Capítulo 70| En el ojo del huracán
¿Por qué las mejores cosas que me han ocurrido no pueden durar para siempre? Ojalá hubiera un modo de llevarlas a todas partes.
Levi me susurró un dulce «Te amo» al desplomarse sobre mi silueta, y yo se lo devolví en la misma medida, incrédula de haberlo oído con nitidez. Cuando sucumbió ante el cansancio, descubrí una faceta suya que, en lugar de ocasionarme deseos perniciosos, me activó el instinto de preservar la calma que había logrado reunir en colaboración con mi granito de arena.
Se recostó boca abajo, con la mano encima de la cabeza. Inhalaba en silente quietud, con los gestos se adornados de serenidad, y tenía el cabello revuelto. Se veía tan lindo bajo el tenue rayo de luz de luna, como si fuera una persona completamente renovada. La imagen me provocó ganas de pasar las yemas por su definida espalda, de envolverlo como a un muñeco de felpa y de decirle entre murmullos que lo quería más que a nadie, solo que no tuve la insolencia de perturbarlo.
Como instinto de autopreservación, cedí al inquietante impulso de irme, el cual me había seguido desde que el frenesí se dio por terminado. En lo que a mí respecta, me faltó que llegáramos a un consenso explícito sobre permanecer juntos el resto de la madrugada. Y es que, a pesar de que lo que habíamos hecho derrumbó una infinidad de paradigmas no escritos, compartir el regazo con él me parecía indecente. Sonaba tonto, lo sabía. En ese tramo no contaba con la inteligencia para formular un argumento que convenciese a mis propios oídos.
Aparté su brazo con suma cautela, pues me había atrapado el torso con él. Era más liviano de lo que recordaba. Cambió de posición de repente, y me asusté creyendo que había interrumpido su paz. Para mi fortuna, mantuvo los párpados cerrados, así que solté un suspiro atenuante.
Como el único sentido del que podía valerme era el tacto, fui recogiendo a hurtadillas las prendas que retozaban como prueba de que aquello se había materializado. El vestido arrugado por aquí, el sostén formando un bulto por allá, los lentes que se encontraban debajo de una pila de ropa que no me pertenecía.
Ya en la intimidad de mi dormitorio, me puse la pijama que abandoné cuando salimos a conseguir con qué cuidarnos, experiencia en extremo vergonzosa que le delegué y que esperaba nunca verme en la necesidad de repetir. Nunca de los nuncas, en serio. El acuerdo aconteció más o menos de la siguiente manera:
—Pues resulta y resalta que yo no tengo... esas cosas —le hice saber, como si fuera evidente. No dejaba de esbozar muecas similares a sonrisas que, en vez de atenuar el nerviosismo, lo aumentaron con creces.
—Vi... un lugar cuando me dirigía hacia acá. Está cerca —me dijo, con una naturalidad absurda, sobreactuada.
No tuvo que añadir más. Su cantaleta sobre tener miedo sufrió un revés. Sea que fuera consciente o no, me había confirmado que tenía el enfoque puesto en concretar lo que habíamos sugerido, y que como los dos éramos partícipes, entre los dos debíamos compartir la carga.
Cedimos al rubor consecuente y a la incomodidad de elegir en qué auto nos treparíamos. Qué bueno que no se le ocurrió pedirme que lo acompañase hasta el mostrador, no habría encontrado en dónde esconder el rostro. A él no lo veían seguido por esos rumbos.
Con la mente semidespejada, al fin percibí el volumen del resto de mis miembros. También noté que mi rostro ardía y que mi pulso cardíaco procuraba devolverse a sus niveles de origen. Tenía la frente empapada y un leve entumecimiento debajo del vientre. Cuando me doblé por causa del dolor que sobrevino, supe que tenía que recostarme.
Después de convencerme de que había sido una falsa alarma y de que no requería la intervención de medicamento, me mantuve en estado de reposo. Aunque no había visto la hora, estaba segura de que había sobrepasado los límites saludables debido a los bostezos que no cesaban de aparecer.
