21. Una Reunión Argenta

Cuando llegamos a casa, le encargaste a Brian que trajera bebidas y snacks, así que le indiqué dónde quedaba el supermercado. Por cuestiones de seguridad, mi edificio no tenía portero eléctrico y sólo se podía ingresar con la llave de la puerta de calle, porque la tenías o porque alguien bajaba a abrir. Así que le di a Brian las llaves de casa. El custodio miró el llavero, casi sorprendido, y se volvió hacia su jefe como pidiendo traducción.

—Tercer piso, apartamento diez —repetiste sonriendo.

Nahuel y los Finnegan ya bajaban de la otra SUV y mi hijo venía agitando los brazos como si gritara un gol. Le salté al cuello y me levantó en el aire. Unos bocinazos interrumpieron nuestro festejo y vimos que Beto estacionaba a medias a pocos metros. Él y Laurita saltaron fuera del auto y dejaron las puertas abiertas para correr a abrazarnos, mientras nuestros distinguidos invitados reían con recato y algunos transeúntes apuraban el paso para pasarnos por al lado, mirándonos con recelo porque seguramente nunca habían visto "Eso que Tú Haces".

Al fin nos calmamos lo suficiente para que Beto fuera a terminar de estacionar y Laurita se muriera de vergüenza al descubrir al rey del rock y al guitarrista de la década aguardando con sonrisas benevolentes.

Por suerte mi hijo no había perdido las llaves con tantos saltos y entramos todos juntos al edificio.

—Elo y Jero vienen para acá con Valeria —dijo Beto mientras encarábamos las escaleras, demasiado excitados para esperar el ascensor—. Mario viene más tarde.

—¿Alguien invitó a Marian?

—No que yo sepa.

Lo llamé, escuchando que un par de escalones más abajo, Laurita les explicaba a ustedes en inglés que no lo podían creer, que tenían la radio prendida de casualidad y...

—Marian viene en un rato, tiene que terminar unas cosas —avisé cuando ya llegábamos al tercer piso—. Trae cerveza.

Entramos y les señalé a los invitados las pocas sillas y el puf en el rincón del comedor.

—Es bien pequeño —te dije, excusándome—. Pónganse tan cómodos como puedan.

—No te preocupes, Top Ten —replicó Ray palmeándome la espalda. Vio que la habitación contigua era mi cocina diminuta y se escurrió entre nosotros para abrir la heladera—. ¿No tienes alcohol, pendeja? —exclamó—. ¿Qué clase de rockstar eres?

—La cerveza está en camino —le dijiste.

Beto ya estaba prendiendo mi computadora para poner música. Le lancé una mirada perentoria a Nahuel, que amagó a protestar. Por suerte, esta vez la abogada del diablo intercedió a mi favor, así que mi hijo se fue protestando a su habitación con Ashley.

Fui a tu lado en la puerta de la cocina. —Parece que tendremos una pequeña celebración —te dije sonriendo—. Todos están viniendo hacia aquí, así que se pondrá ruidoso y atestado. En caso de que ustedes no quieran quedarse...

Volteaste a mirarme con los ojos entornados. —¿Tú quieres que nos quedemos?

—¡Claro que sí! Es sólo que... —Me encogí de hombros—. Temo que esto les parezca tan tonto a esta altura de sus carreras. Y no quiero que se sientan...

—¿Recuerdas la primera vez que tocaron End en la radio? —terciaste en voz baja—. ¿Te dimos la impresión de que nos pareció tonto?

Respondiendo a la invocación de su nombre, End retumbó en mi departamento, y seguramente en medio edificio. Pero siempre me preocupo por ser buena vecina y no perturbar a nadie con ruidos molestos. Y era sábado, así que por una vez mis vecinos tendrían que aguantarme.

Mientras tanto, en la puerta de la cocina, sonreí al escuchar tu pregunta y pasaste un brazo por mis hombros, acercándome a tu costado.

—No te preocupes, nena. Sabemos lo que esto significa para ustedes, y nos alegra poder compartirlo contigo.

Justo cuando comenzaba a derretirme, noté que Ray estaba registrando las alacenas como para descubrir micrófonos ocultos, sacando todo recipiente que pudiera oficiar de vaso.

—Olvídalo, Ray. Aquí lo hacemos al estilo rock: bebe un trago y pasa la botella.

