Capítulo 53| Lidiar con mis pensamientos
La similitud física que guardaba Zeke respecto a la del hombre que asumió el papel de mi figura paterna cuando el original dejó este mundo no dejaba de maravillarme. Y supuse que él se dio cuenta de mi asombro por la forma insistente en la que lo observé durante unos instantes, aunque no era mi intención; solo trataba de grabarme sus facciones para enriquecer su archivo en mi corteza cerebral.
—Ummm... No sé qué le haya dicho Eren pero —comencé con cierta precaución, temerosa respecto de lo que tenía que integrar a mi excusa—, en primer lugar, creo que no debió tomarse el... atrevimiento, por decirlo de algún modo. —Odiaba parecer una damisela en apuros, sobre todo delante de personas con las que apenas si había cruzado unas cuantas frases. Exponer ese tipo de debilidades siempre resultaba intempestivo, una desventaja—. De antemano, le aseguro que no es tan grave como lo hizo ver.
—Kiomy, dejémonos de formalismos, por favor. —Con un ademán me invitó a que ocupáramos un asiento en el comedor.
Me pareció una orden implícita, aunque también me atrevería a garantizar que tan solo quería que tomáramos una posición confortable, en claro indicio de que la conversación iba para largo. Aquello me resultaba beneficioso porque lo que me sobraba era tiempo. Además, la curiosidad ya comenzaba a causar estragos en mi psique.
—Bien... Lo intentaré —le prometí, no del todo convencida.
Su presencia me resultaba imponente, mas no del tipo que invitaba a maniobrar con expresa cautela.
Consiguió proyectarme una leve dosis de confianza desde el principio, lo cual era vital para mi posterior desenvolvimiento en casos como este. Se lo adjudiqué a que ya lo había visto en una ocasión y al hecho de que, indirectamente, se nos había condicionado a coexistir en un mismo lugar por azahares del destino.
Ya no había rastros de Eren, al muy acomedido se lo había tragado el agujero de la deshonra. Para mí fue evidente que estaba huyendo de mi reprimenda, pues él sabía que con Zeke no había construido el nivel de seguridad que me impulsaría a comportarme con franqueza que rayara en el límite del descaro, como la que tenía para con él. No, yo iba a ser amable porque estaba escrito en mi código.
Efectuó varias preguntas básicas, quizá de rutina, concernientes a mis hábitos alimenticios y ocupaciones. Quiso saber si me ejercitaba y con qué frecuencia, si dormía bien, si cargaba con alguna preocupación extenuante. Hasta entonces, me percaté de que mi "imperfección cutánea" podría tratarse de un simple espejismo creado por los confines de una mente ansiosa y desocupada.
Lo que hablamos lo calificaría como esta extraña mezcla entre una plática formal y la charla común que se tendría con un allegado. Supuse que no le había resultado difícil encontrar un punto de partida ni dirigirse a mí con cierta familiaridad debido a las implicaciones de su profesión.
Siendo sincera, rebosar de alegría le estaba drenando fuerza a mi espíritu con lentitud, me tenía sumida en un estado de aletargamiento y, para colmo, no sabía cómo lidiar con dicha sensación: si dejarla fluir o mantenerla en secreto. Todo en exceso causa daño a la larga, qué irónico que también aplicase a lo que se considera provechoso.
En el fondo, me sentía impulsada a creer que no había ningún agente dañino dentro de mi organismo y que pasaría aquella prueba con éxito, al igual que en las ocasiones anteriores en las que ciertas personas casi pusieron al descubierto el mal que había estado habitando en mí.
Después de un fugaz recuento le conté que nunca padecí alergias. Fui una infante sana gracias a que papá se moría si me escuchaba estornudar, así que nunca me faltó un abrigo, una píldora, una cucharada de jarabe o una dolorosa inyección ante el ínfimo vislumbro de que algún dolor me aquejaba.
De acuerdo con Zeke, la tonalidad verdosa de mi piel era indicio de una aparente intoxicación, solo que no se atrevió a aseverarlo con certeza debido a que no había cargado con su equipo médico. Refutaba la suposición de que se debiera a que hubiese extraído una sustancia de dudosa procedencia del laboratorio, ese era el pasatiempo favorito de Hange. Tampoco se lo atribuí a haber consumido alimentos en mal estado, mucho menos a que me hubiera expuesto a la radiación emitida por una planta nuclear. En este lado del planeta las conocíamos únicamente gracias al internet.
