Capítulo 69| Wholeheartedly

La palabra "wholeheartedly" en inglés significa "de todo corazón" o "con todo el corazón". Se utiliza para expresar que algo se hace con total sinceridad, compromiso y entusiasmo, sin reservas o dudas.

No pasará nada que yo no quiera que pase. Nada que yo no quiera que pase. Nada que yo no... Nada...

No recordaba bajo qué esquema concordante fue que terminemos sentados en la cama de su habitación, ese capítulo me era borroso. Ambos teníamos la vista anclada en el suelo, siendo incapaces de buscar los orbes del otro, como si fuéramos un par de desconocidos con un destino en común pendiente de cumplir. Leía en la atmósfera que los términos oficiados entre nosotros estaban a punto de cambiar radicalmente una vez más, solo que en esta ocasión sería de forma irreversible.

Le permití a las manecillas transcurrir en una incipiente quietud, que perforaba las coyunturas. Estuve jugando a enredarme los dedos entre sí, manteniéndome a la expectativa de que me lanzara una alerta, una luz verde que indicara que se me habían concedido las facultades para seguir avanzando. Quería conferirle la distinción de llevar la batuta, así que me limitaría a seguirle la corriente mediante el bloqueo de mis inhibiciones en cuanto se decidiera.

Mi corazón latía a un ritmo vertiginoso, amenazaba con salir disparado y colisionar con el suyo. El nerviosismo no hacía sino acrecentarse en medio del silencio lúgubre, que se veía interrumpido por un ocasional chasquido de lengua, un carraspeo, unos cuantos suspiros débiles que carecían de significado. Me había arrancado la piel muerta del labio inferior y seguía afanada en relamerlos, tratando de hidratarlos, aunque sabía que eso los estropearía.

Al entrelazar las sutiles insinuaciones que habían permanecido suspendidas en el vacío, llegué a la conclusión de que ambos habíamos albergado el mismo deseo de estar juntos de una manera única. Levi sostuvo que le restaba escuchar mi veredicto, porque nunca se atrevería a hacerme nada sin que se lo consintiera expresamente. Me resultó grato que respetara mis decisiones incluso en aquella etapa determinante, por eso me dediqué a repetirme la idea a la que le brotaron raíces firmes que se adhirieron con prontitud al centro de mando.

Fuimos acortando la distancia poco a poco, como si me hubiera adivinado el pensamiento. Una ráfaga de energía me sacudió, perforándome la columna, cuando las yemas de sus dedos rozaron el dorso de mi mano. Me clavó la vista, pero se cohibió al girarse. Yo me retracté en consonancia, aferrándome a mis hombros. Ese reflejo me resultó tan familiar, aunque inoportuno.

Apretaba la mandíbula, como cuando padeces ineptitud para pronunciar las palabras correctas, con la incertidumbre de que si quiera existan. Esa ansiedad palpable por no conocer lo que vendría a continuación, aunada al entusiasmo colectivo que crecía como las olas, desató los nudos que permanecían en el ambiente.

Levi me transmitió sus temores en un pestañeo en el que lo detecté susceptible, por lo que procuré reemplazarlos con mi calma; la promesa silente de que estaba a su merced y de que le estaba entregando todo de mí, sin reservas. Al descifrar mis dudas en las pupilas, él les dio la forma de confianza, que se materializó en un cándido beso en la frente. Lo grácil de cada caricia con que comenzó recorrer la longitud de mis brazos, dejando unos poros que se dilataban en un ansia profunda por llenarse de su aroma hasta los filamentos, representaron un símbolo de empuje.

No obstante, cuando rozó con sus labios el hueso de la clavícula, lo sostuve por la muñeca, como pidiéndole un cese. Se mostró anonadado, mas no insistió. Presa de la consternación, desprendí mi agarre de inmediato, temerosa de haber interferido con su propósito intermitente. Él pareció notarlo, así que con el fin de reafirmar sus convicciones, entrelazó sus dedos con los míos al colocárselos en las piernas. Me los apretó con la fuerza idónea para demostrarme que no estaba molesto, sin que llegase convertirse en un suplicio.

