47. Frontera

No importaba que no hubiera olas para surfear. Era la sensación de salir en la tabla, pasar la rompiente, ir más allá. Donde lo único que había delante era el horizonte, cielo arriba, mar abajo. Nada más, nadie más.

La sensación de ser tan pequeño, tan efímero en medio de tanta grandeza. Y aun así, pequeño y efímero, poder aprovechar aquella oportunidad de estar entre el océano y el cielo. Ser ese punto ignoto en medio de la inmensidad. Pero un punto consciente, sensible.

Sentarse en la tabla y dejarse mecer por el ritmo del océano, un poco a la deriva, tan a su merced. Y sin embargo tan dueño de su vida en ese momento únicos de soledad plena y gratificante, de comunión, de apertura.

Cuando en la mente no hay ningún pensamiento estructurado, ninguna reflexión sabia, ninguna epifanía reveladora. Cuando la mente se nutre de cosas más inmediatas y sutiles, que alimentan sin dejar rastro. Cuando no hay lugar en el pecho para emociones refinadas o clasificadas, porque se siente tanto que falta el aire.

Sin hacer ni decir ni pensar nada.

Simplemente estando allí, sentado en la tabla, de cara al horizonte, entre el océano y el cielo, solo, en silencio.

Mientras tanto, ella permanecía allí atrás, en la playa. A su manera, experimentaba la misma comunión con el entorno que él. Resultaba extraña su reticencia a bañarse en el mar, sabiendo nadar tan bien. Decía que prefería contemplarlo, sentirlo, respirarlo. Decía que le resultaba más placentero caminar con la espuma llegando a saludar sus pasos, en vez de andar saltando olas, tragando agua salada y resistiendo el tirón de la corriente. Decía que para ella, la verdadera emoción, el verdadero contacto con el mar no pasaba por lo físico.

Y luego de observarla durante los últimos dos días, Stu tendía a creerle.

Su parloteo y su entusiasmo, su ánimo rápido para la risa y para la rabia y para la pena se transformaban apenas sus ojos cambiantes descansaban en el mar. Toda ella cambiaba junto al mar.

Dejaba asomar una parte de su naturaleza que mantenía oculta bajo siete llaves. Parecía abrirse y desnudarse. Y al mismo tiempo, Stu nunca la había sentido tan lejana, tan ausente, tan extraña e inaccesible. Le había transmitido la sensación persistente de haberse convertido en una presencia silenciosa y opaca. Hasta que se detuviera a observar su mirada siempre vuelta hacia el mar.

Le había provocado un escalofrío y una sensación muy cercana al vértigo.

Nunca había visto tanta expresión, tanto brillo, tanta intensidad en su mirada como cuando la volvía al mar.

Era la conexión intangible entre la mujer quieta y silenciosa sentada en la arena y el mar que enviaba sus olas a rodearla y salpicarla, intentando alcanzarla.

Ella estaba abierta como nunca antes, pero abierta sólo al mar. Le entregaba cuando había en su interior. Se vaciaba para llenarse de la fuerza y la inmensidad que la saludaban. Era algo tan abstracto y a la vez tan evidente que lo había desconcertado, el vínculo entre esta mujer y el mar.

El día anterior, acurrucada entre sus brazos en la playa, incapaz de apartar los ojos del mar porque no tenía la menor intención de ser capaz de hacerlo, le había explicado que mientras en inglés el mar es entendido como femenino, en español es masculino. Y aludiendo al mar como a una entidad masculina, le había dicho en voz baja, con el acento llano y profundo de quien enuncia una verdad elemental de la esencia que define lo que es, quién es: —Es uno de mis padres. Pertenezco aquí, con él.

Stu le había preguntado quiénes eran esos otros padres, pero ella no había respondido. Se había limitado a suspirar, la cabeza apoyada en su hombro, y había seguido mirando el mar en silencio.

Sólo varios minutos después diría, distraída, o contrariada por tener que apartar la menor porción de atención del mar para dedicarla a otra cosa: —Mi papá, que me dio la vida. San Miguel, que me mantuvo viva.

No dejaba de ser una respuesta sorprendente y a Stu le hubiera gustado que C se explicara, pero ella ya no estaba allí. Había dejado el cuerpo entre sus brazos, vivo y a salvo. Pero su espíritu estaba muy lejos. En algún lugar entre las olas. Un lugar donde él nunca llegaría con su tabla y su remo.

Así que la había abrazado y había besado su cabello. Y había cuidado, sostenido el cuerpo cálido en sus brazos hasta que ella regresó, con un suave estremecimiento. Se acurrucó aún más contra él, suspiró ocultando el rostro contra su pecho y cerró los ojos, como si quisiera dar un descanso a su alma.

