Capítulo 51| Crónica de una alegría inconmensurable

Despertar al otro día fue sublime. Ese fue el único término con el que conseguí definir mi existencia y, a pesar de lo próximo que se encontraba, me quedé con la sensación de que estaba relegando un par de componentes que podían otorgarle significado a plenitud.

Jamás había reparado en lo encantador que era bañarse con los primeros reflejos de la luz que el sol emite conforme va amaneciendo. La calidez que se instaló en mi interior era equiparable a las llamaradas del mismo, como si estas se hubiesen fusionado con mis átomos, creando una reacción química de potencia inaudita, con la que me sentía capaz de enfrentar todo lo que se avecinaba, tanto lo agradable como lo que no lo era, ni llegaría a serlo nunca.

Las aves entonaban una melodía parsimoniosa, que me impulsó a tomar asiento junto a la ventana de mi alcoba antes de proceder a reunir las maletas en la entrada. Recién veía la recompensa de haberlas preparado con antelación.

Noté que la actividad en las afueras aún era mezquina, tal vez por la hora. Muchos no habían planeado entre sus actividades deambular tan temprano por ahí debido a que la cruda les habría surtido efecto. Probablemente ni siquiera se ubicaban en sus habitaciones. A mi criterio, no existía nada como pegar el ojo en el interior de aposentos conocidos, mas cada uno poseía el derecho de tomar sus propias elecciones sobre lo que se realiza con fines de entretenimiento.

Las hojas de los árboles bailaban al son de una melodía reservada para los entes que forman parte de la naturaleza, nadie además de ellos alcanzaría a percibirla. Yo ansiaba unírmeles para disfrutar del jolgorio. Las nubes parecían fragmentarse como pedazos de vidrio en las alturas, característica que anunciaba un día gélido, pero que se ubicaba dentro de la mesura de lo que yo estimaba soportable. O eso es lo que me inclinaba a creer.

El silencio reinaba dentro de las cuatro paredes que habían atestiguado mi deceso emocional y el posterior realce de los sentimientos anegados de hesitación que alguna vez hallaron refugio a causa de Levi. Aun así, el ruido interno me fue imposible de mantener cautivo, se convirtió en una amenaza que hacía retumbar mis tímpanos mientras aumentaba el desasosiego provocado por la acumulación de suspicacias, lideradas por mi propia negativa.

¿Qué era aquello que mi alma requería para consolidar lo que viví como «auténtico»? ¿Para darle un nombre a la maravillosa sensación que me consumía como el fuego ardiente?

Pasado el arrebatamiento, me regañé por lo bajo tras entender lo que él había colocado a mi alcance y que permití que se me escurriera como un puñado de ceniza. Sin embargo, me reconfortaba ser conocedora de que, a partir de ahora, el péndulo de la buena fortuna por fin parecía haberse inclinado a mi favor. Y no quería pasarlo por desapercibido.

Sabía que, si seguía avanzando con cautela y midiendo mis pasos, no terminaría ahuyentándolo. Mi propósito siempre fue retenerlo, retenerlo con efusión y generarle el mismo efecto que padecería una polilla que se sintió cautivada por su fijación a la luz. Quería provocarle sentimientos semejantes a la fuerza de la muerte, casi tan intensos como su adversario, mas sin dejar en evidencia que así lo había decidido en su ignorancia.

La vida se había compadecido de mí, no encontraba cómo agradecérselo. Me concedió una amplia sonrisa al permitirme experimentar un revoloteo constante de mariposas que no correrían el infame destino de ser exterminadas. Al contrario, deseé que se multiplicaran entre sí para que continuasen causando estragos en mi pecho. Ansiaba gritar a todo pulmón que lo quería como nunca quise a ningún otro, aunque lo reciente del suceso no me permitiese nombrar mi sentir valiéndome de un sinónimo inmediato de «amar». Y justo ahí radicaba la disyuntiva.

Moría de ganas por establecer un encuentro "fortuito" delante suyo, con el único fin de deleitarme con esos ojos que suplicaban mi compañía, que vertieron sobre mí una cantidad considerable de esperanza que tenía a mi alma en vilo. El deseo de verlo había cobrado relevancia en cuestión de unas horas. Anticipé que pronto se convertiría en un componente de mi plano físico y que, por lo tanto, debía ejercer control sobre él, a expensas de mi propia salud mental. Pero ¿cómo iba a mirarlo de ahora en adelante?

