Capítulo 7

Cuando desperté, deseé no haberlo hecho. Un abrasante fuego líquido recorría todas las venas y linfocitos de mi cuerpo, causándome el sufrimiento más insoportable que jamás hubiera experimentado. Era una mezcla entre escozor, quemazón y dolor que se distribuía por todo mi ser con igual intensidad. Cuando cerraba los ojos, veía ráfagas de cuervos canturreando "Ragnarok", enanos bailando sobre cabezas humanas, orcos rugiendo e incluso trols lanzándome comida rápida a la cara.

―Me duele ―gemí―. No lo soporto.

―Intenta dormir Siracusa ―dijo la voz suave de Tálah a mi lado―. Pronto llegará el antídoto.

―El Ragnarok ―murmuré sacudiendo la cabeza en mi ensoñación―. Pronto llegará el Ragnarok. Nos matarán a todos. Me duele. Me está matando.

―Un duende verde te ha picado. Su veneno recorre tus venas en estos momentos ―explicó él ―Buncrana y Eslaigo han ido a buscar el antídoto.

―La ramita de lavanda. No era lavanda. Me ha roto el cerebro ―continué mientras me retorcía de dolor. Al menos mi mente parecía haberse despejado del todo y pude abrir los ojos para ver a Tálah de cuclillas junto a la cama en la que estaba tumbada.

―Esa es otra historia ―siseó él, rascándose la mejilla derecha―. Tu pequeño escarceo con drogas de orco, me metió en una pelea en el bar. Rompiste una jarra de cerveza en la cabeza a un orco y tuve que impedir que te partiera el cuello. Casi me lo parte a mi por ello.

Después de eso, saltaste por una ventana y te escondiste entre las basuras de un callejón donde un duende verde te picó. Suerte que te encontrara justo antes de que empezara su festín. En el futuro aléjate de los duendes verdes, Siracusa.

―Me duele mucho. No lo aguanto. Voy a morir ―me quejé con desesperación.

―Intenta dormirte.

―No puedo dormir con este dolor, imbécil ―le espeté justo antes de empezar a llorariquear.

Tálah se tumbó junto a mí. Me cogió de la mano y me sentí un poco mal por haberlo insultado; pero entonces me di cuenta que su intención no era darme su apoyo, sino que separó mi dedo anular y deslizó un cálido anillo por este.

―¿Te aprovechas de mi debilidad para desposarme? ―bromeé con voz quejosa. Sin embargo, se obró un milagro. El dolor desapareció por completo, dejándome inmersa en el más redentor de los alivios.

Mis ojos se nublaron por el agotamiento. Ahora que el dolor había desaparecido, el cansancio se hizo demasiado imperioso como para ignorarlo. Tálah, que estaba tumbado a mi lado sosteniendo con fuerza la mano en la que me había puesto el anillo, tenían los ojos cerrados, las facciones de su rostro contraídas y la respiración entrecortada.

Mis párpados no lo soportaron por más tiempo y se cerraron sin mi permiso.

―¿Qué te ocurre? ―murmuré a pesar de ello.

―Duérmete ―su voz sonó rasposa, y me pregunté si a él también lo había picado el gato parlante.

A pesar de que quería insistir en ello, no me quedó otra que obedecerle.

―¡Tálah! ―El grito indignado de Buncrana fue lo siguiente en despertarme. Alguien se cernió sobre nosotros y me arrancó el anillo del dedo, devolviéndome de inmediato a mi antiguo infierno.

―Noooo, duele ―chillé desconsolada, sin poder creer que el sufrimiento estuviera de vuelta―. Devuélveme el anillo.

El dulce rostro de Buncrana me observó con simpatía, mientras me introducía una pastilla en la boca y me entregaba un vaso de agua.

―El anillo es de Tálah y es muy muy malo para él quitárselo. No puedo creer que lo haya vuelto a hacer.

De fondo escuché como Tálah vomitaba como si se le fuera la vida en ello. Pero Eslaigo no detuvo su rapapolvo por ello.

