31. Entrega

Apenas me puse a tu alcance, volviste a abrazarme y rodaste conmigo hasta tenderte sobre mí. Tus piernas separaron las mías y entraste en mí, deteniéndote así por un momento. Me arqueé bajo tu cuerpo, sujetándote los glúteos para que no pudieras siquiera intentar volver a dejarme. Besaste mi cuello, moviéndote con una lentitud exquisita.

Separaste tu pecho del mío para descansar tu cabeza en la almohada, tu cara tan cerca de la mía, acariciando una vez más mi pierna mientras seguías moviéndote sin apresurarte. Me limité a seguir tu cadencia con suavidad.

Nos quedamos mirándonos a los ojos, sonriendo apenas, y tuve una sensación irreal, hermosa, de tiempo detenido. El universo acababa de abolir los relojes y no existía nada más. Sólo vos y yo ahí, en ese momento y lugar, nuestros cuerpos juntos, nuestros ojos que se negaban a separarse.

Sentí el calor que colmaba mi pecho y el escozor en la garganta. En otra vida habría dicho "sensación en el estómago relacionada con efímeros alados de colores brillantes" o "esas emociones que empiezan con A y terminan en desastre." Pero no esta noche.

Era amor, claro que sí. Era lo que sentía hacía rato por el hombre que con un gesto o una palabra me tocaba el alma. Y mi amor por vos era igual a vos: hermoso y pleno, fuerte y vulnerable a la vez. Era mucho más que un sueño hecho realidad, porque la realidad era tanto mejor que el sueño. Era sentir el mar en tu piel, el viento en tus caricias, la lluvia en tus besos. Era asomarme al vértigo de tu mirada y acurrucarme en tu aliento tibio. Era darme cuenta de que cada instante a tu lado cambiaba mi vida para siempre. Era que no importara nada más. Era no necesitar nada más.

Adelantaste un poco la cara y me demoré en tu lengua y tus labios que me daban tanto más que besos, que sabían colmar mi pecho de emociones, me llenaban de energía, me daban ganas de reír o de llorar, a mi lado como ahora o al otro lado del mundo y de la vida.

Entonces rodeaste mi cintura con tus brazos y me trajiste a tenderme sobre tu pecho. Apoyé las manos a ambos lados de tu cabeza para poder erguirme y mirarte. Y cuando iba a flexionar mis rodillas, tus manos se apoyaron en mis muslos, deteniéndome. Contuve el aliento cuando empujaste mis piernas lentamente hacia atrás, junto a las tuyas, y alzaste apenas las caderas.

Eché la cabeza hacia atrás, los ojos se me cerraron en la oleada de placer que me asaltó cuando volviste a moverte dentro de mí, sujetándome los glúteos, empujándome con suavidad contra tu cuerpo, atrás y adelante. Reconocí la sensación acuciante, la punzada que trepaba desde mi vientre. Mis caderas no se molestaron en consultarme, buscando de forma instintiva intensificar el placer.

Logré detenerme, la cabeza colgando entre mis hombros encogidos, tratando de recuperar el aliento y algo de control sobre mi propio cuerpo. Me obligué a abrir los ojos. Te encontré observándome con atención. Una vez más bebías de mí, absorbiendo con todos tus sentidos la menor señal de lo que yo sentía. Para ofrecerme más.

Tu mano guió mis glúteos en el principio de un movimiento medio circular que completé por instinto, ahogando otro gemido, mis músculos contrayéndose. Contuviste el aliento, toda tu atención concentrada en mis reacciones, y volviste a mover mi cuerpo.

Alcancé a menear la cabeza para que me dieras un respiro. Mi cuerpo pedía a gritos volver a moverse, exactamente de esa forma, exactamente en esa posición. Pero me resistía a entregarme a ese impulso. No aún. Porque abrir los ojos y verte... ¡a vos! Quería contenerme cuanto pudiera. Quería seguir sintiéndote. Quería volver a atender a tu deseo y a tu placer y alimentarlos cuanto pudiera, como vos hacías conmigo.

De momento, me incliné para besarte, para acariciar tu cara. Tal vez así.

Sí, buena suerte. Como si tuvieras un manual de instrucciones secretas, atrapaste otra almohada de un manotazo y, sin apartar los ojos de mí, la acomodaste bajo tu cabeza. Un instante después tu boca se hundía en mi pecho y tus manos volvían a moverme, tus caderas acompañándome.

Gemí e intenté erguirme, flexionar las piernas.

No me lo permitiste.

Me sujetaste la cara, instándome a enfrentarte, y volviste a alzar las caderas al tiempo que tu pulgar acariciaba mis labios resecos. Mis terminaciones nerviosas estaban al borde de la combustión espontánea cuando encontré tus ojos. Tardé un momento en darme cuenta de que volvía a moverme por las mías, y tus manos y tus caderas me seguían, me empujaban, amplificando lo que sentía.

Ya no logré volver a detenerme. Tu cara se borroneó en el calor que me envolvía, ahogándome en el vértigo, tus ojos fijos en mí lo único claro en las sombras. El fuego trepó desde mi vientre crispado a incendiar mi pecho, incapaz de respirar en ese instante cegador de éxtasis.

