Cincuenta y tres

Abrí los ojos de apoco, para dejar que la luz del cielo azul que entraba por la ventana se filtrara entre mis pestañas. Tras ir al baño sentí algo de frío, por lo que me refugié en un suéter vaporoso en busca de calor y salí de la habitación.

Caminé despacio para no hacer ruido. Noté que la puerta del estudio estaba abierta y me quedé unos segundos hipnotizada mirando la danza que ejecutaban las cortinas al dejarse llevar por la brisa marina. Doblé a la derecha y caminé por el pasillo. El resto de las habitaciones tenían las puertas cerradas, todos seguían durmiendo, así que me dirigí a la planta baja, para recubrirme del reconfortante silencio.

Estaba siendo una de esas mañanas. Una mala mañana, pésima, terrible. Una de esas mañanas en las que despertaba y en lo primero que pensaba era en él y eso de forma ineludible sentaba un precedente para el día en donde mi bienestar se estropeaba.

Abrí la puerta trasera que daba hacia la playa y bajé las escaleras despacio, mientras acariciaba el barandal de madera roída. Caminé disfrutando de notar como el sol ascendía perezoso entre las nubes, el sonido de la diversidad de aves marinas y la arena que se adhería a la piel entre mis dedos de los pies. Metí las manos en los bolsillos del suéter en busca de calor y dejé que la brisa me despeinara a la vez que mis ojos vagaban por la inmensidad del mar.

Había pasado una mala noche, sola en una cama desconocida, mientras me admitía verdades que en los últimos meses me había negado con ahínco porque quería avanzar. Todo se debía a que lo había visto y, extrañamente, también al beso del bar de la playa, porque ese beso había movilizado algo, removido sentimientos, pues me hizo entender lo inadecuado que se sentían otros labios sobre los míos y abrió una brecha en mi mente. Paré de pretender que lo odiaba, lo imaginé abrazándose a mí y fue ese tierno recuerdo lo que me permitió conciliar el sueño.

«Patético, Máxima, patético», me reproché, mientras miraba la espuma marina que se concentraba en la orilla.

Me quité del rostro el cabello que la brisa insistía en colocar ahí y caminé por la playa mirando a un punto incierto en el agua. Estaba cansada de pensarle y aun así, no encontraba la manera de alejarlo de mi mente.

Me sentía herida por el solo hecho de imaginarlo conversando con ella, o porque abría sus ojitos grises y ya no era a mí a quien miraba al despertar. Odiaba pensar en que alguien pasara los dedos por su cabello y que otros labios se amoldaron a los suyos. Aquello me producía un desconsuelo terrible, me hacía respirar agitada como el mar que rompía contra las rocas.

Me dejé caer en la arena, abracé mis piernas y apoyé la barbilla en mis rodillas para tranquilizarme. 

Intenté deconstruir esa imagen de amor posesivo que crecía en mi mente. Quería creer que no era de ese tipo de personas que califica al ser amado como suyo, sin embargo, por más que detestase admitirlo, perdía el raciocinio al recordar cómo ella le rodeaba la espalda con el brazo y como le hablaba con tanta familiaridad. Porque ver como lo besaba aquella otra mujer de cabello corto había sido un bofetón, pero aun así le había creído cuando me había dicho que no la quería, aunque era obvio que se preocupaba mucho por ella.

No obstante, era diferente con la chica que le había acompañado en el colegio de ingenieros, resultaba tangible la confianza entre ambos. ¿Se me había pasado ver eso aquel día que se encontraron en el hotel? En ese momento yo creía que me amaba solo a mí, por lo que no podía querer a nadie más... Masoquista, no conseguía parar de preguntarme, qué sentiría por ella, pues yo ya no era parte de su vida.

«¿Cómo me acostumbro a esto? ¿Cómo me acostumbro a ver al tipo que adoro con otra? ¿Cómo?», pensé mientras enterraba los dedos en la arena y me preguntaba cuanta más tristeza me costaría superarlo, porque no creía que pudiese agotarse pronto y odiaba no poder controlar lo que sentía. Lo odiaba. Quería dejar de quererlo, porque amarlo me estaba matando.

La gente siempre decía que había que seguir adelante, pero no era fácil.