Me hizo ver que mi sistema inmune eliminaría todo rastro de las células que se vieron afectadas por sí mismo en algunas semanas, negándose a emitir una receta. Eso sí, me pidió empezar a considerar al agua como mi "nueva mejor amiga". También dejó las puertas abiertas a una consulta en el futuro, cuando estuviera bien suministrado. Y fue aquella posibilidad la que activó mi sentido de alerta, aunque no entendí del todo a qué se debía.
—No sé mucho sobre códigos de moralidad, pero algo me dicta que no es ético atender a familiares —dije en tono precavido.
No era mi intención provocarle un ataque de risa, en lo absoluto. Lo había comentado motivada por el juicio medianamente favorable que me había brindado sin pedir una contraprestación.
—Estoy de acuerdo. Pero nosotros no somos familia, quiero decir... —Ladeó la cabeza, como si estuviese recapitulando.
—...no "directa" —completé mientras simulaba las comillas.
Basándome en un juicio objetivo, había hablado con exactitud. No nos conectábamos desde ninguna rama en el árbol genealógico, pues la adición de sus padres se había dado por casualidad, en periodos distantes a aquel en el que yo incursionaba.
Expiré a modo de consolación, porque a pesar de que también lo había concebido en mis pensamientos, no llegué a expresarlo en voz alta. Sin embargo, una punzada de culpa me invadió por haber evidenciado cierto desprecio con mi tono.
—Sabe de qué hablo —añadí, tratando de sonar condescendiente.
—Por favor, no me hables de «usted» —me pidió—. Me haces sentir viejo.
—Ah. Pues no lo parece...s. —Una leve sonrisa se formó en mis labios tras verificar que actuaba conforme a su petición—. ¿Sería ofensivo de mi parte preguntar cuántos años tienes?
Aquel «tienes» me pareció irrisorio cuando me rebotó en el oído. Me convenía extraño portarme así de confianzuda con alguien que extraditaba mi círculo de contemporáneos. Unas cuantas de vueltas al sol adicionales a las mías bastaban para que quisiera hacerles ver que les profesaba el respeto propio de la edad.
—¿De cuántos me veo? —indagó con curiosidad.
Siempre odié tanto las adivinanzas como los acertijos, pero dado que yo me había metido sola en ese apuro, yo sola tendría que salir.
—Del intervalo comprendido entre veintiséis y treinta —le respondí con solidez lo primero que se me vino a la mente. Los números dentro del conjunto ilustrativo me concedían cierto margen a promediar los errores de apreciación.
Tras elevar las comisuras, respondió sin tapujos que tenía veintiocho, lo cual consideré un tanto fantasioso, en un principio. Así terminó de confirmarme que era un ejemplo ideal de lo que es un traga años. Y es que incluso Eren parecía un hombre que había pasado por varios matrimonios, divorcios y demandas de pensión alimenticia, a pesar de que ambos se llevaban alrededor de una década. La dolce vita le había resultado beneficiosa a largo plazo.
Había un resplandor en su mirada que me impulsó a preguntarle por qué había decidido estudiar medicina. Lo cierto es que me encantaba escuchar historias que englobaban el ciclo de la vida de gente a la que se le considera brillante, mejor aún si venían de boca del protagonista.
Me recliné en el asiento hacia mi lado confortable y crucé los brazos a la altura del pecho a medida que las preguntas continuaban surgiendo con relativa espontaneidad.
Fue entonces que terminamos absortos en medio de una interesante plática sobre cuál podría ser el rumbo del ser humano. Yo sostenía que éramos la especie dominante por una razón, y que la tendencia a permitir que nuestro egoísmo, avaricia y sed de la venganza nos enceguecieran, al punto de ser incapaces de entendernos a plenitud, era lo que nos impedía trascender. , que no teníamos por qué condenarnos a la autodestrucción.
Compartíamos opiniones, la diferencia ostensible era que él contaba con los medios para ejercer un cambio significativo en el presente, a saber, ofreciendo sanación a las dolencias físicas de las personas. Casi por inercia comencé a cuestionarme qué pasaría si las emociones se pudieran curar de forma tangible. A mí parecer, ese tipo de pesares eran el mayor detrimento de la humanidad.
