Cincuenta y cinco
Antonio tenía una boca diferente de labios muy finos. En un principio no me gustó su beso, me pareció inadecuado, estaba demasiado acostumbrada a otra densidad mucho más prominente y dulce. Segundos después, me demostró que tenía una lengua que lo compensaba todo. Esta entró diligente en mi boca y se amoldó a la mía de una manera tan hábil que me sacó del letargo y me invitó a corresponderle. Lo hice despacio, notando como me envolvía en un beso pasional y me aferraba por las caderas para atraerme contra su cuerpo duro.
Mis manos buscaron acomodo en su pecho y percibieron el calor que emanaba su piel.
Antonio cortó nuestro beso y me miró serio, seductor, acrecentando así el aturdimiento que abundaba en mí que apenas podía respirar. Todo me resultaba tan extraño, no lograba asimilar del todo lo que sucedía. Él ladeó la cabeza y se acercó con ese gesto universal de: voy a besarte de nuevo, que acepté sin más. Sus labios se posaron sobre el espacio entre la mandíbula y la oreja. Mi reacción fue soltar un jadeo bajito que provocó que él se enderezara y me enterrara los dedos en el cabello para besarme con una avidez implacable.
Su lengua volvió a enroscarse con la mía con pericia y por un momento flotó en mi mente la imagen de él besándome mientras me acariciaba y luego me llamaba Gatita con dulzura, pero esta se difuminó tan pronto como Antonio me reclamó con su cuerpo que se rozó sensualmente contra el mío.
Me acunó un glúteo y me apretó con tanta fuerza que me hizo jadear otra vez de manera visceral. No tuve tiempo de objetar nada, porque su beso continuó. Su otra mano imitó a la primera apretándome hasta hacer que el espacio entre nosotros fuese inexistente y que yo notase su erección contra el abdomen.
Antonio tenía unas manos que no pedían permiso, que asaltaban mi cuerpo para recorrerlo a su antojo. Poseía una boca demasiado ansiosa, una lengua impetuosa, una sagacidad arrolladora. Era un hombre pasional y decidido que iba a su ritmo arrastrándome con él. Mi piel comenzó a reaccionar a sus caricias y encontré ese suceso tan extraño. Me sorprendí del jadeo gutural que se desprendió de mi garganta cuando me empotró contra la mesa.
Resultó toda una revelación que pudiese sentirme así.
Tras reaccionar al tacto de otro hombre, la esperanza apareció alentadora. Por un segundo nos miramos sin resuello, ambos con la respiración agitada. Tuve la sensación de que buscaba algo en mi rostro y no tardé en echarlo a un lado, pues su mirada demasiado intensa me intimidaba. Su reacción fue sostener con más firmeza mi cabello entre sus dedos y enterrar la cara en mi cuello para llenarlo de besos. Me lamió succionando sobre mi tráquea y eso me generó un cosquilleo increíble que se acrecentó cuando arrastró los dientes por la misma franja de piel. A duras penas conseguí tragar saliva, me temblaba el cuerpo.
—Esta tarde... En la moto... —Le encaré—. ¿Querías besarme? —pregunté con la respiración tan entrecortada que se había vuelto sonora.
—Sí —admitió y me miró la boca con anhelo.
—¿Y por qué no lo hiciste?
Sonrió viéndose dulce.
—Solo me gusta besar mujeres que siento que quieren que las bese y contigo no lo tenía claro... Además, besarte ahí, en medio del mar, en donde no tenías cómo alejarte si no querías, habría sido una canallada.
Me lamí los labios nerviosa.
—¿Y ahora si lo tienes claro?
Ni siquiera yo lo tenía claro, ¿acaso le había parecido que yo deseaba que me besara?
—No del todo. Deberías convencerme —propuso con un tono persuasivo y malditamente erótico.
Seguí el impulso desconocido que me alentó a colocarle una mano en el cuello para atraerlo hacia mí y me sorprendió notar las ganas que le imprimí a ese beso. Él me envolvió entre sus brazos tibios y me correspondió con ansias de más.
