13. Buenas Noches

Permaneció quieto y callado, dos pasos tras ella, a su derecha, copón y cigarrillo en mano, la botella a sus pies, el hombro contra el marco de piedra del ventanal.

Había sido una respuesta larga, colmada de honestidad y sentimiento como siempre que C se abría a él, yendo y viniendo pero sin apartarse nunca de lo que quería expresar. Stu había sentido los ojos húmedos en su emoción, y había permitido que una lágrima se escapara a perderse en su barba, los ojos fijos en la silueta de C a contraluz de la ciudad. Allí frente a él, tan increíblemente cerca.

Había creído que todo sería tan diferente.

Había creído que estar cara a cara lo cambiaría todo tanto.

C se moriría del infarto esperable al descubrir quién era él en realidad, pero se recuperaría y todo sería risas y abrazos y su parloteo incansable. Y en algún momento la besaría, y seguramente pasarían la noche juntos. Tendrían sexo porque era lo lógico. Y sería emocionante. Porque era algo que ella le había hecho desear por primera vez en mucho tiempo. Y para ella sería un sueño hecho realidad, un sueño que él haría realidad. Y la simple idea de poder brindarle algo así lo había hecho desearla definitivamente.

Pero no. Nada ocurría como él esperaba. Nada se ajustaba a los carriles previsibles. Y sin embargo, si lo ponía en perspectiva, nada podría haber resultado más real que lo que estaba ocurriendo.

Ésta era la mujer que él tratara durante los últimos seis meses, ninguna falsedad, ninguna pose. Ella al natural y al desnudo, poniendo una vez más el corazón en sus manos con una confianza apabullante, tan condenadamente convencida de que él no podía hacerle daño de ninguna forma.

C todavía intentaba digerir su apellido, pero en el fondo le importaba una mierda, y hasta estaba enojada por haberlo descubierto. Porque no quería que su amigo, su Stewart, resultara ser ese hombre que ella tenía en un pedestal. Lo había querido especial y amado por sí mismo. De alguna forma más cercano, más accesible. Quería la libertad de amar por propia elección al poeta borracho recluido en Hawai, eternamente deprimido porque su mujer lo había dejado. El que ella había aceptado en su Facebook porque sí.

Y no lograba unir, reconciliar esos dos hombres en uno, como siempre lo fueran en realidad. Se sentía un poco defraudada, porque tratándose de él, ella consideraba que era imposible no amarlo. Y eso mismo lo alejaba de ella. Hacía que todo fuera paradójicamente más trivial, menos importante.

Su forma extraña, temerosa, de ver la situación la hacía sentirse empujada a un lado. Su amor era lógico y comprensible, no tenía nada de especial. Ella era sólo una persona más entre los cientos de miles, tal vez millones, de personas que lo respetaban, lo admiraban, lo amaban.

Y eso era lo que más ofendía a Stu.

Porque esos supuestos millones de personas nunca habían existido entre ellos.

Él se había abierto a ella, confiado en ella, encariñado con ella. Nunca había sido "alguien más", y sus sentimientos por él siempre habían significado algo especial y único para Stu. Su sostén, su consuelo, su alegría y su exasperación.

Por momentos desesperaba de hacerle cambiar de opinión, sabiendo lo obtusa que podía ser cuando se lo proponía.

Y al mismo tiempo sabía que en pocos días las cosas terminarían de acomodarse de alguna forma. Porque ella podía ser todo lo obtusa que quisiera, pero era incapaz de llevarle la contraria a él. Ni al poeta borracho ni al rey del rock.

La miraba llorar a dos pasos de él, dejándose alcanzar por su miedo y su desconsuelo absurdos.

Al fin terminó el cigarrillo, dejó el copón en el suelo junto a la botella y dio los dos pasos que los separaban. Porque ya no quería permanecer lejos de ella. Rodeó sus hombros con un brazo. C se inclinó para apoyarse en él y la abrazó en silencio. Y teniéndola en sus brazos, esta sensación que había soñado experimentar y de la que no parecía capaz de cansarse, vio con toda claridad, por primera vez, por qué estaba allí en realidad. Y se sintió el peor egoísta del mundo.

Porque no estaba allí sólo por los motivos que los involucraban a ambos. También estaba allí porque precisaba empezar a revocar los privilegios de Jen, que a esa hora debía estar cenando con su flamante novio.

Stu necesitaba estar con otra mujer para empezar a cerrar esa puerta en su vida. Pero no podía tratarse de cualquier mujer, porque no podía tratarse de sólo sexo. Sólo sexo no revocaba ningún privilegio, sino que los confirmaba todos. Así que había cruzado el mundo para estar con la única mujer fuera de Jen que le inspiraba alguna clase de sentimiento. Una mujer que él sabía que lo amaba.

