89. El Regreso del Zorro
Aunque a esa hora el camino al hotel fue rápido, se me hizo eterno. En la SUV me recliné contra tu costado y me abrazaste como solías, me pasé todo el trayecto con la vista perdida en la calle, recordando aquella noche de mayo.
No pronunciamos palabra hasta estar solos en tu suite.
Hubiera dado cualquier cosa por poder tomar mate, pero me conformé con una gaseosa. Vos te abriste una Corona. Hacía un frío húmedo que calaba los huesos, así que ni siquiera se nos ocurrió ir a sentarnos al balcón. Abrí las cortinas de las ventanas al parque y nos sentamos en el sofá del comedor.
—¿Quieres que continúe? —preguntaste con suavidad, ofreciéndome un cigarrillo prendido—. ¿O quieres que hablemos de lo que te conté?
Me encogí de hombros y entendiste que lo dejaba a tu elección. Te reclinaste en el sofá, tornando a mirar hacia afuera.
—¿Por qué vine? ¿Qué buscaba? —dijiste lentamente, como para vos mismo—. Al principio nunca se me ocurrió decirte mi nombre completo, y cuando comencé a considerarlo, sentí que el momento adecuado ya había pasado. De modo que elegí Latinoamérica para mi gira solista de este año, contigo como la cereza del postre, planeando encontrarme contigo aquí y pasar una semana o diez días contigo antes de volver a casa. Porque para entonces, sólo podía decirte quién era cara a cara, en persona, ¿comprendes? Y quería conocerte, y estar contigo, pasarla bien juntos. —Te interrumpiste para enfrentarme muy serio—. ¿Qué haces allí? Acércate, nena.
Sonreí. Te habías sentado en medio del sofá y yo estaba hecha un ovillo en un extremo. Así que me acerqué como pedías. Me tomaste la mano y sonreíste también.
—Tú y yo en un bar como hace un rato. Tenía que vivirlo, al menos una vez —seguiste con acento cálido, mirando de nuevo por la ventana sin soltar mi mano—. Pero entonces ocurrió lo de Roma y todo cambió. Porque de pronto te convertiste en la única mujer capaz de hacerme sentir alguna clase de deseo desde que Jen me dejara. Y este vínculo entre nosotros se había revelado tan fuerte, tan profundo. —Suspiraste acariciando mi mano—. Vine a conocer a la única persona que hoy día es capaz de movilizarme tanto a nivel físico como a nivel emocional. Sabiendo que tendríamos sexo porque no podíamos no tenerlo. Después de lo de Roma, necesitaba saber si lo que había sentido era real o estaba delirando. Y vine como el viajero que trae obsequios. —Reíste por lo bajo, burlándote de vos mismo—. Qué arrogante de mi parte. Pero vine para que tuvieras tu oportunidad a solas con tu ídolo. Porque sabía que te haría feliz, y me alegraba poder hacer al menos eso por ti, a cambio de toda la atención, el apoyo, la ayuda que tú me habías dado. ¿Tiene sentido? —Volteaste a mirarme y asentí muy seria—. ¿Estaba siendo demasiado soberbio?
Alcé las cejas, poniendo en orden mis ideas.
—No lo sé, Stu —murmuré—. Tal vez estabas siendo demasiado creído, y rebajándome a mí en consecuencia. Como echar una moneda en la mano de un mendigo para sentirte generoso. Pero sabe Dios que necesitabas sentirte así, y es cierto que hiciste realidad mi sueño imposible, así que, ¿quién puede juzgarte?
—Tú —respondiste de inmediato.
—No, ni en un millón de años, Stewart, porque...
—¿Por qué me llamas Stewart otra vez? —me interrumpiste con curiosidad—. Como el lunes a la noche. ¿Aún lo haces para mantener la distancia?
—Sí, siento que me ayuda a mantenerme un poco objetiva. Bien, como si pudiera. De modo que viniste a obsequiarme con tu graciosa presencia y a echarte un polvo.
—¡Por Dios, nena, haces que suene terrible! Vine a estar con la única mujer en todo el mundo que me inspira sentimientos. Para compartir tiempo contigo, y abrazarte hasta que se me acalambraran los brazos y platicar hasta quedarnos sin voz. Y para que tuviéramos cuanto pudiéramos tener. —Ladeaste la cabeza para mirarme—. Y también para que me abraces, y me cuides, y me hagas reír, y me escuches y me comprendas. Para que me ames, nena. Vine para que tu amor terminara de sanarme. Y yo... —Bajaste la cabeza sonriendo de costado—. De pronto me descubrí lleno de cosas que quería, que quiero darte, ¿sabes? Y tal vez me llevó más de una semana a tu lado darme cuenta lo bien que me siento contigo, y cuánto me gusta hacer cosas que te hacen feliz, pero acabé por verlo. Y créeme que me sorprendió darme cuenta. Pero una vez que lo comprendí, no había forma de que lo ignorara, de que te ignorara a ti.
Me quedé mirándote, llenándome de tu imagen para que me ayudara a asimilar lo que me decías. Te habría besado, te habría dicho cuánto te amaba, me habría acurrucado entre tus brazos a esperar apocalipsis zombie.
Pero aún te restaba una pregunta por responder. Y no importaba lo cierto, lo hermoso, lo inesperado de lo que dijeras hasta ese momento, porque la respuesta que faltaba podía dar por tierra con todo eso.
Me pregunté por qué me obstinaba, por qué me arriesgaba.
Me pregunté qué necesitaba probar.
No lo sabía.
—¿Y qué hay de tu ex? —pregunté en voz baja.
