Capítulo 55| Mi número de la suerte
[FRAGMENTO DEL DIARIO DE KIOMY, EN ALGÚN MOMENTO DURANTE LAS VACACIONES]
Sean Dawson: Seis años. Primer grado de Primaria. Aquel que me inició en el infame mundo del "amor".
Me dio mi primer beso luego de haber perdido una ridícula apuesta. En serio, no sé qué me hizo creer que sería más veloz que él y que podría atravesar el entero del patio en menor tiempo. Quisiera volver a experimentar ese nivel de confianza en mí misma, y resulta divertido que precisamente Sean haya sido el responsable de su extinción. Confieso que no lo disfruté, pero tampoco me desagradó. A partir de entonces, me quedé con la espinita de saber qué se sentiría besar a un niño que realmente me gustara. Tampoco negaré que me parecía lindo, hasta cierto grado, con esa mirada de ojos vivaces que revelaban su adelantado conocimiento acerca de temas que no le competían, su sonrisa coqueta y eso dientes que le habían reemplazado por caerse de bruces en un partido de fútbol.
Durante los siguientes cursos no dejó de atosigarme para que me convirtiera en su novia, lo cual es extraño, tomando en cuenta que éramos unos críos. Mi papá decía que ese tipo de personas suelen desarrollarse en ambientes en los que sus progenitores han experimentado graves problemas de pareja, entre los que se incluyen celos y traiciones. Los hombres que tienen la costumbre de flirtear pueden sentirse bastante seguros de sí mismos, y por qué no, heredar dicha característica a su descendencia al proyectarse en ellos. Ni se imaginan el daño que le ocasionan a la sociedad dicha actitud que se va multiplicando con cada engendro que ve la luz del mundo.
A mí nunca me agradó su altivez. Se creía la última gota de agua en el desierto, merecedor de grandes cosas; un narcisista que no tenía reparos en abandonar a las personas cuando ya no le servían. Tal vez en aquel entonces yo era muy joven para definir lo que esperaba de una relación, pero su comportamiento contribuyó a que me afianzara a uno de las características que no iba a tolerar.
Sean se convirtió en una pesadilla recurrente en la vida real, el detonante de mi baja autoestima y falta de confianza. Se la pasaba recordándome lo poco agraciada que era, y tenía por costumbre recalcar que nadie nunca se fijaría en mí. Él fue el perpetrador del ridículo apodo con que la mayoría empezó a llamarme cuando se puso en evidencia que padecía una deficiencia en la vista. Porque nada mejor que el escarnio público para sobrellevar un defecto cuyo control se escapaba de mis manos. A causa de él, comprendí que la crueldad humana no tiene límites, también los niños pueden ser unos desgraciados. Por primera vez, me sentí profundamente decepcionada. Y es que en casa todo era distinto. Mis padres jamás peleaban y, si acaso lo hicieron, no consigo recordarlo. Nadie me había advertido que allá afuera era menester luchar constantemente para sobrevivir. Tuve que descubrirlo por mi cuenta, a un precio elevado.
Sus palabras tuvieron un profundo impacto en mí, las repetí en mi mente hasta que el casete se averió y terminó fundiéndose en mi cerebro. Justo ahora que estoy escribiendo, siento un hueco en el pecho, y una lágrima silenciosa ha caído sobre el papel, ocasionando que se corra la tinta, pero no pienso a arrancar la hoja. Esto va para largo. Ya es hora de liberarme de aquellos recuerdos que me siguen atormentando, aunque pensé que ya me había deshecho de ellos.
Sufría muchísimo al voltear a mis alrededores para encontrarme con la infame realidad de que las niñas bonitas acaparan toda la atención y tienen mayores oportunidades de prosperar. Sin embargo, yo no quería quedarme atrás, así que supe que debía tomar medidas al respecto. A partir de entonces, me propuse destacar en un ámbito apartado de la belleza física, en el que pocos podrían superarme. A la mierda todos aquellos que me hicieron sentir inferior por no encajar en los cánones de belleza impuestos por una sociedad intolerante a lo que es geniano. El nombre de Sean encabeza la lista, un puesto infame que se ganó por su propio mérito.