El dolor del abandono de cualquiera de los progenitores, la inevitable muerte de un ser querido, la tristeza de convertirse en un marginado por tener la osadía de salirse de los cánones establecidos, el vacío de notar que no se encaja en ningún lugar aunque uno se esmere, de sentir que nada de lo que se hace es suficiente, ni siquiera para uno mismo, las huellas imborrables que deja todo tipo de abuso, ser víctima de una injusticia de cualquier índole... Cargas que se llevan a cuestas durante toda la vida, y que no todos lograban enfrentar de la mejor manera.
—Siento que los conocimientos en ciencia deberían destinarse a crear una especie de píldora antitristeza, inhibidora de enfado y miedo, así como hay pastillas contra la jaqueca o vendas que cubren heridas, evitando que se infecten. Creo que los humanos alcanzaríamos la felicidad si no sintiéramos dolor. —Mi propuesta no era un ataque, pero sabía que la forma en la que se la había comunicado dejaba mucho qué desear.
Concebí aquella ocurrencia desde que me volví aficionada a las películas de ciencia ficción, y la teoría cobró relevancia cuando me enteré de que Levi poseía unas gotas milagrosas que, sin querer, me habían reportado beneficios temporales.
Por lo visto, en mi entorno ya existían avistamientos de que las historias de un futuro en el que los avances de la medicina mejoraban la calidad de vida de miles de personas estaban superando a la realidad. ¿Y si la existencia me alcanzara para presenciarlos? Me intrigaba formar parte de eso.
—La idea de que la ausencia de dolor nos llevaría a la felicidad es fascinante. —Se irguió completamente. Mi razonamiento lo había encandilado, al igual que el reflejo de la luz que brilló en sus anteojos. Aquello me llenó de orgullo—. Sin embargo, como médico, debo decir que el dolor es una parte importante de nuestro sistema de alerta y protección. ¿Podrías explicarme tu perspectiva con detenimiento?
—Por supuesto, «doctor». —Noté que le agradó que me dirigiera a él por su título, con lo que cobré valentía—. En mi opinión, el dolor es una experiencia negativa que puede limitar nuestra capacidad de disfrutar la vida. Si no sintiéramos dolor físico o emocional, podríamos mantenernos en un estado constante de regocijo y plenitud. ¿No cree que eso sería algo positivo?
—Comprendo tu punto de vista, Kiomy. Pero no olvides que el dolor tiene una función vital en nuestro organismo —refutó, con lo que mis ánimos amenazaron con apagarse—. Para empezar, nos alerta sobre lesiones o enfermedades, motivándonos así a buscar tratamiento. Además, el dolor emocional nos ayuda a crecer, madurar y aprender de nuestras experiencias. En resumen, nos convierte en lo que somos.
Justo ahí era donde mi carga crecía sustancialmente. Me sentí como si estuviera en medio de una clase en la que, para mi fortuna, no dependería de que el reloj marcara su fin, aunque ya anticipaba hacia donde quería llegar.
—La eliminación completa del dolor podría ser contraproducente para nuestra salud y bienestar —continuó.
Zeke se oía convencido a plenitud. Era natural, él era el experto en el ramo, no yo. Por lo mismo, agradecía en silencio que no se valiera de términos rebuscados que terminarían confundiéndome. Pero si lo calificara basándome en la convicción, no era el único que la poseía.
—Sí, yo sé que el dolor puede ser útil como una señal de advertencia, pero ¿no cree que podría haber alternativas para conseguirla sin tener que experimentar el sufrimiento? —repuse—. Por ejemplo, ¿no se podrían desarrollar tecnologías avanzadas que nos alerten de posibles daños sin la necesidad de sentir dolor?
Cuando me percaté de que estaba hablando más de lo normal y con soltura desequilibrada, esperé que tratase de silenciarme tras recuperarse del escándalo, mas no sucedió. A la gente preparada no suele agradarle que un novicio lo contradiga ni que exprese sus opiniones con firmeza, aunque a él no pareció incomodarle mi tono.
Me desconcertaba que concordase conmigo en ciertos aspectos y que incluso continuara con mi línea de razonamiento.