Retorné cabizbaja a la casa, eludiendo pisar las hierbas que crecían desperdigadas frente a las escaleras. Al entrar, me dispuse a ocupar mi mente para como de costumbre, volver a esa normalidad fingida en la que pretendía que lo estaba superando.

Tras enviarle un mensaje a mi padre de buenos días, saqué los diferentes ingredientes del refrigerador con el propósito de hacer el desayuno. Media hora después iba bastante adelantada aunque la cocina era ajena a mí y tuve que buscar en donde se encontraba todo lo que necesitaba.

Cada tanto vigilaba la segunda tanda de tocino que se estaba cocinando, porque quería que estuviese crujiente. Mientras, picaba frutas para una ensalada a la vez que una panqueca se cocinaba en la sartén.

El sonido de unos pasos en las escaleras me distrajo. Miré hacia allá y vi a Antonio bajar los peldaños. Solo vestía un short de traje de baño. Era un poco exhibicionista.

Inhaló de forma sonora como si quisiera oler todo lo que se cocinaba y se acercó a mí. Luego bostezó mientras estiraba los brazos y echaba la cabeza hacia atrás. Mi vista insistió en pasar de mirar el vello oscuro que tenía en el pecho, a ese que se dejaba entrever en el vientre bajo. Giré el rostro en el segundo justo en que él se recomponía.

—Buenos días —saludó con una de sus sonrisas amables. 

—Buenos días.

—¿Puedo? —preguntó al plantarse frente al plato de los panqueques.

Asentí. Le miré caminar al refrigerador del que sacó un frasco de mermelada. Untó el panqueque y tomó un pedazo de tocino, lo colocó en el medio, lo dobló por la mitad y se lo llevó a la boca con la mala suerte de que un poco del relleno goteó sobre su pecho. Gimió masticando y recogió con los dedos la mermelada que le había manchado la piel y se los llevó a la boca para chuparlos ruidosamente.

—¡Está buena! —Asentí—. Qué daría yo por despertarme todos los días con un desayuno así de bueno. ¿Hay café?

—No, aún no lo he hecho.

—Yo lo hago.

Con dos bocados más se terminó la panqueca y caminó hasta la cafetera chupándose el resto de los dedos. Le colocó el agua y luego se giró hacia mí mientras llenaba el depósito de café. 

—Te vi en la playa caminando, ¿qué te pasa? Te veías triste.

No esperaba que me preguntase eso y apenas conseguí balbucir que no me ocurría nada, entretanto tapaba la ensalada de frutas que estaba lista.

—Ah, eres de esas...

Giré a mirarle confundida.

—¿Esas?

Saqué la panqueca que ya estaba lista y agregué más mezcla en la sartén.

—Sí, de esas personas que no les pasa nada, pero en realidad les pasa de todo.

Hice una mueca para intentar evidenciar que su presunción era incorrecta, que se equivocaba a totalidad, que estaba perfectamente bien, porque odiaba sentirme así de expuesta.

—Pensé que no vendrías con nosotros a casa anoche, que te irías con la morena.

Decidí darle la vuelta a la panqueca, literalmente y hacer la conversación sobre él.

—Solo nos divertimos un rato, bailamos, la pasamos bien...

Imitó como bailaba con la chica y yo me reí.

—Igual nada como tú que te propasaste y besaste a Carla —Giré a mirarlo sorprendida—. La pobre ya iba hasta arriba entre los brownies con marihuana y el alcohol...

Abrí la boca anonadada.

—¡Ella me besó a mí!

En mi cabeza se reprodujo brevemente la escena de la noche anterior, en la que me había alejado con rapidez de aquella boca de labios gruesos y suaves. Había estado a punto de soltarle un puñetazo al creer que era algún borracho impertinente, cuando las luces le iluminaron el rostro y me mostraron que reía de lo más divertida. Perpleja por saber que ella me había besado me paralicé y eso le dio la oportunidad de que me besara de nuevo. Apenas pude reaccionar, eché la cabeza hacia atrás y su novio se rio como si nada.

—Desde el ángulo en donde estaba pareció lo contrario —Tomó otra panqueca—. Pensé que eras hetero. —Se tocó los labios, que se estiraban en una imperceptible sonrisa, con el dedo incide en un gesto pensativo.