―¿Cuál es tu problema Tálah? El anillo élfico es tu privilegio. No puedes compartirlo con los demás ¿es que piensas que no eres digno de ello?

―¿Y tu coche? ―se limitó a preguntar Tálah sin aliento.

―Por los dioses, muchacho, a veces me irritas ―exclamó Eslaigo―. El coche está a salvo. Volvemos a casa.

El viaje de vuelta lo hice inmersa en una bruma de ensoñación. La pastilla que me había dado Buncrana disipó el dolor del veneno, pero me dejó grogui. No estaba dormida del todo, pero tampoco lograba abrir los ojos y interactuar con mis acompañantes.

Un poco más tarde, Buncrana sacudió mi hombro con suavidad para informarme de que habíamos llegado al campus. El día se había instaurado del todo aunque unas espesas nubes grises se interponían entre nosotros y el sol.

―Tómate el lunes para descansar, Siracusa ―me había sugerido Buncrana al separarnos. Me encontraba completamente recuperada del veneno pero el agotamiento por haber pasado la noche en vela empezaba a hacerse patente.

Mientras subía las escaleras hacia mi habitación, me encontré sonriendo al recordar todas la cosas que me habían ocurrido durante el fin de semana.

A pesar de mi experiencia cercana a la muerte con el kelpie y del horrible dolor que me había provocado la picadura del duende verde, no me arrepentía ni en lo más mínimo de haber acompañado a los elfos. Gracias a ello, mi relación con ellos había progresado a pasos agigantados. Me sentía más cerca que nunca de poder llamarlos amigos. Incluso a Tálah, quién desde el principio había actuado como si yo no existiera o como mi presencia le disgustara. Incluso él había arriesgado su vida por mi bienestar y había resultado tener un lado generoso que no abundaba.

Abrí la puerta de mi habitación contenta de regresar a su comodidad. Tiré mi mochila en el suelo, nunca estuvo en mi personalidad ser ordenada y aunque me había propuesto cambiar en mi nuevo hábitat, ciertos propósitos son difíciles de mantener.

Aun cansada como estaba, me di cuenta de que un piano a tamaño real se encontraba en una de las esquinas de la habitación. Me detuve en seco al notarlo, preguntándome de donde habría salido, y entonces vi la nota que descansaba sobre el teclado.

La desdoblé con el ceño fruncido. Letras negras escritas a mano en un hermoso estilo cursivo, relucían contra la hoja blanca

"Para Siracusa, y no hagas como que no eres la problemática del grupo.

Tálah Letterkenny"

Sonreí. Tálah me devolvía la acusación que yo le había lanzado, justo antes de colocarme con drogas de orco y empezar una pelea en el bar. A veces uno tenía que tragarse sus propias palabras y para esas ocasiones, un vaso de humildad era lo ideal.

Me tiré sobre la cama y tecleé perezosamente en mi teléfono. No podía creer que me hubiera regalado un piano.

Esto sí que no me lo esperaba. Gracias Littlepene. Aunque debo confesar que no sé tocar el piano.

La respuesta no se hizo esperar.

Pero siempre has querido hacerlo.

¿De dónde había sacado esa información? Volví a teclear.

¿Y cómo sabes tú eso?

Me quedé dormida antes de que me llegara su respuesta. Mi mente se sumergió en un confuso oleaje de ensoñación que no tuvo nada de agradable. En la pesadilla, mi piel estaba erizada y me costaba respirar. No era clase de sueño que se recuerda con claridad al despertar, pero me dejó una imperiosa sensación de pánico y junto a esa la imagen de un cuervo, anunciando el Ragnarok con su voz escuálida. Me desperté con ese horrible sonido mezclándose con el vibrar de mi teléfono.

Deduje que te gustaba ese instrumento, pues cuando estabas bajo los efectos de la droga, no paraste de decir que eras una tecla y que el resto del piano te necesitaba.

Era Tálah de nuevo, respondiendo a mi pregunta tras cuarenta minutos y una pesadilla. Salí de su mensaje con una sola idea, la de comprobar la guía de la televisión de Alfheim. No es que me apeteciera ver una película, en realidad, en cuanto terminé mi búsqueda, me levanté, me cepillé el pelo, me lavé los dientes y me apliqué brillo labial para salir de mi habitación.

