Prólogo
Por favor, deja tus comentarios y ayudame a saber así cuales son los puntos fuertes y débiles. me viene genial a la hora de editar y animarme a seguir con la historia. Gracias
Creyeron que me había vuelto loca.
Loca o cualquiera de sus variantes. De hecho, fue el significante más repetido cuando les comuniqué a mis amigos y a mi familia mi decisión de abandonar la cálida y soleada Midgard para estudiar medicina en Alfheim, el reino de los elfos.
Hasta ese momento, nunca antes un humano había tenido la posibilidad de dedicarse a la medicina, pues ese era oficio de elfos. Cada raza se ocupaba de la profesión que por tradición le había sido legada. Los humanos como yo, estábamos encargados de las industrias y la tecnología, de la misma forma que un enano se dedicaría a la minería y a las joyas.
Desde pequeña, yo siempre había tenido otro tipo de ímpetus en mi interior. Una voz en el fondo de mi ser que me decía que había nacido para algo más, para ver el mundo, para recorrer tierras extranjeras y dedicarme a algo que traicionaría toda tradición.
―¿Tu teléfono móvil funcionará allí? ―me preguntó Palermo, entregándome mi equipaje de mano. Pequeñas arrugas fruncieron su frente morena.
―No creo que tenga línea, pero supongo que podré usar internet ―respondí agarrando el mango de la maleta con dedos temblorosos―. Me informaré de cómo comunicarme con Midgard en cuanto llegue.
Palermo me observó con una mezcla de incredulidad y admiración.
―Has perdido la cabeza, Siracusa, definitivamente ―explotó al fin.
―Para nada ―contesté, fingiendo estar serena y segura de mi decisión―. Ahora que la nueva ley ha liberado las profesiones entre las razas, más gente seguirá mi ejemplo. Ya lo verás Pal. Solo soy la pionera.
―No lo sé, Siracusa ―negó él, sacudiendo la cabeza. Mechones de su negro cabello largo escaparon de su oreja y le cubrieron un ojo―. Entiendo que ser médica siempre ha sido tu sueño, pero marcharte tan lejos y vivir entre esos elfos estirados... Con ese clima, no verás el sol en días.
Noté un revoloteo en el estómago. Lejos de horrorizarme con la perspectiva de ir a un reino tan distinto del mío, estaba entusiasmada con las novedades que me aguardaban en Alfheim. El legendario reino de Alfheim era conocido por su vegetación abundante, su clima húmedo y sus altivos elfos, pero eran las historias sobre su magia lo que me había fascinado desde niña.
―Solo será un tiempo, hasta que termine mi formación; y entonces regresaré para ser la primera doctora humana de Midgard ―declaré con orgullo―. Además vendré de vacaciones.
Con un aspaviento de mano le resté importancia, a pesar de que en mi interior temía todo aquello que mis seres queridos habían enumerado. Vivir entre elfos no me entusiasmaba, precisamente, sabía que me sentiría sola y discriminada. Era la idea de vivir en un lugar lleno de criaturas misteriosas e incluso peligrosas lo que me preocupaba. Trols, duendes, brujas y criaturas que ni conocía. Crecer en Midgar, significaba vivir en el lugar más seguro de los nueve reinos, donde no existía la magia y vivían solo humanos y animales. Como humana no estaba acostumbrada ni preparada para enfrentarme a ciertos seres de los bosques de Alfheim.
Y aun así, había algo en mi interior que no me permitía sosegarme toda la vida en Midgard y dedicarme a diseñar aplicaciones para móviles. Mi verdadera naturaleza me pedía coraje y aventura.
―¿Nadie más ha venido a despedirte? ―inquirió Palermo, mirando hacia su alrededor con sorpresa. Varias personas abrazaban a sus seres queridos que, al igual que yo, partirían a tierras lejanas. Humanos que debían volar a otros reinos por trabajo, para instalar o reparar maquinaria tecnológica. Ninguno de ellos permanecería fuera tanto tiempo como yo planeaba hacerlo.
Suspiré antes de explicarle a mi amigo la situación.
―Mi madre está tan enfadada con mi decisión de irme, que se ha negado a despedirme en el aeropuerto y de la pandilla me despedí anoche ―. Tomé a Palermo por los hombros―. Por eso te he pedido a ti que me trajeras al aeropuerto. No quiero despedidas dramáticas.
Palermo sonrío y estiró el tronco, forzando una pose de entereza, como si le hubieran encomendado una misión muy importante.
―Intentaré no llorar ―bromeó, sacándome una sonrisa.
Le di un beso en la mejilla y él me pellizcó la barbilla.
―En el fondo te envidio y admiro por tus agallas ―confesó y parecía sorprendido por sus propias palabras―. Quizá vaya a verte en unos meses.
Mi rostro debió de iluminarse por la grata promesa. No había esperado que nadie fuera a visitarme. Los humanos eran reacios incluso a dejar sus comarcas. Podían pasarse toda la vida en el mismo lugar con las mismas caras. No era mi caso, yo había estado en al menos siete comarcas distintas de Midgard y había arrastrado a mis amigos y familiares conmigo.
Estreché a Palermo entre mis brazos.
―Te tomo la palabra por eso que acabas de decir ―le susurré al oído―. Ahora ya no puedes echarte atrás.
Palermo se carcajeó y se separó para apuntarme con un dedo.
―Solo si me consigues a una elfa de ligue.
