Cinco, segunda parte

—No te preocupes, yo también fui estudiante y ya te he dicho que no soy rico como crees.

Le indiqué que pasara y luego tomamos el ascensor. Lo miré de reojo conforme subíamos, se veía super tenso, como si estuviese a punto de entrar a un examen de próstata.

—Nat —grité cuando entré al apartamento—. Por favor, no salgas en ropa interior que tengo compañía.

—Ok —la escuché responder desde la habitación—. Dime que trajiste al menos a alguien guapo para manosearlo —bromeó.

El profesor se rio de aquello de forma muy natural y yo no supe qué decir. Bendita lechuga impertinente. Aunque creo que eso lo relajó un poco. Mi amiga seguro pensó que era algún compañero de la universidad.

—Disculpe eso. —Lo miré apenada—. Siéntese. Iré por una toalla para que se seque.

Caminé hasta la habitación de mi mejor amiga que se estaba terminando de poner unos pantalones de yoga. Cerré la puerta y entre susurros le conté quién era mi acompañante, lo que la dejó por completo estupefacta.

—Te explicó más tarde, ¿puedes salir a hacerle compañía mientras voy por una toalla para que sequé?

Nat asintió y yo me fui a mi habitación. Abrí mi clóset y saqué una toalla blanca de esas que solía reservar para las visitas o mis padres. Me aseguré de que oliera bien y salí a la sala en donde me encontré al profesor mirándolo todo con aire distraído. Nat tenía una cámara Polaroid, por lo que había muchas fotos pegadas en una pared en una especie de collage indecente de nosotras.

—Aquí tiene, profesor.

—Deberías ir a secarte, no quiero que te enfermes.

—Hola —saludó mi mejor amiga que llegó justo después que yo—, Natalia. —Le extendió la mano.

—Diego, mucho gusto.

—¿Quieres un café, Dieguito? —le preguntó con una naturalidad que no me creía.

—No quiero molestar.

—Ay, no es molestia. Es para que te calientes.

La miré de reojo.

—¿Nat, podrías llamarle un taxi, mientras me cambio de ropa? Sino ahorita vengo para buscarle un Uber.

Mi amiga tenía auto, por lo que no usaba la app.

—Dale, ahorita busco uno. —Abrió el frasco del café—, ¿Y de dónde conoces a Max? —le escuché cuando me alejaba.

La muy descarada fingiría demencia y le sacaría conversación. Me apresuré y ya en el pasillo comencé a quitarme la ropa mojada. No quería dejarlos mucho tiempo solos, pero las prendas se encontraban tan empapadas, que me costó un montón sacármelas del cuerpo.

Me sequé el cabello con una toalla y me cambié. Luego me miré en el espejo y tras determinar que estaba lo suficientemente decente, tomé mi teléfono y salí de mi habitación.

—Hay como veinte centímetros de agua afuera, está lloviendo muy fuerte —escuché que contaba el profesor.

—¿Veinte centímetros? ¡Eso es un pene! —soltó Nat y yo no pude evitar llevarme la mano a la cara muerta de la vergüenza.

¡La mataré!

—¿Cómo? —preguntó el profesor supongo que muy confundido y se quitó la toalla del cabello.

Se había sacado el saco, la corbata y se había arremangado las mangas de la camisa hasta el codo.

—Sí, sí un pene. Ya veinte centímetros es un pene decente.

Nat tenía este sistema métrico en su cabeza en donde todo lo equiparaba con penes, le llamaba el pene inches o el pene metric. «Sabes que son centímetros considerables sí supera el tamaño de un pene» decía. Por supuesto a ella no le pareció mejor momento para soltar semejante perla que delante del profesor Roca. Aunque debía admitir que resultó divertido ver su cara.

—Nat, puedes dejar de escandalizar al profesor Roca con tu particular sistema métrico.

Mi amiga se echó a reír.

—¿Y por qué se va a escandalizar? Él tiene un pene, no estoy hablando de algo que desconozca.

Dejó la taza de café frente a él a la vez que lo miraba con coquetería. Luego, comenzó a explicarle con lujo de detalle de qué iba su escala tan particular, mientras él continuaba secándose el cabello enmudecido.

