12. Un Balcón con Vista
—Oye, Nahuel, ¿puedo robarme a tu madre?
Creo que Nahuel tardó un milisegundo entero en asentir con un cabeceo contundente.
—¡Toda tuya! —exclamó.
Opté por juntar mis cosas en vez de hacerle un escándalo por su falta de celo.
—Te veo para el desayuno —le dije, besándole la frente.
Su cara era un manifiesto contra levantarse temprano un sábado a la mañana para volver a casa. Como venganza por su desinterés por mi destino, omití decirle que no precisaría madrugar tanto porque desayunaríamos juntos en el hotel.
Me acerqué a saludar a los chicos y te escuché decirle: —Mis niñas esperan que las llamemos mañana por la tarde, ¿qué dices?
Vi de reojo la sonrisa que iluminó la cara de mi hijo. —¡Excelente!
—¿Tu hijo conoce a los de él? —preguntó Laurita en voz baja.
Asentí con gesto cansado, sintiendo que el agotamiento emocional de esa noche me licuaba todos los músculos. Iba a llegar a la puerta del bar a rastras.
—Todo queda en familia —rió Beto, palmeándome la espalda—. Ya sabés, Ceci: portate mal, pasala bien.
—Y vos mantenete lejos de mi hijo, que no quiero que aprenda de tus máximas de vida.
Reí con ellos por última vez. Sabía que no precisaba hacerles ninguna recomendación especial a los Finnegan sobre Nahuel, y me iba tranquila dejándolo con ellos.
Me seguiste hacia la salida, y sólo te adelantaste para abrirme la puerta, caballero caído del Túnel del Tiempo. Apenas estuvimos en la calle, me tomaste de la mano. Brian nos esperaba junto a la SUV negra, nos abrió la puerta del asiento trasero, la cerró y subió adelante junto al conductor.
Apenas el vehículo se puso en movimiento, apartaste el brazo para hacerme lugar a tu lado. Descansé contra tu costado, una mano apoyada en tu pecho y los ojos perdidos en la calle. Mi mente parecía haberse tomado un raro recreo. Mi corazón recuperaba el aliento luego de sobrevivir la batalla de las últimas dos horas, preparándose para lo que pudiera ocurrir a continuación.
La recepción del hotel en Recoleta era demasiado elegante para mis fachas rockeras, y de haber estado sola me habría sentido muy fuera de lugar. Pero como sí estaba a tono con el rey del rock que me llevaba de la mano, a hacer gárgaras con las cinco estrellas y los huéspedes elegantes.
Me pediste algún tipo de identificación y se la diste a Brian, junto con una de Nahuel que por casualidad yo tenía conmigo. Le deseaste buenas noches y lo dejaste en ruta hacia el mostrador del conserje, guiándome directamente a los elevadores.
Apenas estuvimos en camino a tu habitación, me miraste y frunciste el ceño.
—¿Estás bien?
—Sí. Sólo un poco aterrorizada.
Sonreíste, y para mi sorpresa, asentiste. —Sí, ni que lo digas. —Notaste mi expresión—. Bien, yo tengo que estar a la altura no de una sino de dos expectativas, ¿verdad?
—¡Oh, vamos! ¿Vas a llorar? —me burlé.
Reímos juntos.
—Es extraño —dijiste, distrayéndome del pavor del pasillo ancho, silencioso, tan lujoso, que conducía a tu puerta—. Cómo podemos sentirnos tan bien y tan cómodos juntos, y aun así, tan presionados por las expectativas del otro.
Te di la razón. Con tu cadencia lenta, terminaste de hablar con tu puerta ya abierta y me invitaste a pasar.
Por supuesto que tu habitación era más grande que mi departamento. Estaba dividida en dos ambientes, un área de sala y comedor y el dormitorio, cada una con su baño. En un rincón de la sala había una pequeña barra de madera con dos banquitos altos, vasos y copas y una mini bodega con media docena de botellas de vino. Me detuve junto al primer sillón y giré hacia vos. Ya habías rodeado la barra para abrir el minibar que había detrás.
—¿Cerveza? ¿Soda? ¿Agua? —preguntaste.
—¿Qué tomarás tú?
Me guiñaste un ojo por sobre tu hombro. —Vino, por supuesto.
—Entonces imagino que debería tomar una cerveza.
Sacaste una Corona bien fría y te pusiste a revisar las botellas de vino para elegir una. De pronto alzaste la vista, me encontraste todavía parada junto al sillón y sonreíste.
—Ponte cómoda —dijiste en tono animado—. ¿Quieres dejar tus cosas en la recámara? Te seguiré en un momento, y podemos llevar nuestros tragos al balcón, o adonde quieras.
