Capítulo 5

Eslaigo nos llevó a visitar la Abadía de Kylemore que descansaba a los pies de una montaña que parecía querer engullir la blancura de los majestuosos torreones con la frondosidad de sus árboles. El edificio se miraba en el espejo de un enorme lago y la visión quitaba el aliento.

―Viviré aquí algún día, Siracusa ―me anunció Eslaigo, apuntando al esplendoroso palacio con orgullo.

Alcé las cejas con admiración. Aunque estaba en medio de la nada, no me parecía ninguna desgracia vivir en un lugar tan hipnotizante.

―Creo que puedo imaginarte aquí, con tus cochazos aparcados en la puerta ―bromé.

Los elfos decidieron darse un chapuzón en las aguas del lago, aunque el día era agradablemente soleado, la temperatura era demasiado baja como para que yo me atreviera a hacer lo mismo.

Les contemplé recrearse en aquel mágico lugar mientras repasaba todas las cosas que nos habían ocurrido. Mis amigos no se lo creerían cuando se lo contara. Podía adivinar que estaban haciendo en Midgard con total facilidad y sabía que nada extraordinario ocurriría en sus vidas.

Buncrana salió del agua con la ropa interior chorreando y ajena a la brisa helada que soplaba de costado. Me dio un escalofrío solo de verla. Se sentó a mi lado en el grueso manto de lana que habían sacado del maletero.

―Tu piel es tan morena, Siracusa ―dijo―. Nos haces resplandecer.

―Explícame algo ―le dije, observando a los dos elfos en el agua. Músculos incipientes resplandecían bajo sus pieles, en sus cuerpos atléticos y esbeltos―. Eslaigo, ¿vale? Refréscame la memoria, ¿por qué ninguna de las dos estamos saliendo con él? Es atractivo e inteligente.

―Eslaigo Límerik pertenece a la orden de los Sacerdotes de Onegal. Su vida, cuando alcance la edad, será destinada a servir a los dioses y por lo tanto no puede crear lazos con nadie más. Su corazón pertenece solo a los Dioses.

La contemplé con ojos abiertos.

―Vale, su corazón es de los dioses ―repetí poniendo los ojos en blanco y moviendo la mano en círculos―. Pero...¿qué hay del resto de sus músculos?

Las cejas de Buncrana se alzaron en su frente, hasta que pareció comprender a lo que me refería.

Negó con la cabeza apretando los labios en una mueca piadosa.

―¿Quieres decir que morirá virgen? ―susurré con disgusto.

―Así es.

―No puede ser ―razoné, mi cara era la viva imagen de la decepción―. Algunos hombres no han nacido para el celibato y Eslaigo es uno de esos.

Miré hacia el joven que empujaba el agua de la superficie para salpicar a su amigo. No podía creer que un elfo tan joven y atractivo tuviera que vivir como un monje el resto de su larga existencia.

―Es un desperdicio.

―Ser sacerdote en la Órden de Ónegal conlleva honra y riquezas ―explicó Buncrana―. Eslaigo es respetado y admirado por su destino y posee todos los lujos que pueda necesitar.

―Como el Maserati ―comprendí al fin.

Buncrana asintió.

―¿Puedo preguntarte yo algo ahora? ―solicitó ella con curiosidad.

Asentí mientras alzaba uno de mis hombros, indicándole que no me importunaban las preguntas.

―¿Por qué me cuestionas sobre Eslaigo cuando tu interés recae en Tálah?

Fruncí el entrecejo y arrugué la nariz como si acabara de captar un fétido hedor. Alcé la muñeca para mostrarle la pulsera de Kinvarra.

―Es solo por el hechizo tras el... el beso ―le recordé incómoda.

―No, no por el beso ―dijo con simpleza―. Desde antes de eso...

Solté una risilla que debió ser indiferente pero que salió un poco estrangulada.

―No tengo ni idea de qué estás hablando. Tálah es como una cucaracha, no estoy segura de si me da asco y miedo, o solo asco.

―Oh, no debes temer a Tálah ―respondió ella, tomándose mi broma como algo literal―. No le haría daño ni a una hormiga.

Alcé las cejas.

―Te ha pegado esta mañana.

―Estaba poseído.

―Para mí que siempre está poseído ―murmuré mirando hacia el lago.

Buncrana sonrió y se levantó.