Bron Taupe: Nueve años. Tercer grado de primaria. A él le corresponde el título de "mi primer "amor" (enamoramiento).
Se me declaró mediante un papelito en el que me pedía que dejara de observarlo con mi "cara de muñeca de porcelana", el cual todavía conservo. Puesto que nunca me habían hecho un cumplido, no supe cómo reaccionar, así que le pedí que habláramos en persona durante el recreo. No acudió a nuestra cita, claro está. Fue un amigo suyo quien terminó de confirmar mis conjeturas.
Me enamoré principalmente de su inteligencia, que superaba con creces a la del resto. Luego de haber sido rechazada por un imbécil y convertirme en una de las mejores estudiantes de mi grado, no me conformaría con menos. Pensaba que, si compartíamos afinidad intelectual, lo demás llegaría por añadidura. Craso error.
Sus sentimientos fueron correspondidos, tal vez por mi necesidad imperante de ser tomada en cuenta, tal vez porque en serio me parecía atractivo. Pero estos sufrieron constantes altibajos, que se vieron inundado de ataques de ira y celos enfermizos. Ambos teníamos un rendimiento excepcional. Se esperaban grandes hazañas de cada uno, por lo que, sin remedio, nos volvimos contrincantes a base de la presión de los maestros. Siempre estábamos compitiendo, buscando posicionarnos en la cima del otro. A pesar de ello, mi amor por él (o lo que yo creía que era amor), permaneció intacto.
Él era excelente hablando en público, mientras que yo me desenvolvía con mayor franqueza mediante la escritura. Debido a esto, me convertí en la representante de la escuela en cada concurso. Cuando regresaba, todo el mundo me recibía con efusividad, pero aquellas felicitaciones me hacían sentir vacía. La única que de verdad me interesaba era la de alguien que nunca estuvo dispuesto a ofrecérmela.
Yo deseaba el mismo reconocimiento para ambos, pues estaba al tanto de su empeño y dedicación, sin embargo, este lo dejó varado en la estación del tren que no fue gestionado. El ambiente entre ambos se volvió tenso, o al menos es se comentaba entre quienes pretendían incluirnos en una amena conversación, viéndonos fracasar. Yo era como una estrella que iluminaba todo a su paso, mientras que él se esmeraba por apagar mi brillo, convirtiéndose en mi sombra. Las cosas empeoraron cuando me eligieron para ser la abanderada en la escolta y a él lo designaron como el sargento, los dos puestos reservados para el promedio más alto, aunque siempre con la leyenda de «superior» en el que yo había incurrido.
Cuando encontró un medio eficaz para desestabilizarme, no tuvo ningún reparo en ponerlo en práctica. Durante años había sostenido que yo le gustaba. Incluso llegó a pelearse con alguien que mostró cierto interés en mí, sin embargo, a la vez disfrutaba decirme al oído que un sinfín de compañeras le parecían más lindas que yo. Una de estas se prestó para aquel juego enfermizo, lo que trajo como consecuencia una enemistad jurada. No había experimentado una emoción tan corrosiva como el odio avanzando a través de mis venas hasta que comprendí que mi amiga me había traicionado con la persona que me gustaba.
Los sueños rotos, las ilusiones que se desmoronan a través del espejo de dos caras, darse cuenta de que algo no es como tú lo has creído, admitir que has sido un completo imbécil, son cosas que al parecer se aprenden de la peor forma en esta época de tu existencia.