Asentí con sonrisa débil, todo el peso de la situación presionándome el pecho y debilitando mis piernas. Respiré hondo antes de entrar al dormitorio, espacioso y ya un poco desordenado, a pesar de que habías llegado ese mismo día.
La laptop sobre la mesa me distrajo un poco de mis nervios, porque era lo que menos me hubiera esperado: rosa y cubierta de stickers infantiles. Claro, la laptop de Liz. Parecía mentira que continuaras usándola.
Tu valija y tu bolso estaban abiertos en el suelo, un par de prendas caídas sobre el sillón, junto con una de tus libretas de tapa dura y un libro. Un estuche rígido de guitarra descansaba contra la pared.
Dejé mi mochila en el sillón, guardé mis cigarrillos en el bolsillo y crucé la habitación sin prisa hacia el ventanal de cortinas pesadas que debía abrirse al balcón. Salí ya con un cigarrillo en la boca y el encendedor en la mano.
Sentir el aire fresco de la madrugada me reanimó un poco. Me apoyé en la baranda de piedra del balcón, la vista perdida en la ciudad, mi cabeza y mi corazón flotando a la deriva. Me descubría recordando momentos del recital, una cara desconocida entre la gente, o que había tocado Sol en vez de Fa en el puente de Heart, como me pasaba siempre, o el breve beso que me dieras en el pasillo.
No fue evocar tu beso lo que llenó de calor mi pecho cansado.
Supe que estabas parado a mis espaldas, observándonos. A la noche, a la ciudad, a mí.
—¿Y cómo ha ido tu día, Stewart? —pregunté sin alzar la voz ni darme vuelta, los ojos en los árboles de Plaza Francia a sólo un par de cuadras.
Percibí más que ver una mano que asomaba a dejar la Corona y un cenicero sobre la baranda del balcón y volvía a desaparecer sin más.
—Bien —respondiste en el mismo tono, detrás de mí, hacia la derecha—. Estos vuelos tan largos son un dolor de hígado, y seguramente precisaré varios días para superar el jetlag. Pero me alegra estar aquí. ¿Y cómo fue tu show?
Incliné la cabeza con una risita. —Estuvo increíble. Todo, desde lo más importante hasta el último detalle. Todo perfecto.
—¿Qué ocurre? No suenas a que haya salido todo tan bien.
Me encogí de hombros. —¿Quién soy, Stewart? Porque ya no estoy segura. ¿Soy la que le planta cara a cualquier obstáculo y siempre halla la manera de seguir adelante? ¿O soy la cobarde que arruina todo lo que me importa, por no atreverme a detenerme a pensar y sentir antes de reaccionar? ¿Soy la que creía que estaba enamorada sin esperanzas de ese necio egoísta o la que no sintió nada al mirarlo desde el pedestal efímero de mi éxito de una noche? ¿Soy la que se cree con derecho a darte consejos? ¿O la que precisa consultarte a cada paso?
—¿Y qué importancia tiene en este momento?
Dejé ir humo y aire en un suspiro. Recién entonces le di el primer trago a la cerveza. —Porque estoy en medio de algo tan grande, Stu. Ojalá pudiera explicártelo mejor. Pero es enorme, masivo. Tal vez sea el momento más importante de mi vida. Y estoy aterrorizada. Me siento como agazapada por dentro, de miedo a arruinarlo. Y sé que este miedo que me impide dejar que las cosas fluyan es en sí mismo una forma de arruinarlo todo. —Fumé un momento en silencio—. Y como ya no estoy segura quién soy, no sé qué hacer, qué decir... qué sentir. —Solté otra risita—. Porque, ¿te dije quién apareció en el show esta noche? ¡No lo creerás! Pero allí estaba. ¡Dios! ¡De la nada! De pronto miré y allí estaba. Stewie Masterson, Stewart. ¡El mismísimo Stewie Masterson! ¿Puedes imaginarlo? ¿Comprendes por qué te digo que esto es enorme? ¡Te lo estoy diciendo desde su cuarto de hotel!
—Ahí tienes. Al parecer te tropiezas con él cada vez que pisa tu país.
—¿Verdad? Es como magia. No tiene nada que ver conmigo, es cosa de él, como el año pasado. Este hombre es... Dios, con sólo aparecer hace que todo salga de la mejor manera posible.
—Dame un momento. Precisaré más vino para sobrevivir la baboseada.
—Sí, vuelve a llenar tu copa. Porque voy a necesitar que me ayudes con esto, y sueles dar mejores consejos cuando estás achispado.
No te moviste. Sólo estabas recreando una de nuestras situaciones recurrentes.