Una parte de mí quería continuar besándolo y terminar con ese estado abrumador en el que me consumía por seguir deseando a un hombre que no podía tener. Quería aceptar lo que me ofrecía Antonio, que me instaba a la pasión, una en la que podía diluir el dolor.
De repente, me alzó para dejarme en el borde de la mesa y mis piernas se enrollaron en su cintura con una naturalidad asombrosa. La falda se me había arremolinado en los muslos y él pasó las manos por ellos, arrastrando la tela hasta mis caderas en busca de espacio para conectar su sexo duro con el mío y rozarse con hosquedad contra mí.
Descubrí que aquello me gustaba, que de hecho, me excitaba un tipo que tras notar que le correspondía, no me pedía permiso para tocarme, que no me preguntaba nada, que solo me acariciaba como le apetecía y me envolvía en la audacia de sus maneras.
Experimentar aquella súbita excitación y notarme así de embebida, de aturdida, era un alivio porque comprendí que podía sentir algo más que dolor y tristeza.
Los besos de Antonio eran un bálsamo para mi corazón roto.
Me dejé envolver por todo lo que él estaba dispuesto a darme, aun cuando comprendí que tal vez era más de lo que buscaba, pues él, con soltura, jaló el lazo de mi traje de baño que reposaba en mi cuello. El bretel izquierdo cayó lánguido a un lado. Sentí su aliento tibio sobre mi hombro y su barba me hizo cosquillas.
Cerré los párpados con el deseo de permanecer abstraída gracias a las caricias que me otorgaba. Quería concentrarme en él, en sus besos, en su tacto. Con mis dedos dibuje un caminito por mi piel para explicarle en dónde anhelaba su boca.
—Aquí —rogué en un susurro y señalé mis clavículas.
Complaciente, dirigió sus labios al punto demarcado y pasó la lengua. Algo en mis entrañas se contrajo, pero no como acostumbraba, era otro hombre, otras maneras, no se sentía igual, aun así, quise que continuara. Quería intentar borrar sus besos que llevaba tatuados en la piel.
Su tacto se volvió increíblemente suave para acunarme un pecho. Antonio echó a un lado las copas del traje de baño y me besó despacio. Me acarició con el pulgar un pezón dibujando movimientos zigzagueantes, para estimularlo hasta endurecerlo por completo. Luego, lo besó con delicadeza y no tardó en chuparlo con impaciencia. Yo gemí impudorosa y noté como sus dientes hacían lo necesario para que volviera a hacerlo.
Él cambió de pecho y yo le miré el rostro, tenía el ceño fruncido y las cejas gruesas arqueadas, mientras su boca se mantenía cerrada en torno a mi pezón, para hacerme gemir más.
Antonio se incorporó y yo no perdí oportunidad de continuar estudiando la configuración de su expresión cuando se encontraba excitado. Sus ojos oscuros estaban turbios por el deseo... Quería más... De mí.
—Dios, eres magnífica...
Me mordió los labios con un hambre feroz, que me hizo enrollar los dedos en su cabello y tirar de él. Él gimió en mi boca, mientras su lengua se enroscaba con la mía.
Me separé de él por un momento en busca de aire y Antonio sonrió al verme así. Deslicé las manos por su rostro, notando su barba, los recovecos de sus rasgos tan diferentes y se quedó quieto cuando le recorrí los labios con un dedo. Exploré esos bordes demasiado finos que ya habían conseguido amoldarse a los míos. Estaban húmedos y por la manera en que su lengua se asomó a lamerme el dedo supe que también estaban ansiosos de continuar.
Antonio era un hombre atractivo que parecía estar volviéndose loco por mí y sentir eso... Me encantó.
Lo atraje hacia mí de nuevo y volvimos a besarnos con ansias. Sus dedos se pasearon osados sobre mis muslos y eso consiguió que recordara lo bien que se sentía ser tocada y el placer que me provocaba dejar caer las manos por una espalda ancha. Arrastré las uñas para rasguñarlo levemente y llenarme del tacto de otra piel que no fuera la mía.