Perdí la alegría de asistir a clases. No le encontraba el mínimo sentido a desvivirme en penoso afán de agradarle a todos y, en simultaneidad, no poder conseguir aquello que yo anhelaba. Los celos tomaron el control de mis pensamientos. No pasaba un día sin que deseara que ese par fueran arrollados por un auto, o lo que fuera, con tal de librarme de ellos. Solo pensaba en desquitarme, así que no tuve problema en valerme de unos cuantos para darle celos. Arrastramos a muchas personas durante aquel episodio fatídico de nuestras vidas, inocentes que tuvieron la desdicha de estimarnos como seres apreciables y dignos de comprensión.
En el último año, al profesor se le ocurrió que era una excelente idea cambiarlo de lugar junto a mí. Hasta hoy no he logrado entender qué pretendía, y quizá nunca lo conseguiré. Aunque si lo hizo en afán de ayudarme a retirar la venda de los ojos, le salió bien.
En una ocasión en la que pidió permiso para ir al baño, me asomé a su cuaderno, motivada por la curiosidad de saber que había estado escribiendo durante la mañana con tanto afán. Se me rompió el corazón al darme cuenta de lo que pensaba acerca de mí en una carta dirigida a mi persona, en la que empleó todos los insultos habidos y por haber, incluso algunos de los que jamás había escuchado. Entre otras desgracias, había especificado que yo me había convertido en el motivo de que su vida fuera aún más miserable de lo que ya era. Él me odiaba profundamente, mientras que yo sentía todo lo contrario.
Su madre me envió un regalo a modo de disculpa (porque los chismosos ayudaron a que el incidente llegara a oídos del maestro), y no volvimos a vernos hasta que me di cuenta de que estábamos en la misma prepa. Fingió no reconocerme, y yo tampoco hice el intento de hablarle. No había nada qué decirnos.
El problema con él iba más allá de la furia reprimida por haberse criado en un hogar disfuncional en el que no existía la figura masculina, rodeado de tres hermanos menores, cada uno de diferente padre. Tenía tendencias sadomasoquistas: amaba lastimar a otros de forma "accidental" y también atentaba contra su propio cuerpo. Por lo que me contaba en sus lagunas de sosiego, me di cuenta de que su salud mental no estaba del todo bien; aquellos pensamientos no correspondían a los de un niño de doce años. Inclusive demostró no sentir remordimiento alguno en más de una ocasión, y nunca se responsabilizaba de sus acciones. Ahora pienso que la escuela era el único sitio en el que sentía que contaba con un sentido de validez, que yo le quité sin darme cuenta. Pero no fue mi culpa, ¿verdad?
Solitario, misterioso, un gran pensador que, de haber sido encausado en el camino correcto, habría tenido mayor éxito que el que su madre se deseaba para él.
Liam Griffin: Doce años. Primer grado de secundaria. Un caballero en todo el sentido de la palabra, a pesar de su corta edad.
Para mis amigas, uno de los seres más horrendos que pudo haber pisado el planeta, alguien que debería ponerse un saco de papas para no dañarle la retina al resto. Para mí, un niño de sentimientos nobles y con serios problemas de autoestima (como yo) que tenía mucho por ofrecer. La pubertad lo había alcanzado con demora, y era lógico. Cuando inició el ciclo escolar la mayoría ya teníamos doce años cumplidos desde hacía varios meses, mientras que él aún tenía once.
Nunca me he sentido atraída por el estándar de perfección, lo repudio con todas mis fuerzas desde que me encasilló en el estereotipo de que las personas inteligentes son poco agraciadas. Digamos que me considero una «antisistema» en ese sentido desde mucho antes de experimentar en carne propia lo que era el amor romántico.
No estábamos en el mismo salón, pero sí compartíamos el taller: Diseño Arquitectónico, en donde se gestó una de mis pasiones y reafirmé mi personalidad cautelosa. Empezamos siendo amigos. Se sentaba una fila delante de mí y siempre nos tenía envueltos en risas a los que lo rodeábamos, lo que le ocasionó varias reprimendas por parte del maestro, quien presentaba nula tolerancia hacia el ruido.