Todavía en el proceso de permitirme ser envuelta por los designios de Morfeo, me invadió un sobresalto ocasionado por la sensación de ser observada. En un principio, concluí que era obra de alucinaciones de ese ser que permanecía detrás de la pared aledaña, sin embargo, no me pude quedar quieta sin antes cerciorarme.
Encendí la lámpara que reposaba en mi mesita. Las retinas empañadas a duras penas me permitieron ubicar la silueta de Levi, quien estaba de pie, recargado en el umbral. Ya se había cubierto con la camiseta y, conforme se me acercaba, identifiqué en su rostro una mezcla de duda y desilusión, que tampoco le había visto manifestar de antaño.
Este idilio se había vuelto un episodio saturado de inconsistencias que desembocaban en una interrogante de vital importancia que no quería hacerme por temor del resultado. Y su presencia física me complicaba aún más permanecer enajenada.
—¿Qué pasó? —le pregunté con dificultad, entornando los ojos. Todavía me recuperaba del susto, y la súbita claridad me entorpecía—. Otra vez no puedes dor...
El impulso con el que se desplazó hizo temblar al suelo, y a mí, por añadidura. No alcancé a oponerme al beso con el que me silenció, tan profundo como dulce, ni pude resistirme a correspondérselo, a volver a perderme en ese sabor que ejercía dominancia en varias secciones de mi persona que creí adormecidas.
Me estampé contra la cabecera a causa del impacto, aunque el dolor se desvaneció en breve. Levi me recostó bajo su figura para perfeccionar el alcance y ceñirse a un punto de apoyo sólido. Mi cuerpo respondía sin dilación, encajándose con el suyo, como si se hubiera acostumbrado a tenerlo en tan acogedora cercanía. Incluso llegué a sopesar la idea de que pretendía repetir el acto, impresionada por el alcance de sus límites.
—Parece que no tienes sueño —le dije, suspirando en sus labios, porque me arrebató el aliento.
Se me escapó una risa nerviosa al identificar lo comprometedora de nuestra posición, y él elevó una de las comisuras.
Ya que su peso me importunaba, le di un golpecito en el hombro, y nos sentamos para igualar la altura. Se quedó mirándome fijo, quedándose a la expectativa de que le dijera justo lo que anhelaba escuchar, que era el mayor de mis miedos.
Fue grandioso. Pero me avergonzaba manifestarlo fuera del pensamiento.
En pleno vaivén emocional, me aferré a sus hombros y le di un abrazo fuerte, con el que me libré de contestarle. Convino pegar su mejilla a mi pecho mientras yo le acariciaba el cabello como el objeto de mi adoración en que se había convertido. Le besé la frente y lo contemplé con cariño un rato, antes de decidirme a cerrar la puerta.
Por fin comprendía que sus pretensiones no representaban un riesgo para mí, y una punzada de culpa me llevó a la autocensura por haberme rehusado a concederle ese gusto. Hacerlo feliz se me estaba dando de forma natural, incluso lo disfrutaba. Era adictivo, y nos beneficiaba a ambos. Había acertado al venir a buscarme, no tenía por qué huirle. Qué fea costumbre.
Siempre fuimos cortos de palabras. Acordamos aferrarnos a dicha cualidad cuando nos envolvimos en el calor de mi cama, con su corazón palpitando junto a mi mejilla, hasta que perdimos la noción del tiempo.
Para cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Tenía las sábanas enredadas, y lo primero que hice fue sonreír por la tranquilidad que me infundía el simple hecho de estar ahí. Me encontraba en estado de aletargamiento, como cuando llegaba de la práctica de los viernes y me desconectaba de los alrededores.
Ni siquiera percibí que Levi se había levantado, era sigiloso. Lo eché de menos desde las profundidades, arrepentida nuevamente de habérmele desaparecido, aunque me sentía próspera porque no había dejado pasar la ocasión de acurrucarse conmigo.
