenían más que unos meses.

Mi teléfono vibró y eso me sacó del letargo.

«Hola, ¿podemos hablar?».

—Max, préstame una compresa de las chiquitas que las mías se acabaron —dijo Nat y eso logró que despegara los ojos de la pantalla.

—¿Y la copa? —preguntó Clau.

—Aún no la pruebo, igual ya casi terminé de menstruar, es mi último día —dijo mi mejor amiga.

—Busca en mi baño —dije con tranquilidad.

Me tomó más de tres pestañeos entender lo que sucedía. Ansiosa y con dedos temblorosos desbloqueé mi teléfono. Mi ritmo cardíaco se aceleró de golpe, mientras abría con rapidez la aplicación de mi calendario menstrual. El mundo se me vino abajo. Sentí un nudo irresoluble en la garganta. Inhalé en busca de aire, me estaba ahogando.

Me puse de pie y caminé hasta mi habitación, entretanto un sudor frío me recorría la espalda. Me encontré con Nat iba saliendo de mi baño con la compresa en la mano.

—¿Pasa algo?

Pestañeé de nuevo intentando poner las ideas en orden sin éxito alguno.

—¿Max? —Me tomó del brazo—. Joder, dime qué te pasa. ¡¡¡Claudia, ven!!! —gritó Nat preocupada.

No conseguía hablar, enmudecida por completo le entregué el teléfono a mi mejor amiga.

—Pensé que me ibas a mostrar un mensaje de Diego... ¿Qué pasa con esto? —Mi amiga abrió los ojos de golpe—. Espera... ¿Tú no has menstruado?

Negué con la cabeza. Clau llegó junto a nosotras con las manos en alto, pues la tenía aún enjabonadas.

—¿Qué pasó?

—Máxima tiene un retraso.

—¡¿Qué?! —expresó Clau—. Noooo, ¿estás embarazada?

Mis ojos se desorbitaron, ella había dicho lo impronunciable.

—No sabemos, tiene —Natalia miró el teléfono—. Cuatro días de retraso. Solemos menstruar al mismo tiempo, por lo general ella un poco después que yo.

—Bueno, pero cuatro días...

—Máxima es bastante exacta —interrumpió Natalia a Clau.

Me dejé caer en la cama y me llevé las manos a la cabeza. Antes de darme cuenta estaba llorando.

—No, no, no llores —dijo Clau—. Vamos a una farmacia, compramos una prueba de embarazo, cero dramas antes de eso. Lo más probable es que con tanto estrés tengas un pequeñito desarreglo hormonal, puede ocurrir, es normal. Cuatro días no son nada, mi prima era de menstruar todos los meses y una vez tuvo un retraso de más de una semana y era eso... El estrés que había estado pasando.

—¿Y si estoy embarazada? ¡Joder, mi papá me va a matar!

Aquello no podía estar pasando, Diego y yo habíamos usado preservativos y solo habíamos tenido sexo sin protección después de que mi periodo fértil había acabado. El mes anterior yo había menstruado sin problemas.

—Nadie te va a matar... —dijo Clau en tono sosegado—. O sea —Me miró con un gesto dubitativo y torció la boca—. Existen los abortos.

Nat apretó la boca.

Me llevé las manos al rostro mortificada. ¿Cómo no me había dado cuenta de que tenía un retraso? Ah, sí, estaba ocupada llorando. ¿Y si estaba embarazada? De solo pensarlo me temblaba el cuerpo.

—Pues...Diego tiene dinero, podrías decirle que te pague un aborto en el extranjero, en donde es legal y seguro —dijo Nat—. Porque aquí un procedimiento sin asistencia médica de calidad no te vas a hacer. Que no te vas a morir porque vivimos en un país de mierda que penaliza el aborto.

—Ay, Natalia, qué exagerada. Si está embarazada es de poquísimo tiempo. Es un aborto con pastillas —explicó Clau.

Sabía que mis amigas solo trataban de tranquilizarme, pero no lo estaban logrando.

—Pero igual aquí no se lo puede hacer. Lo mejor es que viaje.

Comencé a llorar con más fuerza. ¿Así tenía que ser mi existencia? Cuando pensaba que nada podía ir peor, todo terminaba de irse a la mierda. Joder, ¿pero qué había hecho yo en mi vida pasada para tener semejante karma?

—Un momento, respiremos —explicó Nat animándome a inhalar hondo—. No te preocupes sin necesidad, o sea, vamos a la farmacia a comprar la prueba, después de que sepamos nos mortificamos juntas, ¿ok?

Asentí con lágrimas en los ojos, pero aquello era fingido, ya en mi mente se gestaba una serie de posibilidades que me aterrorizaban.

