29. Confesiones de Invierno

Al salir del baño te encontré tras la barra junto al minibar. Habías sacado una Corona fría para mí y llenabas tu copa de vino tinto. Sólo habías dejado prendida una lámpara de pie cerca de la barra, que sumía el resto de la habitación en una cálida penumbra cobriza.

Busqué los cigarrillos y fui a sentarme a uno de los banquitos altos, barra por medio con vos.

—¿Cómo estás, nena? —preguntaste con suavidad, dándome fuego—. Quiero decir, ¿cómo te sientes, conmigo aquí?

Acercar el cenicero me dio un momento extra antes de enfrentarte. Sabía que lo que seguiría sería una de nuestras conversaciones en serio, a corazón abierto. Siempre habían resultado todo un desafío, y tenerte delante, y que el tema fuera nosotros, distaba de facilitarme las cosas. Pero entendía que quisieras saber cómo estaba, y sabía que esperabas que fuera al menos tan sincera como antes de conocernos en persona el viernes.

—Una parte de mí jamás acabará de creerlo, que alguien haga todo esto por mí. Y que ese alguien seas tú. Y que tú seas tú... Bien, es suficiente para que mi cerebro necesite un siglo sabático. —Hice una pausa, pero no te di ocasión de reformular tu pregunta. Sabía a qué te referías y me proponía responderte. Pero no quería apresurarme y decir lo primero que me venía a la boca—. Sabes que no busco que alimentes mi amor propio. No necesito que me digas que yo bien valgo tu viaje.

Asentiste sonriendo de costado y te acodaste en la barra sin decir una palabra. Como siempre, habías comprendido mi intención.

—También me conoces lo suficiente para darte cuenta de que soy la mujer más feliz del mundo por estar contigo —agregué.

Volviste a asentir. Sí, lo sabías.

—Y al mismo tiempo, mi terror crece en vez de disminuir. —Te miré a los ojos sin sonreír—. Porque en internet somos todos Batman, Stu, pero, ¿en persona? Mierda, me siento más bien Alfred con cálculos renales. Estoy a años luz de mi versión virtual, la que tú conociste, la que te hizo cruzar el mundo. —Suspiré—. Olvida mi proverbial inseguridad. La verdad pura y dura es que no tengo la menor idea de qué buscas realmente con este viaje tuyo. Ignoro cuáles puedan ser tus expectativas. Y sean las que fueran, seguramente no estaré a la altura siquiera de las más humildes.

Tomé un trago de cerveza. Permaneciste en silencio, sin la menor muestra de prisa. Sabía que me dejarías hablar hasta que se me cayera la lengua si eso era lo que yo tardaba en llegar al meollo de la cuestión. Mantuve los ojos bajos, en tus manos y en tu copa. Encontrar tus ojos otra vez iba a mandar mi resolución de ser sincera a hacer gárgaras para dar paso a la psico-groupie.

—Sabes que hace años que no tengo más que sexo casual. Y tú distas de ser sexo casual para mí, porque tú distas de ser cualquiera. Pero tengo la odiosa sensación de que olvidé cómo es tener más que eso con un hombre. De modo que sigo sin tener la menor idea de cómo comportarme, qué hacer. Y para peor tampoco sé qué esperas de mí. —Me encogí de hombros—. Así que de momento me obligo a dejar que las cosas fluyan, rezando para no cagarla demasiado, y poder darte al menos una excusa para que no consideres este viaje como la peor pérdida de tiempo de tu vida.

Alcé la vista y encontré que vos tampoco me mirabas. Tenías los ojos fijos en tu vino, el ceño un poco fruncido y una expresión seria, concentrada. Te tomaste un momento más antes de hablar, como siempre.

—Nunca me detuve a pensarlo, ¿sabes? —dijiste, pensativo—. Que venir a conocerte en persona te haría sentir presionada. —Viste mi mano junto al cenicero y la tomaste—. Pero ahora que lo mencionas, tiene sentido. —Me enfrentaste y había una sombra de tristeza en tu mirada—. Pensé que estarías sorprendida, y feliz, pero nunca... Qué egoísta de mi parte. Espero que me creas que no era mi intención.