―Debo orinar ―me anunció con la solemnidad de un cirujano antes de operar.

Asentí distraída. Mis ojos estaban perdidos en el horizonte de aquel precioso lago, bajo la majestuosa abadía. Fue entonces cuando noté que el cielo se tornaba negro como si la noche hubiera llegado de sopetón.

Por el rabillo del ojo vi un bulto negro, pero cuando me giré para contemplarlo se trataba de un precioso poni de color turquesa. Los cabellos blancos de sus crines caían en perfectos tirabuzones y dos alas blancas salían de ambos lados de su espalda.

Me miraba con fijeza, con sus ojos del color de la purpurina de oro y pestañas de plumas del mismo tono dorado.

―Eres una preciosidad ―le dije, levantándome despacio para no asustarlo. Me aproximé con cuidado y acaricié sus cabellos que eran como terciopelo bajo mis dedos. El poni se mantuvo impasible e incluso parecía gustar de mis atenciones.

Se me ocurrió entonces montarme en su lomo que estaba ensillado con un tejido acolchado y suave. En cuanto lo hice, relinchó y cuerdas mágicas surgieron de la silla de montar para enroscarse en mis piernas con suavidad. Comenzó a galopar hacia el lago y miré la superficie del agua aproximarse rogando que no se le ocurriera meterse y mojarme los zapatos.

El poni hizo algo más que eso. Al llegara a la orilla dio un salto imposible para un animal tan pequeño y se lanzó conmigo a su espalda dentro del lago.

Me dio tiempo a soltar un solo grito, antes de que el choque contra el agua me enmudeciera del todo. Tuve un instante de pánico, que se esfumó de inmediato al entender dos cosas: que el agua no estaba fría sino a una temperatura perfecta y que podía respirar bajo la superficie. Un esfera transparente de aire rodeaba mi cabeza con un casco de astronauta.

El poni se hundió hasta el fondo del lago, pero lejos de asustarme me maravillé con la claridad que había allí. La tierra estaba moteada de corales de millones de colores y rocas de distintos tamaños que servían de asiento para un sinfín de seres en distintos grados de evolución entre humano y pez. Una fila de ellos bailaba una especie de conga al son de una canción que había escuchado mil veces en Midgard. Una de esas sintonías con las que no podías evitar mover los hombros al escucharlas.

Millones de peces fluorescentes formaron una procesión que serpenteó a mi alrededor haciendo me reír, mientras intentaba seguirlos con mis ojos. Una sirena con una sonrisa bondadosa me lanzó confeti a la cara y sus acompañantes me guiñaron el ojo.

El poni turquesa prosiguió su lento avance por el fondo marino. Sus cuerdas sujetándome con fuerza a la silla, puede que porque si me separara de su lomo perdiera la esfera de oxigeno alrededor de mi cabeza.

Confetis alargados en distintos colores serpentearon a mi alrededor en una lluvia centelleante que cautivó mis ojos con su belleza espectral. La música retumbaba en mi interior mientras movía la parte de arriba de mi cuerpo a su ritmo, riendo. No podía parar de reír.

Un tortuga con piernas y brazos humanos de piel verde, tropezó frente a mi poni, y tras ella apareció un hombre con busto de delfín. Se arrojó sobre la tortuga humanoide para acariciarle el rostro y comprobar si se encontraba bien, no sin antes mirarme con esa sonrisa perpetua que tienen pintada en la cara.

El mundo a mi alrededor era un constante espectáculo por el que bailaban y saltaban distintas criaturas en un precioso caos al son de la música.

―Siracusa ―escuché, una voz sofocada por el agua, y al girar la cintura para mirar hacia atrás, me encontré con que Buncrana me seguía de cerca a lomos de otro poni.

Me hizo aspavientos con la mano y yo la saludé de vuelta sonriente. Me estaba diciendo algo que no llegaba a discernir por la presión que el agua ejercía entre nosotras, pero sin duda debía chillar de júbilo tan atrapada como yo por todo aquel desenfreno.

―¡Menuda fiesta! ¿eh? ―le grité, mostrándole mi pulgar. Después alcé ambos brazos para soltar un alarido eufórico. No quería irme nunca de esa fiesta.