Con paso firme crucé el césped y aceleré el paso bajo una fina lluvia a la que comenzaba a acostumbrarme.

Había visto a Tálah salir de su habitación hacía unos días a dos árboles del mío. En aquel momento me había disgustado saberlo mi vecino, pero en esos instantes estaba agradecida por su proximidad.

Llegué a la puerta de su habitación con el alboroto de lo que tenía que contarle contenido en mi pecho. Esperaba que me creyera, pues estaba segura de que los elfos sabrían mucho más que yo sobre el apocalipsis.

Antes de llamar a la puerta me aseguré de tener la pulsera con la hojas de sostenia bien sujeta a mi muñeca, para que Tálah no se pensara que lo visitaba por otra razón.

Cuando levanté el puño para llamar a la puerta esta se abrió antes de que llegara a hacerlo y una despampánate elfa de cabello marrón y cara de muñeca me saludó con una sonrisa deslumbrante.

―Tú debes ser Siracusa ―dijo, apoyando la mano en el marco.

Y tú debes ser Miss Universo, pensé echándole un rápido vistazo de terrible auto comparación.

―Tálah está en la ducha ―continuó al ver que yo no añadía nada―. Dime que te ha gustado el piano. No sabía cual elegir, Tálah simplemente me dijo: necesito que compres un piano para una chica. Cuándo le pedí que me diera un poco más de información sobre ti para elegir algo acorde a tus gustos, se limitó a decir: "humana" . Ya sabes como es.

Y al parecer ella también lo sabía. Me obligué a pensar en algo que decir que no sonase a: Acabo de recibir el regalo del que probablemente sea tu novio con el que he pasado el fin de semana.

―Es perfecto. Me ha encantado ―exclamé, atropelladamente―. Tenemos los mismos gustos.

¡Mierda! No debería haber dicho eso último.

―¿Siracusa? ―preguntó una voz masculina a su espalda. Miss Universo se apartó del quicio de la puerta y la imagen de Tálah con solo una toalla alrededor de su cintura apareció en mi campo de visión.

Su pelo mojado chorreaba gotas por su rostro y cuello, y su pecho relucía por la humedad.

Me acaricié el brazalete para cerciorarme de que seguía allí, porque mi piel de pronto parecía querer desprenderse de mis huesos para pegarse a la de él.

¡Reacciona estúpida!

―Solo había venido para agradecerte el piano ―musité con una sonrisa incómoda.

Miss Universo intercaló su mirada de mi brazalete a Tálah. Su cabeza haciendo conjeturas no muy desencaminadas.

―Encantada de conocerte ―me apresuré en decir. Sin esperar respuesta, descendí por los peldaños que rodeaban el árbol y desaparecí de sus vistas.

Vale, Tálah tenía novia. Tampoco es que fuera el fin del mundo, bueno técnicamente sí que lo era. Y eso me llevaba a mi siguiente destino: La biblioteca. Si Barbie y Ken, bosque encantado, estaban demasiado ocupados siendo estéticamente perfectos como para escuchar mi paranoica teoría sobre el apocalipsis y disipar mis dudas sobre los detalles, tendría que buscar ayuda en otro lugar. Para cada vacío que deja un persona, hay un libro para llenarlo, solía decir mi abuelo.

Me detuve entre el pasillo de teología y mitología. ¿Cuál de los dos contendría lo que necesitaba? La primera opción me sonaba más aburrida así que me decanté por la sección de mitología y allí hallé un libro entero dedicado al Ragnarok.

Me senté en un cómodo pero deshilachado sillón junto a una pequeña mesita redonda, en la esquina de la sala. Coloqué las amarillentas páginas del gigantesco libro bajo la potente lámpara. Ni siquiera tuve tiempo de sumergirme en la lectura, pues un bulto se movió a mi derecha, sobresaltándome.