Te sonreí por respuesta, presionando brevemente tu mano. Tu tono, tu expresión, todo mostraba una preocupación por mí tan genuina que me tocó el alma. Te sentías mal por no haber considerado mi lado de la historia, y porque yo no me sentía al menos tan cómoda como vos.

Besaste mis dedos y los liberé con suavidad para acariciarte la mejilla. Morí cuatro veces de ternura cuando mi mano se deslizó por tu cara y alzaste un poco el mentón. Soltaste una risita queda mientras te rascaba la barba.

Entonces recordé la conversación que tuviéramos el sábado de la semana anterior. ¡Mierda! ¿Hacía sólo una semana, no cinco años?

—Míranos, Stu. Has cumplido tu palabra. Aquí estamos, tan lejos como el ancho de la mesa de un bar, hablando de nuestros sentimientos.

—Y ahora esto me parece demasiado lejos —sonreíste.

Rodeaste la barra para venir a pararte frente a mí, a menos de un paso, y volviste a atrapar mi mano en la tuya. Como si fuera a resistirme.

—¿Qué puedo hacer, nena? ¿Cómo puedo ayudarte a que te sientas mejor conmigo?

—Sabes que ya estás haciendo cuanto puedes, ¿verdad?

Me olvidé lo que iba a decir a continuación, perdida en tus ojos tan claros y en tu inquietud por mí.

—Vamos, psico-groupie, déjala seguir —murmuraste.

Reí con vos y te sujeté la cara. La forma en que me ofreciste tus labios entreabiertos no era la mejor forma para hacerme seguir hablando. Te besé sin apuro, disfrutando la suavidad de tus labios y tu lengua al encontrar la mía. Mi mano resbaló a tu hombro. Automáticamente tu brazo se deslizó bajo el mío y me estrechaste contra tu pecho.

Había algo en tu forma de abrazarme, de besarme, que me desarmaba por completo. Porque más allá de lo físico, del juego delicioso de rondar el deseo sin prisa, delataban una necesidad que no te molestabas por ocultar.

Como un caminante agotado al que la lluvia sorprende a la intemperie. Alza la cara y abre los brazos, los ojos cerrados. No importa si es una llovizna tibia o una tormenta helada, no importa si la lluvia dura horas o minutos o semanas. Es lo que el caminante necesita para recuperar el aliento, y la recibe agradecido, valorando cada gota.

Así era como me besabas, aceptando lo que yo eligiera darte sin considerar nada inútil, o exagerado, o mezquino. Tal como me dijeras dos noches atrás, a poco de encontrarnos: ponías tu corazón en mis manos. Nada menos que un corazón como el tuyo. Tan grande, tan intenso, tan sensible, tan golpeado. Daba miedo. Pero también me inspiraba gratitud, y un anhelo urgente de protegerte. Tu confianza, tu necesidad, tenían una línea directa con mi amor, que se alzaba para acallar cualquier duda.

Cuando fui capaz de apartarme de tus labios me demoré con la frente apoyada en tu mentón, la mente en blanco, simplemente respirando y sintiendo la tibieza que colmaba mi pecho. No era tu calor a la distancia, sino la tibieza siempre un poco temerosa de mi amor. Y la calma, que sí provenía de vos. Esa serenidad que irradiabas aquella mañana del año anterior, que parecía cobrar cuerpo y expandirse a tu alrededor. Curioso, que fuera la primera vez que la percibía desde que nos encontráramos.

—Decías —susurraste, tus dedos aún enredados en mi pelo, tu otra mano contra mi espalda.

—¿Cómo se supone que lo recuerde? —repliqué, riendo por lo bajo.

Inclinaste la cabeza con un suspiro. —No, por favor, no me sueltes una de tus baboseadas ahora. Estábamos teniendo una conversación importante. O al menos lo intentábamos.

—¿Ves cómo lo haces? ¿Cómo intentas hacerme sentir más cómoda con tus bromas?

—Pero al parecer no basta.

Eché la cabeza hacia atrás para sonreír, pero en realidad más que sonrisa era una mueca.