—De hecho, en la medicina ya existen avances en ese sentido. Por ejemplo, los monitores de glucosa continuos permiten a las personas con diabetes controlar sus niveles de azúcar en sangre sin tener que pincharse constantemente. También hay investigaciones en el campo de la analgesia controlada por computadora, donde se utilizan algoritmos para regular el dolor de manera más precisa. Aun así, es importante que recordemos que el dolor es un sistema complejo, y eliminarlo por completo podría tener consecuencias ... —se detuvo a meditar, hasta que sintió que había encontrado las palabras correctas—, imprevistas.
En mi limitado conocimiento no conseguí ni siquiera proyectarme cuáles serían, y esa limitante me ocasionó escalofríos. Quizá conformarían el peor cataclismo que habríamos de sufrir desde el comienzo de la historia.
—Entiendo que el dolor desempeña un papel fundamental en nuestro organismo, e incluso así me pregunto si hay alguna forma de minimizar su impacto negativo, en todas sus variantes. Quizás podríamos, no lo sé... Enfocarnos más en el desarrollo de terapias alternativas.
«O eliminar las causas de raíz», pensé. Nah, sonaba utópico, imposible para un ser humano.
—¿Cómo la medicina holística, la meditación o el cuidado emocional? —agregó.
A mí nunca se me habrían ocurrido ejemplos tan precisos, prueba de que mi creencia estaba en la fase primitiva. Si en serio quería brindarle solidez, tendría que armarme del conocimiento que tanto pregonaba que otras personas deberían adquirir y emplear con sapiencia.
Simplemente asentí. Él había dado en el blanco sin esforzarse en demasía.
—Tienes razón, Kiomy. —Para mi fortuna, fue él quien retomó el curso cuando la lluvia de ideas comenzaba a perder la intensidad—. Hay muchas terapias complementarias y enfoques holísticos que pueden ayudar a aliviar el dolor y promover el bienestar. La medicina moderna ha avanzado mucho en ese sentido, con tratamientos multimodales que combinan diferentes enfoques para abordar el dolor de manera integral. Es importante encontrar un equilibrio entre el manejo del dolor y nuestra capacidad de aprender y crecer a partir de las experiencias lamentables.
Equilibrio para no pensar más de mí misma, pero tampoco considerarme como un ser de categoría inferior. Equilibrio para amar a mis semejantes con todo lo que dicho término implica, sin relegarme al último puesto, sin tener miedo de poner límites ni manteniéndome a la expectativa de los designios de un tercero. Equilibrio para encontrar deleite en sea lo que sea a lo que llegue a dedicarme y dejar aquella actividad en el sitio adecuado, donde no absorba el entero de mis energías y entonces me condujera a perderme a mí misma en un intento por mantener el... Oh, sí. Vaya que encontrarlo no era una tarea sencilla.
—¿Sabes algo? Estoy de acuerdo en que es importante encontrar ese equilibrio. Al final, solo me resta decir que es una cuestión complicada. Se deben analizar múltiples factores, y probablemente no haya respuestas definitivas —concluí, levemente decepcionada.
No me dio la razón, aunque tampoco discordó. Interpreté su silencio como una pausa al intercambio, el cual anhelé que todavía no se diera por finalizado. Me alegraba haberlo permitido ya que me había funcionado para reflexionar sobre el papel del dolor en nuestra existencia.
—Ha sido un placer hablar contigo, Kiomy. Siempre es enriquecedor explorar diferentes perspectivas. Recuerda que si alguna vez quieres hablar de esto o ampliar tu abanico de ideas, siempre puedes contar con mi apoyo.
—Es bueno saberlo.
Mis ganas de aventarle un cojín a Eren terminaron cediéndole el paso a un agradecimiento infinito por haber hecho posible aquella interacción. Fue una experiencia reconfortante, una que tuvo que ser interrumpida cuando él anunció que debía ir a casa antes de que anocheciera porque, al igual que yo, no se deleitaba en conducir en medio de la penumbra. Aunque los lazos familiares no nos unían a plenitud, admitía que Zeke me agradaba. Después de todo, ya no éramos unos completos desconocidos.
A veces permitía que el curso del tiempo siguiera su rumbo mientras me sentaba junto a la ventana, permitiendo que ese espíritu de melancolía me invadiera sin reparo. Mi corazón se ahogaba constantemente en el mar de la saudade, pero de repente encontraba motivación en donde menos lo hubiese imaginado.
