11. Mis Palabras

Nos quedamos solos en el patiecito.

Recuperé cerveza y cigarrillo, me aclaré la garganta con la vista baja, sin saber bien qué hacer o que decir. Me estremecí cuando apoyaste un dedo bajo mi mentón, instándome a enfrentarte. Y al hacerlo vi que tus ojos se movían por mi pelo un momento más antes de encontrar mi mirada.

—No es sencillo, ¿no? —dijiste en voz baja, pensativo—. Estar frente a frente.

Bajé la vista para buscar tu mano, la tomé y la alcé para apoyar mi mejilla en tus dedos, los ojos cerrados por un momento.

—Sí. Tantas cosas juntas para asimilar.

Me acariciaste la mejilla y tu sonrisa adquirió una expresión entre triste e irónica.

—Cómo es posible que nos conozcamos tanto, que nos hayamos respaldado mutuamente para superar tanta mierda. Que hayamos experimentado las cosas más extrañas, a un mundo de distancia y aun así lado a lado. Y sin embargo... —Te encogiste de hombros.

—Sí, tal vez porque... —Me interrumpí para señalar unas sillas que alguien dejara ahí abandonadas.

Nos sentamos hombro con hombro, sin mirarnos. Nos habíamos puesto en modo llamada, en el tono y el ánimo de una de nuestras charlas más en serio, y en cierta forma los dos nos sentíamos más cómodos sin tener al otro a la vista. Nunca habíamos necesitado mirarnos para abrirnos, y ahora el elemento visual parecía no un obstáculo, pero sí una distracción evitable. Sobre todo para mí.

—¿Decías? —terciaste, como cuando algo interrumpía nuestras conversaciones.

Me encogí de hombros. —No lo sé, Stu... Stewart... ¿puedo seguir llamándote así?

—Claro que sí.

—¿Cómo decirlo? Es como... Mierda, dame un momento.

Reíste por lo bajo, como siempre que yo intentaba dilatar alguna explicación. Era todo tan fácil cuando no te tenía ante mis ojos, tu cara gritándome tu identidad absurda, inverosímil. Me di cuenta que ésa era mi respuesta y te lo dije. Te tomaste un momento para procesarlo, como siempre.

—¿En verdad lo cambia todo tanto para ti?

Fue mi turno de reírme, pero a carcajadas. Apoyé ambas manos contra mis sienes, como anteojeras que aislaran aún más mi vista.

—¿Y tú qué crees? —exclamé—. ¡Hombre! ¡No quiero ni pensar en todo lo que te he dicho sobre el tipo que resultaste ser tú! ¡Todas las baboseadas que solté desde el principio! ¡Dios! ¡De sólo recordarlas me muero de vergüenza!

—¿Vergüenza? —repetiste, extrañado—. ¿Por qué? No recuerdo que jamás hayas dicho nada embarazoso o fuera de lugar.

Me incliné para acodarme en mis propias rodillas y cubrirme la boca. Dejé caer la cabeza entre mis hombros. —No. Sólo comencé diciéndote que te ataría por un año a mi cama. No, nada embarazoso. Por no mencionar todas mis bromas de psico-groupie. O cuando dije... ¡Oh, por Dios! ¿Puedo morirme ya?

Apareciste en mi campo visual periférico. Te habías inclinado para apoyarte en tus rodillas, como yo. Me pareció que me mirabas, pero no quise confirmarlo.

—¿Y qué? —preguntaste con suavidad—. Vamos, tú has visto las camisetas de 'Stewie dame sexo' en mis conciertos. ¿No crees que estoy un poco habituado a esas cosas, después de tantos años?

Me tapé los ojos meneando la cabeza. —¡Lo sé! —exclamé, impaciente—. Pero eso no me hace sentir mejor, ¿sabes? En realidad es peor. Porque yo estaba siendo totalmente honesta, y ahora no sólo descubro que te dije todo eso en tu cara, sino también que lo descartaste de inmediato como 'otra fan que se va de boca'. —¿Cómo hacértelo entender?—. Tú eras mi amigo, de modo que se suponía que podía compartir mis sueños más tontos contigo. ¡Y ahora resulta que me abrí y los compartí para nada! ¡Tal vez sólo para que te rías de mí!