Puse los ojos en blanco. Los elfos eran todos iguales. Altos, esbeltos y bellos. Lo que a mi parecer los hacía aun más aburridos, pero por esa razón, acostarse con un elfo estaba considerado el sumun de la diversión en Midgard. Además, era algo que no ocurría a menudo. Los elfos que vivían por temporadas en Midgard para asistirnos como médicos, solían estar casados, y a diferencia de nosotros, no eran infieles.
―¿Me permites diez segundos de drama? ―solicitó Palermo en un susurro avergonzado―. Vamos a echarte mucho de menos, Siracusa.
Siseé como si hubiera contado un secreto vergonzoso y le sellé los labios con mi dedo índice.
―Nada de eso ―sermoneé con el ceño fruncido―. Recuerda porque has sido seleccionado para esta importante misión. Nada de drama ni sentimentalismo.
Palermo me dio un abrazo de oso, ignorando mi petición.
―Yo también os echaré de menos ―admití al fin, aunque una oscura parte de mí ansiaba unas vacaciones de ellos y la oportunidad de hacer amigos nuevos.
Tras pasar el control de seguridad y volver a calzarme las botas, le dije adiós con la mano a Palermo y me dirigí a la zona de embarque que figuraba en la pantalla. El aeropuerto era el lugar donde te encontrabas con más elfos de todo Midgard. Volaban de vuelta a su hogar para visitar a los suyos o porque habían terminado su periodo obligatorio de servicio a los humanos. Era bien sabido, que los elfos detestaban vivir en Midgard y que lo hacían obligados por el tratado de intercambio de servicios entre reinos.
La nueva ley de libertad de oficio, supondría una ventaja para todo el que no quiera salir de su reino por trabajo. Si más humanos nos formábamos como médicos, los elfos no tendrían que pasarse las dos décadas que marcaba la ley viviendo en Midgard. Para nosotros, dos décadas suponía una eternidad, pues era alrededor de un cuarto de la vida de un humano, pero para los elfos, en respecto a la longevidad de sus vidas, debía ser como cinco años humanos. O eso creía, las matemáticas no eran lo mío.
Como era de esperar mi avión estaba en su mayoría, ocupado por elfos. Me tocó sentarme al lado de un, Odin que me perdone, horrendo orco. La parte superior izquierda de su frente estaba abombada hacia fuera y por sus orificios nasales cabía mi maleta. Cuando uno de sus ojos, el de color rojizo, rodeado de una aureola amarilla, se posó sobre mí, di un pequeño salto sobre mí misma, dándome cuenta de que lo estaba mirando con fijeza parada en mitad del pasillo del avión.
No era el primero orco que veía, pues había asistido a desfiles militares en mi comarca, pero nunca había estado en una espacio cerrado junto a uno, y mis nervios se crisparon, llenándome de dudas acerca de mi idea de salir de Midgard.
El orco emitió un rugido aterrador justo antes de levantarse. Me temblaron las rodillas al verlo aproximarse a mí. Debía medir dos metros de imponente músculo y tenía cara de querer devorarme de forma salvaje delante de todos los pasajeros con sus dientes puntiagudos y afilados. Pero se limitó a empujar mi equipaje en el maletero, ya que mis delgados brazos temblaron al alzar la maleta de mano sobre mi cabeza. Tenía suerte de que no me la hubieran pesado, porque sobrepasaba los diez kilos con creces.
Tras sentarme a su lado, le sonreí agradecida, me abroché el cinturón y le ofrecí un goma de mascar de menta. Él la rechazó con un brusco movimiento de mano, acompañado de otro rugido feroz y me pregunté si lo había ofendido. No había sido mi intención insinuar que tenía mal aliento, ni nada por el estilo. En realidad, deprendía una aroma a tierra y musgo, parecido al que se levanta justo antes de que empiece a llover.
El orco encendió una primitiva consola, con la que los humanos jugábamos hacía más de diez años. Llevaba un uniforme militar, pues el oficio de los orcos era la guerra. Eran mercenarios contratados por otras razas para librar sus batallas. Por eso en su especie no había féminas, ya que nacían de la tierra cuando un mago los invocaba para fines bélicos.
Me pregunté si aquel en concreto, se plantearía dedicarse a otra cosa ahora que la ley lo permitía. Quizá le gustaría desarrollar videojuegos de guerra en Midgard.
A mi izquierda se sentó un elfo, que aparentaba unos cuarenta años humanos, lo que quería decir que tendría alrededor de dos cientos años. Los elfos podían fácilmente vivir hasta tres siglos, pero nunca llegaban a parecer ancianos. Siempre perfectos y controlados. Le observé los delgados y elegantes dedos, adornados con anillos tallados de símbolos extraños y piedras misteriosas. A penas parecía respirar o moverse, Palermo los había descrito bien, cuando los llamó estirados. Su piel no tenía ni una sola imperfección, aparte de unas ligeras arrugas de expresión, qué menos después de doscientos años. Su cabello era tan lacio y ordenado que parecía el de una Barbie.
Orco a la derecha y elfo a la izquierda, seres opuestos y aun así, contaba la leyenda que los orcos habían sido elfos en su origen. Aunque yo no era propensa a hacer caso de leyendas. Ni siquiera estaba segura de si creía en los dioses, pues estos nunca se habían manifestado ante nadie que conociera y solo se oía hablar de ellos en leyendas de historias tan antiguas como el tiempo.
Mi vida había sido de lo más ordinaria y nada mágico jamás me había ocurrido como para plantearme que de verdad existiera Asgard al final del arcoíris. O Jotunheim, con humanos gigantescos. ¿Pero quién sabe? Alfheim era una tierra conocida por su magia y su proximidad a los dioses, y quizá allí encontrara la fe que me faltaba.
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