Me acarició el cabello y me mantuvo expectante entre besos que variaban de ritmo. Por momentos eran suaves y luego, de un segundo a otro, se volvían salvajes, tanto, que después retornaban a una tónica más relajada.
La mano de Antonio ascendió por mi muslo, mientras su pulgar se dedicaba a moverse con una oscilación firme cerca de mi ingle. El toquecito me tenía mal, porque la sensación placentera conectaba justo con mi sexo.
Se separó de mi boca, me miró a los ojos y sus dedos se arrastraron hacia arriba. Lucía ávido de mirar la expresión que pondría cuando me tocara en el punto exacto. Apenas sentí el roce de su dedo sobre el traje de baño jadeé y sus ojos cayeron a mi boca que no tardó en atacar con un beso demasiado salvaje.
De repente, me bajó de la mesa y tras mirarme me hizo girar entre sus brazos. Me echó el cabello a un lado y me besó el costado del cuello, mientras me acunaba ambos pechos. Luego, colocó mis manos encima de la mesa y acto seguido las suyas sobre las mías. Sus dedos, llenos de carboncillo, comenzaron a subir por mis muñecas y por mis brazos muy despacio, como si quisiera relajarme con su toque.
Sentía sus exhalaciones calientes que me erizaban la piel, su pecho encima de mi espalda y su erección dura que se amoldaba contra con la curva de mi trasero.
Continuó arrastrando los dedos por mis brazos, por mis hombros, con una caricia tintineante que me produjo un escalofrío que me dejó sin habla. Con suavidad, abrió el lazo del traje de baño que reposaba en mi espalda, para deshacerse de la prenda. Luego, enganchó los pulgares a los lados de mi falda y de mi bikini y empujó hacia abajo. Ambos se deslizaron laxos por los efectos de la gravedad, hasta caer al suelo.
Le dejé guiarme hacia el sofá cama, me acostó ahí y me mostró la mano izquierda llena de carboncillo.
—Regreso en un minuto. Necesito lavarme las manos.
Antes de irse me dio otro beso lento y suave. Cuando abrí los párpados de vuelta a la realidad él ya no estaba en la habitación.
Pestañeé y me vi desnuda entre sus sábanas revueltas que guardaban ese perfume masculino tan particular que tenía. Me erguí un poco y miré a mi alrededor, me sentía turbada. Me parecía tan raro estar en la cama de otro hombre.
Una vocecita en mi cabeza comenzó a decir: «¿qué estás haciendo?...», en un intento de procesar lo que sucedía, pero la interrumpió Antonio que volvió tan rápido, apenas tardó unos segundos. Mi vista cayó a su abdomen, en el vello del pubis, solo que la visión de este no se vio interrumpida como siempre por sus shorts, pues se los quitó en compañía de su ropa interior con soltura. La imagen de su cuerpo desnudo hizo que mis pensamientos, sobre si quería o no estar con él, se emborronaran y perdieran claridad.
Entró a la cama y me cubrió con su cuerpo. Estaba desnudo... Desnudo encima de mí con una erección que apuntaba en mi dirección, desnudo, mientras me abría las piernas con impaciencia. Me acarició los muslos y yo salí de mi estupor, pero sorprendentemente no fue para decirle que se detuviera, sino para quejarme de que tenía las manos frías.
—Lo siento, déjame las caliento.
Se frotó las palmas y luego estiró el brazo hasta su bolso del que sacó un preservativo que dejó junto a mí en la cama. Aquello provocó que el aturdimiento se difuminara un poco y fuese plenamente consciente de lo que pasaba. De nuevo, una parte de mí quería que él continuara, la otra, se encontraba horrorizada de que quisiera eso. Demasiadas órdenes ejecutándose a la vez en mi cerebro, entre esas, la prohibición que me imponía sobre no pensar en mi ex, lo que traía como resultado que me paralizase un poco.
