Capítulo 60| Mantenerlo en silencio
A fin de despejar mi mente y librarla de pensamientos invasores, me dediqué a volcar por escrito varias de las ideas que habían estado revoloteándome como mariposas, sin establecerse en suelo firme. Tras cerciorarme de que no me había guardado ninguno de los pormenores, incluso los que parecían de ínfima importancia, le prendía fuego a la hoja seleccionada y esparcía las cenizas restantes.
Si mis delirios resultaban verdaderos, ahora más que nunca tenía que darle prioridad a fortalecer los lazos con Levi. De este modo, no le daría cabida a intrusos; le estaría cerrando el conducto a la única persona que se lo merecía.
Puesto que al fin había reunido el valor, comencé a enviarle una nota cada mañana, proveniente del vasto arsenal que le había dedicado. En algunas ocasiones, me valía de los mensajes, y en otras, del papel y la tinta. Estas últimas se las entregaba cuando nos veíamos en el salón, o procuraba dejárselas en medio de una libreta para que el asombro se incrementase junto con sus expectativas.
Llegó a apreciarlas al punto de decirme que sentía que le faltaba algo cuando, por alguna razón ajena a su entendimiento, él aún no había recibido su nota. Tan tierno. Al parecer, a Levi le conmovía que me hubiese tomado el tiempo de llevar un registro de nuestra relación a modo de bitácora, creo que así fue como terminé por ablandarlo.
Pronto, comenzó a mandarme emojis de corazones y de caritas sonrojadas, así como a hacer sus pininos al escribirme de vuelta. Fui almacenando varios de sus mensajes en la aplicación de notas, a la vez que mantenía en resguardo sus cartas. Cuando sentía que el desasosiego se aproximaba, me remitía a leer alguna de estas. Era refrescante sumergirme en sus cavilaciones, me brindaba una paz sobrecogedora, que me desconectaba de la realidad. Era como si pudiese saber lo que pensaba sobre mí en cualquier instante. Incluso estando lejos, lograba sentirlo con la misma intensidad. Como si nuestras mentes fueran una sola, como si estuviéramos... conectados a la misma red.
Seguir negándome la posibilidad (casi 100% verídica) no me resultaba provechoso. De verdad estaba sucediéndome otra vez. Menos mal Colt no se encontraba cerca para restregarme un bien merecido «Te lo dije» que ya me resonaba en los tímpanos.
Fue por ello que entendí que, tarde o temprano, tendría que hacérselo saber a Levi. Se había ganado su lugar en mi corazón de forma incipiente, y claro que estaba en su derecho de elegir si quería seguir adelante, o no. Pero me aterraba cómo pudiera tomárselo. ¿Se asustaría al igual que Colt? ¿Llegaría a considerarme una enferma mental de la que preferiría mantenerse alejado, o se embarcaría para formar parte de mi "locura"? Peor aún: ¿sería capaz de guardarme el secreto, como lo había hecho mi mejor amigo? De cualquier modo, estaría esperando la oportunidad de contarle.
Él adoptó la linda costumbre de regalarme objetos pequeños, como dulces y marcadores. Los colocaba encima de mi butaca, envueltos en formas inusuales, como para evitar que adivinara el contenido con anticipación. Con frecuencia, me conseguía los caramelos de colores que sabían a «jabón», según él y, a pesar de las objeciones, terminaba comiéndoselos conmigo. Me divertía mucho con la cara de asco que ponía al percibir el aroma, justo antes de echarse un puñado a la boca.
La cafetería en la que nos reunimos por primera vez, antes de concretar nuestra amistad, se había convertido en la protagonista de varios encuentros a los que ya no sabía cómo llamarles. Al principio, nos hacíamos acompañar de Erwin y Hange, los cuatro inmersos en representar nuestro papel de amigos, a pesar de que ya se habían formado dos pares que eran más cercanos. Con el paso de las semanas, eso cambió. Ahora ellos buscaban su independencia, a la vez que nos la concedían a Levi y a mí.