Así fue hasta que una amiga de ambos me pidió prestada una escuadra, argumentando que había olvidado las suyas. Cuando me la devolvió, vi que tenía pegado un trozo de cinta que decía algo así como: «Me gustas. Sé mi novia». Por acto reflejo, miré en dirección hacia Liam, quien solo me guiñó el ojo. Y sí, él también me gustaba, así que no me lo pensé ni dos veces. El suyo fue el primer beso que me ocasionó mariposas en el estómago, con el que no me mantuve inmóvil, e incluso me atreví a prolongarlo. No cabe duda de que los amigos juegan un papel importante en las relaciones amorosas, ya que sin su complicidad no lo habría logrado.
Todavía no he logrado descifrar qué era eso que él tenía y lo volvía un ser agradable. Me enorgullece admitir que, para este punto, ya buscaba congeniar en otro sentido, no me fijaba demasiado en la apariencia. Recordaba lo mal que me sentía cuando se burlaban de mí por este motivo, yo no quería ser como esas personas. Además, se encargó de anunciar a los cuatro vientos que yo era su novia, la niña más linda que había visto. Me colmaba de halagos y cumplidos, porque le nacía en las profundidades de su alma bondadosa, sin esperar lo mismo a cambio y sin ejercer ningún tipo de presión. Como nunca fui tan expresiva, él solía pedirme explícitamente que le diera cariño, lo que significaba rodearlo en un abrazo o que lo tomase de la mano.
Confiaba en mí, me presumía delante de todo aquel que se encontraba en el camino, teníamos afinidad en gustos musicales, géneros de películas, videojuegos, etcétera. No obstante, le faltaba algo que yo consideraba importante, y que en realidad es el mayor oprobio por el que una cualquiera puede pasar: ser celoso.
Gale Fitzgerald: Doce años. En simultaneidad con el anterior, e irónicamente, todo lo contrario. Alto, bien parecido, seguro de sí mismo, y bastante popular.
Su coqueteo consistió en aproximarse a mi butaca, sentarse y hurgar entre mis cuadernos, con la excusa de que necesitaba ponerse al corriente con los apuntes que no tenía porque a veces era distraído. Había oído rumores de que era buen estudiante, y de hecho mejoró con sustancia mientras estuvimos juntos. Puede que mi presencia lo hubiera inspirado, por eso cuando se buscó una a su imagen los dos cayeron en deshonra.
A mi amiga Jane le causaba gracia su manera de comportarse. Habían sido compañeros durante la primaria y lo conocía a la perfección. Fue ella quien contribuyó en parte a que terminásemos juntos. Tenía por costumbre lanzarme indirectas sobre cosas que él le decía acerca de mí, por lo que estoy segura de que le dio cierta cantidad de información que lo llevaron a concluir que yo no iba a negarme a ser su novia, a pesar de que, en ese momento, estaba con Liam. Gale no era de los que tomaban el riesgo sin ser conocedores del resultado, el cual debía inclinarse a su favor.
Sí. Rompí con Liam para irme con el otro, la mejor decisión de todas... Muchos años después, cuando pasé por otra situación similar, comprendí que yo no era la buena persona que creía ser, y que quizá ese era mi contraprestación por el daño que le causé a quien había demostrado quererme.
Gale me introdujo a un mundo al que yo era completamente ajena hasta entonces. Me refiero a sentimientos y sensaciones febriles que nunca había experimentado, que incluso me incomodaban. Besos candentes (no tiernos), toqueteos suaves por encima de la ropa, conversaciones subidas de tono, cartas inundadas de corazones... Todo lo que implicaría un amor juvenil. Pero a medida que fuimos creciendo, notaba que esto ya no le resultaba suficiente. Comenzó a pedirme cosas para las que yo no me sentía preparada, en las que me negué a participar. Y así fue como dio inicio una larga letanía de lamentos para mí.