—C...

Tu mano se apoyó en mi hombro y presionaste hasta que te enfrenté, con toda la rabia y la decepción más estúpidas del universo pintadas en mi cara, en las lágrimas de bronca que me hacían picar los ojos. —Qué.

Me observaste muy serio y tu mano vino a enredarse en mi pelo, apartándolo de mi cara con suavidad. —Nunca me reí de nada que me hayas dicho, ni creí que tan siquiera una de tus palabras carecía de importancia.

Sostuve tu mirada con rabia obstinada. Y al mismo tiempo me preguntaba cómo podía estar montando semejante escena. Stewie Masterson estaba ahí conmigo, revelándose como mi amigo, invitándome a dormir con él, esforzándose por hacerme sentir bien, y querida, y acompañada. Y yo... ¡Dios! No aprendo más.

—Sé que tal vez éste no sea el mejor momento para hablarlo, nena. Pero si pretendes asimilarlo todo al mismo tiempo, quiero que sea realmente todo — dijiste—. Así que escúchame, por favor. Intenta volver a probarte mis zapatos. —Esperaste hasta que asentí—. No tienes la menor idea de lo que tus palabras significaban... significan para mí —agregaste, cada vez más serio—. Puedo repetir de memoria casi todo lo que alguna vez me has dicho —Hiciste que me inclinara más hacia vos para mirarme de lleno a los ojos—. ¿Recuerdas cuando te dije que me sentía vacío? ¿Que sentía que no sería capaz de volver a escribir, nunca más? —No esperaste mi respuesta—. ¡Tu consejo fue que escuchara mi propia música! Me dijiste que mis letras tenían tantos niveles de ideas y emociones, que estabas segura que encontraría algo con qué identificarme. Y eso me orientaría para saber sobre qué debía tratar de escribir. Y que no debía avergonzarme de permitir que un poeta tan bueno me inspirara, porque eso era lo mejor de mi arte: lograr que la gente se identifique con las historias que narro, sin importar a qué nivel lo hacían. Y que ésa es una de las cosas que hace que la gente me quiera, porque me sienten cerca de sus propias emociones.

Te escuchaba azorada. Sí, recordaba esa conversación. Y estabas citando mi respuesta casi palabra por palabra.

Meneaste la cabeza con lentitud. —Ahora piensa en lo que me estabas diciendo realmente. Me empujaste de cabeza a revisar todas esas historias, a escucharlas o leerlas como si no supiera qué las había inspirado. Me hiciste despojarlas de todo significado que les diera en el pasado y enfrentar el trabajo de toda mi vida desde una perspectiva completamente nueva. ¿Y recuerdas lo que te dije cuando volvimos a hablar luego de esa conversación?

—Que habías pasado la noche escribiendo y tocando la guitarra —respondí sin vacilar. Mi boca formó un "oh" silencioso cuando comencé a vislumbrar una dimensión insospechada de nuestras charlas. Me permitiste apartar la vista un momento mientras lo pensaba.

—En otra ocasión intenté sonsacarte acerca de tu pasión blindada por mí —continuaste—. Y tú trajiste a colación esta teoría tuya de que la gente desea poseer físicamente a quienes admiran, como una manera de poseer o adquirir lo que los hace admirar a esa persona. ¿Lo recuerdas?

Asentí, volviendo a enfrentarte con el ceño un poco fruncido.

—Y luego hablaste otra vez de lo que mis palabras y mi música te hacen sentir, y lo que habías experimentado en nuestro concierto. Lo extraño que te había resultado comprender que se trataba de una forma de amor.

Volví a asentir.