—Bien, te escucho.
—¿Qué haré, Stu? —pregunté—. O sea, aquí estoy, con él, en su habitación, y yo... Olvida mis calzones de la abuela, y que no me rasuré, y que estoy agotada, y sudada, y... Dios... ¿Qué hago, amigo mío? Y no te atrevas a venir con esa mierda de 'sólo sé tú misma'.
—Muy bien. —Te escuché beber, te imaginé apoyado contra el marco de piedra, copón y cigarrillo en mano, la botella en el piso junto a tus pies—. ¿A qué te refieres? ¿Qué es lo que esperas de esta situación?
—Todo... y nada.
—Oh, vamos, no te me pongas poética.
Suspiré por enésima vez. —No me pongo poética. No espero nada porque sé cuál es mi lugar, ¿comprendes? Sé muy bien que no puedo esperar nada, porque tenerlo a menos de cinco mil kilómetros ya es demasiado. Pero lo quiero todo. Quiero estar con él, conocerlo tanto como pueda. Quiero que se abra y me muestre cuanto guarda en su interior, eso que me hace estremecer y reír y llorar. Qué asco, sueno como una maldita sanguijuela. Y quiero decirle tantas cosas. Quiero que sepa todo lo que siento por él, y que sienta lo mismo por mí, ¡como si fuera a ocurrir semejante milagro! Quiero pasar cien noches en vela simplemente escuchándolo hablar y cantar sólo para mí. Y quiero pasar al menos una noche de sexo alocado con él. Tal vez sólo para decir que lo hice, o tal vez para descubrir que es tan perfecto en la cama como en todo lo demás. No perfecto como Dios, no me interesan los triángulos de luz en la cabeza. Pero perfecto para mí. Y aun así... —Incliné la cabeza—. Aun así desearía que fueras tú, Stewart. Porque sé que está mal y es lo más estúpido del mundo, pero te amo. Tal vez porque sé que nunca podremos estar juntos, de modo que puedo fantasear con que eres el hombre ideal para mí. Tal vez porque estás tan condenadamente lejos que sé que nunca podrás lastimarme. Y lo que es mejor: yo nunca podré lastimarte a ti.
«Amo al hombre que está a menos de tres pasos de mí en este momento. Dios sabe cuánto lo amo, en el sentido que ya te expliqué una vez: un concepto, un ideal, la mejor fuente de inspiración del mundo. Sí, en un envase por demás atractivo, no lo negaré. Pero tú eres el hombre que amo. Tú eres el hombre común que quiero abrazar y besar, a quien quisiera entregarme.
«Y lo más retorcido de todo esto es que siempre fantaseé con que fueras él, ¿sabes? Nunca te dije nada, pero Nahuel me señaló hace varios meses todo lo que tienes en común con Masterson, y no le presté atención. Pero desde entonces, cada vez que cerraba los ojos y pensaba en ti, cada vez que soñaba contigo, te veía con su cara.
«De modo que lo quiero aquí conmigo, quiero que me abrace y se enamore de mí y me inunde de esa vibra increíble que irradia. Y al mismo tiempo desearía que desaparezca y deje en su lugar a otro hombre que fueras tú. Mi amigo, mi amor no correspondido, el que llegó a mi vida para quedarse y se hizo tan importante para mí. El que me hace sentir que sirvo para algo, que no estoy sola porque tú siempre estás cuando te necesito, con tu paciencia y tus gestos afectuosos, con tus altibajos. Mi ventana secreta al paraíso con vista al mar más hermoso del mundo. Porque es hermoso porque es el mar, y porque es tu mar. Y tú lo compartes a manos llenas conmigo.
«Pero esto me supera, Stewart. ¿Cómo puedo enfrentar una situación así? Porque estar con este hombre... Ocurre que sé que no ha estado con ninguna mujer desde que su esposa lo dejó. ¿Y yo voy a ser la primera? ¿La primera para él? ¿La primera para ti? ¿Cómo...? La voy a cagar como siempre, pero no va a ser 'sólo otra cagada'. Va a ser la peor de toda mi vida. Y yo no estoy en condiciones de enfrentar nada de esto, Stu.
La pausa se prolongó mientras yo luchaba más por contener las lágrimas, una vez más superada por lo que ocurría y por lo que sentía.
No necesitaba que te acercaras y me abrazaras, porque estaba acostumbrada a que no lo hicieras. Siempre resultaba un poco imposible, considerando nuestras coordenadas espaciales, y nunca había precisado contacto físico para sentir tu atención y tu afecto.
Hundí la frente en mi mano, la otra frotando mi pecho, que volvía a llenarse de tu calor.
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