De pronto, comencé a reír, sin ser capaz de contenerme. Si no fue la impresión generada, la falta de oxígeno terminó devolviéndome a la realidad. Mis pestañas se habían convertido en víctimas naturales de una constelación de lágrimas dulces que fueron avanzando por el rabillo del ojo, propias de un inconmensurable regocijo, de una sacudida absoluta al muro sellado herméticamente que me había empeñado en erigir desde la última experiencia.

No recordaba ni una sola ocasión previa en la que hubiese roto en llanto por un motivo que se escapara de alguna variante de la furia o que se tratase más bien de un signo de tristeza. Celebrar mis éxitos se había convertido en un asunto de poca monta debido a que la autosugestión me dictaba que me había quedado sin motivos. Además, lo consideraba una forma de vanagloriarme, así que solía evitarlo a toda costa. Si el que se ensaña con uno percibe que te empieza a ir bien, no tardará en enviar un aluvión para que arruine el desfile, y no estaba dispuesta a brindarle ni siquiera la más ínfima oportunidad. No obstante, quizá tendría que cavar una zanja profunda y quedarme ahí durante un largo periodo,

Crear alboroto por hechos simples no se contaba entre mis intereses. Para mi desgracia, se convirtió en mi fuero, por lo que ocurría lo mismo con eventos trascendentales; no había disparidad. Ahora que veía mi fantasía más recurrente cobrar forma en mi presencia, sin haber hecho nada en lo absoluto para merecerlo, no dejaba de preguntarme si no sería obra de uno de esos sueños tan febriles como efímeros que solían enajenarme de mi propio ser.

Cerré los ojos e inhalé profundo mientras me dejaba invadir con el paso del aire fresco que estimulaba las membranas nasales. Me mantuve a la espera de que el pitido de la alarma hiciera de las suyas, mas nunca sucedió. Lo que estaba sintiendo era completamente real. ¡Qué dicha! Jamás iba a olvidarlo...

Mditar en Levi y en lo que representaba para mí en esta época equivalía a apagar el botón con que se controla el juicio, así como a acrecentar el ya de por sí incesante deseo de desprenderme de un extenso listado de características inherentes a mi persona que solo le habían acarreado dificultades a mi andar. No tenía ninguna objeción con inclinarme hacia cualquiera de las dos opciones, que podrían considerarse opuestas, siempre que los resultados se mantuvieran lejos del alcance de quienes secundaban mi vida.

Ni que yo fuese la primera persona que se enamoraba perdidamente de alguien, aunque al comienzo las señales no hubieran sido perceptibles y hubiese actuado como si careciera de intelecto.

No lograba comprender el insulso motivo por el que nos volvíamos objeto de burla para nuestros contemporáneos luego de confesar lo que sentimos por determinada persona. Claro, sería vergonzoso exponerse al rechazo en público. En tal caso, yo no volvería a presentarme a mis deberes hasta asegurarme por completo de que es un asunto del pasado. En consecuencia, la forma que Levi eligió para declarárseme había resultado idónea, sin dramatismo superfluo, lejos de la presión externa. Su discreción siempre me pareció atractiva y misteriosa, y esa vez no fue distinto.

Aunque nadie lo expresaba con apertura, alcanzaba a percibir el concepto que me había labrado ante la vista de quienes me rodeaban, aquellos que malgastaban su aliento en criticar a otros porque eran incapaces de reconocer sus propias virtudes y preferían resaltar sus "debilidades" a modo de desfogue.

Se decía, por ejemplo, que divagaba con desmesura cuando su imagen se proyectaba dentro de mis reflexiones, que mis neuronas sufrían una descarga violenta cada vez que me dirigía la palabra por cuestiones distintas a nuestras clases juntos, que me perdía sin remedio en el par de zafiros que iluminaban su bello rostro. También había escuchado que parecía una loca obsesiva, que perdía mi tiempo, que él era demasiado para mí, que tenía que poner los pies sobre la tierra si no quería sufrir la abrupta caída de un desengaño amoroso, y otros comentarios de índole parecida.

Puede que sus aseveraciones englobaran cierto grado de credibilidad, mas yo no estaba dispuesta a cometer los mismos desaciertos que incluían regalarle el oído a mis alrededores durante la búsqueda del amor que yo me había empeñado en conseguir. Quería probarme a mí misma, como había declarado, que era capaz de conseguirlo por mis medios, y ni la más sólida de las opiniones iba a convertirse en un obstáculo imposible de vencer.