—Oh, pero soy yo, Stu. Es sólo que... ¿Cómo explicarte? Es mi inseguridad. No me llevo bien con los espacios sin límites definidos. Me causan algo así como claustrofobia, pero al revés, ¿agorafobia se llama? Necesito conocer los límites, aunque buscar respuestas siempre acaba arruinándolo todo. Pero no lo puedo evitar. Necesito saber las reglas antes de jugar. —Apoyé la cabeza en tu pecho—. Y tú no tienes ninguna respuesta qué ofrecer, y lo sé, y considero que es honesto de tu parte no tenerlas. Pero siento esto dentro de mí, siempre agitándose y empujando. Sugiriendo que lo voy a entender todo mal otra vez, y voy a hacer cosas que no pueden ser remediadas, y lo voy a perder todo por no buscar una respuesta clara. Y al mismo tiempo siento este miedo atroz a que la respuesta no resulte ser la que esperaba.

Te inclinaste para estrecharme entre tus brazos. Me frotaste la espalda con lentitud como a la mañana en la terminal, cuando creí que se me rompía el corazón al verlo irse a Nahuel. Te dejé contenerme como tantas otras veces, desde tu silencio y tu atención a mi estado de ánimo. Para variar, adivinaste cuándo me sobrepuse después de haber confesado algo así.

—Continúa, por favor —susurraste—. No te detengas. Dímelo todo.

Asentí respirando hondo, abrazándote también.

—Y luego está esta otra parte de mí —seguí en voz baja, obligándome a hallar cada palabra—. No creo que alguna vez me haya abierto realmente a nadie. Y es lo que más deseo y lo que más temo al mismo tiempo. Porque a veces siento que tengo tanto dentro que me va a ahogar, o voy a estallar. A veces se hace abrumadora, esta necesidad de abrirme y mostrar mis sentimientos tal como son por una maldita vez. Pero tengo tanto miedo de hacerlo, Stu. Porque creo que sería demasiado para obligar a cualquiera a enfrentarse a todo esto, cuando a mí misma me cuesta manejarlo.

«Entonces esta resistencia a abrirme siempre termina igual: conmigo sola. Pero temo mostrar lo que en realidad siento porque no quiero herir a la otra persona, ni abrumarla y hacer que se aleje. Tantas veces me he preguntado si existirá alguien capaz de hacer frente a todo este revoltijo de emociones que me corroe las entrañas. Pero en realidad no me atrevo siquiera a intentarlo, porque no estoy habituada en absoluto a... a ser correspondida. No sé ser amada, Stu, o comprendida, o...

Se me quebró la voz y me besaste la sien. —Lo sé, nena —susurraste—. Te conozco, ¿recuerdas?

Yo sólo podía apretarme contra vos, estremecida, maldiciendo las lágrimas que no podía contener. Se me cerró la garganta cuando retrocediste. Pero secaste mis lágrimas con suavidad, una mueca triste frunciendo tus labios.

—Y es exactamente por eso que estoy aquí, ¿sabes? —Estuviste a punto de sonreír al notar mi incomprensión—. Tienes razón, no tengo respuestas para ti. No puedo decirte hasta dónde llegaremos, ni cómo. Vine a descubrirlo contigo. Porque me han dejado vacío y yermo, nena. Cuanto había dentro de mí que pudiera ser provechoso, o agradable, me ha sido arrebatado.

Me acariciaste la cara y me besaste la frente. Te sentí respirar hondo, como si vos también precisaras juntar fuerzas para decir lo que querías decir.

—No queda de mí más que este cascarón vacío, un pozo sin fondo que ruega ser alimentado, ser llenado. Y estoy convencido de que tú puedes ayudarme. —Buscaste mis ojos con una mirada intensa, penetrante, como si quisieras leer en mi alma. Tu acento era tenso, casi rabioso—. Eres la única persona en todo el condenado mundo que se atrevería a enfrentar este agujero negro en mi interior. Y sé que lo que voy a decirte supura egoísmo, pero es la verdad: necesito que te abras, nena. Necesito que liberes esa marejada en tu interior, que la dejes salir y que me ahogue si es preciso. Me ayudará a llenar este vacío espantoso que me está matando por dentro. —Apoyaste tus manos a ambos lados de mi cara para que no rehuyera tus ojos—. Necesito que me ames, me nutras, me hables, me escuches. Que me detestes y me escribas, me acunes. Que me ignores, me cantes, me abraces con todas tus fuerzas y me ames aún más. Para que me mantengas entero, para evitar que me derrumbe. Y sé que no tengo derecho a pedirte nada de esto, sólo intento responder a tu verdad con mi propia verdad. Soy una sanguijuela, nena. Un maldito parásito que pretende alimentarse de tu alma para recuperar la mía.