Respiraste hondo, tomaste cerveza contemplando las luces de la ciudad al otro lado de la ventana, prendiste otro cigarrillo.
—Dicen que el duelo tiene cinco etapas —dijiste con calma, aunque tu acento ya no era cálido, y no sonreías—. Negación, rabia, negociación, depresión y aceptación. Ignoro si se supone que las atravieses en ese orden, una sola vez, o si puedes tener recaídas, como con una enfermedad o una adicción. —Volviste a suspirar—. Pero siento que he alcanzado la última etapa. Tú me conociste en las primeras. De hecho, creo que las sobreviví sólo gracias a ti y a Ray. Y la depresión no fue un momento específico, sino que es como el decorado omnipresente de todo el proceso. La negociación comenzó en Europa, cuando Jen comenzó a buscar compradores para nuestra casa. Y yo estuve de acuerdo, tal como he estado de acuerdo con todo lo que ha querido desde entonces. —Entornaste los párpados—. Siempre está probando y presionando, ¿sabes? No sé por qué, o qué espera obtener. Pero me prueba hasta en las cosas más tontas, como la hora de traerme a las niñas. La cambia, la retrasa, llega antes sin avisar. Créeme que no comprendo por qué.
—Límites —dije con mucho cuidado—. Está esperando que le marques hasta dónde le permites llegar, cuánto estás dispuesto a tolerar.
—Sí, lo pensé. Tiene sentido, aunque no entiendo para qué.
—Para saber si aún la amas, Stu. Sólo precisarás marcarle un límite cuando ya no esperes que regrese contigo. Hasta entonces no necesitarás tu propio espacio, un espacio sin ella. Hasta entonces, no tomarás su actitud como una especie de falta de respeto hacia ti y hacia tus actividades.
Te di tu tiempo para procesarlo. Me habías soltado para pasarte las manos por el pelo. Me volví hacia la ventana, prohibiéndome observarte, o tratar de adivinar en tu expresión lo que pasaba por tu cabeza.
—Las niñas le hablaron de ti —dijiste de pronto, y sonabas a que estabas ordenando las piezas del rompecabezas.
Sentí que me ponía colorada pero me obligué a seguir esperando.
—Le dijeron que venía a Sudamérica a conocer a una mujer, a una amiga. —Meneaste la cabeza con una sonrisa que estaba a años luz de cualquier rastro de humor—. Y ella creyó que yo lo había armado todo para darle celos.
No hables. No hables. No hables. —¿Y fue así?
—No —replicaste de inmediato, sin vacilar—. Y sin embargo... sin embargo, a su manera estaba celosa, y yo... —Te cubriste la boca con una mano. Saltaba a la vista que no querías enfrentarme, pero te obligaste a encontrar mis ojos—. Yo lo negué —dijiste con voz enronquecida—. Le dije que era una gira más. Yo... —Te revolviste en el sofá—. Se lo negué y le pedí que volviera conmigo. Te negué, nena. ¿Cómo pude...?
—¿Y ella qué respondió?
Obviamente te había rechazado, o no estaríamos teniendo esa conversación en persona, en Buenos Aires. Pero tenía que preguntarlo. Más que nada para no permitirte que quedaras orbitando alrededor de haber mentido sobre mí para tratar de reconciliarte con ella.
—Dijo que no, por supuesto. O no estaría aquí, ¿verdad? —Tu voz rezumaba amargura. Te inclinaste hacia adelante para acodarte en tus rodillas y cruzaste las manos frente a tu boca—. O no estaría aquí —repetiste en un susurro—. Dios, perdóname, nena, pero en ese momento no me importaba nada más que ella. ¡Mierda! ¡Soy tan egoísta! ¡No tengo derecho a...!
—Stu —te interrumpí sin alzar la voz, apelando a meses de práctica para frenarte cuando empezabas a escarbar en algo que sabías que te haría sentir mal.
—Qué —murmuraste distraído.
—¿Y ahora? ¿Te importa aunque sea un poco?
—¡Claro que sí! ¡Por supuesto que me importas, nena!
—Entonces está bien. ¿Puedo preguntarte cuándo ocurrió, y cómo terminó todo?
Te tomaste tu tiempo para responder, triturándome los nervios en el trámite. Lo hiciste con voz opaca.
—Dijo que no volvería conmigo. 'Sabes que no lo haré' dijo. Y se veía tan convencida de que había estado en lo cierto, que realmente lo había montado todo para que ella oyera sobre una mujer imaginaria, sintiera celos y reconquistarla. Fue el día que escribiste tu última canción, más o menos a la misma hora. —Me sorprendió que no callaras—. Así que llamé a Ray. No le dije lo que había ocurrido, pero me quedé con él hasta la hora de ir al aeropuerto, porque no estaba seguro de que lo haría si me quedaba solo.
Busqué qué decir. Una pausa en ese momento se sentía como el silbido del misil que viene a caerte en la cabeza con una bomba nuclear.
—Así que te creyó que era una gira como cualquier otra.
—No. Cuando me rechazó, me negué a responder sus preguntas al respecto. Y entonces Elizabeth y Melody Star la soltaron a hablar de ti. Me decían que te diera sus saludos, y Melody me dio un dibujo que había hecho para ti. Me temo que olvidé traerlo. Me deseaban que la pasara bien contigo, con su madre a tres pasos, escuchándolas.
—¿Castigándola por haberte dejado?
—Eso creo. —Te encogiste de hombros—. De hecho, esperaba que mi abogado me llamara esta semana para avisarme que Jen había iniciado el divorcio.
—¿Y?
—Aún no lo ha hecho, pero lo hará.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top