En la senda bordeada de espinas comenzaron a brotar flores, símbolo de la esperanza que me aseguraría de regar para que nunca se marchitara. Ni siquiera fui capaz de atraer al presente aquello que había soñado, mas no importaba en lo absoluto porque me hizo despertar con ese gesto al que Hange un día hizo alusión, diciendo: "Tu cara de amargura fue reemplazada por una mueca rarísima en estos dos días. «Sonrisa», me parece que le llaman". Me vaticinó el futuro sin haberlo pretendido.

Entonces, comenzó a cobrar forma en mi interior el anhelo de convertirme en una persona más agradable en todo sentido a fin de convencerlo de que se mantuviese a mi lado para la eternidad. Imaginarme un sinnúmero de momentos compartidos me generaba expectativas altas. El mundo delante de mí dejó de pintarse azulado, cediéndole el paso a tonalidades cálidas. Ya no era de noche, sino que se acercaba la hora en que el sol aparecía y se llevaba todo rastro de inseguridad consigo, hasta que, con el paso de las horas, tuviera que ocultarse y...

Ahí supe que debía tomarme un respiro, vivir a plenitud el grueso de las emociones que experimentaba, por lo que me propuse repetir la escena como un disco rayado. Quise que la tinta se impregnase en la capa interna de mis paredes craneales y también en la hoja apartada para la encomienda. Así se volvería un recuerdo lúcido, no uno fugaz, y luego podría resguardarlo a perpetuidad como el resto.

Para cuando logré mi encomienda, todavía alcanzaba a percibir la dulzura que emanaba de sus labios, que mantenía a mi cerebro aturdido, y que a la vez que me forzó a sonreír. Aún contemplaba el destello fulgurante en la esquina de sus orbes y sentía la firmeza de su agarre, lo penetrante de su aroma a té verde combinado con la fragancia que algún día pensaba tomarle prestada, los sonidos húmedos que generaba el choque de nuestros labios, lo agitado de las respiraciones que se mezclaban en el ambiente, la calidez de nuestro aliento... Como si lo estuviese experimentando todo de nuevo, así era como se sentía.

Los recuerdos de la madrugada se percibían contundentes, más frescos que nunca. Estos se encargaron de infundirme la paz que no había experimentado en años, una paz infinita y sobrecogedora.

Me había sumergido en un ensimismamiento voraz, reluctante, que me permitió contener la energía necesaria para no sufrir un desmayo. Me sentía presta a quemar los muros que había construido en mi interior para contemplar su inminente deceso sin un atisbo de culpa. No obstante, al extender la palma, la sombra desapareció, al igual que un espíritu.

Pese a la euforia, enfrentar los hechos me causaba cierto temor justificado. Era cierto que habíamos bebido, pero con recatada moderación. Se corrían rumores de que él mostraba una resistencia formidable al alcohol, por lo que yo me había inclinado a creer que aquel conocimiento había sido lo que terminó de impulsarme a considerar como cierto lo que expuso con prudencia. Sabía que lo pronunciado correspondía a sentimientos puros, verdaderos. Y lo mismo se podría decir respecto de los que yo albergaba.

No fue difícil para Hange sacar a relucir una diminuta parte del trasfondo del asunto. Mi enorme sonrisa terminó por confirmar la secuencia preelaborada, sin que si quiera tuviese que desgastarse preguntando. Sus gritos alteraron mis oídos, mas no generaron el eco suficiente para que yo dejase de repetir una y otra vez dentro de mi cabeza aquella voz tan dulce con la que Levi se esmeró en dirigirse a mí.

Debido a la premura, y dado que ambas teníamos que emprender el viaje de regreso, no hubo oportunidad de relatar con lujo de detalle lo que había sucedido luego de que desaparecí de la fiesta. Se me quedó muy grabado que ella confesó no sentirse extrañada al percatarse de que Levi no volvió a poner un pie dentro del sitio, que se había olvidado por completo de su promesa al concentrarse en su propia felicidad, omisión que me vino de maravilla.