Al apreciar el subidón de temperatura recorriendo mis mejillas, como el impulso de una fiebre, consideré escapármele ahora que aún estaba dentro del plazo. Habíamos dejado la puerta entrecerrada, por cuya rendija se filtraba un halo de luz proveniente del pasillo, iluminando sutilmente. Solo tenía que levantarme con apremio y ofrecerle una disculpa, sin detenerme a mirar hacia atrás, como de costumbre. Contendría la deshonra con el rostro hundido en las rodillas hasta que el cansancio me dominara, y al día siguiente me habría resignado ante su ausencia, el desenlace lógico. La disensión era que el espacio en el que se me anidaba la cobardía ya no estaba disponible, tendría que plantearse buscar otro inquilino.

Bien se dice que uno no está preparado para este tipo de cosas, sin importar cuanto conocimiento se recolecte. No, nada de eso me servía en lo absoluto. Nada de lo que había leído o escuchado se parecía a la explosión que comenzaba a brotar en mis entrañas como un cúmulo de electrones alborotados, y en el fondo estimé que no saber cómo reaccionar formaba parte del proceso.

Levantó mi barbilla, reacio debido al temor emergente de que estuviese sopesando lo que se imaginaba, mas no me aparté porque ya había dictaminado demostrarle que cometía agravio en mi contra, que me mantendría afianzada hasta la consumación. Con el apocamiento a flor de piel, me condicioné a escudriñarlo durante unos segundos, en los que permanecimos callados. Con la vista nos comunicábamos con mayor detenimiento lo que no conseguíamos articular mediante ondas sonoras.

Se puso de pie y me tomó por el antebrazo, instándome a que lo imitara. Lentamente, me dirigió hacia la pared y comenzó a besarme con exquisitez, sosteniendo mi rostro con ambas manos. La llama creciente se expandió hasta los confines, encomendándome la labor impelida de evitar que se extinguiera. Quería que ese fuego eliminase los residuos de hesitación que aún me acibaraban, y en el azul desbordante de sus ojos terminé encontrando la respuesta al entero de mis inquietudes.

Engarzó con premura mis manos detrás de su cuello, indicador de que anhelaba mi cercanía. No opuse resistencia, yo también quería que el espacio que aún nos distanciaba fuera suprimido. Lo que en el preludio fue una alternancia de besos tiernos y delicados, fue cobrando ímpetu, cadencia y rapidez. Estaba ansioso, lo veía en sus pupilas dilatadas con un brillo singular, encantador, proveniente del sitio al que estamos condenados a descender cuando nuestro respirar caduque. Pero yo me sentía más viva que nunca, como si hubiera vendido mi alma y alguien piadoso hubiera rasgado el contrato.

Su desempeño me motivó a reafirmar el mío, porque aunque no fuera sobresaliente, Levi me dejaba entrever que quería disfrutar en la misma medida que yo. Con los cinco sentidos activados, con la mente en cada una de las sensaciones tan placenteras que incentivábamos en el otro. El silencio subyugante resultó ser un manjar, pues empezó a inundarse de jadeos y suspiros que ya no podíamos reprimir.

De pronto, los besos húmedos se tornaron hacia mi cuello, lo cual hizo que me estremeciera. El aire caliente de su aliento se esparció a través de mi piel como una nube de vapor calcinante, provocando que enredase algunas hebras de su cabello entre mis manos y que echara la cabeza hacia atrás. Me arrepentí al creer que lo estaba halando con demasiada brusquedad, pero ni se inmutó; por el contrario, mi falta de cariño pareció acelerar su creciente deseo. Cuando me apartaba tratando de recuperarme, él me devolvía a la posición de inicio sujetándome por la nuca, inmerso en prolongar los sobresaltos que me ocasionaba.

Una cosquilla ferviente se me instaló ahí debajo, anidándoseme entre las piernas. Exhalé en su oído por casusa de la sensación que era equiparable a miel pura derritiéndose como el cauce de un río. Mi respiración se había tornado pausada, y mi rostro ardía.

Levi se apartó de mí y comenzó a desabotonarse la camisa. Ansié relevarlo, solo que mis intentos resultaron inútiles porque los dedos se me hicieron de mantequilla. Él procuró facilitarme el cometido, tan bello. Desistí de contar los ojales mientras entreabría la boca por el impacto que ocasionó que los oídos me reverberaran y que casi se me escapasen unas cuantas lágrimas insidiosas. Me exalté en demasía, un microinfarto me predispuso al sosiego. Se despertó en mí un estímulo que creí haber aniquilado y que oscilaba en lo espeso del aire, que me hería el interior de las cavidades nasales, lesionando el recorrido hacia los pulmones.