Fue entonces cuando le vi. Estaba apoyado en una roca con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus ojos eran del tono gris de las mismas piedras que adornaban el fondo marino, pero su pelo se componía de preciosos rizos cobrizos. No llevaba camisa y su pecho también estaba cubierto de bello.

No hubo confusión en el brillo de deseo que vi en su mirada. No solía ceder tan rápido ante la seducción de un desconocido pero estaba tan atrapada por aquella bacanal marina, que no me quedó otra que dejar que mi poni me llevara hasta él.

Nada más aproximarnos, nuestras bocas se encontraron. La mía hambrienta y apasionada, la suya dura y salada. Mi dedos se hundieron en los rizos de su pecho y su cabello. Le besé con al ritmo del son que escuchaban mis oídos. Me molestó un poco que no me rodeara con sus brazos, pero me conformé con aferrarme a su sólido pecho.

―Siracusa ―gritó Buncrana en mi oído. Al detenerme, había logrado alcanzarme.

Me despegué de los maravillosos labios del sireno para mirar a mi molesta amiga con el ceño fruncido.

―¿No ves que estoy ocupada? ―protesté, pero la joven agarró mis muñecas y me separó del pelirrojo macizo.

Deshicimos todo el camino con Buncrana agarrándome del brazo desde su poni. Nuestra travesía no fue aburrida. La música continuaba pulsando, mientras los seres a nuestro alrededor danzaban y luces intermitentes resplandecían en el techo de aquella bacanal.

El poni dio un salto imposible y salió volando a través de la superficie del agua de vuelta a tierra firme. Tras aterrizar gráciles sobre el suelo, las cuerdas de mis piernas se aflojaron y Buncrana me bajó del animal.

―Menuda fiesta ―grité al ver a los dos elfos recibirnos con los brazos en jarras. Estaban demasiado serios para combinar con mi humor―. Tenemos que regresar ahí abajo ―propuse, segura de que era justo eso lo que necesitaban.

Buncrana se puso frente a mí y me miró ceñuda.

―¿Has visto al maromo con el que me estaba besando? ―le grité, aun hiperactiva―. Menudo dios del mar.

La tomé de la mano.

―Deja a estos dos muermos y volvamos a la fiesta ―le propuse tirando de ella.

Buncrana me apartó la mano con tanto ímpetu que me hizo daño en los tendones.

―Siracusa, hemos estado a punto de morir ―me gritó.

―¿Qué...? ―comencé, encogiendo la cara sin tomármela enserio.

―Aun está poseída por el Kelpie ―digo Tálah, contemplándome de brazos cruzados.

Puse los ojos en blanco, exasperada por lo pelma que podía llegar a ser Tálah.

―Me vuelvo a la mejor fiesta del siglo, dije echando un vistazo a mi poni por encima del hombro.

―No, no vas a hacerlo ―me aseguró Buncrana y dio un paso hacia mí para abofetearme con contundencia.

El bofetón me despertó de mi peculiar sonambulismo y el mundo cambió de un instante a otro.

RELATO SOBRE LA HUMILLANTE DIFERENCIA ENTRE LO QUE CREES QUE HA PASADO Y LO QUE HA PASADO EN REALIDAD:

La realidad me golpeó con más fuerza que la bofetada de Buncrana, cuando el encantamiento del kelpie se rompió. Mi precioso poni turquesa, era en realidad un enorme bestia negra con forma de caballo del tamaño de un semental y los ojos de un rojo diabólico.

Estaba diluviando, cosa de la que no me había dado cuenta hasta ese momento, y las luces que había visto desde el agua no eran parte del espectáculo sino relámpagos seguidos de truenos ensordecedores. Mis piernas estaban doloridas y magulladas allá donde el kelpie demoníaco había apretado con las cadenas oxidadas que colgaban de su montura.

Los recuerdos acudieron a mi mente como si se tratara de una película. Yo embelesada, montándome en el kelpie, segura de que era un pequeño y adorable poni. Ambos sumergiéndonos en el agua. Un agua que, en contra de lo que había creído mientras estaba poseída, era oscura y helada. El lugar al que descendimos no era bonito ni colorido, sino un mar de algas verdosas y criaturas aterradoras que peleaban o fornicaban, o ambas cosas a la vez en una orgía decadente. Las sirenas que me había encontrado, no eran bellezas sonrientes, sino monstruos pintarrajeados y ebrios de alguna sustancia que desconocía. La sirena que me había lanzado confeti, había en realidad vomitado algas viscosas en mi cara, quizá la misma planta de la que todos parecían estar intoxicados. Una de sus amigas me gritó que qué estaba mirando, como si buscara pelea en un bar de mala muerte para aliviar bajeza de su existencia. No había visto con claridad al hombre delfín, ya que tenía cabeza de tiburón y estaba dándole una paliza al a la tortuga, en lugar de asistirla. Sus afilados dientes manchados de sangre.