Hange fue incapaz de contenerse respecto a apretarme los brazos, también empuñó las manos alrededor de las mías y, de vez en cuando, fui víctima de una sacudida tremenda que desordenó mis pensamientos. Por lo radiante que lucía, era patente que ella también se había divertido anoche. Mi conjetura de que tenía nociones de lo que Levi pretendía hacer no hacía sino acrecentarse, solo que mi alborozo era mayor y terminó opacándola, para conveniencia de la portadora y sus allegados.

Mantener oculto nuestro primer beso resultó una tarea para nada sencilla, pues insistió en que había algo que no le estaba diciendo, solo que aún no me sentía preparada. Me vi en la necesidad de prometerle que intercambiaríamos puntos de vista cuando quisiera, esperando, por supuesto, que no lo recordara en breve puesto que nos esperaban unas cuantiosas vacaciones por delante.

Y a pesar de que era demasiado pronto para cantar victoria, quería iniciar esta nueva etapa de mi vida con la vista al frente, sin dudar ni un segundo de que estaba haciendo lo correcto. Si no era así, por lo menos me aferraría a que era lo que yo había estipulado, sin la intervención ajena, sin que factores que extralimitaban mis posibilidades interfiriesen.

Aunque la paz en el instituto nunca se había inclinado a mi favor y pensé que sería inconcebible de mi parte desaprovecharla, no cedí al impulso de postergar mi estadía en la residencia. Tal vez si él me lo hubiese requerido lo habría considerado, no había forma de saberlo.

Tras revisar las notificaciones en el teléfono, se me iluminó el semblante al encontrar un mensaje suyo, ya que no tenía por costumbre escribirme, hasta entonces. Cuando lo escaneé por encima, comprendí que estaba despierta, en mis cinco sentidos. Me pidió que nos encontráramos en el mismo sitio de anoche, y aquella invitación bastó para motivarme a salir.

El único hecho indeseable en la historia era que el frío había acrecentado lo inflamado de mis venas oculares, las cuales continuaban extendiéndose como ramas hasta conectar con el oído. En los últimos días se me estaba volviendo cada vez más complicado cubrirlas con maquillaje sin dar la apariencia de que tenía una plasta de cemento craquelado sobre la mejilla. Justo ahora que iba encontrarme con él en un ambiente distinto al acostumbrado ese desajuste había cobrado relevancia. ¿Por qué no todo podía ser perfecto?

Manejé mi piel con dedicación, rogando que no fuera a darse cuenta y, si llegaba a ser el caso, que no me lo hiciera saber. Mi subconsciente comenzó a atormentarme con la recomendación de que debía acudir con un médico, que ya bastaba de dejárselo a la casualidad, así que con el único fin de ponerle un alto, aboqué la firme decisión de tomar las riendas de mi salud. Recordaba que había una especie de médico en la familia de Eren, a quien podía bombardear de preguntas si se mostraba accesible. Después podría pedir una segunda opinión y tener varias alternativas a mi alcance.

Una vez que doblé en la esquina, por instinto comencé a acariciar mi cabello recogido en una coleta baja. Me arrepentí de no haberme producido en exceso debido a las implicaciones, pero traté de consolarme a mí misma reiterando que ese efecto debía generarse de manera gradual. Al menos la máscara de pestañas y el rubor no me fallaron.

Cuando alcé la vista para toparme con su figura, me sentí como la primera vez que lo contemplé entrando al aula con esa imponente seguridad que dejó boquiabiertos a todos los presentes, aquella ocasión preliminar en la que dejé que su belleza me cautivara. Ciertamente, ni el colectivo de mis dibujos le hacían justicia; no bastaban para capturar su esencia. No obstante, me deleitaba en intentarlo, en acariciar sus facciones quiméricas, en plasmar su imagen en un lienzo inextinguible y luego dejarla reposar para acudir a ella cada que se me antojase.

Yo me había dado por bien servida con observarlo desde mi zona de confort durante todos los meses que antecedieron nuestro cruce; con dedicarme a soñarlo despierta, a veces en el tránsito rumbo a la vigilia; con escribirle notas en las que relataba cómo me hacía sentir su trato arisco y en las que le preguntaba por qué nunca me miraba como yo lo hacía; con imaginar el transcurso de mi una vida entera a su lado. De este modo, no me exponía al rechazo ni a la crítica posterior, me ahorraba las decepciones y el sufrimiento que acarrea un desengaño que rompe el corazón en todo sentido.