A escasos días de su ingreso a la escuela, protagonizamos un "imprevisto" que nos volvió cercanos, en el que tuve la suerte de contemplar lo que resguardaba debajo de la ropa. En aquel entonces me preocupó que concluyese que era una acosadora por la manera en la que lo observé conforme esta se deslizaba, sabiendo cuán vergonzoso me convenía y que Hange no dejaría de molestarme por no saber contenerme. Por eso me vi compelida a establecer un pacto solemne con mi consciencia, que cumplí siendo la única parte involucrada. Pero ahora no había ningún factor externo pendiente de considerar; solo estábamos nosotros, en medio de cuatro paredes. Habíamos firmado una promesa con tinta invisible, que dictaba que ninguno saldría cómo había entrado. No me importaba el remanente de las malas experiencias con que cargaba, el temor a ser juzgada ni a entregarme a lo que sentía, que era muy, muy real. En ese instante, Levi y yo nos condensaríamos contra el paso del tiempo, que salía sobrando.

Mi curiosidad se vio tentada hasta el desenlace, cuando su camiseta interior cayó junto a sus pies, al igual que la prudencia que a duras penas conservaba. Me concedí el atrevimiento de delimitar los bordes de sus brazos, la definición en sus hombros y lo pálido de su piel, procurando grabarme cada una de esas sensaciones entrometidas, haciéndome acreedora a una descarga eléctrica con cada desliz. Me presentó la otra mejilla, cohibido ante mis ojos imprudentes, que se portaron remisos a obedecer la orden de permanecer estáticos. Quise enaltecerlo, decirle al pie de la letra lo que pasaba por mis brumosas cavilaciones, mas me contuve por causa del shock inicial.

La extensión de su espalda tampoco se mantuvo lejos de mi alcance, iba disfrutando cada línea de músculo que disminuía mi pulso cardíaco al borde de lo crítico. La fuerza de la que hacía alarde no era producto de la inventiva, qué deleite haberme granjeado la oportunidad de comprobar su proveniencia.

Los humanos no conocemos la perfección porque nos atan las restricciones inherentes a nuestra naturaleza, pero él la rozaba con cada gesto, con cada caricia, con cada mirada.

Apoyó su peso contra mí, sosteniendo mi rostro con ahínco, y continuó besándome durante un lapso que desembocó en una eternidad. Ese fue el aviso que estaba aguardando para unirme al compás de su ajetreo, así que comencé a succionar su labio inferior y también alcancé a encajarle los dientes con toda la delicadeza que pude reunir, dadas las circunstancias. Supe que le había gustado cuando me imitó. Su lengua demandó abrirse paso dentro de mi boca. Le di acceso sin pensármelo, y continuamos absortos en los besos, al punto de la ebullición torácica.

Nunca logré saciarme, cada roce era como el combustible que se le arroja a una fogata. Ni siquiera fui consciente de que había comenzado a acariciar su abdomen, primero con el dorso y, tras arrugar las inseguridades que me quedaban, aposté por los patrones dactilares, que lo buscaban con inquietud famélica. Se retiró ante el sobresalto, aunque enseguida se mostró conforme. La euforia me consumía, me causaba estragos saber que esa figura escultural estaba a mi entera disposición y que podía emplearla en mi beneficio, pero no quería abusar de la licencia. Si ese era el significado de sentirse pleno, no me arrepentía de haber esperado a que llegara el momento propicio.

Volvió a colocar sus manos sobre mis hombros. Fue acariciándome con la palma adherida a ellos, concentrado en los tirantes del vestido y del sujetador, halándolos muy despacio. Cuando se posicionó encima de mi cadera y moldeó el agarre a la curvatura, entendí que era mi turno de ceder.

Le encajé las uñas en el antebrazo al percatarme de que estaba tomando el dobladillo de la falda, con lo que levantó una de mis piernas para enredársela en la cadera, y empezó a acariciar la piel que permanecía intacta por debajo. Sus manos estaban calientes, me ocasionaron una descarga de energía que ya no fue tan complicada de asimilar. Las deslizó desde la altura de los muslos hasta donde habrían estado los bolsillos de unos jeans y, a fin de no dañar el aura que se instaló, suspiré con holgura tratando de tranquilizarme.