—Y dijiste que si tenías que ser sincera, no estabas segura de que yo poseyera un atractivo sexual extraordinario. Que sí, había sido muy guapo de joven y había madurado muy bien, pero que no era eso lo que inspiraba tus sentimientos. Que no amabas mis ojos, sino mi mirada, y que mi sonrisa fuera tan cálida. La forma en la que toda la furia tan violenta de mi juventud se había fundido en arte y sabiduría, y en una vida adulta plena. Dijiste que te sentías orgullosa de que no hubiera sucumbido a esa furia, ni a la fama, para convertirme en un ser humano tan generoso y respetable. Que te conmovía ver mis fotos con Jen y las niñas, porque demostraban que le había dado la espalda a la muerte y a los antiguos rencores, porque había aprendido a disfrutar la vida de la mejor manera.

Asentí una vez más, apabullada por la exactitud de tus recuerdos sobre lo que para mí no había sido más que otra charla.

—Fue la primera vez que dijiste que más que deseo, yo te inspiraba sentimientos. Ese amor que habías experimentado en el concierto, porque yo había tenido el valor de sobrevivir y crecer.

—Y luego acabamos hablando del día que te conocí, luego del concierto —murmuré—. Y me preguntaste qué haría si pudiera pasar un par de horas a solas... ¡contigo!

—Sí, y me dijiste que aprovecharías para hacerme hablar. Cerveza o vino, una tonelada de cigarros, y sentarte a escucharme hablar de lo que a mí se me ocurriera, pero ojalá que te hablara del mar.

—Y tú te burlaste de mí, porque no me creías que no intentaría abrirte los pantalones.

—Y tú respondiste que preferías darme un abrazo a tener sexo conmigo. Dijiste que un polvo en realidad es poco más que hacer que una paja de a dos, haciendo que el otro se mueva como tú necesitas para acabar. —Te interrumpiste para sonreír al ver que yo me ponía colorada como un tomate podrido—. Así que preferías, de ser necesario, echarte a un tipo descartable y pensar en mí, antes que desperdiciar una oportunidad de estar a solas conmigo en algo tan vulgar como un polvo.

Me cubrí los ojos con la mano, muerta de vergüenza por enésima vez. Y me apartaste los dedos uno por uno hasta que tuve que volver a enfrentarte.

—Fue cuando explicaste que no me deseabas, sino que me querías. Pero la interacción física, tener sexo, es la manera culturalmente aceptada para demostrar sentimientos, lo cual tú considerabas errado. Y por eso jamás perderías tiempo teniendo sexo conmigo si podías escarbar en mi cerebro y en mi alma.

Me sujetaste la cara, tu otra mano todavía enredada en mi pelo.

—¿Lo recuerdas? ¿Puedes tan siquiera imaginar lo que significaron tus palabras en ese momento de mi vida? —Suspiraste—. Yo me sentía destrozado, pisoteado, hundido en el lodo más espeso. Y esas palabras tuyas, tu convicción, la dulzura de tu voz al decirlas... ¡Hombre! Fue como si estuvieras recogiendo los fragmentos rotos de lo que yo solía ser y comenzaras a unirlos nuevamente. Yo tenía a mi lado a mis amigos para evitar que cometiera una locura irreparable. Pero eras quien me obligaba a enfrentar que yo no era la peor mierda, como me sentía en ese momento. Derramabas tu amor por mí a manos llenas. Por partida doble, como dijiste. El amor que yo adivinaba al escucharte hablar de mí como lo hacías, y el amor que me ofrecías al confiar así en mí, al abrirte. Y al estar siempre a mi lado, ayudándome a superar cada recaída desde esa noche en la que me escuchaste en sueños por primera vez.

Hiciste una pausa y me soltaste con suavidad para prender cigarrillos para los dos. Me tendiste uno y retuviste mi mano, sonriendo de costado.