—No me van las mujeres... Me van ¿los hombres? —respondí con cierta ironía al aclarar aquello en tono de pregunta.

—¿Qué tipo de hombres?

Fue ahí que me di cuenta de que lo suyo era puro jugueteo y que sus preguntas solo procuraban su propia diversión.

—Ahora mismo no lo sé, incluso diría que debo cambiar de gustos.

—Concuerdo, hay que variar —Me pareció detectar que su tono de voz se había enronquecido—. ¿Te agradó el beso?

Fingí quedarme pensativa, mientras retiraba del sartén el tocino que ya estaba listo. Él aguardó impasible por mi respuesta a la vez que le untaba mermelada a otra panqueca.

—Gustarme, gustarme... Pues no, pero me han dado besos peores, así que... —Hice una pausa y me encogí de hombros—. En fin, la cuestión es que fue ella quien me besó a mí, pregúntale a Brenda.

Se rio y confirmé que se divertía un montón a mi costa. Se giró hacia mí con la panqueca en la mano, me miró con una sonrisita coqueta y me dio una de sus miradas magnéticas de ojos oscuros. Estiró el cuello, su mandíbula se movió hacia delante haciendo que el labio inferior sobresaliera sobre el superior.

—Cierto que... Nadie podría culparla por querer besarte —dijo en tono sosegado y su rostro adquirió un semblante serio y seductor.

Me quedé ahí petrificada, sin saber qué decir. ¿Qué significaba eso? Perfecto, un momento espléndido para que mis neuronas cesaran de funcionar, para hacerme pasar la vergüenza de hacerle creer que me dejaba sin palabras así de fácil. Sonreí y moví la boca para hablar, pero me distrajo el ruido de los pasos y las voces que descendían por las escaleras.

—Se te va a quemar la panqueca —dijo mirando la sartén y después a mí con esa nota de intensidad que brilló de nuevo en sus ojos.

Antonio caminó hasta la cafetera y se sirvió una taza de café para el momento en que nuestros amigos llegaban a la cocina.

—Te apuesto a que Máxima si entiende y le da risa —dijo Brenda a mis espaldas.

Tiré la panqueca que se había quemado y puse más mezcla en la sartén. Miré por el rabillo del ojo como Antonio tomaba asiento en la barra, mientras comía con tranquilidad. Respiré profundo y me reproché haber permitido que me pusiera nerviosa. Luego, Brenda me mostró una imagen en su teléfono a la que no le presté demasiada atención. 

—Ves, tampoco entiende —dijo Filippo segundos después, mientras yo comenzaba a hacer huevos revueltos. 

—¿Qué hay que entender? —pregunté y miré de nuevo la imagen—. Ah... —Me reí cuando noté el chiste.

—Ves, esto se llama cultura geek —dijo mi amiga dirigiéndose a Filippo a quien procedió a explicarle el chiste. 

Era la foto de un viejo disquete de computadoras con un rótulo en inglés que decía: disco de restauración de sistema. No borrar. Lo habían sostenido con un imán a la pared de un archivo de metal. Los campos magnéticos dañaban los disquetes, pero mucha gente desconocía eso en la actualidad, pues habían entrado en desuso hacía mucho tiempo.

—¿Quieren desayunar? —pregunté y mis amigos asintieron.

—¿Me regalas otra panqueca?

Giré a mirar a Antonio y asentí en el momento en que Carla entraba a la cocina, justo cuando pensaba que el ambiente no podía ser más incómodo...

*****

Pasé el dedo por mi celular para ver los comentarios de la foto en la orilla del mar en compañía de Brenda, que había publicado en Instagram. Natalia había bromeado al llamarme Baywatch, por mi traje de baño enterizo color rojo. Habíamos recorrido una buena porción de la playa y sus alrededores mientras nos tomamos fotos y fastidiábamos a Filippo al que obligamos a que fuera nuestro fotógrafo.

Luego el feed de la aplicación se actualizó y la grata sorpresa fue ver una foto de mi hermano y Claudia en su perfil. Ella reía, él le besaba la mejilla. Giré el teléfono para que Brenda la viera y ella me lo quitó para mirar de cerca.

—Mírala... Se está comiendo al pelirrojo. Ufff... Yo que tanto te pedí que me lo presentaras... Que injusticia.