No sabía con certeza qué era lo que había cambiado, y eso que ayer juraba estar segura. Me veía igual en el espejo, con el añadido de una mueca de placidez que se me formó sin motivo aparente. No obstante, cuando comencé el ajetreo, noté que mis ingles dolían un poco. Llevé mi mano a sobarme el hueso de la cadera y la parte interna de la entrepierna. Sonreí de nuevo al acordarme, reafirmando que no era para tanto. Ese era el único dolor conocido que valía la pena sufrir y que no trataría de aminorar.
Al asomarme a su habitación, tampoco lo encontré. Me cepillé los dientes y me vestí con prendas cómodas, que no se vieran tan informales, antes de bajar a su encuentro. Me perturbaban los niveles de alegría que inundaban mi torrente sanguíneo y que me conducían al borde de la euforia. Habría montando un número musical como los que veía en la televisión de no ser porque me parecía excesivo y humillante.
«¿Y esto?», pensé, entrando a la cocina.
Había hot cakes, huevos revueltos, algunos trozos de tocino y un bollo en un par de platos que reposaban en la encimera, desprendiendo el calor de la cocción. ¿Quién había cocinado, sino el que anunciaba que ese no era uno de sus talentos?
Todavía recuperándome de la admiración provocada, el causante osó aparecerse. Tenía el cabello húmedo, sinónimo de que había tomado una ducha (qué confianzudo, no me pidió permiso para usar la regadera). Vestía completamente de negro, como si fuera a asistir a un velorio. ¿No era yo la que había "perdido" algo que ameritaba que usase colores sombríos? Ah, claro... No fui la única.
—Quería... hacer algo por ti —me dijo, emocionado con mi recibimiento, mas deduje que me había faltado expresividad cuando añadió—: ¿No te gusta?
—No... Sí... Es decir... —titubeé, instándolo a dejar la pieza de vajilla en donde estaba—. Es... un lindo gesto de tu parte. —Apalancarme en su pecho ya no me parecía un acto que debiera ponerme indecisa. Protagonizar el avance en su pulso me resucitó—. Gracias.
Convino preguntarme si estaba bien, si había superado la molestia que vislumbró cuando le impedí que me abrazara alrededor del estómago. Le respondí asintiendo, sin saber qué agregar. La conversación que anticipaba me resultó incómoda, no estaba lista para tenerla. Puede que él también la considerase de ese modo, así que de ahí en adelante desayunamos en silencio, como si ambos temiéramos que, al sacar el tema a relucir, la magia aun oscilando terminara dándose a la fuga. Lo irónico era que durante la madrugada no me rendí ante el apocamiento; habría estado dispuesta a que me conociera hasta la sombra. Esa contradicción hizo que se me contrajeran los nervios del cuello y que se me escapase un suspiro perenne, a modo de desfogue.
Sumida en un remolino de pensamientos ambiciosos, en los que recreaba lo sucedido para ir a escribir en mi diario apenas tuviese una oportunidad, escuché un par de golpes en la puerta, que me ocasionaron un menoscabo en los latidos. Aquella interrupción me había salvado sin querer de la engorrosa tarea de enfrentar lo que Levi me hacía sentir estando despierta.
Cuando abrí, me encontré con un par de policías. Tras dudar acerca del propósito con el que se habían presentado, noté que uno de ellos era bastante alto, portador de una mirada desconfiada y con un bigote pasado de moda, mientras que el otro, de expresión seria aunque un poco más gentil, sostenía una libreta.
—Buenos días, señorita —me saludó el primero, mostrándome la estrella que lo acreditaba—. Soy el oficial Belzer, y este es mi compañero, el oficial Hargitay. Nos gustaría hacerle algunas preguntas relacionadas con el fallecimiento de su amigo, Colt Grice.
