Catorce, primera parte

Miré a Diego tomar su teléfono y leer mi mensaje. Dirigió sus ojos grises hacia mí, sin cortarse por la presencia del resto de los alumnos y su expresión me respondió que no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Lo seguí con la mirada, mientras caminaba en mi dirección. No se amilanó porque Juan estuviese junto a mí y tomó asiento del lado contrario.

—Espere dos minutos para que los alumnos que faltan por llegar, puedan incorporarse a la clase y podrá comenzar con su exposición, señor Millán —le explicó Diego a Miguel.

«No, es solo una conocida de la facultad, ¿Por qué?» « Por cierto, ¿no te parece que la mesa de Juan está muy pegada a la tuya?»

«Por nada, mera curiosidad, dicen por ahí que le gustas. Sí, su mesa está muy junta a la mía, tienes razón» —contesté sin más.

—Max, suelta el teléfono —dijo Juan en un susurro a mi oído—. Mira que no le caes precisamente bien al profesor.

Escuchar aquello me hizo soltar una risita que ahogué apenas fui consciente de la misma. Dejé mi teléfono entre mi suéter que lo mantenía oculto de la vista de mi profesor y me giré hacia él, que me miró circunspecto con una ceja levantada, mientras sostenía la lista de evaluación en la mano. Seguramente se preguntaba de qué me había reído.

Juan, por supuesto, no tenía ni idea de que yo al profesor no solo le caía muy bien, si no que en realidad, le gustaba un montón. Al mismo tiempo, Diego tampoco sabía que ya había friendzoniado al bombón de ojitos rasgados y sonrisita de niño bueno.

Me giré hacia Juan, para hablarle.

—Pues la clase aún no ha empezado, no debería tener problemas.

—Tienes razón. Oye, tu amiga Brenda sale con Ariel, ¿no? el capitán del equipo de natación.

—Sí, ¿por?

—A Miguel le gusta mucho Brenda —dijo mirando a su amigo que estaba ajustando su presentación.

—Sí, bueno, pero Ari la vio primero. 

—Ari ve primero a muchas, Máxima —Alzó las cejas como si quisiera señalar una obviedad.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté con avidez.

—Al buen entendedor pocas palabras —contestó muy cerquita de mí.

—No, no, no. Explícame —exigí. Por supuesto que comprendía su insinuación, pero quería el chisme completo—, ¿está saliendo con otras chicas?

—Estaría mal de mi parte hablar de Ariel de esa forma. Los hombres no hacemos eso.

—Ah, entonces, solo me sueltas esa perla para que sea yo la que investigue. Claro, lo haces por Miguel, porque le conviene que Brenda esté soltera —Lo miré, entrecerrando los ojos, molesta.

—Yo no dije eso —respondió Juan para excusarse.

—Al buen entendedor pocas palabras —solté sarcástica y él se rio.

Oí una tos junto a mí, era Diego. Por supuesto, él no había escuchado mi cuchicheo con Juan y de seguro estaba celoso, imaginándose sabría Dios qué.

—Ya puede comenzar, señor Millán —indicó el profesor Roca que luego me miró de reojo, lo que confirmó mis sospechas. 

Juan se puso cómodo en su silla, dejó caer su brazo sobre el respaldo de la mía, estiró las piernas y comenzó a mover el pie derecho de forma distraída. Miguel caminó hacia el interruptor y apagó un par de luces, para que pudiesen ser más visibles sus diapositivas sobre el proyector. Yo busqué en mi bolso mis pastillas sabor naranja.

—¿Quieres Tic tac? —le pregunté a Juan.

—No, ya tengo chicle —contestó con simpleza.

—Usted, profesor Roca, ¿quiere Tic tacs? Son de naranja —dije mirándolo con una sonrisita lúbrica.

—Sí, muchas gracias, señorita Mercier.