—Bap, es mi hermano... Además, no te quejes que todo te ha salido bien. —Miré en dirección a Filippo, que tal como había expresado mi amiga en una oportunidad anterior, se veía excelente en traje de baño—. Por cierto, Nat me ha dicho que al menos ya conseguí mi momento lésbico en la vida —bromeé.

—Aja... Es que yo no la vi muy incómoda está mañana cuando te pidió disculpas, yo creo que le gustas. Si te dejas te coge...

—¿Al menos besa bien? —solté sarcástica.

—Descubriendo la bisexualidad en la playa —bromeó mi amiga y yo me reí. 

Me levanté de la esterilla en la que me estaba bronceando y la arrastré a la sombra bajo un toldo que habían armado los chicos cerca de unas palmeras. Habíamos viajado casi treinta minutos a una playa cercana que tenía el agua super clara y calmada, lo que la hacía muy popular. La arena estaba llena de turistas, que se divertían en distintas actividades, como Andrés y su novia Carla, que jugaban voleibol en compañía de unas chicas. Filippo que pateaba una pelota con un par de niños a varios metros. La gran mayoría nadaba, se bronceaba o descansaba bajo sombrillas o las palmeras.

Saqué una botella de agua de la cava portátil y comencé a beberla. Brenda se resguardó del sol junto a mí. Conversábamos animadamente cuando Antonio se acercó para dejar la carpeta que tenía cierre, que había visto antes, sobre una silla de playa. Luego sacó una cerveza de la cava y se marchó a jugar voleibol.

Mi amiga no tardó en levantarse para tomarla. Se sentó en la silla y se colocó la carpeta sobre el regazo.

—Me avisas si viene.

—¿Qué coño estás haciendo? Deja eso, se va a dar cuenta, está a tres metros de aquí.

Se cayeron un par de papeles que estaban entre las hojas.

—¡Mierda!

Brenda los sacudió para quitarle cualquier grano de arena que pudiese adherirse a los mismos y los guardó con rapidez.

—Se va a dar cuenta, no seas metiche.

—Ay, está distraído jugando. —Pasó la página de un cuaderno y miró con atención—. Wow, ven, ven... Tienes que ver esto.

—No... —Giré a mirar a Antonio que seguía jugando sin percatarse de nada.

—Maldita sea que vengas... En serio, esto es algo más... Es la porno...

Llevada por la curiosidad me levanté y me posicioné al lado de la silla para mirar las páginas que mi amiga me mostraba boquiabierta. Eran mujeres desnudas de distintas tallas, alturas y etnias en delicadas poses, pero luego Brenda regresó atrás para mostrarme unas escenas de sexo. Mirar todo aquello hizo que mi pulso se tornara frenético, la adrenalina de saber que hacíamos algo indebido al vulnerar así la privacidad de Antonio me generó una extraña inquietud. 

—Explícame los detalles. Los pezones, el cabello...

Antonio era un talentoso y excepcional dibujante.

—No, pues ellas, mírales la cara... Que se lo están gozando mucho. —Señalé la ilustración de una chica de piernas abiertas, mientras otra le daba sexo oral.

—Ok... Este está precioso —comentó Brenda sobre la imagen de un chico que tomaba por las mejillas a una chica para mirarla.

Había dibujos de besos apasionados, de caricias ardientes, de posturas sexuales y altamente eróticas, pero también de abrazos tiernos, de complicidad o al menos eso evocaban.

—¿Crees que algunas de estas ilustraciones son de las mujeres con las que sale? ¿Que las escenas están inspiradas en cómo se las coge?

Mi amiga me miró de reojo a la espera de una respuesta.

—Ni idea... Mejor cierra eso, mira que nos sobra la mala suerte y capaz...

—¿Qué están haciendo?

Gritamos al unísono del susto. 

—Maldita sea, casi se me sale corazón —dijo Brenda y le soltó un manotazo en el brazo a Filippo por asustarla.

—¿Antonio les dio permiso para revisar eso? Es muy delicado con sus dibujos.

—Viste, te lo dije. Ya cierra eso.

Brenda me hizo caso y cerró la carpeta y la dejó sobre la silla.

—Pues no, no nos dio permiso y tú no vas a decir ni una sola palabra —rogó mi amiga con tonito dulce y convincente. Filippo asintió con la cabeza en lo que pareció un gesto de resignación. 