Me induje a poner en consideración que, en cierto día no muy distante, llegaríamos a ser invitados honoríficos en la ceremonia de graduación, cada uno elegiría su propia senda según lo estipulado, y tal vez jamás volveríamos a oír del otro. A él ni siquiera parecía importarle lo que me acontecía, pensamiento que sufría una sacudida cada que me demostraba lo contrario.

Siempre di por hecho que la madurez podría brindarme el entendimiento necesario para sobrellevar su indiferencia sin acariciar el borde de la locura, como sucede en esa etapa comprendida entre los doce y los dieciocho. Estaba dispuesta a dejarlo ir apenas nos separáramos por las circunstancias desfavorables. Y, si bien lo padecería en silencio, no me mantendría en ese estado de saudade por tiempo indefinido.

Que me contemplara con añoranza desde la lejanía, sosegado, con ese apocamiento distintivo que solo le pertenecía a él, era como haberlo extraído de uno de esos cuentos en los que la vida es color de rosa. Por un instante, al conectar conmigo, giró el cuello tratando de esconderse, pero no se retrajo de avanzar en lo absoluto. Me temblaban todos los miembros, se habían vuelto de gelatina. Tuve que recurrir a una ardua labor de autoconvencimiento para motivarme a avanzar.

Fue difícil sobrellevar ese cúmulo de nervios que me seguían durante la temporada de campeonatos y el periodo de exámenes. Era como cuando estaba en posición de salida, preparándome para emprender el recorrido apenas me dieran la señal o a la espera de que indicasen que podíamos darle la vuelta a la hoja del examen y comenzar a escribir. Solo que en este caso no podía quedarme a expensas de un aviso, dardo que yo tendría que lanzarlo.

Caminábamos a un ritmo similar: lento, apacible, como si anduviésemos en medio de un campo repleto de nubes. Me aferraba a mis brazos, tratando de contener la angustia, que aumentó en el momento en que Levi decidió imitarme. Mis mejillas se calentaron y el ritmo de mi corazón aumentó de manera exacerbante. Me acaricié el lóbulo un par de veces e iba intercalando con apretar los puños en exceso, hasta que opté por meterlos en los bolsillos.

Luché con toda el alma para no apartar la vista del recorrido que me conducía a él, quería que se me quedase grabado de la manera más fiel posible. Alcancé a divisar una señal de decepción en forma de relámpago cuando sus ojos se posaron en mis brazos, de los cuales colgaban una correa y el asa de una mochila.

Finalmente, se detuvo a unos centímetros de mí. Absorbió la nariz, se aclaró la garganta. Por alguna razón, lo veía más guapo de lo normal. El color negro le sentaba de maravilla. Solía enfrentar un mutismo inalterable cuando estábamos a una distancia reducida, similar a la que había durante los ensayos. En esta ocasión, el retraimiento no se debía a una carencia, sino al exceso de palabras que ansiaban salir expedidas de mi boca.

«Por favor, toma las riendas y sosiégate cuanto sea necesario», me dije justo antes de atreverme a abrir la boca.

—¿Cómo es... —comenzamos al unísono. Agachó el cuello al percatarse de su injerencia y yo hice lo mismo, aunque en la dirección contraria. Comencé a elaborar y descartar parlamentos a la vez. Su paciencia estaba en juego, así como mi objetividad—. No, no. Tú prime...

Y de nuevo, osamos repetir ideas. ¿De qué otra forma íbamos a romper el hielo si no era así? Resultaba irónico que fuese la primera vez en que le preguntaba cómo estaba, o mejor dicho, en la que hacía el intento.

Las manos empezaron a sudarme, así que procuré secármelas con el dobladillo de la sudadera. Ninguno sabía cómo continuar sin que se interrumpiera el paso, y en cuanto a mí, en particular, esperaba que ejecutase su rol como lo había hecho en la madrugada. Si había cobrado la valentía para atreverse a besarme, seguro podía emplear esos finos labios emitiendo un mensaje más o menos entendible.

—¿En serio tienes que irte? —me preguntó tras convencerse de que no me encontraba en posición de responderle con una frase sarcástica obtenida de mi ingenio. Aquella faceta mía se había bloqueado a causa de él. 

Por fin de vuelta... Me empeñé tanto en llegar hasta aquí que no pensé en lo que haría una vez que lo lograse. Fue muy difícil escribir una secuencia donde explique cómo se vive la alegría, porque no me pasa con frecuencia. Me alegra haberlo conseguido, relativamente.


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