—El amor de ser paciente con mis quejas y mis lloriqueos repetidos. El amor de confiar en mí como lo hiciste, compartiendo tanto conmigo y sin esperar nunca más que lo que creías que yo podía darte a cambio: espacio para ser sincera respecto a tus ideas y sentimientos, la escasa preocupación esperable de un nuevo amigo, mi opinión sincera. Y aun esa falsa reciprocidad, tan mezquina, parecía bastarte. —Te llevaste mi mano a la boca y besaste mis dedos. —Sí, te mentí al ocultarte mi apellido, dejándote creer que era un tipo cualquiera, un desconocido. Pero créeme que nunca he sido tan honesto con nadie, en toda mi vida. Tú siempre supiste descubrir lo más auténtico en mí, y puse mi corazón en tus manos hace mucho. Y ahora que al fin estamos frente a frente, y sabes lo que te ocultaba, puedo decirte la razón de que esté aquí. Ahora puedo decirte que comencé a desearte. Como tú dijiste, la interacción física como forma culturalmente aceptada de demostrar sentimientos. Bien, estoy aquí porque mis sentimientos por ti se hicieron más profundos, y mis palabras desde el otro lado del mundo ya no me bastaban para demostrarlos.

Te escuchaba sobrecogida, inmóvil, llorando en silencio, el pecho a punto de estallarme de emoción, mía y tuya, quemándome en la intensidad de lo que los dos estábamos sintiendo.

—De modo que aquí estoy, y quiero que vengas conmigo esta noche. No sé qué ocurrirá. Aún estoy tan herido, y todo esto significa tanto para mí, que ignoro si querré hacerte el amor o sólo te pediré que pasemos la noche como decías en tu carta: compartiendo un trago en silencio, sin siquiera mirarnos en la penumbra del bar.

Se me escapó un gemido al escucharte citar textualmente la carta que te diera esa mañana de julio, un año atrás. Porque aunque parezca mentira, sólo ahora caía en la cuenta de que te la había dado a vos. O sea, a Stewart, al hombre que hacía media hora que se dedicaba a repetir de memoria mis palabras de los últimos seis meses.

Reíste por lo bajo y tu voz seguía reflejando tu propia emoción.

—Sí, eso fue lo que me hizo buscarte en un principio. No leí tu carta hasta esa noche que te encontré en Facebook. Estaba solo y borracho, y me sentía peor de lo que solía sentirme desde que Jen se fuera. Y hallé tu carta por pura casualidad, y la leí y... Toda la escena del bar me atrapó, ¿sabes? Porque era exactamente lo que necesitaba en ese momento. La compañía de un amigo que no me pidiera explicaciones. Estaba tan borracho... Pero tú me habías llamado 'amigo' en tu carta, de modo que te llamé, como tú decías que me llamabas a mí. Y ahí estabas, cuando te necesité, como tú decías que yo siempre estaba cuando me necesitabas. Y... Pregúntaselo a Ray, nena. Ése fue el momento en que me planteé por primera vez la opción de sobrevivir a lo que me estaba ocurriendo. Y fue por ti.

No aguanté más.

Te sujeté la cara, todavía llorando, y te cerré la boca con la mía. Te besé agitada, temblando. No había nada de sexual en mi beso. Sólo quería decirte que no necesitabas seguir explicándome nada. Era decirte que te entendía, que te creía, y que estaba y siempre estaría a tu lado cuando me necesitaras.

Era decirte que te amaba. Por partida doble.

Mientras te besaba, me sujetaste la cintura y me guiaste a sentarme en tus rodillas. Te reclinaste contra el respaldo, la cabeza echada hacia atrás para que nuestros labios no se separaran, y me abrazaste con fuerza.

Aparté mi cara para mirarte, todavía incapaz de pronunciar palabra, todavía agitada y temblorosa, todavía quemándome en lo que sentíamos. Sostuve tu mirada hasta que se me nubló la vista, y tus ojos de mar y cielo eran lo único que podía distinguir. Entonces te eché los brazos al cuello y escondí la cara en tu pelo.

—Llévame contigo, Stu —te dije al oído. A vos, mi dos veces amigo, mi dos veces amado— Como me llevas al mar. Llévame adonde quieras. Para lo que necesites. No me importa mientras signifique estar contigo.

Tu pecho se agitó y sentí el trazo húmedo de la lágrima que resbaló de tus ojos por mi cuello. Te estreché con todas mis fuerzas, esta vez conteniéndote, y besé tu pelo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top