Tras dirigirlo hacia mi espalda, entendió que requería de su ayuda para bajar el cierre. Se demoró otra eternidad, puesto que estaba mediando su fuerza, evitando romperlo. No me habría importado que lo arruinase, con tal de que terminara con el martirio que aquello representaba para mí. Aun con la agitación deteriorándome, no tenía intenciones de pedirle que se apresurara. Me quité los zapatos para librarme del vestido, que quedó hecho un desastre, y lo aventé quien sabe dónde.

La corriente ocasionó que tratara de cubrirme, o tal vez lo hice porque me invadió la vergüenza por que me viera desnuda. Fue paciente y, aunque yo sabía el descomunal esfuerzo que representaba para él, esperó a que cobrara el ánimo para mostrarme sin tapujos. Pero mis manos no cedieron; se mantuvieron rígidas incluso cuando Levi quiso apartarlas con suma delicadeza. Cerré los ojos para amortiguar el pensamiento que me sobrevino como una puñalada, que aumentó exponencialmente.

El trance fue efímero, como el soplo de un viento que cambió su trayectoria, azotándome con violencia.

—¿Qué ocurre? —me preguntó, liberando un suspiro candente que me devolvió a al plano actual.

En sus ojos percibí un dejo de consternación genuina, más por la consecución de mi bien que por haber sido interrumpido. Tenía los labios hinchados y le brotaba un hilito de sangre, lo que explicaba por qué había degustado un sabor como a hierro.

—N-nada... Ya... deja de mirarme así —musité, medio implorando, medio molesta.

Él se aclaró la garganta, devolviéndose a la labor de reconocimiento.

—Así... ¿cómo? —Su voz se oía ronca, agitada. Cuando me rehusé a que me diera un beso, se dio cuenta de que hablaba en términos de seriedad, y se alejó un poco.

Pésimo instante para sacar a relucir el sentimentalismo propio de alguien que nunca ha sido admirada por sus cualidades físicas. ¿Por qué tenía que remontarme allí, justo ahora? ¿Por qué cuando estaba tan cerca de tocar el cielo en un sentido estrictamente sublime? Abocarnos a las explicaciones representaba un estorbo superior que mis intenciones sumidas en un dilema.

—Como si... Como si fuera lo más bello que has visto.

Porque no lo era. Porque estar así delante de él era parte de una vil mentira que elaboré con un cerebro confundido. Avergonzada por ser consciente de que había desbloqueado el siguiente nivel, salí de su rango visual, solo que él me detuvo al interponerse en mi camino.

—Pero lo eres —replicó de un modo que interpreté forzado. La duda posterior hizo que me replantease lo que acontecía.

—¡No me mientas! —Mi grito lo dejó desconcertado, así que disminuí la intensidad de mi siguiente declaración—. No me mientas. Eso no es cierto. No sé qué es lo que pretendes, pero no está funcionando.

La amargura se esparció a través de mi sistema como un veneno. Por algún motivo que se escapaba de mi control, la secuencia de una primera vez similar, pero inconclusa, me asestó en ráfaga. No logré identificar de dónde venía ni por qué recordaba haber estado ahí. La sombras difuminadas le concedían un aire sombrío, que me predispuso al asco, al temor, al desasosiego. Esas memorias no me pertenecían, pero vaya que me atormentaron.

Silenciar las voces en mi cabeza se volvió imperante, salir corriendo dejó de parecerme absurdo. Cuando ya no pude sostenerme en pie, Levi me ayudó a sentarme en la cama, y la jaqueca se me intensificó. Seguro creyó que me había puesto así como consecuencia del rechazo que me provocaba estar con él, aunque nada más lejos de la realidad. No soportaba ni la gravidez de mi propia existencia.

Levi no me abandonó. Alivió mis temblores al sujetarme las muñecas, al atrapar mis manos con las suyas. Los sollozos se fueron disipando progresivamente al inspirar su aroma, porque me condujo a evocar secuencias reconfortantes que fueron devorando sin piedad a las anteriores. Sí, sí estaba sucediendo. Y no era con ningún ser prefabricado que me hubiera herido de muerte. Ese nombre estaba maldito, no merecía ni siquiera ser mencionado en este momento que era de los dos, de nadie más.