No obstante, terminé de perder el sentido cuando noté su boca tibia encima de mi pubis. Eché la cabeza hacia atrás y solté un jadeo al sentir como me lamía el abdomen en dirección ascendente con pericia.
Luego, grité cuando el muy salvaje me mordió la cintura. Sonrió malvado y antes de que pudiera quejarme su boca volvió a cerrarse alrededor de uno de mis pechos, mientras que su mano izquierda se escurría entre mis muslos con total impunidad.
Me acunó todo el sexo y después deslizó con suavidad el dedo medio entre mis labios húmedos. Lo movió de arriba hacia abajo despacio, mientras me miraba y succionaba mi pezón.
Su dedo se movió y presionó mi clítoris con demasiada fuerza y yo me quejé de que estaba siendo muy brusco. Él bajó el ritmo, se le notaba la destreza en el toque, pero yo no lo encontraba del todo a tono. Tal vez lo notó, porque me tomó la mano y la condujo a mi entrepierna.
—Déjame ver cómo lo haces tú... —dijo con la voz entrecortada—. Y así puedo hacerlo como te gusta.
Mi primer impulso fue negarme, me parecía algo demasiado íntimo para compartirlo con un extraño y por un breve segundo pensé en mi ex que tampoco había logrado hacerlo a la primera. Por suerte, Antonio me distrajo cuando me habló.
—Estás demasiado sonrojada —Posó la mano abierta por todo mi abdomen y lo recorrió en lentas pasadas—. No te avergüences... Muéstrame.
No quise darle el gusto de que me viese cohibida, su sonrisa perspicaz me confirmaba lo que ya sabía, él disfrutaba demasiado de verme aturdida e incapaz, así que me toqué bajo su intensa mirada de ojos turbios que estudiaba de cerca mis movimientos. Lo que no preví fue que tendría la osadía de separarme los labios con los dedos, para ver mejor lo que hacían los míos.
Extendí la otra mano, la enterré en su cabello, para atraerlo hacia mí con brusquedad y lo besé para evitar su voyerismo pervertido. Luego la dejé caer por su abdomen, por su pubis, hasta rodearlo. Estaba duro y pesado. Jadeó gustoso contra mis labios cuando lo acaricié.
Lo recorrí con dedos temblorosos intentando disimular los nervios que me provocaba tocarlo, pero también lo extraño que me resultaba acariciar a otro hombre de esa manera. Cambié de mano, para masturbarlo con la habilidad que me proporcionaba la dominante. Estaba húmedo y caliente. Separé mis labios de los suyos y lo miré mientras continuaba acariciándolo. Se veía excitado, disfrutaba de mi toque.
Alargué el brazo izquierdo para recoger el preservativo y se lo entregué.
—¿Por qué la prisa?
Insistí en dárselo sin decir palabra. Me di cuenta que eso le gustó, el pensarme tan impaciente de tenerlo adentro, aunque en realidad, me revolvía en ese extraño sentimiento inexplicable que me generaba el sentir otro cuerpo sobre el mío. Vacilé entre el miedo latente que me producía su tacto y el dejarme vencer por esa especie de deseo que me instaba a caer en la tentación que representaba Antonio, una que no era peligrosa, al contrario, era benévola. El encuentro de nuestras anatomías no estaba dictado por los sentimientos, sino por las hormonas.
Se irguió un poco, se lo puso con la eficiencia que brindaban los años de experiencia. Con rapidez, volvió a lo suyo, besarme demasiado con un arrebato y unas ganas desconocidas, mientras que a mí comenzaba a entrarme la ansiedad, pues parecía que él quería tomarselo con calma y su erección reposaba sobre mi sexo sin intenciones de llegar a más.
Así que me moví para que nuestros sexos conectaran, un ruego tácito para que siguiera. Él volvió a sonreír complacido y se posicionó para penetrarme.
—Suave —le indiqué con firmeza.
Me tapé el rostro con las manos al notar que comenzaba a deslizarse dentro de mí. Su respiración llenaba el recinto y pronto la mía se unió a la suya. Todo era tan distinto y yo me esforzaba por asimilarlo.