―Bueno ―concedí, cruzándome de brazos y mirando a Buncrana sin querer claudicar y darle la razón del todo―. Puede que sin estar bajo los efectos del encantamiento la mejor fiesta del siglo fuera más bien un antro de perdedores.

Buncrana alzó una ceja, como si mi intento de suavizar lo ocurrido no la estuviera convenciendo. Los recuerdos de ella bajo el agua, gritándome que regresara hacia ella, que teníamos que salir de allí, que estábamos en peligro, mientras yo le respondía saludándola con la mano y riendo embriagada, me hicieron morderme el labio con vergüenza.

La peor parte, ni siquiera era esa. Ni siquiera era el hecho de que lo que me había parecido confeti eran arpones puntiagudos que nos lanzaban con ballestas unos tritones rudos que estaban sentados a ambos lados del pasillo por el que habíamos regresado. No, lo más humillante de todo, fue que mi sireno guaperas no era más que una roca con corales rojizos, cuyas calvicies sobre la superficie vertical tenían los orificios de lo que, con mucha imaginación, podía parecer una cara. Me había besuqueado con una roca.

Con los labios apretados contemplé como Eslaigo y Tálah se carcajeaban, el moreno secándose las lágrimas y hasta Buncrana sonreía divertida.

―No tenías porque haberles contado esa parte ―protesté, tocándome el pecho como si su traición me doliera físicamente.

Miré por encima de mi hombro, pero el Kelpie se había marchado devuelta a las terribles aguas oscuras, consciente de que mis amigos me había despertado de su hechizo.

―Esa cosa es espeluznante ―le dije a Buncrana, temblando por un escalofrío.

―Es peor que eso, Siracusa ―me regañó―. Es mortal. Creo que no eres consciente de que iba a mantenerte ahí hasta que murieras.

Tragué saliva.

―¿Y por qué ha dejado que me marchara? ―inquirí en un susurro. Si era una equivocación no quería llamarlo de vuelta.

Eslaigo se estiró frente a mí. La diversión abandonó su cuerpo con el recordatorio de lo que había ocurrido.

―Buncrana se ha jugado la vida para salvarte ―me informó con rudeza―. Ha hecho un trato con el segundo kelpie. Tenía que resistir su encantamiento para que te dejaran marchar con ella. El hechizo podría haberla hecho perder la razón igual que tu.

Abrí la boca.

―Además ―intercedió Tálah―, el aire de la burbuja que crea el kelpie alrededor de tu cabeza no dura demasiado. Un instante más y hubieras muerto ahogada.

Me abracé a mí misma horrorizada por la gravedad de lo que escuchaba.

―Tienes que ser más prudente, humana ―me sermoneó Tálah―. O no durarás otra semana en Alfheim.

Asentí a sabiendas de que tenía razón. En pocas horas había comido algo que me había quitado el habla y me había marchado al fondo de un lago con un demonio.

―¿Leíste el manual de supervivencia, Siracusa? ―me preguntó Buncrana con menos severidad.

Me mordí el labio.

―Ah sí, el manual... ―musité, intentando evadirlo―. Quería leerlo, pero también quería leer mi novela de vampiros.

Eslaigo soltó una risa bufido por la nariz y sacudió la cabeza como si me considerara una causa perdida.

La lluvia había remitido con la marcha del kelpie, pero un viento helado y repentino nos recordó que estábamos empapados.

―Será mejor que regresemos al coche ―dijo Eslaigo y nos pusimos en marcha.

Tálah caminó a mi lado.

―¿Sabes? El manual contiene criaturas mucho más interesantes que tu novela de vampiros ―me informó. Ya no parecía enfadado por el peligro en el que había puesto a Buncrana.

―Pero no se enamoran entre sí ―rebatí.

Tálah sonrió.