—Ok, ¡vamos a dar una vuelta en la moto!

Mis amigos se marcharon y me dejaron sola. Me senté en mi esterilla asimilando el estupor que me había generado mirar todos esos dibujos, que en su mayoría, parecían emanar sensualidad, deseo puro y duro. Me había percatado de Antonio con la carpeta y un lápiz por más de una hora recostado a una palmera. ¿Había estado dibujando una de esas escenas eróticas ahí en plena playa, rodeado de todos?

Me sentí súbitamente acalorada y no pude evitar preguntarme si, tal como había mencionado Brenda, sus ilustraciones serían producto de sus vivencias.

Rato después me percaté de un vendedor ambulante de helados a pocos metros que atendía a unos niños, así que no dude en hacerle señas para que se aproximara. Necesitaba refrescarme.

El hombre de unos cuarenta años, delgadísimo y alto me ofreció los diferentes sabores que tenía.  Escogí una paleta y le pagué. Luego me entregó el cambio y se quedó a mi lado mientras arreglaba unos billetes. Abrí el empaque de forma distraída, entretanto pretendía que no seguía ahí para darle tiempo a que se marchara, pero no lo hacía, por lo que tomé asiento para cortar toda cercanía.

—¿De qué país eres? —me tuteó sin más.

—No soy extranjera —contesté confundida de que pensara eso. 

—¿En serio? —Asentí—. ¿De qué parte eres?

—De la capital —mentí.

—No tienes acento de la capital.

Algo en su actitud no me gustó. Sentí la necesidad de alejarme, no obstante, no podía marcharme sin más, todas nuestras pertenencias estaban bajo el toldo. Había gente a nuestro alrededor, lo que me transmitió cierta seguridad, aun así, mi incomodidad creció conforme el hombre permanecía plantado a mi lado.

Miré en dirección a la playa, Brenda y Filippo ni siquiera estaban a la vista. Miré a Antonio que continuaba jugando voleibol y lo llamé, prácticamente gritando. No me escuchaba. Me puse de pie.

—Mira, yo no te voy a hacer nada, tranquila —dijo en tono despreocupado el hombre y continuó acomodando los billetes—. Solo estoy agarrando sombra un rato.

—No es eso, es que no sé si mi novio quiere un helado, es para preguntarle y aprovechar que usted sigue aquí —disimulé con aquella excusa.

Tal vez estaba siendo paranoica a razón de mi padre que no hacía más que alertarme de los peligros que podía correr, así que insistí en llamar de nuevo a Antonio que se giró hacia mí y me miró extrañado. Le hice señas de que se acercara y él a su vez a los demás jugadores de que se marcharía. Trotó en mi dirección y apenas estuvo cerca, le di una mirada que intentaba transmitirle mi nerviosismo.

—Dime, Tesoro —dijo a la vez que encajaba su mano en mi cintura, luego me besó en la mejilla.

—¿Mi amor, quieres un helado? Es para aprovechar antes de que el señor se vaya.

El hombre se acercó para mostrar la variedad que tenía.

—No, no, gracias, una cerveza mejor —respondió y miró al hombre de manera impasible.

—Tiene una novia muy bonita, no debería dejarla sola. Hay mucho hombre sinvergüenza por ahí —agregó con tono jovial y a mí me recorrió el cuerpo un escalofrío asqueroso.

El gesto de Antonio se endureció.

—No se preocupe, nunca le quito los ojos de encima por mucho tiempo.

El hombre entendió al fin que no era bienvenido y se marchó. Antonio me preguntó por lo ocurrido, por lo que yo le conté todo y agradecí su asistencia.

—Tengo años viendo a ese hombre por la zona vendiendo helados, pero eso último que comentó fue muy desagradable... —dijo Antonio.

La situación me había quitado las ganas de comerme el helado, aun así me obligué a hacerlo. Se estaba derritiendo.

—Ya puedes irte a jugar. Gracias.

—No, me quedo a hacerte compañía un rato, de todas formas ya me estoy insolando —Se pasó la mano por el cabello que lucía desordenado.

—¿Te echaste protector solar?

—Sí, esta mañana.

—¿Y no te lo has reaplicado? —dije con un tono de reproche inadecuado de usar en hombres adultos como él.