—Lento —le ordené.
Después de casi tres meses sin sexo, mi cuerpo se resentía un poco, pero era mi culpa por apresurarlo todo. Él fue cuidadoso, por lo que la sensación pasó con rapidez y una vez más encontré alivio en ser capaz de sentir placer.
Le espié a través de mis dedos y Antonio se dio cuenta y me sonrió. Él permaneció de rodillas, con una de mis piernas sobre su hombro, a la vez que miraba con absoluto deleite como se hundía en mí. Era como si no pudiese apartar la vista de ese punto, porque la mera visión le producía placer. Yo en cambio, lo comparé con un proceso mecánico, un simple roce de zonas erógenas.
Su mano izquierda, con los dedos bien abiertos, se posicionó en mi abdomen e hizo presión en la parte baja, para mantenerme contra la cama. Su pulgar hizo lo mismo sobre mi clítoris, entretanto se adentraba con cada acometida más en mi interior.
—¿Estás bien? —preguntó y tiró de mi brazo para que una de mis manos abandonara mi rostro.
—Sí... —dije en un tono apenas audible.
—No tienes que estar nerviosa... —dijo con dulzura y yo solo asentí.
Prefería que pensara eso, que solo eran nervios y no que además, no sabía cómo acostarme con otro tipo. Él continuó con un vaivén suave y yo intenté asimilarlo.
No entendía esa lejanía suya, nuestros cuerpos colisionaban solo ahí, en donde se unían nuestros sexos y comprendí que tal vez yo estaba acostumbrada a algo más íntimo.
Antonio no dejaba de mirarme y una vez más tuve la impresión de que me estudiaba, como un navegante que intentaba orientarse en un mar desconocido.
—¿Puedo aumentar el ritmo?
Asentí y él hizo más presión en mi pelvis con sus dedos al tiempo que se movía con soltura debido a que me había dilatado más. Noté que cuando hacía eso la sensación de él moviéndose en mi interior estaba más presente.
Sus caderas comenzaron a moverse onduladamente y miré como se impulsaba contra mí. Luego, subió mi otra pierna a su hombro y sus manos viajaron a mi cintura. Se irguió mejor arrodillado en el colchón y me arrastró contra él. Mi cabeza permaneció sobre la cama, entretanto mis caderas estaban suspendidas en el aire.
Me posicionó en el ángulo que a él se le antojó y se dedicó a atraerme hacia él sin parar. Mis pechos se movían al compás de sus acometidas incesantes que lograban que jadeara descontrolada. Alzó el rostro, me miró y sonrió complacido.
Aumentó el ritmo, más duro, más fuerte y el sonido de golpeteo se hizo presente. El sudor comenzó a recorrerle la frente. No hacía más que mirarme con una expresión de deleite en el rostro.
Un ratito después, dejó caer mis piernas y su mano retornó a mi vientre, volvió a hacer presión hacia abajo, quise preguntarle por qué hacía eso, pero el pensamiento se diluyó cuando su dedo pulgar que había permanecido inmóvil, osciló sobre mi clítoris, sin clemencia, de la manera que había aprendido que me gustaba.
El orgasmo me tomó por sorpresa y grité desesperada a la vez que echaba la cabeza hacia atrás. El calor me subió por el cuello de golpe. El placer me dejó sin resuello.
Me tembló el cuerpo y me tomó un ratito poder enfocar la vista de nuevo. Cuando volví a mirar a Antonio noté que, mientras yo seguía demasiado agitada, su imagen en cambio concordaba con la de un operario hábil, al que le habían salido cada uno de los procesos como había planeado.
Se dejó caer sobre mí y me penetró con dureza. La fuerza de su acometida consiguió que mi cuerpo se deslizara varios centímetros hacia arriba, pero él me atrajo de nuevo contra su pelvis, gracias al agarre férreo que ejercía en mis caderas.