Ordenábamos lo de costumbre y nos quedábamos ahí hablando, hasta que uno osaba fijarse en el reloj por accidente o notábamos que ya casi no había nadie a los alrededores. Eso de que el tiempo vuela cuando se disfruta era una verdad innegable, que veía cumplirse en mi caso.
Cada vez que veía el anuncio del karaoke me invadía la tentación de inscribirme, aunque lo descartaba al imaginarme ahí parada en el escenario, delante de una multitud. Con todo, había convenido que iba a atreverme a protagonizar dicha escena en un futuro hipotético, porque quizá él lo encontraría agradable, uno de los centenares de momentos alegres que merecían ser atesorados y que formarían parte de nuestro acervo.
La primera cita que tuvimos solo los dos no tardó en concertarse. Surgió luego de que Levi me interceptara de camino a la habitación, pidiéndome que nos viéramos en «ese lugar en el centro», el sábado. Debido a la concurrencia, no me extrañó haberme formulado una noción de sus motivos, y a su vez me halagó que no hubiese mencionado requerir la prescencia de terceros.
Me temblaron las piernas, tuve arcadas y sentí que el corazón me ardía hasta que se cumplió el plazo, que avanzó con significativa rapidez.
Ya me había imaginado que Levi iba a pedirme que saliéramos, por lo que me emocionaba más de lo debido. Pero ese vislumbre alteraba mis capacidades motrices, así que con su propuesta me enfrenté a la repentina preocupación de tener que elegir vestimenta apropiada, acomodarme el cabello, buscar una fragancia corporal diferente a la de siempre y darle un giro a mis modales poco menos que refinados.
No sabía qué ponerme, no solía prestarle demasiada atención a aquella parte de la rutina. Eso sí, me vi impulsada a esmerarme. Fue por eso que, al día siguiente, aprovechando que Hange estaba ocupada en sus asuntos, me dediqué a buscar un vestido entre la infinidad de estantes de un par de tiendas. El clima en marzo se caracteriza por ser caluroso, protagonista de los colores pastel, por lo que no demoré en encontrar uno que me cautivó al instante.
Por fin, el día de la cita, me desperté muy temprano para evitar inconvenientes.
Cuando arribé al sitio, me preguntaron si era Kiomy Takaheda. Luego de la consternación inicial por tener que identificarme, como si de un sitio exclusivo se tratara, me condujeron al segundo piso, a una mesa ubicada en lo más recóndito de la azotea. Desde ahí, la vista era magnífica. La brisa del aire me besaba la piel, sin resultar insoportable. Ocasionó que el vestido me ondeara, generando en la vida real una metáfora del revuelo de mis emociones.
Me aferré a los pliegues de la falda, procurando ocultar lo que debía ocultarse. Doté de cautela a cada uno de mis pasos, un pie le pedía permiso al otro para seguir avanzando. La presión en el pecho se volvía abrasadora a medida que me le acercaba, y esta empeoró cuando reparé en que se había vestido de forma un poco más elegante de lo usual, aunque aún apegada a su estilo. Gracias a esa sutil observación recuperé el sosiego de haber llenado las exigencias propias de la ocasión.
Levi se puso de pie para ir en mi encuentro apenas percibió mi presencia en la lejanía, lo cual me metió en apuros.
Había prestado suficiente dedicación a cada uno de los pormenores en mi imagen, desde el aceite para abrillantar el cabello hasta el color del esmalte de uñas que usaría en los dedos de los pies, pero no en lo que iba a decirle en cuanto lo viera. Ya había visto esta película una infinidad de veces, aunque no por eso la sensación de nerviosismo se aminoraba.
—Ey... Llegaste temprano. —Que me dieran un premio por mencionar obviedades. El calor en mis mejillas aumentó de cero a cien grados en un instante.
—Yo... E-estás justo... Es decir... —Me observó desde arriba, terminando la secuencia en el suelo, y se aclaró la garganta múltiples veces antes de continuar—: Te ves radiante.