—Déjame voy al baño, me pongo la compresa y luego a la farmacia. Cálmate.

—Yo me voy a sacar el jabón de las manos.

No tenía muy claro si sería capaz de abortar. Una voz en mi cabeza me gritaba que no. Que no podría hacerlo.

Si estaba embarazada eso significaba tener que decírselo a Diego, porque necesitaría su ayuda, aunque supuse que el dinero que me habían pagado por las coberturas me alcanzaría para un pasaje al extranjero, el procedimiento y demás gastos. Se me hacía una situación demasiado dura, demasiado difícil y a una parte de mí le parecía muy rastrero no infórmaselo, aunque me recordé que él no quería tener hijos, por lo que probablemente sentiría alivio si llegase a esa decisión. El tema era tomar la decisión...

Agitada me puse de pie e inconscientemente me llevé la mano al vientre. Asustada la quité en cuanto me di cuenta de lo que estaba haciendo y me dejé caer contra la pared llorando.

—Mierda, mierda, mierda. Un minipelirrojo ahora no —dije mortificada al recordar que así le había llamado Diego a nuestros hipotéticos hijos.

¿Qué se suponía que le dijese a mis padres? En el supuesto caso me había embarazado de un hombre del que no sabían nada y que ya no figuraba en mi vida, que me había mentido y seguía emocionalmente atado a otra mujer. Ser madre soltera parecía peor que abortar, ¿qué podría yo ofrecerle a un bebé?

No me había graduado, no era independiente económicamente y era muy joven aún ¿qué futuro podría darle? Lo razonable era no tenerlo, pero esa moralidad intrínseca a la sociedad en la que vivía me decía que aquello estaba mal, aunque en realidad... No fuese el caso

Sacudí la cabeza, no quería pensar más en lo que se suponía era lo correcto o no. Ni en si podría ser una mamá decente o no. Ni en lo que diría mi papá.

«Mi útero está vacío, mi útero está vacío, mi útero está vacío» me repetí como un mantra hasta que la voz de Nat me sacó de mi ensimismamiento.

—Vamos —Negué con la cabeza—. Bueno, compramos la prueba y volvemos. Por favor, tranquilízate.

Asentí y me levanté del suelo. Caminé por el pasillo hasta la sala y seguí la estela del cabello oscuro de Clau que me dedicó una de sus sonrisitas de ánimo antes de cerrar la puerta y marcharse.

Inhalé profundo y traté de sosegar mis pensamientos, pero todo era inútil, mi mente iba a mil por hora. Entré a mi habitación y noté que mi teléfono vibraba sobre la cama, sabía que era él, solo lo sabía. Comprobé mis sospechas al leer el nombre de Niko en la pantalla. No era el mejor momento para contestarle, en realidad ni siquiera debíamos hablar en lo absoluto. La llamada cesó y segundos después, apareció un mensaje.

«Disculpa por molestar, pero en serio me gustaría que habláramos de nuevo. Estoy abajo, no me atrevo a tocar porque tu amiga no me deja ni hablar. Permíteme subir, por favor».

Me llevé la mano al rostro y solté aire de forma ruidosa por la boca. No le veía desde hacía cuatro días, pues me había negado a verlo y había una parte de mí que quería que siguiese siendo de esa manera. La otra, en cambio, estaba renuente a admitir que lo extrañaba e intentaba amordazarse a sí misma sin mucho éxito.

«Sube, pero solo diez minutos» respondí con dedos trémulos y fui consciente de mi mala decisión cuando mi estómago se tensó.

Estaba hecha un desastre, había comido tan poco en los últimos días y había llorado tanto que sabía que no lograría disimular mi mal aspecto. Así que solo opté por ponerme mi bata de pandicornio encima y le abrí la puerta. Lo miré un segundo antes de darle la espalda y caminar hasta la sala, necesitaba colocar suficiente espacio entre nosotros.

Se movió en mi dirección con cara de desasosiego, sus pupilas se dilataron y me miró como un cachorrito abandonado al que al fin rescatan.

Se acercó a mí sin titubeo, por lo que yo di un paso atrás y choqué con la barra de la cocina en donde él colocó un cubo de dulce de leche. Abrí la boca para soltarle un discurso contundente, pero no alcancé a hacerlo, pues él me dejó perpleja al ponerse de rodillas frente a mí.

—Perdóname, por favor —rogó—, perdóname.

Le miré atónita y abrí la boca. Mi reacción visceral fue enterrar los dedos en su cabello para acariciarlo, mientras él se abrazaba a mis piernas. Apenas conseguí salir de mi estupefacción le pedí que se pusiera de pie, no quería verlo arrodillado. 

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