Antonio tenía un carácter sexual muy enérgico. Me sacudió con cada penetración brusca y vigorosa que generaba punzantes vibraciones que me recorrían la piel. Su mirada era turbia, ardiente. No había dulzura en sus ojos. Estaba ido, cediendo a su instinto. Tras el orgasmo, que alargaron sus movimientos dentro de mí, me sentí saciada y agotada.
Descubrí que prefería su lejanía, tenerlo encima era demasiado apabullante, así que le puse la mano en el pecho para que se detuviera y me di la vuelta para dejarme caer en el colchón boca abajo. Esperaba que le bastara con mi espalda, pues se me hacía muy difícil manejar su boca contra la mía y sus ojos seductores clavándose sobre los míos.
Pero su pecho me demostró que podía conseguir un entendimiento con la piel de mi espalda, su pelvis que se encajaba muy bien contra mi trasero. Su aliento caliente me erizó la nuca y su lengua serpenteó por mi hombro con una energía aniquilante a la vez que me sostenía con firmeza.
Su respiración acelerada me retumbaba en los oídos, me enterró los dedos en el cabello y me echó el rostro a un lado para dedicarse a mordisquearme el lóbulo de la oreja. La cama temblaba, él estaba en su elemento. Antonio era carnal, impetuoso, avasallante y... No se corría. Tenía un aguante tremendo.
Empecé a sentirme como si aquello fuese una experiencia extracorpórea. Estaba ahí sintiendo como se movía en mi interior, duro, osado y al mismo tiempo, comenzaba a desconectarme. En mi abandono le dejé hacer, le permití que se satisficiera conmigo. Sin embargo, no tardó en demostrarme que no era de ese tipo de amantes. Él quería ser venerado, reconocido como fuente de placer.
Se echó a un lado y me arrastró consigo hasta alinear su cuerpo con el mío, su pecho contra mi espalda. Me tomó por la barbilla, para obligarme a echar el rostro hacia atrás y recibir un beso con ese tipo de pasión por el que se moriría cualquier mujer. Me levantó la pierna y encajó mi corva sobre su antebrazo, echándola hacia atrás, para lograr una penetración profundísima que me hizo gritar. Me jaló el cabello y me lamió el cuello a la vez que me empotraba con fuerza apretándome los pechos.
—Me quiero correr... —dijo con la voz entrecortada en mi oído y yo evité hacer alguna mueca que mostrara que anhelaba que ocurriera exactamente eso—. Pero primero quiero que te corras otra vez.
—No... —Apenas podía hablar, él no paraba—. No hace falta.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿No te gusta así?
—No es eso... Es solo que no esperes por mí.
Se rio incrédulo y me tomó por la barbilla para besarme de nuevo con ganas.
—Uno más... Quiero que grites otra vez.
Me pareció que estaba siendo una ingrata. Antonio se estaba esforzando por darme una experiencia placentera, así que me dije que debía al menos intentarlo, tener la cortesía de olvidarme de mi vida de mierda, mientras sus manos apretaban mi cuerpo y su lengua tentaba de apoco un beso más hondo. Y no porque le debiese placer a él, sino porque me lo debía a mí misma. Yo me merecía disfrutar de ese encuentro.
Aquel hombre se notaba decidido, me dio la impresión de que hasta la forma en que sus labios me daban toques ligeros estaban pensados, eran fingidos titubeos de besos que cuando menos me lo esperaba, se convertían en besos hondos y densos. Él sabía lo que hacía.
Me dejé envolver entre sus brazos grandes y cálidos. Olía de maravilla, quería empaparme en él, recordar ese aroma más tarde a solas y no anhelar otro. Me animé a morderle los labios. A concentrarme en el tacto ardoroso de sus manos grandes, a notar como se deslizaba en mi interior con impaciencia.
Me toqué asimilando lo bien que se sentía como su pelvis se estrellaba continuamente contra mí y en la vibración que se me repartía por el cuerpo. Me apreté un pecho notando cómo funcionaba, como me permitía dejar que la tensión colonizara los músculos de mi sexo... El gozo apareció de nuevo y yo me corrí y gemí mucho para la satisfacción de Antonio.
