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«He llegado a la conclusión de que tu

lengua es un órgano muy importante para mí.

Ese apéndice tuyo es tan necesario para

mi bienestar. A veces cierro los ojos y

medito en su forma, la imagino como un

tentáculo que se retuerce en una vorágine

de espirales en mi boca. ¿Acaso sigue

siendo mi boca? Creo que ahora la veo

como una habitación, una en donde tú

guardas lo que quieras. En donde entra solo

lo que a ti te apetece. En donde hay tanta

humedad como tú quieras... Espera, creo

que dejé de hablar de mi boca. Tú me

entiendes, es que cuando pienso en tus

apéndices se desdibuja un poco todo».

Mensaje de Máxima, un lunes cualquiera, a la una de la tarde, para él mientas estaba trabajando. 

🍪🍪🍪HOLA, SI VAS A RELEER A LA MÁXIMA, NO DEJES SPOILERS EN LOS COMENTARIOS, (ni siquiera anunciando que es spoiler) GRACIAS🍪🍪🍪

ESA NOCHE

La vida sigue. Con esa frase intenté llenar mis pensamientos esa noche en la que entendería que las mentiras que me decía a mí misma, decían demasiado de los anhelos que me consumían.

Tras bajar del auto me alisé la falda. Sabía que estaba arreglada acorde a la ocasión, había repasado ese conjunto con Nat. El vestido de estampado sencillo hasta las rodillas de mangas tres cuartos, mi clutch, mis stilettos color nude, el cabello peinado en ondas suaves y el maquillaje natural, eran todo lo necesario para parecer una chica buena.

«¿Parecer una chica buena? ¡Lo eres!», pensé.

Ramiro me tomó de la mano y me ayudó a salir de su auto.

—Estás preciosa, les encantarás —dijo con una sonrisa y me dio un besito corto en el dorso.

Sabía que el único propósito de su comentario era tranquilizar mis nervios, pero a mí me fastidió un poco pensar en eso de que por solo ser bonita y estar bien arreglada, tendría lo necesario para agradarle a sus padres de entrada. A las mujeres siempre se nos exigía ser las adecuadas o al menos aparentar que lo éramos.

Me dije que no era el momento para pensar en eso y me reproché haber permitido que mi novio me convenciera de ir a esa cena, para complacer a su madre que insistía en querer conocerme.

Podía entender la curiosidad de la señora, estaba segura de que Julián no debía haber hablado bien de mí y que lo más probable hubiese sido que Ramiro la hubiese tenido que convencer de todo lo contrario. Era obvio que deseaba constatar por sí misma con quién estaba saliendo su hijo. No obstante, eso no eliminaba el hecho de que teníamos poquísimo tiempo juntos y que no era momento aún para conocernos. Pero tal como le había dicho a Nat, ya no me quedaba de otra.

Entramos a la casa. Ramiro llamó con cariño a sus padres para que tuvieran conocimiento de que habíamos llegado. En ese momento su agarre en mi cintura me hizo sentir que, para él, yo era alguien en quien podía depositar su afecto y eso me enterneció un poco, aunque también me puso ansiosa, porque eso significaba que para los demás sería un objeto de escrutinio.

Una señora de cabello castaño salió de un pasillo cercano y supuse que era la madre de Ramiro.

—Pensábamos que ya no vendrían, estamos cenando —dijo ella—. Pasen, pasen, tú debes ser Máxima.

Su mejilla hizo contacto con la mía, entretanto sus manos tocaban mis brazos y yo sonreía generosa. Tenía los mismos ojos y la amabilidad de su hijo.

—Mucho gusto, señora María, tiene una casa preciosa —comenté sin mirar a mi alrededor, pues según mi madre, ese tipo de miradas ponían nerviosas a las señoras—. He traído algo para el postre.

Le entregué el pastel de chocolate que había comprado ese día al salir de la universidad, en la tienda que estaba de camino a mi edificio.

—Ay, no te hubieses molestado, que amable.

—Hubo un accidente en la vía, mamá, por eso tardamos tanto, te envié un mensaje, pero no lo leíste.

Me desplazaba tomada del brazo de Ramiro cuando de pronto me llamó la atención un abrigo negro que estaba sobre un sillón. De la nada, me sentí como una polilla atraída por la luz, no podía apartar mis ojos de esa prenda.

—¿Pasa algo? —preguntó Ramiro, pues me había detenido en seco y no pudimos avanzar más.

Negué con la cabeza a su duda y seguimos caminando. Justo ahí, desde el umbral de la puerta que daba hacia el comedor, mi mundo se vino abajo. Su presencia me atacó como una niebla que desdibujó todo a nuestro alrededor. Sus ojos grises se clavaron en mí y yo me quedé paralizada incapaz de moverme.

—Pasa, Máxima, aquí nadie muerde —bromeó la señora María.

Lo miré, preguntándome si acaso entendería la ironía tan clara de esa frase, pues sí había alguien en esa mesa que me había mordido... Y vaya que lo había hecho.

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