―Puede que algunas ―dijo al fin, pensativo―. Hay una criatura llamada Boto. Es una especie de ballena pequeña, pero tiene la capacidad de transformarse en un hombre apuesto que visita los pueblos pequeros cuando los marineros están en alta mar para seducir a sus esposas.

Me reí con incredulidad.

―Te lo acabas de inventar ―lo acusé.

Tálah negó con la cabeza.

―¿No conoces a ninguna mujer de costa que haya tenido una aventura con un apuesto y misterioso desconocido mientras su marido estaba fuera? ―inquirió.

Medité sus palabras.

―Sí, pero no era el boto, sino el lechero, el jardinero o el profesor de yoga... ―bromeé.

―Quizá si era el boto disfrazado de todos esos.

―Oh, vamos ―protesté― ¿De verdad crees que todas las mujeres infieles están embrujadas? Es un poco sexista, ¿no crees?

Tálah rió y se encogió de hombro.

―No digo que estuvieran embrujadas ―se defendió―. Quizá el boto no usa magia sino su extensa experiencia en seducción.

―Quizá si era el boto disfrazado de todos esos.

―Oh, vamos ―protesté― ¿De verdad crees que todas las mujeres infieles están embrujadas? Es un poco sexista, ¿no crees?

Tálah rió y se encogió de un hombro.

―No digo que estuvieran embrujadas ―se defendió―. Quizá el boto no usa magia sino su extensa experiencia en seducción.

―A diferencia de ti ―señalé.

―¿Cómo dices?

Alcé mi muñeca para sacudir la pulsera de Kinvarra frente a su cara a modo de explicación.

―Tú estás usando un hechizo para seducirme ―lo acusé.

Tálah alzó ambas cejas sorprendido.

―No hay ningún hechizo.

Ladeé la cabeza con condescendencia.

―Oh, vamos, ¿no creerás que me engañas, Littlepene? ―dije, parándome para encararlo―. Recuerdo lo que sentí al... al besarnos y sé que es un hechizo.

Se puso las manos en las caderas para mirarme con cierta diversión y mi mismo grado de condescendencia. Era como un duelo por ver quién de los dos era el iluso.

―Lo que sentiste fue la calidad de los elfos y mi corte.

―¿Tu corte? ―pregunté. No me gustaba darle tanto protagonismo a ese engreído, pero estaba demasiado curiosa como para refrenarme

―Pertenezco a la corte de verano. Por lo tanto, estar cerca de mi cuerpo es como experimentar el verano.

Abrí mucho los ojos recordando que eso era justo lo que había sentido. Me pareció fascinante poder tocar a alguien que te transportaba directamente a mi estación favorita, pero no ese alguien en concreto.

―¿Perteneces a la corte de los imbéciles también? Porque estar junto a tu personalidad es como experimentar la irritación en toda su gloria.

No sé mostró impresionado por mi insulto.

―No existe una corte de imbéciles, pero quizá tú puedas fundarla, Siracusa ―me respondió con sorna y una sonrisa divertida que restaba la maldad a sus palabras. Estaba jugando conmigo. Quizá, incluso estaba dejando de despreciarme.

Noté un tirón en el interior de mi pecho y me horroricé por lo que significaba. Al menos hasta que recordé que era todo efecto del beso. No era real.

―¿Cuánto dura el hechizo que me has puesto?

―No es un hechizo.

―Llámalo como quieras ―accedí, poniendo los ojos en blanco―. ¿Cuánto dura?

―Unos días ―me respondió, y sus ojos me analizaron con curiosidad.

Solté un bufido.

―¿Tanto?

―¿Qué más te da? Tienes la pulsera ―razonó él con simpleza. De nuevo me sonreía con condescendencia, como si le pareciera una criaturilla graciosa.

Me miré la muñeca molesta.

―Ya, pero no elimina los efectos del todo y me molesta sentirme atraída por un... ―me detuve al ver que sus ojos se abrían más de lo normal y que se le borraba la sonrisa.

Tragué saliva. ¿Había dicho algo que no debía?

Tálah pestañeó un par de veces y sus ojos adquirieron un brillo singular.

―Ha desaparecido ―la voz de Eslaigo nos sacó de nuestra muda batalla de miradas y de la incomodidad de lo que era posible que acababa de confesar sin saberlo―. El Maserati ha desaparecido.

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