Era Tálah, quien se sentó en el sillón contiguo al mío, sin siquiera mirarme, como si esperara verme allí. Llevaba un violín élfico, más arredondeado que la versión humana. Se lo colocó contra la barbilla y comenzó a tocar una dulce melodía de hadas.

Miré a la bibliotecaria pero esta ni siquiera alzó la mirada, por lo que deduje que estaba permitido interrumpir el reverente silencio de la biblioteca con instrumentos de música.

―¿Cómo sabías que estaba aquí? ―le pregunté, realmente sorprendida con su presencia. No hacía ni diez minutos que lo había dejado en su habitación con Miss Universo.

―Tienes algo más que decirme ―apuntó él sin dejar de tocar―. Pero no querías hacerlo delante de Drógheda.

―¿Cómo lo sabes?

―¿Por qué siempre preguntas cómo sé las cosas? ―inquirió en lugar de responderme―. Porque no soy un necio, por eso.

Entorné los ojos, recordando lo molesto que podía llegar a ser ese elfo.

―¿Entonces la has dejado plantada para ir a buscar a la chica a la que acabas de regalarle un piano?

―¿Cuál es la finalidad de tu pregunta? ―inquirió él sin mostrarse afectado por mi insinuación. El instrumento parecía una prolongación de su cuerpo, con sus brazos flexionados para tocarlo. Llevaba el polo azul cielo que le daba un aspecto humano. Era la calase de polo que se ajustaba en los bíceps resaltándolos de forma muy atractiva.

―Pues que...¿no se pone celosa? ―tanteé―. Al fin y al cabo, acabamos de pasar el fin de semana juntos.

―Pocas féminas sacuden la confianza de Drógheda.

¡Auch!

La bofetada retórica se estrelló contra mi autoestima con contundencia. Realmente era mi culpa, por preguntar y por insinuar que era caso de celos dejar a tu novia sola para ir detrás de la joven con la que te había morreado el fin de semana. Pero al parecer no lo era en Elfolandia, tierra de "Estoy demasiado bueno para dramas".

―Bien por ella ―murmuré, acariciando la rugosa y envejecida portada del libro.

―¿Y bien?

Supongo que quería saber a qué había ido a su habitación.

―¿Recuerdas cuando el loro de Kinvarra habló del Ragnarok? ―pregunté y él se dignó a mirarme por primera vez―. ¿Y entonces Kinvarra dijo que lo había visto en una película la noche anterior?

―Lo recuerdo.

―Pues bien, cuándo estaba en los servicios del pub orco, escuché a dos enanas hablar sobre unos rumores que decían que el Ragnarok se aproximaba.

Tálah reinició la melodía indiferente a la coincidencia.

―¿Eso fue antes o después de las drogas? ―inquirió con cierto tono burlón.

Hice una mueca de disgusto.

―Antes ―exclamé, marcando la palabra―. ¿Qué crees que significa?

―¿Qué en Alfheim se ve demasiada televisión?

―Lo digo en serio Tálah ―proferí y alargué una mano para sujetarlo de la muñeca e interrumpir la música. Su rostro se volvió serio y me dio la impresión de que sus ojos relampaguearon, por lo que rompí el contacto de inmediato―. He comprobado la guía de la televisión y no han transmitido ninguna película sobre el fin del mundo en las últimas semanas. ¿Por qué mentiría Kinvarra sobre algo así?

Tálah se levantó y depositó el violín dentro de una de las viejas vitrinas de madera de roble.

―Creo que estás un poco paranoica. No tienes nada de qué preocuparte ―me aseguró justo antes de darse la vuelta para marcharse.

En realidad, esa era la reacción que me esperaba, pues convencer a los demás de que se aproxima el apocalipsis no es tarea fácil. Quizá, tuvieran razón y no fuera más que una paranoia fruto de un fin de semana de lo más psicodélico. Aun así no podía simplemente olvidarme de la idea. Pensaba llevarme varios libros sobre el Ragnarok a casa.

―Muchas gracias por nada, Littlepene ―le chillé enfadada a su espalda, mientras se alejaba.


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