—Gracias por el café —dijo finalmente y se llevó la taza a los labios. Tuve la impresión de que estaba aguantando la risa o que no conseguía decidir qué contestar—. Mmm, buen café.

—¿Conseguiste el taxi?

Le abrí los ojos como diciendo: «loca del coño, cállate, ¿qué te sucede?».

—No, me ocupé con el café. Te presto mi auto, anda llévalo.

—Tranquilas, puedo salir e intentar tomar un taxi afuera.

—Está lloviendo, Dieguito —contestó mi amiga, así como si lo conociera de toda la vida—. Anda, llévalo —dijo y me entregó las llaves de su auto, con la lluvía sabes que es difícil conseguir uno.

Yo pensaba intentar llamarle un Uber, pero luego del ofrecimiento de mi amiga me pareció que sería grosero no llevarlo.

—¿Me acompañas?

—No, me voy a arreglar, voy a salir.

La miré confundida, íbamos a salir juntas, así que no entendía su excusa, pero no insistí.

—Bueno, profe cuando esté listo.

Él se terminó de tomar el café, recogió su ropa empapada y me siguió. En el ascensor lo miré de reojo para detallarlo. Con el cabello revuelto y con la camisa blanca húmeda pegada al cuerpo se veía muy diferente. Lucía joven y... «¡se ve guapo!», gritó una voz en mi cabeza. Decidí que mejor me dedicaba a mirar al frente y a bloquear esos pensamientos que no sabía ni cómo definir.

—¿En dónde vive?

Mientras caminábamos hasta el estacionamiento, él me indicaba como llegar a su casa. Nat tenía un sedán marca Ford color blanco bastante coqueto. Tomamos asiento, encendí el auto, saqué mi teléfono y lo conecté al reproductor de música de manera inalámbrica. Abrí la app de Spotify y se lo entregué.

—Busque algo para escuchar, será juzgado por su elección.

Coloqué el auto en reversa para salir del estacionamiento. Por suerte la salida daba hacia una callecita paralela a la avenida por la que se podía evitar el tráfico.

—No sé qué escoger. ¿Qué quieres oír?

—No, seleccione una canción que le guste a usted —insistí.

—Me puedes tutear fuera de la universidad.

Noté que me miraba.

—Ok, busca una canción, Dieguito —dije imitando a Nat.

—Tu amiga... Es... Es algo diferente —comentó amable con esa sonrisita a la que aún no me acostumbraba.

—Aja... Está soltera —solté sin más.

—¿Qué significa eso?

—No, nada...

Lo miré de reojo y solté una risita.

—Gracias por el dato, pero no es mi tipo.

Bajo la vista a la pantalla de mi teléfono.

—Lo traumatizó con eso del pene metric, ¿no?

—No. —Se rio—. Aunque está ingenioso, hay que reconocerlo.

Y de repente comenzó a sonar una canción que yo nunca había escuchado. Empezaba con el sonido de una batería.

—Mmm, está buena, aprobado, profesor. Ahora tiene que cantarla —dije solo por joder.

—No.

Negó con la cabeza.

—Dele, profe.

Realmente no sé qué me llevó a ser simpática con él, tal vez fue una especie de venganza, o algo así. Decidí matarlo con amabilidad y no ser una amargada igual que él.

Sonó una parte con un rap que Dieguito comenzó a cantar de la nada, cuestión que me sorprendió y aunque iba conduciendo intenté no perder detalle. Sonaba Gorillaz y la canción se llamaba Clint Eastwood, como el actor. Él cantaba y yo no me lo creía. No me lo creía en lo absoluto, porque de hecho, así, medio mojado y rapeando, se veía... Increíble.

—Sí le cuentas a alguien de esto, lo negaré todo —dijo cuando terminó la estrofa.

—No creo que nadie me vaya a creer, tranquilo —respondí y me eché a reír con entusiasmo, en serio no me lo creía.

—Es una canción de cuando era adolescente.

—Está buena —admití.

—Ahora pon tú algo, serás juzgada.

Alargó de nuevo sus labios en esa estúpida sonrisita, que me hizo pensar en que sí él no fuese mi profesor yo habría creído que era un tipo con potencial... Sacudí la cabeza como si con eso pudiese dispersar la idea.