Él estiró su mano hacia mí y yo saqué dos pastillitas que deposité sobre su palma, la cual rocé con la punta de mis dedos con disimulo. Diego me miró con hambre y yo le devolví una mirada consonante. La tensión sexual entre nosotros era palpable, me pregunté si mis compañeros podrían notarlo, pero al girarme hacia el frente, me percaté de que todos miraban a Miguel, que se pasaba los dedos por su cabello oscuro en un gesto nervioso. Ni siquiera Juan pareció advertir algo.

Sentí la vibración entre mi suéter y miré mi teléfono. Ladeé la pantalla, para que Juan, ni por casualidad, pudiese leer, porque mi intuición me dijo que quien me escribía, era Diego.

«Tengo unas ganas de besarte mortales».

Sonreí y me mordí el labio, sintiendo como mis mejillas ardían. Yo también tenía ganas de besarlo hasta desfallecer, lastimosamente, tendría que esperar. Comedida, alcé la vista para prestarle atención a Miguel.

«Detesto que esté tan cerca de ti, ¿no puedes hacer nada para que se vaya?» —recibí segundos después otro mensaje. 

«Esos celos... Juan es mi compañero de clases y mi amigo, no tiene nada de malo, por favor, préstale atención a Miguel» —escribí sin más.

Me dediqué a tomar apuntes de las distintas exposiciones, sin girar a mirarlo. Hacia el final de la clase, mientras Verónica exponía, Diego recibió una llamada. Lo vi ponerse de pie y caminar hasta la puerta del salón. Antes de salir le indicó a su alumna que siguiera exponiendo, pero apenas él se marchó, ella relajó los hombros y nos miró.

—Me hacen el favor y no me preguntan nada cuando termine de exponer, ¿Ok?

Todos reímos y ella pasó dos láminas y siguió exponiendo mientras miraba hacia la puerta. Cinco minutos después, el profesor entró de regreso al salón con expresión de mal humor. Verónica disimuló y prosiguió a explicar el contenido de la diapositiva que tenía a sus espaldas. Diego se sentó a mi lado de nuevo y miró la hora impaciente. Solo faltaban quince minutos para que finalizara la clase y la exposición parecía estar por terminar.

Verónica preguntó si teníamos alguna duda y todos permanecimos en silencio. Luego, miró al profesor que, extrañamente, respondió que tampoco tenía ninguna. La mayoría de los alumnos se quedaron tan sorprendidos como yo. Diego dio por terminada la clase y los estudiantes comenzaron a salir.

No podía preguntarle nada, Juan estaba junto a mí. Este se puso de pie y me ofreció la mano para que hiciera lo mismo. Era extraño, antes habría aceptado gustosa su gesto amable, pero en ese momento, no me provocó hacerlo, no obstante, lo hice, porque de lo contrario, habría sido sospechoso mi cambio de actitud. Apenas abandoné mi silla, solté sus dedos de inmediato y recogí mis pertenencias.

«Cuéntame qué sucedió» —escribí con rapidez, mientras caminaba hacia la puerta junto a Juan y Miguel.

«Debo ir a una de las fábricas».

Odié en ese momento que fuese mi profesor y no poder hablar con él con normalidad sobre lo que acontecía. Salí en compañía de mis amigos que caminaron rápido y surcaron el largo pasillo en dirección a las escaleras.

—Ay —Abrí mi bolso y fingí buscar algo cuando estábamos comenzando a bajar los primeros peldaños—. Se me quedó el cargador del teléfono, sigan ustedes, ahorita los alcanzo.

—¿Segura? —preguntó Juan—, creo que si lo guardaste.

—Sí, ya vuelvo —mentí de nuevo y subí de regreso.

Cuando llegué al salón, Diego estaba terminando de meter sus pertenencias en su maletín con prisa. Alzó la vista en mi dirección y sonrió al verme. Joder, cuando sonreía se veía lindo, lindo. Caminó hasta mí, me tomó por las mejillas y me besó de golpe. Mi espalda chocó contra la puerta y yo jadeé de la impresión.

—Shhh, no hagas ruido —dijo antes de volver a besarme.