—Estás temblando —señaló—. Voy a...

—¡No! —le corté, halándolo del brazo—. No te vayas. Ya se me pasó. —Aún apretaba los puños, temerosa de la reacción instintiva que solía acaecerme cuando atravesaba situaciones estimulantes en sentidos opuestos—. Ya se me pasó. Ya se me pasó...

Cálmate, no lo arruines. No lo arruines de nuevo.

Continuó observándome justo como le pedí que no lo hiciera, y me cohibí por su atrevimiento. Dado que mis ganas de irme se habían hecho trizas, él se apoyó en el colchón, con las manos junto a mis caderas, y tras percibir que el acercamiento no me había resultado incómodo, supuse que iba a permitirme recuperar la placidez sin su compañía. Solo que sus planes distaban de lo que me había figurado.

—Escucha, Kiomy. —Limpió la gota que se me escurría por el rabillo. Nunca me llamaba por mi nombre, sino por ese apodo que había aprendido a tolerar. Dicha variable en el rumbo me instó a mantenerme atenta—. No voy a pedirte que olvides la pena que te embarga, ni tienes que contármela ahora. Sé que no es fácil. Pero hablo en serio cuando te digo que sí —me sujetó el rostro, alejándose para mirarme de lleno—, eres la persona más bella que he visto. Me encanta tu voz, lo fino de tus caricias, la forma en la que me miras con esos ojos vivaces... —Me acarició el borde del labio, el dorso de las manos, y abarcó el hueso donde se me pronunciaban las cejas mientras me decía aquello—. Toda tú, me encantas. Eres preciosa. Y si no te sientes capaz de creerme, me temo que tendré que demostrártelo. En serio, necesito que lo hagas.

Con el zumbido en la oreja, casi me volví líquida.

—¿Cómo? —suspiré largo y tendido, aferrándome a la superficie con los codos, tambaleando.

El contacto natural subsecuente le devolvió a nuestros cuerpos la pasión que parecía haberse extinguido.

—Poniéndole fin a esto que hemos comenzado, si estás de acuerdo. —Su mirada suplicante ejerció en mí un poder de atracción imposible de pasar inadvertido.

Cuando me abrazó, volví a deshacerme de mis temores inusitados. Alcancé a percibir el sonido de su corazón latiendo con dinamismo. Sentí que estábamos sincronizados en íntima confidencia. Cada acto en aquel devaneo se había concebido a base de seguridad respaldada por pruebas, y este no fue la excepción. Que siguiera conteniéndose en espera de que aprobara el dictamen me conmovió en lo más profundo, y fue entonces que decidí concentrarme en él, en sus ojos cautivados por mi figura, y en ese sitio debajo de su abdomen que comenzaba a meterme en apuros.

Puesto que mis lentes representaban un impedimento para continuar con la algarabía, Levi se encargó de retirármelos. Sus dedos se movieron en cámara lenta. No sabía que un acto tan ordinario pudiera llegar a definirse como «atractivo», fue insólito.

Me plantó un beso posesivo mientras buscaba mis manos, con el que bloqueó esa sección impura de mis memorias. Fue de mis hombros a mis muñecas un par de veces y, tras haber tentado el terreno como de antaño y superar las restricciones, envolvió uno de mis senos. Una vez que los dos estuvieron ocupados, comenzó a masajearlos, formando circunferencias infinitas, rozando "sin querer" los puntos específicos. Quise rogarle que no se detuviera, aunque el leve gemido que se escapó de mi garganta se lo dejó evidente, lo que produjo un incremento en la velocidad.

Demostró cierta impericia al liberar el broche del sujetador, y con él, lo que faltaba de mi torso. Cuando finalmente quedé expuesta, todo mi ser ardió. Descubrí que ese escenario me gustaba en demasía y que por eso me había negado a permitirle que accediera a ellos con prontitud.

La frialdad del muro funcionó como estimulante dado que hizo que mis pezones se irguieran, lo cual pareció agradarle. Acercó su boca y comenzó a depositar tiernos besos alrededor de la areola. Sus dedos fueron gentiles al rozar y pellizcar a discreción. De no ser porque su cuello me funcionaba como soporte, me habría desvanecido.