De la nada aparecieron tus brazos a ceñir mi espalda y guiarme con dulzura a tu pecho, donde me derrumbé temblando de pies a cabeza. Tus labios rozaron mi mejilla, estrechándome y sosteniéndome. Otra punzada quemante contrajo mi vientre cuando volviste a moverte. Yo luchaba por respirar, ni soñar con ser capaz de pedirte que te detuvieras.

Me tendiste de espaldas sin soltarme y te estiraste sobre mí. Eché la cabeza hacia atrás cuanto pude, boqueando por aire cada vez que entrabas en mí, parecía que cada vez más profundo, volviendo a crispar mi vientre a cada impulso, quemándome en ese fuego que parecía que no iba a receder jamás.

Aflojaste tu abrazo y te erguiste sobre mí para mirarme. Y logré verte. Y cuanto vi en tu expresión era deseo, y placer, y que te contenías por mí. Fue tu mirada lo que me devolvió un mínimo control sobre mi cuerpo. Flexioné las piernas para poder seguir tu cadencia. Cerraste los ojos con un sonido profundo que llamó a mis caderas para que se alzaran hacia las tuyas, que no se detenían ni se apresuraban.

Te vi contener el aliento y apretar los dientes. Era abrumador. Las oleadas de placer que volvían a agitarme y verte hallar tu propio placer en mí. Te detuviste un momento y me moví debajo de tu cuerpo. Dejaste caer la cabeza entre tus hombros, tu respiración agitada, entrecortada, acariciándome, y por primera vez aceleraste tu ritmo.

Te seguí con ansiedad, ignorando las súplicas de mis músculos aún tan tensos. Porque tu intensidad, tu placer y tu urgencia volvían a empujarme al vértigo y al fuego del que no me habías permitido escapar del todo.

Enlazaste mi pierna con tu brazo, flexionaste el otro para volver a acercar tu cara a la mía. Los míos rodearon tus hombros, acompañándote cuando te empujaste con fuerza dentro de mi vientre. Te sentí temblar al volver a impulsarte una vez más, y otra, tus pulmones vaciándose en un sonido inarticulado que brotaba de lo profundo de tu pecho y tu garganta. Temblé como vos, temblé con vos, aferrándome a vos con mis escasas fuerzas cuando fue tu turno de dejarte caer sobre mí sin aliento, tus caderas deteniéndose al fin, la cara hundida en la almohada, tu mejilla contra la mía.

Te estremeciste como yo poco antes, de pies a cabeza, y tus brazos me apretaron contra tu cuerpo. Sólo pude seguir abrazándote, sintiendo tu pecho agitado contra el mío, nuestros corazones latiendo desbocados.

Atinaste a soltar mi pierna, que cayó como peso muerto. Te deslizaste fuera de mi cuerpo al dejarte caer pesadamente a mi lado. Fueron los únicos movimientos que hiciste hasta que respiraste hondo y alzaste la cabeza. Tres o cuatro movimientos más que yo, que permanecí completamente inmóvil, tratando de hallar un átomo de energía que hubiera sobrevivido.

Vi que volvías la cara hacia mí y oh, mi mano descubrió una reserva de emergencia para apartarte el pelo con suavidad. Encontré tus ojos entornados, observándome con una expresión extrañísima. Parecías haber comprobado algo y al mismo tiempo parecías desorientado. Parecías conocerme de toda la vida y al mismo tiempo me mirabas como si fuera la primera vez que me veías. Parecías tranquilo pero parecías sacudido. Parecías convencido y a la vez completamente sorprendido.

Ya que mi mano había mostrado tanta iniciativa, la conminé a que alcanzara la sábana y el acolchado, que hiciéramos a un lado hacía un siglo o cinco minutos, no estaba segura. ¿Todavía era de noche?

Me ayudaste a recuperarlos para taparnos. Te dejé hacer, todavía estremecida. Y sobre todo, tratando de hacerle entender a mi corazón que el mejor momento de la vida es el mejor momento para cualquier cosa menos para morirse, así que tomate las cosas con un poquito más de calma, por favor.

No sé si terminé mi discursito motivador porque apoyaste una mano en mi cabeza y la guiaste a descansar en el hueco de tu cuello, donde me refugié gustosa. Me estrechaste contra tu pecho, tu mano todavía en mi pelo, y respiraste muy, muy hondo. Soltaste el aire en un suspiro tembloroso, inclinando la cabeza hacia mi hombro, como si quisieras apoyarte en él y llorar. Otra vez tu respiración profunda y entrecortada, que me provocó la sensación odiosa de que algo acababa de romperse dentro tuyo, y que yo era la culpable.

Entonces sentí el calor en mi pecho, confundiéndome. Porque lo que percibía no tenía nada que ver con tantas veces que me alcanzaran tu angustia o tu tristeza. Era ese calor sereno, reconfortante, que me decía que estabas a mi lado, aunque yo estuviera al otro lado del mundo o entre tus brazos, como ahora.

Ladeaste la cabeza para rozar mis labios con los tuyos y la apoyaste en la almohada otra vez con un último suspiro, los ojos cerrados. Y aunque era sólo la tercera noche que pasábamos juntos, supe que te habías acomodado para dormir, sin soltarme. Así que besé tu hombro y cerré los ojos también.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top