La canción terminó y en el semáforo tomé el teléfono e intenté colocar algo, pero nada me venía a la mente. El significado de su presencia para mí empezaba a mutar, estaba pasando de generarme odio visceral, a una ansiedad y un nerviosismo por completo ilógico.

Terminé buscando una canción en mi lista de últimas reproducciones. Supuse que si colocaba Lady Gaga me iba a juzgar, así que seleccioné a Honne, porque algo me decía que no tenía ni puta idea de quienes eran.

Mala decisión. Eso de colocar música sexy mientras estaba con el tipo que comenzaba a parecerme atractivo, no había sido conveniente, porque mi cerebro empezó a hacer asociaciones indecentes. Como que tenía las manos grandes y los dedos largos... «¡Ay Diosito, ayúdame!». Era alto y fuerte. Lo recordé mientras me sostenía para que no cayera y me pareció que en serio debía autocensurarme, porque él no era un tipo cualquiera, era mi profesor.

Volví a mirarlo de reojo y no pude evitar verle los labios. Había apoyado el codo en la ventanilla y supuse que se sentía muy ansioso, porque iba a llegar muy tarde a su reunión, pues se estaba acariciando aquellos bordes carnosos, una y otra vez con el dedo índice.

Eran unos labios muy bonitos de los que nunca me percaté, porque su barba horrorosa los tapaba y porque las palabras que salían de ellos me hacían detestarlo.

No dijimos nada en el resto del transcurso del trayecto, cuestión que en cierta forma resultó un alivio. Vivía en un conjunto residencial que estaba cerca de un importante centro comercial. Muy bonito y grande. Me indicó que no hacía falta que entrara, podía dejarlo ahí junto a la cabina de seguridad de la entrada.

—Gracias por traerme.

—Éxito en la cena.

—A la que voy elegantemente tarde.

—¿Al menos va a ir? —Le sonreí a la vez que me encogía de hombros.

Él salió del auto y se agachó para hablarme, lo que hizo que su camisa, que tenía los primeros botones abiertos, se ahuecara y me dejara ver el principio de sus pectorales de vello castaño.

—De verdad, muchas gracias por traerme.

—Un placer... —respondí y me reproché aquella elección de palabras.

Él cerró la puerta del auto y se despidió de nuevo con un movimiento de manos. Yo arranqué y no pude evitar mirarlo a través del espejo retrovisor, como se movía ajeno a mi escrutinio.

Conforme subía en el ascensor, de vuelta a mi apartamento, decidí que no era óptimo pensar en que mi profesor no era tan ogro como creía. Después de todo, seguía siendo el mismo imbécil de siempre y así debía permanecer en mis pensamientos.

Apenas abrí la puerta de la entrada me encontré con Nat que lucía lista para interrogarme.

—¡Dijiste que era feo!

—Debiste haberlo visto hace dos semestres atrás.

—Dijiste que era insoportable.

—Debiste haberlo conocido hace dos semestres atrás.

—¿Me lo puedo coger?

—No —contesté tajante.

—Ajaaaa —gritó Nat—, lo sabía. ¡Te gusta!

En ese momento decidí que no valía la pena discutirle, pues conociéndola ya se había hecho una película ella sola. Quería estudiar cine después de todo, por lo que le sobraba imaginación para inventarse tramas.

—¿A dónde vamos? Quiero pasarla bien, por favor.

—Como ordene mi sirena hermosa —dijo graciosa—. Pero dime, ¿te gusta sí o no?

—Bap.

Tras comer, darme un buen baño y arreglarme, decidimos ir a casa de Fer, uno de los amigos más cercanos de Nat, desde que había comenzado la universidad. Era guapísimo y tenía ese tipo de energía vibrante que me hacía sentir muy a gusto. Vivía solo, por lo que era usual que hiciera alguna fiesta en la que solía desfilar siempre gente de lo más ecléctica y divertida. Esa noche no sería distinta.

Llegamos acompañadas de una botella de ginebra y exploramos el lugar saludando a todos. La casa que Fer había heredado de su tío tenía varios encantos, pero a mí lo que más me gustaba era su jardín gigante en el que había un trampolín en el que yo solía hacer el bobo.