Pensé en protestar cuando se separó de mí, pero mis expectativas sufrieron un revés tras notar que dirigía sus manos hacia la liga con la que me atoraba un racimo, y me acomodó algunos mechones detrás de las orejas. Me condujo para recostarme sobre la cama y continuó con su faena, que se volvió más tortuosa a medida que intercalaba con besos en el cuello. Los jadeos se intensificaron, así que me aferré a sus hombros para tratar de ahogarlos.

Se comportaba como quien no puede resistir el impulso de saciarse, con lo que percibí una inflamación latente en cada sitio que abandonaba para enfocarse en el siguiente. En paralelo, procuraba acomodarse sobre mi figura, evitando hacerme daño al aplastarme.

Por obra de una cruel ironía retardada, los recuerdos que habíamos compartido subieron a mi mente. Por fin me había ganado el derecho de sellar en un fragmento inmarcesible todo lo que sentía por él. Esa mañana en la que lo regañaron por llegar tarde, cautivando mi atención de un modo inusual, cuando me eligió para ser miembro de mi equipo, que se mostrara dispuesto a ayudarme a llevar a Hange a la habitación, que se hubiera ganado mi confianza, al grado de convencerme de contarle aspectos lamentables de mi vida, el ensimismamiento que me incentivó a retratarlo, a escribirle como si lo tuviera de frente, sus primitivas muestras de celos hacia Colt, sus cuidados durante mi recuperación del accidente, el arrojo que tuvo para curarme porque me creyó merecedora de que asistiese a la carrera, nuestra aventura para conseguir atuendos para el festival y la forma en la que miró con el vestido ya puesto, ese fugaz vislumbro de que quizá podía gustarle, el número que bailamos en el festival, cuando se compaginó con Hange para ir en mi rescate y que se hubiera arriesgado con creces por ello, su aparición inesperada en la fiesta de Eren hasta que, al final del semestre, me confesó que se había enamorado de mí, y yo estaba más que dispuesta a corresponderle, nuestro primer beso bajo la luz de la luna, el poema que le escribí, la canción que le canté delante de una audiencia prominente, las múltiples muestras de cariño que no se concretaron, y las que sí... Cada una de esas experiencias poseía un valor inconmensurable porque, a pesar de ser irrepetibles, podría remitirme a ellas cuando así lo dispusiera, y sentiría lo mismo una y otra vez. Sin embargo, al condensarlas la sensación se volvía abrumadora en exceso, generándome una felicidad que no había tenido el gusto de conocer.

Al rato, la prenda que utilizaba para aminorar el roce en la piel de las ingles salió expedida. Mis piernas cedieron, dando paso a su cuerpo, encajando como si fuéramos dos engranes creados el uno para el otro. Levantó mis caderas para retirar el último trozo de tela que prevalecía y, aunque traté de impedirlo instintivamente, su reluciente armadura de paciencia contribuyó a que no se rompiera el hechizo.

Entonces, se separó de mí por milésima vez, dejándome con el alma pendiendo de un hilo. Comenzó a desabrocharse el cinturón, con las manos temblorosas y el nerviosismo reflejado en movimientos torpes. Yo mantuve la vista fija en el techo mientras apretaba los dientes. No sabía hacia dónde mirar, él no se contaba entre las opciones. En medio de la agonía, solo distinguí el ruido metálico de la hebilla, el del zíper bajando, y el de un envoltorio rompiéndose. La imagen prefabricada desató una incertidumbre avasallante, pero mi vergüenza siguió siendo más ponderosa que mi afán de conocer.

Me fue acariciando desde el tobillo, deteniéndose al alcanzar mis rodillas. Acto seguido, se encargó de separar mis piernas y de colocarse en medio, provocando una fricción insostenible, que creí que me haría explotar a la mínima provocación. El calor húmedo generó pulsaciones en un sitio en el que no sabía que deambulaba el flujo de sangre.