Me deshice entre sus brazos, mientras su boca se arrastraba por mi mandíbula. Noté la humedad de su lengua contra mi piel y mi respiración se tornó audible. Sus dedos se posicionaron sobre mis labios, para silenciarme, entretanto, los suyos dibujaban un caminito de besos por mi cuello. Cerré los ojos disfrutando de esa sensación que se me arremolinaba en el vientre bajo.

Cuando se separó de mí, tuve la certeza de que mi expresión era vergonzosa. Me había alelado así de rápido.

—Debo irme, tengo un problema en una de las fábricas y no sé qué carajo pasó. No sé si pueda verte más tarde.

—Ok —dije desilusionada—, entiendo.

En el rostro de Diego se dibujó el pesar y la frustración.

—Quería estar contigo hoy. En serio. Mi día ha sido una mierda, pero con esto se termina de cagar todo.

—¿No puedo acompañarte? —pregunté entrecerrando los ojos—, comprenderías si no quieres, tampoco deseo pecar de entrometida.

—Te vas a aburrir un montón, Máxima y no sé cuánto tiempo me vaya a tomar la situación.

—Diego, pero sí soy estudiante de ingeniería industrial. Si me aburriese ir a una fábrica creo que debería replantearme mi futura vida profesional. Pero si no quieres llevarme, tranquilo, disculpa lo metiche.

Me sonrió.

—Cierto, tienes toda la razón, entonces vienes conmigo. Me dio un beso corto y luego, caminó hasta el escritorio. Tomó su maletín y las carpetas con los trabajos de los estudiantes—. ¿Dónde nos vemos? ¿A la salida de aquí?

—No, búscame en el minimarket donde compré las galletas el martes.

—De acuerdo. Nos vemos ahorita —dijo sonriente, se veía muy contento—. Tengo que firmar mi salida en coordinación primero.

Le sonreí de vuelta y abandonamos el salón. Yo me adelanté y bajé las escaleras rápido. Juan y Miguel me estaban esperando abajo, mientras conversaban de lo más animados con Brenda que acababa de terminar su clase con la profesora Dalila.

—¿Lo encontraste? —preguntó Juan

—Sí, tenías razón, lo había guardado en mi bolso. No lo veía por mi suéter, tuve que vaciar todo el contenido para hallarlo —mentí para disimular el tiempo que había tardado arriba. 

—¿Quieres ir por un helado? —me preguntó Brenda.

—No, no puedo, tengo un compromiso —Y la cara de Miguel de decepción no se me pasó por alto. Me dio lástima, pero no podía hacer nada. Era probable que estuviese esperando que fuéramos los cuatro y al no ir yo, Brenda seguramente no iría—. Tengo que dejarlos, lo hacemos otro día, ¿ok?

Me despedí de mis amigos sin aguardar a que me contestaran, porque la realidad era que lo último que habitaba mi mente era irme con ellos. Troté hacia la salida de la universidad. Caminé deprisa sorteando peatones en la acera en dirección a la tienda y compré galletas. Sabía que Leo prefería el té al café, así que le pedí uno negro con leche y un capuchino para mí, para llevar.

«Estoy afuera».

Leí el mensaje de Diego, mientras hacía la fila para pagar.

—Te compré té —dije al entrar a la camioneta y vi que Diego saludaba con la mano, a través de la ventana, a un hombre que trabajaba en el lugar—. ¿Lo conoces?

—Sí, es el hermano de una amiga.

Le di un besito simple que él alargó, haciéndome desear más.

—Gracias.

Lo recibió y se lo llevó a los labios.

—También compré galletas, pero te prometo que esta vez sí me las comeré decentemente. Aquella vez solo quería fastidiarte. Discúlpame.

—Yo sé, ¿me trajiste algunas?

—Claro.

—Dame, muero de hambre, no tuve tiempo de almorzar.

—¿Por qué? No puedes estar sin comer —dije preocupada.

—Tuve mucho trabajo y luego asumí que iríamos a comer algo después de clases, no que saldría esto. Qué fastidio.