La directriz me tomó desprevenida. No creí que me considerarían una pieza clave en la investigación, y tampoco estaba ansiosa por revivir aquel suceso trágico. Hubiera preferido mantenerlo bajo tierra, como su cuerpo inerte.
—Ummm... Está bien. ¿Gustan pasar? —accedí señalando hacia atrás, tratando de mantener la calma.
Invitación tácita, se acomodaron en el sofá. Hargitay alzó la cabeza para deleitarse con el aroma que aún permanecía flotando en el aire. ¿Cómo impedírselo? Era un deleite para las papilas. En cambio, su colega me sometía a un análisis consistente, como si tratase de perforarme el cerebro con un extractor de memorias.
—Entendemos que usted era muy cercana a la víctima —empezó Belzer, usando un ademán que no me inspiró confianza—. Tenían por costumbre pasar mucho tiempo juntos, ¿es correcto?
—Sí. Éramos mejores amigos desde hace varios años —le respondí, empleando con un tono que buscaba se oyera colaborativo, aunque circundado por la inquietud.
—¿Solo amigos? —añadió, alzando una ceja.
Era lo único a lo que podía aspirar después de lo que pasamos. Lo asimilé con estoicismo y seguí adelante. ¿Qué caso tenía sumirme en lamentaciones?
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? —intervino el oficial Hargitay luego de percatarse de que la pregunta había resultado innecesaria y de dejar reposando en su sitio la foto familiar que había tomado entre sus manos.
Al enfocarme en él, encontré los rasgos propios de alguien que rondaba los cincuenta y tantos, concluyendo que quizá habría sido contemporáneo de mis padres. ¿Acaso se hubieran visto así, o denotarían mayor vitalidad? Consecuencias inherentes de un empleo de connotaciones de tal magnitud. ¿Él estaría en esto por elección, o porque un par de niños regordetes lo esperaban diario a eso de las seis? Si era el caso, que lo apreciaran. No todos los que nos quedábamos en el hogar obteníamos un chocolate como recompensa.
Su compañero profundizó la agudeza con la que me miraba, inspirándome una leve aprensión, generándome escalofríos de punta a punta. Tal vez esa cualidad lo volvía un especialista en conducir interrogatorios y llevarlos al éxito. Yo no era una oponente formidable, se estaba aprovechando de mi detrimento por la inexperiencia acumulada que tenía al lidiar con autoridades de cualquier índole.
—Unos días antes de que... Ya sabe.
—¿En dónde estuvieron?
A expensas de que Levi pudiera estar escuchando cada palabra a través de los muros, apreté los dientes antes de decidirme a contarles la única verdad que conocía y de la que podía ampararme.
—Pues... acordamos vernos en su casa, y luego fuimos a conversar a un parque cercano.
De mamá había aprendido que en ocasiones es preferible concretarse a responder solo lo solicitado, porque los detalles podrían tergiversarse al contarlos de boca en boca. No había suficiente margen de añadir mentiras a una declaración compuesta por un par de oraciones coordinadas.
—¿Hablaron sobre algo en particular?
—Asuntos de nimia importancia.
El clima, la inflación, la falta de ofertas de trabajo... Temas comunes entre veinteañeros, por supuesto.
—¿Tuvieron alguna pelea, o desacuerdo? —insistió Hargitay, anotando con rapidez.
—No, no discutimos. —Empecé a sentirme cada vez más acorralada, como un ratoncito que huye de una fiera que pretende destrozarlo.
—¿Usted sabía si él tenía problemas con alguien? ¿De la familia, algún amigo o conocido? —Hargitay se había inclinado hacia adelante. Debido a la contigüidad, estuve a punto de rendirme ante su marcado escepticismo.
Ninguno me quitaba los ojos de encima, me escrutaban en búsqueda de cualquier indicio de que no estaba siendo sincera. En favor mío, tampoco podía proceder a relatarles con soltura la historia de aquella cita. Por donde se viera, implicaba algo más enrevesado que la petición de alejamiento. Esconder el propósito real resultaría difícil, pues había sido el hilo conductor.