La noche avanzó y los tragos cada vez estaban mejores. Al rato Nat se dedicó a hacerle una exploración bucal en toda regla a su especie de novio fotógrafo, mientras que yo jugaba ping pong con uno de sus amigos, un chico bastante simpático que quería hacer lo mismo conmigo.

Se llamaba Ramiro y no paraba de coquetearme, pero a mí el intercambio de saliva me iba solo con tipos con los que hubiese hablado al menos un par de veces antes. De lo contrario, como que no, pues era difícil precisar en donde había estado esa lengua veinticuatro horas antes.

Luego de un rato me aburrí, el chico era muy simpático, pero yo, patéticamente, no podía dejar de pensar en Leo. Así que me fui al trampolín a saltar hasta liberar las suficientes endorfinas como para alegrarme.

A las dos de la mañana Nat me arrastraba a casa, pues tras bajar del trampolín me había bebido otro trago y estaba algo tomada. En mi caso no era necesario que fuera mucho alcohol, era peso pluma, me emborrachaba rápido.

Al ingresar al auto me puse el cinturón y mi teléfono se deslizó entre el asiento y la consola. Metí la mano para buscarlo y mis dedos se tropezaron con algo suavecito.

—Ah, mira —dije ondeando la corbata del profesor que había dejado olvidada—, un souvenir de Dieguito.

—Prefiero que te guste tu profesor, a pesar del cliché que representa y que no te conviene para nada, a que estés todo el día hablando de Leo.

—Ese cabrón —solté muy molesta.

Supongo que por mi estado de casi ebriedad me golpeó el exceso de honestidad inherente al consumo alcohólico, por lo que terminé contándole a Nat todo lo ocurrido con él. Le dije acerca del mensaje y de cómo, básicamente, me había dejado hablando sola después de que le preguntase por su novia e insinuase su interés en mí. Odiaba que me hubiese ignorado. Por muy tonto que pareciese, me había roto un poco el corazón...

—Sí no me escribe el lunes lo bloqueo y me olvido de nuestra amistad.

Me aguardaban más de dos largos días para eso.

—No esperes una puta mierda. Bloquéalo ya.

—Nat, no todos somos como tú tan... No sé, tan de tomar la vida por los cuernos.

—Deberías empezar —me aconsejó—. Si tienes que decirle algo, díselo aunque técnicamente no tengas derecho. La madurez la dejamos para cuando tengamos treinta. Si le resientes alguna de sus actitudes, llámalo mañana, se lo dices y le preguntas todo lo que necesites saber, luego bloquéalo y adiós.

—Bap.

Al llegar al apartamento me preparé un sándwich, la comida me ayudó a que se me pasara el efecto del alcohol. Me desmaquillé y me di una buena ducha que en vez de relajarme para dormir, me despertó por completo. Eran las tres de la mañana y a mí me pareció que era el momento óptimo para llamar a Leo y tomar la vida por los cuernos.

—¿Max? —respondió con voz somnolienta, se escuchaba raro—. ¿Estás bien? —agregó preocupado.

—Sí, sí. Disculpa por molestarte a esta hora.

—Tú nunca me molestas —dijo esa frase en medio de un bostezo.

—Entonces ¿por qué me dejaste hablando sola el otro día?

—Ya va, necesito despertarme.

Suspiró con pesadez y el silencio se hizo en la línea. Los segundos avanzaron y yo perdí la paciencia.

—Dime, respóndeme.

—¿Qué quieres que te diga?

Esa no era la respuesta que esperaba.

—No sé, lo que sea que pienses —expliqué seria.

—No, tú solo quieres que admita cómo me siento con respecto a ti.

«Joder».

Su respuesta me indicó que no estaba loca, él había entendido mi indirecta porque había algo entre nosotros. Aunque nunca hubiésemos hablado sobre eso, aunque solo fuésemos amigos.

—Sí —respondí ansiosa.

Un suspiro pesado volvió a sonar a través del teléfono, seguido de otro silencio.

—Me encantas, Máxima —admitió finalmente.

Me mordí el labio cuando escuché aquellas palabras y noté cómo mi cuerpo temblaba. Por desgracia eso no simplificaba nuestra situación. Leo tenía novia.




Otra nota de mi yo del pasado que dejaré XD

Se les agradece que comenten (Insertar trabajo de culpa largo y prolongado para lectoras) #ComentenCoño

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