Empezó un distanciamiento sutil al ignorarme. Pasaba la mayor parte del tiempo con sus amigos, y después descubrí que le enviaba mensajes cursis a una niña de otro salón. Comparada con ella, yo no era nadie. Rubia, de ojos verdes, la figura de una mujer en un rostro angelical. Me rebajaba usándola como ejemplo, atreviéndose a decir que me estaba haciendo un favor al andar conmigo. Me mintió descaradamente al enfrentarlo, y ni siquiera tuvo el valor de romper conmigo en persona. El muy cobarde envió a una amiga mía a decírmelo. Curiosamente, la otra tipa lo mandó por un tubo cuando se enteró de que ya no tenía novia. Estuvo jugando con él para subirse el ego, y creo que se lo merecía. Bien por ella.
Al principio, me embargaba un dolor latente por el hecho de tener que verlo a diario y, sobre todo, al escuchar acerca de sus nuevas conquistas, una diferente por cada semana. Ahí me di cuenta del tipo de persona que era en realidad, por lo que agradecí no haber cometido un error con el que cargaría por el resto de mi existencia. No, él no era merecedor de aquello.
Razonaba que, si había sido capaz de "bloquearme", sin sentir ningún ápice de remordimiento, yo también podía. Cultivé el arte de ignorarlo, de mirarlo sin mirar. Un blindaje efectivo que me mantuvo protegida. Le apliqué la ley del hielo como en aquel episodio de "Black Mirror" en el que podías "silenciar" a una persona. Estaba adelantada en ese aspecto.
A pesar de todo, me considero en deuda con la felicidad que experimenté a su lado en infinitas ocasiones. Se llevó mis primeros años de adolescencia. Siempre lo recordaré con cariño porque continuó con esa labor de enseñarme lo que podía y no esperar de quien llegaría a ser el próximo. Pero las cosas cambiaron, e incluso nos jugaron una mala pasada.
No volví a cruzar una palabra con él hasta el tercer año, una vez que logré dejar en el pasado lo que me hizo. Hay quienes dicen que me porté exagerada. Que el hecho de que una de mis amiga hubiera aceptado ser su novia apenas se quedó solo demostraba inmadurez de su parte y que yo debía perdonarla. Recién me enteré de que trabajan en el mismo sitio y que están saliendo para conocerse mejor. La basura tiende a amontonarse, no me extraña.
Uno de los últimos proyectos en la clase de Español implicaba redactar nuestra autobiografía, misma que yo aproveché para vaciarme de aquellos sentimientos que aún me atormentaban. No me guardé ni un detalle de ese periodo. Dediqué he escrito a exponerlo como el imbécil que era, y me sentí aliviada cuando la leí por completo. De algún modo, Gale consiguió leerla. Dicen que se sintió tan herido que se puso a llorar en medio del salón, a pesar de la concurrencia. Un espectáculo difícil de ver sin sentir pena por ti mismo.
Al menos me reconfortaba que hubiese reconocido el entero del daño que me había causado. Solo que ya era tarde para enmendarlo. A raíz de él, decidí que ya no iba a desvivirme por alguien que no era capaz de sacrificar nada por mí.
Olel Terrence: Quince años, tercer grado de secundaria. El eterno crush de quien era mi mejor amiga en aquel entonces.
Los tres éramos inseparables. Se podría decir que si buscabas a uno, lo encontrarías junto a los otros dos. Ella era la única que no estaba en el mismo taller, así que nosotros convivíamos en mayor medida. Ey, esa historia me parece familiar... Hange, Levi y yo. Bueno, ellos no se parecen en nada a Jane ni a Olel.
Cuando Jane se declaró enamorada de él, este ya tenía una novia de "respaldo". Yo sabía que se sentía una basura por ello, aunque estaba acorralado por el miedo al qué dirán. Comencé a sospechar que yo también sentía algo por él cuando me empezó a hablar de una chica de otro curso que había cautivado su atención y no me mostré dichosa. Así comenzó la disyuntiva.