Traté de evitar que se me desencajara la mandíbula, ejerciendo la presión que evitaba que soltase lo que había carburado. ¿Los secretos entre amigos perdían validez al morir una de las partes? Yo no lo veía de ese modo. La confianza que Colt había depositado en mí no dependía de que estuviera presente en el plano físico. Perdería mi identidad antes de reducirme a traicionarlo.
Una leve punzada me asestó en las sienes. Le imploré al virus que no se le ocurriera manifestarse, empeorando el panorama, así que me forcé a respirar como era debido, a liberar la empuñadura que se me había formado en las manos, a reprimir las lágrimas.
—No... él nunca me mencionó nada parecido. —Mi voz se había dilatado por el estremecimiento. La preparación había sido en vano.
Los oficiales se miraron entre sí, intercambio que no pasé inadvertido. Quizá habían acordado tenderme una trampa para que me confundiera y hablara con soltura. A menudo, la culpa ocasionaba que me enredase la soga al cuello. Tenía que tranquilizarme.
Justo en ese lapso de debilidad y desamparo, Levi apareció en la sala. Ni por aquí se me pasó exponerle una queja por su demora, quién sabe qué estaría haciendo. Faltaba más.
—¿Qué sucede aquí? —Los abarcó con desconfianza, como a cualquier invitado que no fue requerido en la fiesta, cruzándose de brazos. Belzer hizo lo mismo.
Mi novio no era la persona más cortés, aunque de seguro ellos estaban acostumbrados a lidiar con personalidades reacias, de esas que no se sometían con simpleza, en contraste conmigo.
—Solo estamos haciendo unas preguntas de rutina —respondió el que llevaba el registro, para mi fortuna—. No hay nada de qué preocuparse.
Levi no les apartó la mirada, fue como si discutieran embravecidos mediante telepatía. Si la tensión se hubiera podido divisar, habría resultado como el choque de corrientes opuestas.
—Ella no tiene nada que ver con lo que le pasó a su amigo —sentenció, alertándolos—. Sigue lidiando con su pérdida y no necesita que la acosen con preguntas insinuantes.
Belzer se levantó, manteniendo una postura profesional, pero con un dejo de molestia debido a la actitud de Levi. Resultó evidente que no esperaban encontrarse con una barrera, y tampoco habrían anticipado que funcionaría. Agradecí en mis adentros que él hubiera estado conmigo, otro final contaría de no haber sido así.
—Solo estamos haciendo nuestro trabajo, señor —le aclaró, manteniéndose firme—. Es importante hablar con todas las personas cercanas a la víctima.
—Lo entiendo, pero no van a encontrar nada aquí. —Me admiré de la forma en la que intercedía por mí, sin temor de las represalias, sin que le importara la jerarquía de aquellos con quiénes estaba tratando. Levi me había extendido su cerco protector, y con él, todas sus implicaciones. Su valerosa defensa me lo estaba comprobando—. Si ya terminaron, les voy a pedir que se retiren.
Debieron comenzar ubicando al infame novio de Pieck, mi compañera, quien fue amigo de Colt en medio de circunstancias perturbadoras, le debía a este un favor que había saldado al cuidarme cuando me recluyeron por un ajuste de cuentas, y cuyo paradero me era desconocido. Aunque, ahora que lo recordaba, sí lo había visto el día en que velaron a Colt en casa de sus padres. No hice el mínimo intento de dirigirme a él porque había acordado mantener el pasado en donde merecía. ¿Quién, con pleno discernimiento en el uso de sus facultades se atrevería a acercársele a aquel que ha confabulado para retenerlo en contra de su voluntad?
—Si consigue recordar algo, cualquier dato, por irrelevante que le parezca, no dude en contactarnos —me indicó Hargitay, colocando su tarjeta en la mesa de centro.
Incluso aderezando su tono con cordialidad, era innegable que no me lo había dejado como opción, sino como una seria advertencia.