Cualquier persona medianamente cuerda habría recordado que había dejado agua al fuego y se habría retirado disimuladamente por la izquierda. Porque no habías hablado en metáforas poéticas sino con honestidad brutal, y lo medianamente sensato era atender al instinto de conservación y dar un paso al costado, poner distancia con tu necesidad demandante y egoísta.

Pero yo jamás califiqué ni siquiera para medianamente cuerda.

Yo sólo vi la lágrima que cayó de tus ojos mientras hablabas con los dientes apretados, como el gruñido de una fiera herida.

Y te sentí temblar cuando volviste a abrazarme, tus brazos rodeándome como cadenas que me atarían sin miramientos. Una prisión que acepté gustosa al estrecharte con todas mis fuerzas.

Habías dicho la pura verdad. Por eso estabas acá, conmigo. Y a mí no me importaba dejar la vida por darte lo que necesitabas para volver a sentirte bien. Y vos sabías que ésta era mi única reacción posible. Claro que lo sabías.

Y no me importaba. Porque tal vez todavía no me madrugaba del todo de tu cara y tu apellido, pero habías tenido razón al decir que te conocía mucho más de lo que estabas dispuesto a admitir. Siempre fuiste incapaz de tomar sin dar a cambio. No eras ningún parásito, ni una sanguijuela. Tomarías de mí cuanto necesitaras, sí, y a cambio darías cuanto estuviera en tus manos para compensarme.

Tal vez vos y los medianamente cuerdos las veían más bien vacías. Pero lo que yo veía era que eran tus manos. Tuyas. Las del hombre que amaba. Y eso me bastaba y me sobraba.

Solté una risita entrecortada. —¿Me permites la herejía de citar a Hendrix con esta boca impía? —te pregunté al oído, y no te permití echarte atrás para mirarme como pretendías—. ¿Cómo dice la letra de Little Wing? 'Está bien, toma cuanto quieras de mí'.

—No, nena, no digas...

—Calla. Sabes que te amo, y que siempre estaré a tu lado cuando me precises. Y sé que no me amas, y tal vez suene estúpido y enfermo, pero me importa un carajo. Hasta siento que es más seguro para mí que no puedas corresponderme. Al menos es terreno conocido para mí.

Ahora te dejé aflojar tu abrazo y erguirte para enfrentarme sin soltarme del todo. Encontraste mis ojos y meneaste la cabeza con tristeza. Sin embargo, que no aspirara a tu amor no significaba que estuviera dispuesta a aceptar tu compasión.

—Pero si quieres mi alma, me darás algo a cambio. Algo que ya me has dado en más de una ocasión, como hace un momento: tu absoluta honestidad. —Esperé a que asintieras—. En el mismo momento en que sientas que alcanzamos el límite, que fuimos tan lejos como podíamos ir juntos, me lo dirás. Sin rodeos, sin excusas. Me mirarás a los ojos como ahora y me dirás que hasta aquí llegamos.

—¿Y si...?

—No lo digas, por favor. Ya tengo suficientes preguntas propia para agregar más. Y ahora quiero que me des tu palabra. No me retendrás a tu lado ni un minuto de más.

Me observaste por un momento eterno, como si no terminaras de creer lo que te pedía. Noté que tu agitación parecía crecer. Sostuve tu mirada, pero permanecías en silencio.

—¿Stewart?

Te estremeciste de pies a cabeza cuando te llamé así. Y asentiste una vez más al tiempo que se te escapaba otra lágrima.

—Tienes mi palabra, nena.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top