Su continuo parpadear hizo que me cohibiera, parecía no fiarse de lo que estaba contemplando delante de sí. Eso me impactó, pues no lucía mejor que la noche de la fiesta de Eren, ni de lejos. Quizá ahora se atrevía a analizarme con tal delicadeza porque confiaba en que no estaba haciendo nada impropio, pues yo había manifestado estar de acuerdo.
Todavía me consideraba una fan acérrima de los jeans y de las camisas oversize con estampados, mas había optado por explorar mi faceta más femenina. Acordé en mis adentros que lo haría con mayor frecuencia si se comprometía a recibirme con esa misma adoración.
—G-gracias —respondí con timidez, agachándome y tomando la falda entre los dedos.
La tela que cubría los muslos se había arrugado y estaba húmeda, esperaba que no fuera a darse cuenta de que me secaba las manos con una desesperación difícil de contener.
Él me ayudó a acomodarme en la silla, contrastando con la imagen que me había elaborado de su trato con las chicas cuando recién ingresaba a la escuela. Estaba en lo cierto, ¿de qué me serviría contradecirlo? No se limitaba a la apariencia, puesto que también me sentía radiante, como el sol de verano. Como la estela que cobija a un faro en los linderos, permitiendo que sus alrededores se esclarezcan. Como mi alma versátil que anhelaba que no desistiera de considerarme como su persona favorita.
Leer sus cumplidos en el papel me encantaba, no obstante, oírlos brotar de sus labios no tenía punto de comparación.
Tras ponerle un candado a su timidez, colocándola por debajo de la mesa, se negó a despegar sus preciosos ojos azules de mí durante el resto de la velada. Obtener esos niveles de interés de su parte me resultaba incómodo hasta cierto grado, porque hasta entonces nadie había tenido ese tipo de atenciones conmigo. Me gustaba pensar que me consideraba una flor exótica, en la que pocos alcanzarían a encontrar valor y belleza. Y si de sus orbes hubiesen brotado corrientes de agua, yo sería una rosa que habría permanecido con vida a perpetuidad, como las que me había regalado y que continuaba reposando petulantes junto a mi cama.
Me contó cómo había planeado el encuentro, vanagloriándose de no haber tenido que recurrir a Hange. Sabía que ella iba a arruinarlo si se enteraba, no quiso concederle la oportunidad. Ya anticipaba los gritos eufóricos que pegaría cuando se lo contase, y me reí al reparar en que, dependiendo de la hora, tal vez despertaría a nuestros vecinos de cuarto.
Mientras degustábamos los panecillos que formaban parte de la entrada, comenzó a sonar aquella canción que contribuyó a mi declive durante los meses previos al festival. Supe entonces que mi amiga sí había contribuido con su granito de arena, quizá sin ser consciente. Levi sabía cómo persuadirla para obtener información sin que ella notase sus intenciones. ¡Y quién hubiera dicho que encontrar cómplices en el restaurante se le haría tan fácil!
Su trato no resultaría como una probada de dulce miel, mas nunca dejó de ser cortés con el mesero que nos atendía. Cuando no estaba admirando su gallardía, me concentraba en sus manos hábiles en el arte de manejar los cubiertos. Disocié al quedarme embelesada con la cuchara y el tenedor, porque no sabía con cuál de los dos debía comer cierto platillo. A él no parecía importarle en demasía, imitarlo me quitó un peso de encima.
A este Levi no había tenido el placer de conocerlo. Supuse que el ambiente alejado de la presión de los compañeros del aula lo estaba impulsando a mostrarme un puñado de sus cualidades, sin restricciones. No nos levantamos hasta que uno de los dueños nos hizo saber que estaban a punto de cerrar, y luego me acompañó en el trayecto, cada uno en su respectivo auto.
No terminó de conformarse hasta que se aseguró de dejarme en la puerta de la habitación. En su mirada suplicante percibí el deseo de prolongar su estadía, pero lo convencí de irse al argumentar que ya me había cansado y que podríamos retomar la plática a la mañana siguiente. Esa fue una de las noches que jamás olvidaría, y se lo hice saber en cuanto desapareció.