Sonó el timbre y ejercí edad para ahorrarme bajar a abrir, así que le tocó a Beto. Elo, Valeria y Jero se nos unieron pocos minutos después. Nos abrazamos, saltamos, nos felicitamos. Jero traía cerveza, así que dejó dos botellas en el comedor para que entraran en funciones de inmediato y llevó las demás a la cocina para guardarlas en la heladera.

Elo puso mi lista de reproducción de Slot Coin, se detuvo a sacudir la cabeza con Beto y Valeria al mejor estilo El Mundo de Wayne y vino a los saltitos hacia la puerta de la cocina. Y se quedó petrificada, la boca abierta y una mano en alto al verlos a vos y a Ray ahí.

—Ho-hola —alcanzó a articular, poniéndose colorada.

Le di espacio para saludarte y descubrí a mi hijo en el comedor.

—¡Nahuel! ¡El bolso!

—Ashley lo está haciendo.

—¡Nahuel!

—Okay, okay.

Me apoderé de una de las cervezas y seguí a mi hijo a su habitación. No que pudiera apartarse mucho de su camino, pero quería llevarle algo de tomar a Ashley. La encontré terminando de armar un tercer bolso. Sabía que no tenía sentido protestar, así que puse a mi hijo a ordenar la ropa que no llevaría y me senté un rato con ella.

Brian y Jimmy no tardaron en llegar y volvimos los tres al comedor, que ya rondaba la densidad de población de Calcuta. Jero les arrebató a Brian y Jimmy las cervezas para que se reunieran con sus hermanas en la heladera, y Valeria se encargó de servir los snacks en platos. Laurita le hizo lugar a Ashley para que se sentara con ella en el puf. Mariano se nos unió diez minutos después, y me sorprendió que no fuera una simple visita de médico para dar la impresión de que era uno más de la pandilla. No sólo planeaba sumarse a nuestro festejo, sino que había traído a Quique, el ingeniero de sonido del EP, que también nos hiciera sonido en el Buenos Ayres, y a su primo Caló. Fiel a sus costumbres, Mario fue el último en llegar, con la chica que había conocido la noche anterior en el Buenos Ayres.

Mi departamento alcanzaba la densidad de población de Ciudad de México un miércoles al mediodía, con gente sentada en sillas, puf, suelo, o parados donde podían, todo el mundo hablando al mismo tiempo en un spanglish risueño y la música a todo volumen sin que nadie le prestara atención.

Cuando se hizo de noche nos acordamos de la cena, y de reponer nuestras provisiones de alcohol. Así que ahí se fueron Beto, Nahuel, Elo y Jimmy.

Estaba en la cocina, tratando de hacer un poco de orden para que hubiera lugar para las pizzas que llegarían en cualquier momento, cuando viniste a apoyarte en la pared, botella de vino y cigarrillo en mano. Habíamos pasado las últimas horas uno al lado del otro, pero apenas si habíamos cruzado palabra, porque siempre estábamos hablando con alguien más.

Giré para sonreírte y vi que me observabas con tu sonrisa serena. Me indicaste que me acercara. Me sentí un poco caniche al obedecer tan rápido, sólo me faltaba mover la cola. Pero eras vos, así que ser tu caniche era lo mejor que me podía pasar.

Me acariciaste la mejilla, inclinándote para rozar mis labios con los tuyos.

—Me gusta verte así, ¿sabes? Tan alegre, tan radiante, tan... tú —dijiste en voz baja, íntima—. Gracias por compartir conmigo este momento.

No pude evitar reírme. —¿Qué? ¡Tú eres una de las razones de que esté tan contenta! —Me gradué de atrevida y te acaricié una mejilla, bajando la mano para rascarte la barba bajo el mentón. Y lo alzaste un poco, como un gato pidiendo más mimos. ¿Cómo podías ser tan adorable?—. Si no estuvieras aquí, te habría llamado en vez de reunirme con ellos —agregué, encogiéndome de hombros—. Porque la celebración no sería completa si no la comparto contigo. Y me alegra tanto que estés aquí, ¿sabes? Que conozcas a los chicos, y que estés en una de nuestras tontas reuniones. Era algo que realmente deseaba mostrarte.

—Yo también me alegro. Sabía que no te conocería realmente hasta que pudiera verte en tu elemento, interactuando con tu gente, y agradezco la oportunidad de poder hacerlo. —Me echaste un brazo al cuello y me estrechaste un momento, besando mi frente al tiempo que soltabas una risita—. Mierda, haces que vuelva a sentirme un muchacho.