Me convertí en su consejera, sin importar lo doloroso que era escucharlo hablar de ella a todas horas. Cuando se volvieron pareja, me alegré por él, pero al mismo tiempo veía en sus ojos que no era la relación que esperaba, tanto por la rapidez con que sucedieron los hechos como por la chica de la que decía estar enamorado. A pesar de ello, mentiría al decir que no experimenté una cantidad considerable de celos, a los que no podía dar rienda suelta. Decidí permitir que las cosas siguieran su curso y mantenerlo en el mismo sitio, en contra de mi voluntad. Lo que fácil viene, fácil se va. Confiaba en la sabiduría de dichas palabras, que me detenían de hacer alguna estupidez.
Sin embargo, hubo un momento durante las horas de taller que arruinaron aquella determinación por completo. Estábamos intercambiando puntos de vista respecto a cuál era el método más efectivo para dibujar la pieza que teníamos en el restirador cuando, de repente, se me acercó para robarse mi goma de borrar, sin importarle que estaba invadiendo mi espacio. Se detuvo a escasos centímetros de mis labios, por lo que pude percibir lo agitado de su respiración, y luego me miró fijo. Su aliento provocó que se me erizara la piel y que experimentase escalofríos. En unos cuantos segundos me proyecté haciendo lo que quizá pretendía, sintiendo temor por el arrebato.
Tras recuperar la compostura me sentí profundamente avergonzada, pues algunos amigos nos habían estado observando. Él también lo notó de inmediato, y se zafó de brindar explicaciones fingiéndose el desentendido. Pero en lo que a mí concierne, no dejé de darle vueltas al asunto durante el resto de la clase. Cuando volvió a intentarlo, ya no supe distinguir qué era lo más adecuado. Tal vez debí golpearlo, cambiarme de lugar o acusarlo con el maestro. No pude actuar en consecuencia. Me quedé inmóvil.
Con esa maniobra consiguió que el asunto diera otro giro que yo no había anticipado. En el fondo, sabía que no era su intención lastimarme al decir que podíamos seguir siendo amigos, que no me quería como pensaba. Supongo que es preferible que te rechacen con claridad a permitir que jueguen contigo. Si ese no era mi momento, si no me correspondía estar junto a él, estaba dispuesta a dejarlo ir, asumiendo que no era lo que buscaba. Entonces tomé la iniciativa de poner distancia entre ambos, aunque esto no significa que dejara de hablarle en su totalidad. En ocasiones sentía que me analizaba con insistencia, en especial cuando conversaba con otros compañeros.
Su actitud me confundía, por lo que llegó un punto en el que decidí encararlo. Al verse acorralado, me dijo que yo también le gustaba, empero, no creyó ser el indicado para mí. Cualquier rastro de esperanza que había albergado se esfumó al darme cuenta de que el tiempo era lo único que estaba en nuestra contra. Faltaban escasas dos semanas para salir y recién me enteraba de sus verdaderas intenciones.
Ese tipo de incidentes me convencieron de una vez por todas de que, si bien yo no era una belleza exorbitante, de esas a las que todos voltean a ver cuándo caminan por la acera, sí tenía un dosis de encanto que algunos sabían apreciar. Contrario a lo que yo pensaba, este era lo suficientemente notorio como para no pasar desapercibida.
Aquellos a los que amé también habían llegado a "amarme", a su modo. Fui correspondida en cada una de las veces en que decidí entregar una parte de mi corazón. Con eso en mente, hubo un cambio en mi modo de ver los alrededores, el cual se puso de manifiesto una vez que arribé el siguiente periodo.
Colt Grice: Quince años. Primer año de prepa. El amigo que cualquiera se sentiría afortunado de tener.
Le tocó sentarse a mi lado el primer día. Comenzamos a hablar cuando me di cuenta de que era uno de esos que le encuentran el lado amable a todo lo que les ocurre. Despreocupado, tímido en su trato con las chicas, alguien capaz de hacerte reír con el mínimo esfuerzo.