Durante el periodo de calma posterior tuvimos otras cuantas citas que, si bien no se habrían considerado perfectas, para mí resultaron de maravilla.
En breve, ya estábamos conviviendo más de lo común, en esa etapa que tanto Erwin como Hange conocían al derecho y al revés. Debería mencionar que ella expresó su total agrado de vernos juntos, siendo felices, sin preocuparnos por lo que otros opinaban. Que Hange me diese el visto bueno funcionaba como un indicador de que me estaba conduciendo con relativa sensatez.
Creyendo en esta renovada e impoluta resolución, procuré concebir formas de anteponerme a los comentarios maliciosos. Necesitaba dejar en evidencia que ya no me ocasionaban desagrado, porque mi vida estaba tomando un rumbo distinto.
Curiosamente, fue Arthur quien terminó ayudándonos a cruzar la frontera, gritando a los cuatro vientos que nos había visto juntos en situaciones "comprometedoras", dibujándole corazones a las fotos ridículas que subía al grupo en el que estábamos incluidos todos los del salón (sin nuestro consentimiento, claro está), mofándose de los gestos lindos y esporádicos que Levi ya no tenía reparo en manifestarme. Ignorar sus provocaciones en conjunto resultó más poderoso y efectivo que hundirle el puño en el rostro.
Lo que Arthur en su limitada visión consideraba motivo de oprobio había resultado ser el parteaguas para que el resto de nuestros compañeros se enterasen de que había algo solidificándose entre nosotros.
Debido a lo anterior, ya no teníamos que condicionarnos a concertar encuentros a escondidas en el instituto ni disimular que nos encantaba pasar incontables horas mirándonos. Me prestaba ingente atención en las clases, y siempre se cercioraba de verme contenta, sea lo que fuera que estuviésemos haciendo. Incluso parecía más tranquilo, más dispuesto a comportarse con naturalidad desmedida.
Hablar con él aún resultaba complicado, mas ya había aprendido que, para generar un ambiente cómodo en el que se desenvolviera, había que concederle su espacio y ser muy, muy paciente. Los efectos eran impresionantes, cada pequeña victoria me lo reafirmaba.
En mis ratos libres, me la pasaba coreando las canciones más cursis que había en mi repertorio, sonriendo con amplitud. Incluso volví a leer una novela que representaba mi ideal en el amor cuando era adolescente. Antes me había abocado a subrayar las frases que se acomodaban a mis designios, volviéndolas parte de mí, repitiéndolas como si fueran un mantra. Siempre me mantuve a la espera de señales parecidas a las expuestas a lo largo de la historia, equivocándome un par de veces. También me percaté de que, más que un libro, parecía una compilación de rayones y notas a pie de página, con varias de estas dobladas al azar.
Ahora que estaba viviendo mi propia versión con sus altibajos, noté que mis experiencias eran un reflejo vívido de las del protagonista. El paralelo me condujo a un estado de aletargamiento, gracias al cual mi creatividad sufrió varios inconvenientes, que luego encontré estimulantes. «Lo que no puedes expresar con el habla, tienes que escribirlo», era una de las premisas que seguía procurando replicar.
Así que, cuando menos lo hubiera creído, le había compuesto un poema, que había surgido luego de unir varias frases al azar.
Mantenerlo en silencio
Mi sueño más recurrente
ya se materializó.
¿Cuánto tiempo pasó?
Se tardó, pero ya por fin llegó.
¿Dónde más yo te iba a encontrar?,
no fue una casualidad.
Nuestro amor perdurará
más allá de cualquier
tempestad que llegue a haber.
Lucharemos con denuedo, bien lo sé.
Te llevo en lo más profundo de mi alma,
y ya no voy a mantenerlo en silencio, no.
Eso que sentí
va más allá de
un pensamiento tan febril.
No quiero ir con calma.