Su respuesta, por supuesto, fue reírse y sonreír con esa ambigüedad que parecía portar de nacimiento en los labios. Las arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos, cuando hacía eso, tenían cierto encanto, le conferían un aire de sabiduría.

Finalmente, negó con la cabeza.

—Vas a parecer una pasa antes de los cincuenta.

Le entregué mi helado, tomé mi protector y comencé a aplicárselo en la cara con la punta de los dedos, esquivando el área de la barba corta sin que él dejara de sonreír. Le expliqué cómo funcionaba el factor de protección y los minutos que duraba, por lo que siempre se debía reaplicar. Él asintió y algo en su gesto me dijo que era así de permisivo con mis regaños, porque en el fondo le gustaban.

—¿Por qué Tesoro? —pregunté al recordar que también me había llamado así en el bar. No era algo común.

Hizo una mueca con la boca de no sé.

—Es una expresión cariñosa en italiano.

Descarado se llevó mi helado a la boca y sus ojos adoptaron esa mirada intensa que le caracterizaba.

—¿Por qué me miras así?

La pregunta se deslizó de mi boca de manera incontenible, mis labios la verbalizaron apenas mi mente la formuló. Supuse que todo lo ocurrido con el hombre desconocido me había agotado la paciencia e incluso, un poco la amabilidad. Quería saber qué le pasaba por la cabeza a Antonio. Me abrumaba una rara mezcla entre curiosidad, ansiedad y un poquito de angustia al pensar en que tal vez su respuesta me dejaría para variar, sin nada que decir.

—¿Así cómo? —Su sonrisa pareció disimular que sabía a la perfección lo que le preguntaba, solo que le gustaba jugar, pues su tono de voz era dulce y despreocupado.

—No sabría cómo describir tu mirada, se me hace un poco indescifrable —admití sin más y él se llevó de nuevo mi paleta a la boca.

Nerviosa di la vuelta con la excusa de aplicarle el protector solar en la espalda. Tenía la impresión de que disfrutaba de hacerme languidecer, mientras que yo, en cambio, estaba harta de los hombres desconcertantes y poco comunicativos.

—Si te soy sincero, eres tú la que me parece indescifrable —dijo con esa entonación extraviada que solía tener su acento con un dejo italiano. 

—¿Yo? ¿Por qué?

Giró para mirarme sobre su hombro y me mostró de nuevo esa sonrisita ambigua que le caracterizaba.

—Cuando te vi en el restaurante de mi madre bebiéndote una copa me pareciste vibrante, eras... —Hizo una pausa que me dejó a la expectativa—.  Eras fuego... Rojo crepuscular... Ahora te ves extinguida.

Aquella respuesta, tal como me lo había imaginado, me tomó desprevenida y me dejó atónita, por lo que dejé de mover la mano por su espalda.

—¿Dije algo malo? —Miró sobre su hombro.

¿Qué coño se suponía que respondiese a algo así? ¡¿Qué?!

—No, no, no.

Sí había sido malo, pero no quise decírselo. Terminé de aplicarle el protector y se lo entregué.

—Aplícatelo en el pecho.  

Le quité el helado de los dedos que había comenzado a gotear sobre la arena. Tomé asiento en mi esterilla y comí el resto como una autómata, prácticamente sin saborear. Él se movió para sentarse a mi lado y se quedó en silencio, cuestión que le agradecí, porque la molestia comenzaba a ganar terreno en mi mente.

«¿En serio soy tan transparente? ¿Todo el mundo se percata de mi desdicha? Y yo que creía que lo estaba disimulando bien... Que lo que estaba dejando todo atrás», pensé con la mirada perdida en algún punto del mar hasta que vi emerger de este a Brenda con Filippo.

—¿Quieres ir a dar una vuelta en la moto?

Titubeé... Me encontraba demasiado ensimismada en mis pensamientos al punto de que me costó formular una respuesta. Me negué explicándole que no era muy buena nadadora y que a decir verdad, me daban un poco de pánico las profundidades marinas.

Antonio me dijo que llevaría chaleco salvavidas, que podía ir despacio, pero que si no me apetecía, no importaba, iría solo. Se puso de pie y conversó con Filippo, por lo que me quedé ahí conmigo misma y no tardé en recriminarme sobre lo patética que era.