En medio de una conversación casual por mensaje me confesó que yo le gustaba. A fin de evitar futuras complicaciones en nuestro trato, fui asertiva al decirle que sus sentimientos no eran correspondidos, que prefería que mantuviese el lugar que ya tenía. Él aceptó de buena gana, y jamás volvió a tocar el tema luego de superar el desencanto.
Cuando entré en la época más oscura de mi vida, él fue el único que intentó sacarme del abismo, aunque yo no se lo permitía. Solía ponerme en alerta respecto de lo que otros cuchicheaban acerca de mí, e incluso llegó a defenderme con sobrada ventaja¹. En algún momento de lucidez, producto de mi agotador estilo de vida, comencé a arrepentirme de no haberle dado una oportunidad. Sentí que se me repetía la historia con Liam: me enamoré de él cuando ya no le quedaba ni una pizca de la misma emoción por mí.
Su reseña es más corta que la del resto porque fue quien menos estragos me ocasionó, y quizá el único al que no recuerdo con cierto odio.
Ryan Saínz: Dieciséis años. Primer año de prepa. Un lastre, en todo el sentido de la palabra.
Él había entrado en una especie de competencia con Colt para ver quién de los dos terminaba andando conmigo. Es obvio que su nombre sea el siguiente en la lista, denotando su victoria, que para mí representó una tortura.
Consiguió mi número cuando uno de los profesores nos pidió que los escribiéramos en una hoja y designó a alguien para crear un grupo en donde nos enviaríamos las tareas y se responderían dudas. Es gracioso pensar que eso era lo último para lo que lo usaban, pero bueno.
Se ganó mi atención de la mejor forma, cuando yo aún no intuía lo que ocultaba detrás de esa máscara de amabilidad que se había forjado. Debido al aura de misterio que desprendía, concluí que entre nosotros jamás podría existir ni siquiera una amistad, y eso me motivó a prestarle más atención de la acostumbrada. Quise atravesar sus barreras para demostrarme que podía obtener a aquel que quería, sin margen a errores.
Desbordaba en insistencia, lo cual al comienzo me pareció una buena señal, un indicio de que era el tipo de persona que no se rinde hasta lograr sus objetivos. Lástima que me veía solo como trofeo y mi bienestar no se contaba entre sus intereses, solo el propio. En algún punto, me sentí impulsada a agradecerle por todo lo que hacía por mí, a saber, pasarme los exámenes, convertirse en mi tutor en las materias complicadas, interceder en mi favor ante desavenencias con profesores u otros alumnos, ser mi confidente, sus atenciones y gestos de interés...
A partir de entonces, nos adentramos en terreno peligroso, cubierto de fango, del que no pudimos salir mientras permanecimos unidos. Era cariñoso, decidido, gentil y comprensivo, aunque también era sumamente inseguro de sí mismo. No sé cómo explicarlo, lo que sentía por él era una combinación de odio irracional con un inmenso deseo por controlar cada aspecto de su vida, y lo mismo puedo decir de sus actitudes hacia mí. Tuvimos una relación llena de altibajos. Éramos el único soporte del otro, lo que evitaba que nos deploráramos en el despeñadero que habíamos construido. Yo estaba tan cansada de los títulos que nunca acepté ser su novia, pero por las cosas que hicimos está claro que lo fui, por mero formalismo.
Nos herimos de todas las formas posibles, tanto física como emocionalmente. Creí que lo necesitaba, que si me alejaba de él nunca encontraría a alguien mejor, y esa sensación de rechazo hipotético me hacía detestarlo cada vez más. Fue difícil escapar de su dominio. Implicó fuerza de voluntad y aprender que, en ocasiones, es preferible estar sola. Cuando entendió que ya no tenía el mismo poder sobre mí, comenzó a distanciarse, y yo ya no le rogué que regresara.