Lo sentí agitadísimo. Su respiración me retumbaba en el oído, salvaje, poderosa. No tardó en seguirme. Se corrió soltando solo un gruñido. Segundos después, se separó de mí y dejó caer la espalda contra el colchón.
Giré a mirarlo sobre mi hombro, tenía los brazos estirados hacia arriba en una posición de cansancio, su pecho enrojecido y sudado subía y bajaba con rapidez, mientras tomaba audibles bocanadas de aire.
Estaba segurísima de que cualquier mujer habría encontrado esa imagen de hombre agotado y satisfecho, deliciosa, seductoramente adictiva e incluso, estimulante. Yo, en cambio, sentí el súbito deseo de largarme de una puta vez de ahí.
Conseguí salir del letargo oportunamente rápido. Me sentí como un piloto que luego de desmayarse y quedar inconsciente, tenía una recuperación cognitiva veloz para retomar el control del avión y no morir estrellado contra el suelo. Tras incorporarme, noté que él hacía lo mismo y me besaba el hombro con dulzura, le correspondí con un educado y casto beso en los labios.
Luego, me puse de pie, caminé hasta la mesa de trabajo y recogí del suelo mi ropa. No perdí el tiempo en colocarme el traje de baño, me puse la falda larga, que subí hasta mis pechos, para usarla como un vestido, mientras que de reojo lo veía estudiarme con cierto semblante de perplejidad.
—Máxima —me llamó cuando tomaba mis sandalias—. ¿Estás bien?
—Sí, todo bien —asentí para darle mayor veracidad a mi declaración y forcé una sonrisa.
Él seguía en la cama desnudo, sin cubrirse con la sábana, con las manos apoyadas en el colchón para mantenerse erguido. Se veía sexy con el cabello revuelto y el semblante de extenuación.
Abrí la puerta del estudio y le dije adiós sin siquiera girar a mirarlo. Noté el impulso de irme, pues después de que todo terminó me sentí extraña, fuera de eje, desbalanceada. No fue hasta que me refugié en la intimidad de mi habitación que conseguí respirar profundo.
Sentía esa rara tensión, la ambivalencia entre estar sexualmente satisfecha y al mismo tiempo, seguir emocionalmente perturbada. El sexo con Antonio, aunque placentero, resultó sucedáneo. Maldije el sentirme así y maldije compararlo con otro, no se lo merecía.
Había sido indulgente conmigo misma al darme permiso de refugiarme en otro hombre para olvidarlo por un momento. Con lo que no contaba era con que el recuerdo de mi exnovio fuese a quedarse justito en donde lo había dejado antes de aceptar que Antonio me besara.
Me llevé las palmas de las manos a la cuenca de los ojos y presioné con fuerza. Había sido ilusa al creer que él era algo que podía borrar y detesté sentir aquella indefensión.
Al mirarme en el espejo del baño noté las pequeñitas marcas de carboncillo desvaídas que tenía en el cuello y en el escote. Me di una ducha para darme la vulgar excusa de creer que no estaba llorando, que solo era agua la que me corría por la cara, a la vez que apretaba los labios para evitar que los sonidos de tristeza salieran.
Me fui a la cama mientras pensaba que aquel día había comenzado de manera melancólica, con un masoquismo que me obligaba a pensarle apenas abría los ojos, me parecía el colmo terminarlo de la misma forma. No se lo merecía. Cerré los párpados, intenté poner la mente en blanco y esta se refugió en el sonido del oleaje que me zumbaba en los oídos. Había permanecido tanto tiempo en el agua que aún percibía la manera en que el mar me había lamido el cuerpo.
Me enfoqué en eso y noté que no era la única huella que me acompañaba, también notaba el pecho de Antonio contra la espalda. Con ese pensamiento me insté a dormir, para no perder la oportunidad del cansancio que sentía y que me impulsaba a caer en un sueño hondo.
Opiniones sobre Antonio.
Opiniones sobre Máxima.
Opiniones sobre lo ocurrido
#ComentenCoño
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