Tanto Hange como Eren y Mikasa contribuyeron al planificar salidas, tardes de cine, picnics en el parque y otras actividades que me distraían y llenaban los huecos de mi agenda, en la que ya casi no quedaban espacios en blanco. Convivir con ellos fue como una salvación debido a que reemplazaron el silencio que reinaba en casa mediante conversaciones dispersas que se desvanecían en el fondo, en especial cuando mis pensamientos se remontaban a mi nombre de cuatro letras favorito.
La conexión emocional que ahora teníamos era como una planta que recién había comenzado a brotar por encima de la tierra, así que si quería que diera frutos, tendría que regarla, asegurarme de nutrirla y protegerla de agentes químicos dañinos.
De modo que comencé por hablar frecuentemente con Levi por mensaje. Que me respondiese con prontitud era incluso más increíble que haber sobrevivido a un atentado. Se convirtió en un pasatiempo del que disfrutaba a distintas horas y durante largos periodos. En general, me preguntaba nimiedades del tipo «¿cómo amaneciste?» y «¿qué haces?», lo que daba pie a conversaciones que abarcaban infinitos temas, que no llegaban a ningún sitio en específico. Era el resultado que me provocaba que se tratase precisamente de él: la modificación del tiempo y el espacio temporal.
Siempre despertaba con un entusiasmo desmedido porque lo había soñado en distintas escenas. Mi favorita, que quedó guardada para la posteridad con detalle, fue una en la que me visualizaba en un parque en un día soleado, repleto de verdes árboles y una ligera brisa que acariciaba mi piel con ternura.
Estaba jugando con mi teléfono, revisando constantemente la hora. La impaciencia se volvía palpable conforme transcurrían los minutos. Iba moviendo los dedos sin ton ni son por encima del banco, y el sonido de la madera no hacía sino desestabilizarme. Elevaba la vista cada vez que escuchaba una voz semejante a la de Levi. Sin embargo, mi rostro se desilusionaba cuando me daba cuenta de que no se trataba de él, sino de un espejismo auditivo.
Un suspiro se escapó de mis labios tras recostarme en el respaldo del banco. No dejaba de preguntarme: «¿Dónde está?», «¿Será que disfruta de sus vacaciones?», «¿Estará pensando en mí, con la misma intensidad con que yo lo hago?». La incertidumbre y el anhelo se entrelazaron en mi mente, creando un torbellino de emociones.
En ese preciso instante, mis ojos se posaron en una figura familiar que se encontraba de pie, a lo lejos. A diferencia de todas las ocasiones en las que contemplaba a quien llegaba a gustarme, esta vez ya no se apareció como una infame sombra. No; esta poseía consistencia y un rostro definido.
Caminaba hacia mí, primero con la seriedad que lo caracterizaba, y poco a poco iba elevando las comisuras a una altura coherente, hasta que conseguía verse fúlgido junto con el haz de luz que emergía de sus espaldas. Mi corazón dio un vuelco y mi semblante pasó a animarse con una mezcla de alivio y euforia. Mis pies parecían moverse sin previa orden mientras corría hacia él, dejando atrás el entero de mis miedos y preocupaciones.
Finalmente, nos encontramos, y no pude hacer nada sino abrazarme a él con todas mis fuerzas. Sentí cómo todo el anhelo y el sinsabor que había sentido se disipaban. Alcancé a oír su respiración parsimoniosa, a apreciar el latido de su corazón compaginándose con el mío, y fue ahí cuando acepté que él también había echado de menos mi compañía. La parte dolorosa fue que la quimera se esfumaba cuando el periodo de sueño completaba sus funciones.
No veía la hora de que el periodo vacacional terminase para volver a la escuela y, tal vez, solo tal vez, poner en práctica lo que había estado imaginando. Mi necesidad de estar con él estaba aumentando con desesperación, y no sabía cómo hacérselo saber, aún era demasiado pronto.
Quería llamarlo, perder la noción del momento escuchando su voz hipnótica, empero me daba vergüenza. Aparentar angustia impertinente no formaba parte de mi plan. Solo se lo contaría a mi almohada y ahí moriría el asunto.
Uno no suele concentrarse en lo que siente hacia una persona hasta que un obstáculo se atraviesa y saca a relucir las verdaderas intenciones. En nuestro caso, era la distancia literal la que nos había tendido un lazo, del cual yo encontré una salida hace varios años atrás: poner por escrito los sentimientos que me embargaban.
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