Al apretar los ojos, atravesé al umbral sensorial de mi cuerpo. Se afanó en tocarme con sutileza, sin desprestigiar ningún punto, presionando con el empuje exacto para avivar la sensación que seguía formándose dentro de mí. Contuve un gemido al sentir su lengua recorriendo las zonas más sensibles de mis senos, y quise empujarlo debido a la conmoción que me azotaba. Luego, pasó a mordisquear uno con delicadeza, a la vez que masajeaba el otro, apretándolo suavemente con sus dedos. Jugó con ellos hasta que se cansó, prolongando lo que empecé a identificar como una agonía de la que no quería ser liberada. El bochorno me estaba matando, con cada toque mis ansias se potencializaban.

Inhalaba oxígeno a un ritmo acelerado, previniéndome de lo que estaba a punto de experimentar. Volvió a cernirse sobre mí, besándome lentamente con vehemencia, llevándome al borde. Verlo ahí, apoyándose con miramiento, fue demasiado.

¿En qué se supone que debía pensar? En nada. Deja la mente en blanco.

—¿Me das permiso? —Esa voz hipnótica dilapidó los cimientos de mi consciencia, dividiéndola en cientos de impulsos que convergían en uno solo.

Me miró fijo, haciendo que mis mejillas se tornasen coloradas. Su tono candente, sazonado de una dulzura que no le conocía, me drenó el espíritu. Si su propósito era desarmarme para dejarme indefensa ante la batalla, lo había conseguido con relativa sencillez. Sentirme vulnerable nunca me resultó tan grato.

No había cabida en mí para una declaración previa, ya no había modo de que diese marcha atrás. Me vi tentada a gritarle que sí, que concluyese de una vez el sufrimiento que se prolongaba con la demora, pero supe mantener mi lengua a raya, consiguiendo asentir un par de veces.

Como último acto de misericordia, deslizó un par de dedos abarcando mi intimidad, quien sabe con qué propósito maligno. Me retorcí debajo de él, preparándome para pedirle más. Sin embargo, se me adelantó al invadir el espacio entre mis piernas, que resultó doloroso, mientras me escaneaba con ese par de topacios saturados de pudor. Diría que expresaban vida, la que siempre le hizo falta, la que recuperó al fundirse conmigo.

—¿Estás bien? —me habló en el oído, consiguiendo alborotar la sensación febril en el pecho, en el cerebro, y en las entrañas.

Asentí de nuevo, para proceder a liberar una bocanada en pausas. No quería desconcertarlo ni persuadirlo de alejarse. No. Lo cierto es que lo necesitaba, como nunca necesité la cercanía con nadie, y algo me dictaba que después de él no querría experimentarla con cualquiera que fuese él.

Subí el pecho conforme se introducía en mí y me iba empujando contra el colchón. Logró que soltara un leve quejido que se combinó con el suyo, secuela de que algo se había roto dentro de ambos al mismo tiempo. La sensación febril de estar llena de él fue gloriosa, terminó mermando la molestia hasta convertirla en un ardor imperceptible, cediéndole el lugar a un torbellino de adrenalina.

Logramos congeniar nuestras mentes y siluetas. Nos sincopamos de forma que parecíamos un solo ser. Me había acelerado en incontables ocasiones al oír que lo mencionaban, no obstante, nunca creí que me conseguiría escribir en mi libro de vida el significado de este tipo de unión o que reafirmaría aquellos sentimientos que habíamos desarrollado al sobreponernos a los obstáculos que nos amenazaban. Este era el tercer anillo que completaba el diagrama con el que confirmé que era mi amigo, mi confidente, mi amante, el amor de mi vida.

Paulatinamente me convencí de relajarme por entero, de enfocarme solo en su respiración entrecortada, hasta dejarme consumir para que me convirtiera en cenizas que pudieran esparcirse a lo largo y ancho de la habitación. Ese par de gemas emitían un fulgor inusual, encendidas por el deseo, pero también percibí cierta aura de temor por saber cómo lo estaba sobrellevando. Si hubiera podido traspasar mis pensamientos se habría dado cuenta de que lo que a él lo angustiaba a mí me tenía más que complacida.

Se veía hermoso apretando los párpados, frunciendo las cejas para aguantar las sensaciones que lo acongojaban. Se le había pegado el pelo a la frente a causa del sudor, así que traté de retirárselo. Mi mano dio con su mejilla, en la cual depositó un beso fugaz que me dejó sonriendo. Ahí fue cuando noté que lo único de lo que no me había despojado fue de la pulsera que me regaló.