Drenó mi autoestima y amor propio. Tiempo después de que dejamos de convivir, seguía sintiendo que no valía nada, que no merecía el amor de nadie. Pero gracias a él comprendí que «amar» no es sinónimo de «poseer». Y que no es una buena señal que alguien siga insistiendo con lo mismo cuando ya te has negado, también mis decisiones merecen respeto.
Levi Ackerman: Veinte años. Tercer año de la carrera. Se me ocurrió espiarlo el primer día de clases, y probablemente fue un flechazo instantáneo el que me fijó a él.
Fue el primer amigo que tuve. No era consciente de ello hasta que observamos algunas fotografías que estaban guardadas en mi casa. Resulta que estuvimos juntos en el jardín de niños por un breve período, y luego desapareció sin dejar rastro debido a complicaciones familiares de las que me enteré sin querer. Volvimos a encontrarnos en la universidad, luego de dieciocho primaveras, sin recordar que ya habíamos tenido un encuentro de antaño.
Comenzamos a hablar a raíz de que me pidió formar parte de mi equipo para un trabajo que resultó ser un éxito. Como en otros casos, no iniciamos con el pie derecho, no obstante, se ha vuelto parte de una amistad compuesta por tres integrantes que se llevan de maravilla y sin saber cómo lo logramos, debido a las marcadas diferencias que se observan entre nosotros.
No tiene punto de comparación con ninguno de los anteriores, es hasta un insulto pretender colocarlo en una balanza con un imbécil como Sean.
Sé que posee un gran corazón, pero no ha conseguido expresar sus sentimientos de manera adecuada. Todo se remonta a su historia de vida, de la que me ha dejado ver algunos aspectos. Es bastante tosco cuando se lo propone, aunque me inclino a creer que detrás de esa actitud apática y semblante malhumorado esconde una inmensa bondad que no cualquiera merece conocer. Mantiene un perfil bajo, a pesar de que cuenta con todas y cada una de las habilidades de una persona popular y que puede pertenecer a las élites sin mayor esmero.
Creo que está de más decir que es una de las creaturas más bellas que mis ojos han tenido la oportunidad de ver. Ese cabello negro como la noche. Sus ojos grises, que se ven azules cuando está relajado, combinados con la expresión neutral y mirada perdida, pueden ser el imán para cualquiera que esté dispuesta a entrar en un remolino constante de emociones fuertes.
Me tocó verlo casi desnudo cuando se lastimó un tobillo. Fue extraño y vergonzoso para los dos, por lo que no hemos vuelto a hablar acerca de ese incidente. Disfruto de molestarlo con alguna suerte de comentario fuera de lo habitual, creo que no entiende el humor de sus contemporáneos, diría que actúa como si tuviera más edad de la que aparenta.
Al principio solíamos discutir por cosas graves, pero un rasgo que ha mantenido desde que lo conozco (y que de hecho, hace que me derrita cada que lo recuerdo), es que siempre está dispuesto a resolver los problemas. Cualquiera lo catalogaría como un ser frío y arrogante, que no le rinde cuentas a nadie más que a sí mismo, cuando es todo lo contrario. Se jacta de no experimentar ni un ápice de culpa, a pesar de las vivencias con las que carga, mas yo he tenido la oportunidad de ver en primera fila que eso no es del todo cierto.
Me dio un regalo estupendo, único, hecho especialmente para mí. Las flores todavía no se marchitan, es como si les hubiera impregnado su propia energía y, mientras esta se mantenga inalterable, ellas vivirán. Son el recordatorio silencioso de que tuvo sentimientos por mí, incluso antes de que me atreviera a admitirlo.
Levi es la octava persona por la que me he declarado perdida, número que rebasa el simbolismo de la plenitud, así que quizá sea el de la suerte. Sé que ya no soy la misma niña de seis años que se dejaba deslumbrar por una cara linda, y quiero creer que con él será distinto, que por fin me convertiré en la persona que siempre quise, en honor a él.
¹En el capítulo 45 de la primera parte, Uno en un millón, se narra lo sucedido con más detalle.
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