—¿Y qué pasó?

—No sé, solo sé que un silo de almacenamiento de leche se dañó y es posible que otros también, así que debo ir a ver.

—¿No tienes un supervisor que revise eso?

—Pues sí, pero no voy a poder estar en paz hasta saber cuántos son y mi papá tampoco. Y ya sabes, todo es más expedito cuando lo hago yo.

Saqué una galleta de la bolsa y se la di en la boca. Había mucho tráfico, tardaríamos en llegar a la zona industrial. No era como si eso me importara, me apetecía pasar tiempo con él, sobre todo, porque no perdía oportunidad de besarme cuando nos deteníamos en un semáforo. Además, me gustaba darle galletitas en la boca y poder mirarlo sin reservas. 

Se había afeitado y sin el vello facial fueron más visibles los moretones de los golpes, que comenzaban a desvaírse por su piel. Aun así, me pareció que se veía lindo. Resultaba poco creíble que el fin de semana hubiera querido matarlo, mientras que en ese preciso instante, solo anhelaba el próximo semáforo en rojo para que me besara.

—Té, galletas y Máxima, mi nuevo sabor favorito —dijo entre besos haciendo que yo me riera como colegiala retrasada.

Nos tomó más de una hora atravesar la ciudad y llegar a la zona industrial. A pesar de los esfuerzos de Diego de tomar atajos, el tráfico era persistente debido a la hora pico, no obstante, conforme avanzábamos, este disminuyó, pues la mayoría de las personas regresaban a las áreas residenciales. Después de un rato, pareció que atravesábamos un pueblo fantasma.

Cuando al fin llegamos, el hombre encargado de la seguridad, al ver la camioneta, abrió de inmediato la valla metálica de más de tres metros. El aviso era inmenso con el nombre de la industria láctea La lechera.

—Espera... Ustedes hacen el dulce de leche La lechera. —Lo miré boquiabierta y él asintió como si nada. No tenía ni idea de que esa marca perteneciera a las industrias Roca—. Oh, por Dios, estoy muerta, difunta, fallecida. ¡¿En dónde queda el depósito?! —pregunté ávida—. Es para una tarea, ok, está bien, lo admito, voy a robar.

Diego se echó a reír, mientras se estacionaba.

—Entonces te gusta el dulce de leche...

—¿Estás intentando seducirme al traerme a la fábrica de mi dulce de leche favorito? Porque así es como me seduces, lo estás haciendo muy bien —bromeé.

—No lo había pensado, pero ahora que lo dices, lo usaré en tu contra para que caigas rendida ante mí —dijo entre risas y luego me buscó con rapidez la boca.

El vigilante nos saludó y avanzamos hacia el edificio principal. La mayoría de los empleados parecían ya haber abandonado las premisas. Un hombre nos esperaba en la puerta y se veía bastante nervioso.  Yo, en cambio, estaba que brincaba de la emoción de saber que podría entrar a recorrer las instalaciones. Comencé a formular en mi mente un millón de preguntas que le haría a Diego, el cual ya no se veía de buen humor, cuestión que hizo que le bajara dos rayitas a mi estado de euforia.

Me sorprendió cuando me presentó como la ingeniera Mercier, pero no quise llevarle la contraria, así que le seguí la corriente.

—No sabemos qué pasó, vamos a proceder a hacer las pruebas, haremos el examen de resazurina —dijo el hombre nervioso, que según su identificación era un gerente de calidad. 

—¿Pero qué carajo están esperando? Ya es para que las hubieran hecho, ¡por favor! —exclamó Diego remarcando la obviedad de la situación, con cara de estar muy, pero muy obstinado, al punto de que decidí mantenerme callada. 

—Estaba esperando que Alberto regresara, para que lo hiciera. Justamente, ahora, iban a hacerlo, solo que me informaron que usted llegó y salí a recibirlo —contestó el hombre.