De modo que no había insistido en llevarla con él más allá de la rompiente, como tantas veces le dijera que haría. La había dejado sentada en la arena, en su contemplación absorta, silenciosa del mar. Había salido a buscar su propio silencio y su propia emoción.

Los había hallado, y eso le devolvió el sentido del tiempo. Respiró todo lo hondo que pudo, alzó la cara hacia el cielo y el sol, sintió la brisa marina. Empuñó el remo y giró la tabla sin incorporarse. Y al enfrentar la costa vio que C ya no estaba allí. Se protegió los ojos del brillo del sol con una mano y recorrió la playa con mirada atenta, sin encontrarla. ¿Tal vez había ido a la casa a buscar algo?

Su vista periférica percibió un movimiento en el agua, breve y fluido, que bastó para atraer su atención. Sonrió al ver asomar la cabeza oscura después de dejar pasar una ola mansa, aguardó con el remo cruzado sobre los muslos.

C nadaba sin prisa, a un ritmo constante. Una ola comenzó a alzarse bajo la tabla de Stu y se adelantó hacia la playa, dejándolo atrás. Ella se sumergió de cabeza para dejarla pasar, volvió a emerger y a nadar. Con la misma naturalidad con la que caminaba, llegó a su lado y alzó la vista, secándose la cara con una sonrisa. Stu le devolvió la sonrisa volviendo a girar la tabla con suavidad. C lo alcanzó en dos brazadas. Stu le tendió la mano y la atrajo hacia él.

Ella se cruzó de brazos sobre la tabla, junto a la pierna de Stu, la cabeza vuelta hacia el horizonte brillante y brumoso a lo lejos. Permanecieron quietos y silenciosos varios minutos, hasta que ella volteó a mirarlo con su sonrisa de siempre, la luz de tierra adentro brillando en sus ojos en medio del mar.

—Estoy hambrienta, ¿y tú?

Stu asintió, sonriéndole con dulzura. Le acarició el cabello mojado de sal, palmeó con suavidad la tabla.

—Sube. Déjame llevarte de regreso a la orilla —le dijo.

C frunció el ceño, dudando que fuera capaz de treparse. Stu se cargó con ambas manos en la tabla y la hundió un poco en el agua. Un momento después ella se sentaba de espaldas a él, entre sus piernas, y se giró cuanto pudo para enfrentarlo. Sus ojos recorrieron la cara de Stu con una sonrisa vaga.

—Este lugar. Me refiero al mar. Te queda tan bien, ¿sabes? —dijo en voz baja—. Eres tan hermoso aquí. Ojalá pueda volver a verte así. Porque siento que sólo hoy, ahora, aquí, te estoy viendo de verdad.

Stu se dejó besar por esta mujer que no volvía a ser del todo la que él conocía, salvo en su amor por él. Respondió a su beso, saboreó el misterio entrevisto en su espíritu huidizo, que por un momento volvía a ponerse a su alcance. Le hubiera gustado decirle algo cuando volvió a enfrentarlo, con los labios todavía entreabiertos en una sonrisa y los ojos brillantes.

—¿Quieres saber cuál fue una de las primeras cosas que me hizo amarte? —susurró C, y no aguardó respuesta—. Que siempre cantas sobre el mar. Vaya tontería, ¿no? Todas tus canciones cargadas de significado y tu poesía tan profunda... Las descubrí más tarde. Antes te amé porque amas el mar.

Stu apoyó su frente contra la sien de C. —Entonces amas lo mejor de mí —respondió en el mismo tono.

Ella sonrió una vez más y se enderezó. Stu le sujetó la cintura y jaló de ella suavemente hacia atrás, pegándola a su cuerpo. Le rodeó el pecho con sus brazos, apoyó el mentón en su hombro. Ella descansó contra él con un suspiro. Volvieron a perderse contemplando el horizonte.

—Nunca me había atrevido a internarme tanto en el mar sola —dijo C luego, muy quieta entre sus brazos—. Ignoraba si sería capaz de detenerme, de reprimir el impulso de continuar nadando hasta que estuviera demasiado fatigada para regresar a la orilla. Siempre imaginé que entonces me tendería de espaldas a flotar, de cara al cielo, y permitiría que el mar me llevara donde quisiera. Hasta quedarme dormida y entregarme a él. —Alzó una mano para acariciarle la mejilla a tientas—. Pero ahora tú estás aquí, de modo que me atreví a venir. Porque contigo aquí no me sentiría tentada de ir más allá.

Stu la escuchó con atención y se tomó un momento para asimilar la enormidad de lo que ella acababa de decirle. Besó su hombro y adelantó la cabeza para descansar la mejilla contra la de ella.

—Me alegra que lo hicieras, que te atrevieras —respondió en un soplo—. Y me alegra que sepas que nunca te permitiría ir más allá. Porque el océano es hermoso porque estás viva para encontrarte conmigo aquí, en esta frontera invisible entre la vida y la muerte.

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