—Dios cuando hizo el mundo, no pensó en los miopes... Yo en plena moto agarrada como un mono de Filippo con una mano y con la otra sosteniéndome los lentes que obvio se mojaron, porque si me ponía los otros que tienen la cinta elástica atrás no vería nada —dijo Brenda mientras secaba los cristales—. Hey... ¿Te pasa algo?

Negué con la cabeza. Me puse de pie y decidí aceptar la propuesta del paseo aunque tuviese miedo, pues sostuve la premisa de que debía vivir un poco y dejar de estar amargada al punto de que personas que apenas me conocían, se percataran de mi desdicha.

—Me prestas tu chaleco, me voy a dar una vuelta.

Brenda alzó las cejas asombrada e hizo un gesto de aprobación. Le pedí que guardara mi teléfono y valerosa caminé en dirección a Antonio. Me detuve a un metro de él y cuando me vio colocarme el chaleco sonrió. Luego fue a la carpa, trasteó algo, salió con una bolsa de tela y me hizo señas para que lo siguiera.

Al arribar a la orilla se acercó a mí y ajustó las correas del chaleco salvavidas, luego me colocó unos lentes que tenían una cinta adaptable que los mantenían sujetos a la cabeza con una atención al detalle impresionante. Quería decirle que podía arreglarlos sola, pero no conseguí hacerlo.  Él arrastró la moto hacia el mar y como no había casi oleaje lo hizo sin mayor dificultad.

Tomó asiento y luego me ofreció una mano para que me acomodara detrás de él.

—Sostente de mí. —Tomó mis manos y las posó sobre su abdomen, pues él no se había puesto chaleco.

Antonio tenía la piel caliente por tantas horas al sol, llevaba impregnado el perfume a mar, a sal, que al mezclarse con su sudor había creado una esencia agradable que me acariciaba la punta de la nariz.

Apenas arrancó, mi reacción visceral fue abrazarlo más. Él avanzó surcando el agua despacio. Recorrió la costa y señaló las montañas de parajes verdes que la rodeaban, así como otras formaciones rocosas adyacentes, mientras me contaba alguna anécdota acerca del lugar. La brisa agradable se posaba sobre nosotros durante aquel serpenteo sin rumbo por el agua, que de tanto en tanto nos salpicaba.

Nos fuimos adentrando en el mar de a poco, al punto de que logramos visualizar en el horizonte un cayo. Luego, él aceleró más y eso me sobresaltó por lo que mis rodillas conectaron con sus muslos. Solté un gritito, pues la velocidad nos hacía saltar sobre la superficie del agua y eso me hizo abrazarlo con más ahínco.

Respiré en paz cuando disminuyó la marcha y la moto dio un par de vueltas para darme una vista periférica del paisaje. A un lado: la playa con sus palmeras y su arena brillante con menos turistas. Al otro: el mar infinito y el cielo que se pintaba con los colores del ocaso que se avecinaba. Y de cerca: su espalda, su cabello oscuro revuelto.

—El mejor lugar para ver el atardecer.

Había algunas lanchas y motos dispersas a muchos metros en el área, por lo que no era el único que pensaba de la misma manera acerca de ese punto.

En el cielo las nubes se arremolinaban pintándose de los matices púrpuras, azules y naranjas rojizos. Las aves retornaban a sus refugios, el calor comenzaba a mermar.

—Me gusta cuando las nubes se ven así... Como una tela rasgada, como un color difuminado. Sublimes...

—Parecen algodón de azúcar —comenté—. Cuando lo jalas para llevártelo a la boca. Se ven como... El cuadro que está en tu casa.

Se giró a mirarme sobre su hombro.

—Si, exacto... —dijo entusiasmado—. Lo has entendido, se besan dejándose llevar por la pasión, como lo hace esa nube por el viento —explicó señalando el cielo.

Se quitó los lentes y me preguntó si quería nadar. Luego saltó al agua a nuestra derecha sin previo aviso. Se mojó el cabello y flotó unos segundos en la superficie, mientras me animaba a acompañarlo con tono meloso y alentador. Le respondí efusiva que no y me incliné para apoyar las manos sobre el asiento vacío.

—¿No te da miedo estar ahí? Sabrá Dios qué hay abajo.