—¿Y para qué carajo? ¿No me sé el camino hacia los silos de mi propia empresa? —respondió Diego tajante y yo abrí mucho los párpados de la impresión.  Me pareció que estaba siendo muy duro—. Por favor, búscale un traje a la ingeniera y llévalo a mi oficina.

»¿Qué talla de zapato eres? —me preguntó, mientras se desataba el nudo de la corbata.

—Treinta y nueve —dije y el hombre asintió.

Entramos a la fábrica que tenía una recepción muy bonita, con su área de espera y una gran alfombra con el nombre de La lechera impreso. Las paredes estaban llenas de cuadros inmensos con las fotografías de los productos de la empresa. El gerente caminó hacia un largo pasillo y posteriormente, desapareció tras una puerta.

Al costado del edificio había una escalera larguísima, pero yo seguí a Diego hasta un ascensor. Al llegar a la segunda planta, caminamos por un pasillo largo. A la derecha estaban las oficinas de lo que supuse era el área administrativa y del lado izquierdo, una pared acristalada mostraba las instalaciones del piso inferior con toda la maquinaria que yo observaba  deseosa por conocer.

—¿Te gusta? —preguntó y se detuvo para mirarme. Asentí con una sonrisa. Él se ubicó detrás de mí, me abrazó y hundió la cara en mi cuello—, podrías hacer tus prácticas aquí o en cualquiera de las empresas del grupo Roca.

—¿Cuántas son?

—Nos hemos ramificado, son varias, todas pertenecen a la industria alimentaria. Pero solo esta hace dulce de leche.

—Parece la mejor opción —dije con una sonrisa y él se acercó a darme un beso—, ¿oye no crees que fuiste muy duro con el gerente?

Diego echó la cara hacia atrás e hizo una mueca.

—Espera y verás porque mi molestia, terminarás dándome la razón en un rato.

Seguimos caminando hasta entrar en un espacio bastante reducido.

—¿No se supone que tu despacho debería ser el más grande e imponente de todas las oficinas de por aquí? —le dije observando el mobiliario, solo tenía un escritorio estándar, un par de sillas, y fotografías de los productos lácteos de la empresa en la pared.

—No lo necesito, no permanezco mucho tiempo aquí. Además, no está tan mal, hasta tiene baño privado. —Sacó una camiseta del cajón de un armario—.  Cuando vengo, estoy es abajo, luego, vengo para acá, reviso el papeleo administrativo y me marcho. Pero si haces tus prácticas aquí, te la presto —dijo abriéndose los botones de la camisa.

—Eso estaría mal, dudo que los demás internos tengan oficinas privadas.

Apenas terminé de hablar, una sonrisita me estiró los labios y un calorcito me invadió las mejillas, al ver cómo se sacaba la camisa. A diferencia de ese día en la camioneta, pude verlo por completo.

Por un momento pensé en disimular, pero tras analizarlo mejor, me pareció un poco tonto intentar fingir que no lo hacía, así que dejé caer mi vista por cada pedacito de piel que se encontraba al descubierto. Diego me miró y se percató de que lo detallaba. Tenía algunas pecas en los hombros, aunque no tantas como yo y el torso largo, muy bonito.

—Tú no serías una interna cualquiera.

Caminé coqueta hacia él, para acortar la distancia que no separaba.

—¿Y tú te desnudas así de fácil delante de mí? No solo tienes rasgos de acosador y secuestrador, sino que también eres exhibicionista. ¿Qué otro rasgo más tienes...

Me invadió una risa nerviosa y dejé la frase a medias al notar como se acercaba a mí con semblante seductor. Su mano se posicionó en mi cuello y me atrajo hacia sí, contra su pecho y no tardó en borrarme la sonrisa de los labios con una lamida rápida de su lengua.

Me besó sin que pusiese oposición y cómo intentarlo, si me succionó el labio inferior de esa manera que a mí me hacía delirar.

Coloqué las manos sobre sus brazos, tenía la piel tibia y olía de maravilla. Me presionó contra la pared, le permití hacerlo, porque en verdad lo deseaba muchísimo.








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