Retrocedí sólo lo indispensable para enfrentarte y conminé a mis rodillas a que no cedieran. Me pregunté cuándo sería capaz de mirarte sin que la enormidad de la situación me dejara sin aliento. Este encontrar tu cara junto a mí, el meme mental agregando una flecha roja y tu nombre a título informativo.

—¿Por qué? —me acordé de preguntar.

Tomaste un trago de vino y tiraste el cigarrillo a la pileta a mis espaldas sin detenerte a pensarlo. Cómo se notaba que sabías que no te tocaría limpiar después de la fiesta.

—Pues aquí estamos, hablando de cosas importantes como siempre, ¿verdad? Y adivina en qué palabra se atascó mi cerebro. —Me regalaste una de esas alzaditas de cejas que descargaban electroshocks en mis glándulas—. Desear.

Apartaste un dedo del cuello de la botella y lo deslizaste por mi boca. Cerré los ojos cuando volviste a hacerlo, entreabriendo mis labios, y no pude evitar que mis dientes pellizcaran la yema de tu dedo suavemente. Tu inspiración rápida me hizo volver a abrir los ojos.

—No... —Trataste de fruncir el ceño, tu mirada clavada en mi boca—. Por favor, no...

Pero tu dedo seguía apoyado en mis labios. Imposible no besarlo.

Cerraste los ojos, respirando hondo. —Esta noche te vienes conmigo. Y no es una invitación: es un hecho.

—¿Esta noche? ¿Acaso esperas que alguien se vaya de aquí antes de las tres o las cuatro de la mañana? Es sábado a la noche. Se quedarán mientras haya una sola botella en el refrigerador.

—¿Estás segura? —Miraste de soslayo la heladera con un cabeceo decidido—. Comprendido.

Volví a reír, retrocediendo. —No te quiero borracho, pendejo —dije, apuntándote con un dedo—. Ebrio no me sirves de nada.

—Oh, crees que si bebo no podré... —Avanzaste los pasos que yo había retrocedido y me acorralaste contra la mesada, apoyando tus caderas en las mías—. Bien, tal vez ya no soy lo que solía ser, pero eso se soluciona con una pequeña ayuda de tu parte. ¿Podré contar contigo?

Mis manos no me consultaron para bajar a sujetar la cintura de tu jean, impidiéndote apartarte de mí cuando busqué tu boca. —Me debes una, ¿recuerdas?

Apretaste tu cuerpo contra el mío, tu bigote rozándome la piel cuando susurraste: —Oh, eso es algo que en verdad deseo... Que tú me eches un polvo a mí. Oh, tenerte montada sobre mí hasta que me hagas pedir clemencia.

Una vez más caí en mi paraíso privado de visiones censurables.

Pero sólo por un momento, porque volvieron los chicos con cien pizzas y un millón de cervezas. Y por supuesto que trajeron todo a la cocina.

—¡Auxilio! —exclamó Beto—. ¡Groupie acosando rockstar!

Intentaste ignorarlo, pero los demás no siguieron tu ejemplo.

—¡Suéltala, cabrón! —exclamó Ray a voz en cuello.

—Hombre, estos fans —dijo Jero muy serio—. ¿Qué se piensa? ¿Qué es Stewie Masterson o algo así?

Los demás reían a carcajadas desde el comedor.

Y yo tuve que aguantar mis propias carcajadas cuando Beto entró a la cocina y nos atropelló con la pila de cajas de pizza, obligándote a retroceder sin la menor consideración.

—Permisoooo. —Beto pasó entre nosotros, ignorando tu ceño fruncido y tu dignidad real ultrajada ante semejante intromisión. ¿Cómo se atrevía a interrumpir así al mismísimo rey del rock?

Pensé divertida que nada como una visita a Buenos Aires para recordarle a cualquiera que no es más que uno más, porque esta ciudad está habitada exclusivamente por ombligos del universo. Sencillitos y carismáticos, como nos describen los mexicanos.

Jero, Quique y un par más invadieron la cocina con la excusa de servir la cena. Ray venía con ellos, y te palmeó la cabeza con gesto enfadado.

—Serás desubicado. Es una Top Ten que nos viene pisando los talones. —Se volvió hacia mí fingiendo preocupación—. ¿Estás bien, querida? ¿Quieres que eche a este pendejo?

De espaldas contra la pared, no tuviste más alternativa que alzar las manos.

—¡Okay, okay! —exclamaste, y te escurriste fuera de la cocina, gruñendo y riendo entre dientes.

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