Sonrió con esa dulzura audaz que comenzaba a reconocer en él.

—No creo que me coma un tiburón hoy.

Se enderezó en el agua y me invitó a entrar de nuevo, cuestión a la que, por supuesto, me negué.

—Yo estoy muy bien aquí sentada en la moto, tú en cambio debes estar flotando sobre un calamar de once metros.

—Eres demasiado miedo... —Se interrumpió. Miró extrañado el agua—. Creo que sentí algo...—Yo rodé los ojos, no iba a caer en su juego—. ¡Mierda!

Comenzó a nadar con apuro en dirección a la moto y de repente se hundió en el agua frente a mis ojos.

—¡Antonio! —grité su nombre mirando la superficie del mar a la espera de que emergiera en algún momento—. ¡Antonio! ¡No bromees así, por favor!

Nada, no aparecía... Miré fijamente cómo se mecía el agua, como si de esa manera pudiese hacerle retornar a mi lado. Mi respiración se aceleró, mi corazón comenzó a bombear deprisa contra mis costillas, mientras me decía que era una broma... Un juego.

Pero él no salía a la superficie. ¿Cuánto tiempo podía aguantar la respiración? Aunque no quisiese me paralicé de miedo. Justo cuando comenzaba a asimilar lo que ocurría y pensé en llamar a alguna de las personas de los botes cercanos, sentí que algo me golpeaba la pierna a mi izquierda.

Grité de la impresión y giré en esa dirección. Antonio había emergido de ese lado. Tomó una honda bocanada de aire y me lanzó agua para mojarme. Solté una especie de mugido, estaba muy molesta.

—¡Eres un imbécil! ¡Casi me matas del susto!

Me llevé la mano al pecho sobre el chaleco, el corazón se me iba a salir por la boca. Antonio había nadado por debajo de la moto, para aparecer del otro lado.

—Estaba jugando.

—¡Esos no son juegos!

—Y yo que pensaba que te lanzarías a salvarme —Echó la cabeza hacia atrás, para flotar con tranquilidad—. ¿A ti no te parece que estás un poco estresada?

Mi respuesta fue mirarlo con desdén, con absoluto reproche y creo que notó que en serio me traumaba todo el tema del agua, porque se subió a la moto. Lo hizo con cuidado para no golpearme. Apenas se sentó le pegué en el hombro y él se quejó.

—Estaba asustada...

—Cálmate, cálmate.

—Por un momento dudé y pensé que si te había pasado algo.

Sacó de la bolsa dos botellas de vodka con soda, las destapó y me miró sobre su hombro, para entregarme una, mientras me daba una de sus sonrisas.

—No, no me sonrías así, todo cretino enigmático, fuiste un completo idiota.

—¿Cretino enigmático?  —Rio un poco—. Mejor brindemos —Estiró el brazo hacia atrás—. Por los ataques falsos de criaturas marinas.

—Vete mucho a la mierda.

—Hace treinta segundos estabas preocupada por mi vida, ahora me mandas a la mierda —respondió haciéndose el gracioso.

Le pegué un pellizco en el costado del abdomen presionando los dedos con fuerza y él se quejó con un jadeo de dolor.

Tesoro, no seas mala...

—Malo tú. Pensé que pasaríamos un rato agradable, pero solo querías torturarme.

—Tienes razón. —Giró a mirarme y apoyó una mano sobre mi rodilla que apretó un poco para poder mantenerse con el torso girado en esa posición—. ¿Me perdonas, Tesoro?

Me miró hondamente y tuvo el atrevimiento de tomarme por la mejilla con el par de dedos que le sobraban de sostener la botella, insistiendo persuasivo en su pedimento. Aquel toque me desestabilizó más que el de la rodilla, porque estaba tan cerca que casi podía saborear su aliento.

Me dio la impresión de que quería decirme algo, pero permaneció en silencio con expresión seria, no había ninguna sonrisita insolente, solo parecía querer estudiarme cada milímetro del rostro. Ladeó la cabeza un poco y sus ojos adoptaron ese típico brillo inexplicable que solía habitarlos. Me sostuvo la mirada y eso, una vez más, me paralizó.


Usen la imaginación, eliminen el tatuaje y pinten el traje de baño de rojo.

#ComentenCoño

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