Así de cruel y egoísta.

Había venido para usarla, la herramienta perfecta para cortar el primer eslabón de la cadena que lo retenía prisionero del dolor y la soledad.

¿Y después qué?

Se dio cuenta contrariado de que nunca se había detenido a pensar qué pasaría después de estar con C. Qué le pasaría a ella.

Y también comprendió que no sería menos cruel o egoísta por no hacer lo que había venido a hacer.

Así que besó su pelo. C ya no lloraba. Se había abandonado en sus brazos como antes se había abandonado a sus palabras y sus oídos. Se apoyaba en él, se dejaba sostener, limitándose a respirar. Tan superada por tantas emociones, que lo que Stu tenía entre sus brazos era como un cascarón vacío e inmensamente frágil, sin más alternativa que confiar en qué él no la destrozaría. Incapaz de evitarlo si él decidía hacerlo.

—Vamos a dormir, nena —le dijo—. Ha sido un día agotador para los dos.

Ella asintió contra su pecho, sin moverse hasta que él se apartó de la balaustrada, sin soltarla. La miró un momento y le sonrió con dulzura, contuvo su impulso de besarla.

C logró sonreírle de costado, un instante, antes de volver a apoyarse en su pecho para ocultar su desencanto porque él no la hubiera besado. Se dejó conducir al dormitorio.

Él la guió a sentarse en la cama y se agachó frente a sus rodillas para buscar sus ojos claros, de color cambiante, que iban del azul pálido de un cielo de invierno y el gris de la tormenta al verde de un bosque en sombras.

Ella sostuvo su mirada un momento. Sus ojos recorrieron su cara y volvió a sonreír, apoyando los dedos en la mejilla de Stu como un soplo. Pareció a punto de hablar, pero meneó la cabeza y desvió la vista.

—¿Mi mochila? —preguntó mirando con lentitud a su alrededor, todo en ella gritando su agotamiento físico y mental.

—Quédate, yo la traigo —respondió Stu, y cruzó la habitación sin darle ocasión de negarse.

Ella rebuscó entre el millón de cosas que cargaba en su mochila hasta que dio con su teléfono. Se cercioró de que no hubiera ningún mensaje de su hijo y cerró los ojos mordiéndose el labio. Antes de que Stu pudiera preguntar qué ocurría, ella le mostró su teléfono. Y él vio que el fondo de pantalla era la foto de ellos dos juntos, un año atrás.

Stu le sujetó la mano con suavidad y besó sus dedos, sacándole el teléfono para dejarlo sobre la mesa de noche.

—Regreso enseguida —le dijo en voz baja—. ¿Por qué no te acuestas?

Ella sólo asintió.

Sin embargo, al volver de su apresurada visita al baño, Stu la encontró recostada sobre el acolchado blanco, vestida. Sólo se había quitado las botas. Sonrió, enternecido y divertido a la vez. A fin de cuentas le había dicho la pura verdad: en su ocasión de estar a solas con él lo había hecho hablar, y le había hablado, y había dado y recibido más de cuatro abrazos. Y cuando él la invitara a su cama, ella no había corrido a desnudarse para él, sino todo lo contrario.

Trajo una manta y cubrió a C, arropándola con gesto protector. Ella se había tendido de costado, de cara a la mitad vacía de la cama. Se inclinó para besar su cabello y descubrió su sonrisa cansina.

—Gracias —murmuró ella.

—¿Te molesta si me recuesto aquí contigo? —le preguntó al oído.

C volvió a sonreír, palmeando el otro lado de la cama.

Stu se descalzó y se quitó la camisa, apagó las luces, se deslizó bajo la manta frente a ella. Flexionó un brazo bajo su cabeza y su otra mano subió a acariciarle el cabello con suavidad, apartándoselo de la cara, que ella ladeó apenas para besar la palma de su mano.

—Ven aquí —dijo, incapaz de dejar de sonreír en la habitación en penumbras.

Ella se acercó sin cambiar de posición y alzó la cabeza para permitirle pasar el brazo.

—Te lo advierto: ronco —murmuró, apoyando una mano en el pecho de Stu.

—Bienvenida al club, yo también —respondió él, cubriendo con la suya la mano contra su corazón, la cara ladeada hacia ella. Y susurró, con la última sonrisa de la noche—. Que descanses, nena.

Y C respondió ya más dormida que despierta, abandonada al cansancio y a su abrazo, como tantas veces hiciera: —Que descanses, Stu.

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