Ahora sé que llegamos hasta aquí
juntos y continuaremos así.
Te has vuelto el aire que quiero respirar.
De mí no te
alejes jamás.
Disfruto saber que cuento contigo;
en tus brazos hallo seguridad.
Eres aquello que siempre he anhelado,
salgamos de esta densa oscuridad.
A mí nada me detendrá,
contigo deseo estar.
Quiero que seas mío,
que el calor inunde tu vida al fin.
Yo voy a ser aquella que
te restituya la fe.
Por ti haré cualquier cosa.
Te amaré hoy y siempre
y también prometo que
de todos mis miedos
yo me apartaré.
Pedí por ti, te vi en mis sueños lúcidos.
Ya no voy a mantenerlo en silencio, no.
Todo lo que soy te pertenece.
Lo que haces en mí es en verdad
difícil de explicar.
¿Y cómo es que lograste discernir
lo que yo guardaba en mi corazón?
De las entrañas de un pasado cruel
soy libre por una razón.
Y me enamoré de cada fibra de
ese ser que oculta inmensa bondad.
Te entregaría hasta mi propia vida
y te consagro toda mi lealtad.
Tuve que corregirle la ortografía hasta que lo estimé digno de dedicárselo a alguien como él.
Incapaz de contenerme, me atreví a enviárselo, y le gustó en demasía. Me habría encantado ver su reacción conforme cambiaba de verso, pues me había dicho que se sonrojaba cuando le escribía líneas cursis, lo cual no terminaba de creerle.
Un viernes, al terminar las clases, me invitó a pasear en su auto, bajo la consigna de que debía recitárselo. Accedí luego de presentar múltiples objeciones, rogándole que no fuera a mofarse, porque aquello me avergonzaba en demasía. En cuanto a declamar, yo era un absoluto fraude. Dado que no se contaba entre mis hobbies, me faltaba práctica. Por eso, me reduje a leerlo con fluidez y sobriedad exagerada, realizando pausas cada que me invadía el nerviosismo. Una ardua labor de autoconvencimiento me fue guiando, con aparente éxito.
Hubo más risas de las que anticipé. Su semblante relajado eclipsaba mis temores, me incitaba a luchar contra ellos y a no rendirme hasta salir victoriosa.
En medio de un vacile para dizque retirarme un mechón de cabello de la cara, terminó agarrándome de la mano y, con denotada pericia, entrelazó sus dedos con los míos. Ante mi evidente sorpresa, el asió mi mano para impedir el desprendimiento. No fue similar a las ocasiones en las que las tuvimos que unir porque así lo dictaban las circunstancias. Este agarre había sido personal, sincero y cálido, con la intención correcta.
Contuve la respiración ante el contacto, el júbilo no se daba abasto dentro de mí. Estaba rebosante, incluso sentí que podría estallar como una burbuja. Recordaba haber emitido un grito semejante al chillido de un gato y luego reír avergonzada por haber permitido que conociera esa faceta mía.
Durante el trayecto de vuelta a la residencia, me hizo prometerle que no lo soltaría, lo cual fue un tanto difícil cuando cambiaba las velocidades. Me aplastaba los nudillos, pues su mano no era tan liviana como había pensado. No me preocupé en lo absoluto, al amanecer desaparecerían las secuelas, aunque no la sensación ondeante.
Presentarnos de esta forma funcionó como el golpe definitivo. Como de costumbre, atrajimos cuchicheos y miradas incómodas de reojo, a los que no acababa de adaptarme. Sin embargo, me animaba al repetirme que, en esta ocasión, sí existía un motivo por el cual podían hacerlo. Ya no solo se trataba de especulaciones, por lo que no quise intervenir.
Luego de la primera impresión, nuestros compañeros parecían haber acordado comportarse indiferentes ahora que se habían concretado sus sospechas. Por fin habíamos salido del ojo público, dejábamos de ser la causa de su distracción. Y ese par de ojos verdes y curiosos ya no me inquietaban. No había nada qué debatir ahora que estaba confirmado.
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