Debido a la acentuada antipatía fue que me convencí de resguardarme aquella información que podrían considerar provechosa. En una de esas, Porco los llevaría a desmantelar una red de tráfico de personas y de distribución de sustancias ilícitas. Hasta les ameritaría un ascenso, mas yo no sería partícipe de su gloria. Eso no vengaría la muerte de Colt ni le traería paz duradera a ninguna de las personas que lo quisimos.
Los policías se dirigieron a la puerta, custodiados por Levi, quien se aseguró de que se fueran sin añadir comentarios posteriores.
Me desplomé en el sofá, invadida por la tensión que se apoderaba de mis hombros, del tallo cerebral, de las plantas de los pies. Levi se acomodó junto a mí, rodeándome con sus brazos. Cedí al contacto sin vacilar, solo en ellos podía encontrar alivio.
Me contristó que el registro hubiese estropeado aquella mañana que debió ser memorable, lo manifesté con temblores arrítmicos y la incipiente conmoción taquicárdica de estar recluida detrás de las rejas de una penitenciaria. Mi reputación se había manchado a causa de un estallido de tinta roja, indeleble, y de ahora en adelante existiría un registro avieso con mi nombre en el encabezado.
Levi se mantuvo firme, observándome, contemplando mis lágrimas impotentes, porque no fui capaz de explicarle con exactitud lo que sentía. Valoraba que se hubiera quedado conmigo, aun si no tenía idea de cómo abordarme. Su compañía en sí ya me reconfortaba.
—Ellos solo quieren entregar un culpable. No van a dudar en poner la mira en quien sea, incluso si no tiene sentido —me dijo, luego de unos minutos, tratando de levantarme el ánimo que se había caído en picada.
—¿Por qué hasta ahora? —suspiré con pesadez, hasta que me vacié por completo—. No lo entiendo. Es que... ya pasaron alrededor de dos meses. Si tanto les interesara saber qué le ocurrió, se habrían empeñado en buscar pistas concretas, centrándose en gente que de verdad luzca sospechosa y malintencionada, no en alguien tan insignificante como yo.
Me quedé con ganas de aclarar mi postura, de presentarla de un modo persuasivo y que no le cediera el paso a la incertidumbre, lástima que me dormí en mis laureles. ¿Por qué no se me ocurrió antes? Ese infame hábito de evocar las mejores respuestas hasta que ya no había con quien discutir me paralizó cuando menos lo requería.
—¿Cómo habrán dado conmigo? —añadí, arrepintiéndome al instante. Apretando los ojos, imploré que decidiera dejarlo pasar. No lo hizo.
—Quizá el hermano menor no pudo contenerse al hablar de ti. —Percibí cierta hostilidad en su tono, como si insinuara que Falco les había dicho que yo era algo así como su novia.
Ese estira y afloja entre andar o no había sido constante entre nosotros. Si él, aun con limitado entendimiento en temas del amor lo había visualizado, con cuanta más razón Levi. Pésimo instante para sacar a relucir los sentimientos que aún albergaba hacia Colt, que se removieron con las preguntas de los oficiales.
A fin de no darle cabida a discusiones vanas, me propuse desviar el tema.
—Como sea. Yo no soy el medio con el que resolverán este embrollo... ¿Y si salimos por ahí? Me urge quitarme el mal sabor de boca.
La sensación de haber sido puesta en la mira cómo sospechosa fue consistente, se adhirió a mis pensamientos y me congeló cada una de las fibras. No me agradó en lo absoluto que se atrevieran a señalarme con seguridad, marcándome como si fuera una cabeza destinada al matadero, cuando yo ni siquiera formaba parte de su ganado. No quería, no me encontraba en la disposición, no estaba obligada. Estimaba de mayor valor la lealtad que la obediencia, que no se esmeraron en ganarse.
El duelo por la pérdida de un ser querido no debería interrumpirse bajo ninguna circunstancia.
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