Cuando se sintió lo suficientemente confiado respecto a mi dolor, fue capaz de soltarse de sus propias ataduras y entregarme la vivacidad que yacía oculta detrás de esa fachada de apatía. Reafirmó el agarre en mis manos, tomando impulso, viajando a las profundidades sin un ápice de culpa. Me vanaglorié al pensar en que yo era la primera (y ojalá, la única) a la que le permitía ver esta faceta tan gentil, tan tierna y ardiente a la vez. De ahí en adelante, no me negué el deleite de contemplarlo.

Me aferré a las sábanas para sobrellevar el constante vaivén, que me estaba erizando el cabello y me provocaba escalofríos en la espalda. Por obra de un impulso arrítmico, levanté la cadera para acomodarme, y no dudó en pasar su mano por mi cintura para afianzarse a mí y profundizar las embestidas. Eran tan intensas que creí que terminaría partiéndome en dos. Solo este hombre podía combinar la dulzura con la rudeza y hacer de ello algo cautivador, satisfactorio. Ese ángulo me proporcionó un enfoque preciso del lugar en el que nuestros cuerpos se unían, y con miradas cómplice nos dijimos cuán extasiados estábamos de vernos así, llenos de deleite por el placer que se hacía incontenible.

Estaba absorta en disfrutar las sensaciones que provenían de aquel botón encendido que se escondía en medio de mis muslos, pensando en que ahí debía instalar el centro de mis atenciones. Cuando sentía disminuir el gusto, me encargaba de atraerlo hacia mí, apretándolo por los hombros y ciñéndome a su espalda. Había escondido el rostro en el hueco de mi cuello, así que percibía su aliento en cada gruñido moderado, que me estaba volviendo loca.

El ardor en mi interior comenzó a volverse insostenible, disparaba porciones del flujo de corriente hacia cada uno de mis miembros, haciéndome soltar un montón de lloriqueos extasiados, que jamás creí que podrían salir de mi boca. Tuve que cubrírmela con una almohada que encontré al estirarme. Levi tomó dicha reacción como aliciente para subir un peldaño en el ritmo, cuando yo ya no era capaz de sostener las sensaciones que me embriagaban.

Sentí como la tensión y el hormigueo acumulado se expandían, liberándose en la forma de una sensación explosiva que contrajo cada uno de mis músculos, atormentándome con un placentero suplicio. Mis piernas se cerraron con fuerza, apresando su figura aún absorta en retardar el efecto. Arqueé la espalda, y por fin me entregué a la sensación invasiva. Reprimí el gemido más impúdico mordiendo la almohada. Levi siguió por unos instantes más, hasta que se empujó contra mí una última vez con fuerza, hundiéndose, y abrió la boca para gruñir ya casi sin aliento.

Siempre pensé que iba a consumar ese acto con alguien a quien amara y que me amara en la misma medida. Procuré conservar esa visión, que distaba de la de quienes no se detenían a analizar a quien le concedían tal privilegio. Esta experiencia debería compartirse con alguien que haga que no te arrepientas en el futuro venidero, alguien que no tenga miedo de incendiar el mundo por ti, alguien que signifique más que tu propia vida y que le dé el sentido que le hace falta. Él era mi vida, y si duraba cien años, cien años le pertenecería a él.

Esa noche, emprendí el vuelo, alejándome de mis orígenes. Quemé los muros que había estado construyendo en mi interior y conseguí pegar las piezas de esta alma que había permanecido vagando entre muros similares a rascacielos. Mi único pensamiento consonante cuando concluyó el idilio y cesaron las visiones del cosmos fue que por fin podía decir que lo amaba con un corazón completo. Ahora sí era enteramente mío, y yo era suya. 

Está de más decir que este es uno de los capítulos más extensos de la historia en general, y en serio fue complicado escribirlo, revisarlo, y publicarlo. Pasó semanas intacto en el documento de Word, así que tuve que recurrir a analizar a los expertos, a imitarlos hasta cierto punto.

Me agrada cómo quedó finalmente, espero que a quien lo lea le provoque sensaciones parecidas.


P.D. Diana, gracias por la espera. Tu paciencia ha sido mi motor, espero que esto compense lo que te quedé debiendo del otro capítulo, jaja ❤.

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