Capítulo 27

Fuimos los últimos en entrar en Easky y sus nuevos moradores nos recibieron con una ovación que me cogió por sorpresa. Allí estaba yo, mojada como una rata de cloaca, con el rimel corrido por debajo de los ojos, con la sensación de haber tragado demasiada agua y sufriendo los efectos nerviosos de un soldado tras la batalla, durante un inesperado aplauso que se inició al principio de la cueva hasta extenderse a donde no alcanzaba a ver.

El choque de palmas se amplificó de forma conmovedora por el eco de la cavernosa madera del Yggdrasil. Se me calentaron las mejillas y se me formó una sonrisa imborrable. Intercambié una mirada con mis compañeros de equipo: Los pilotos que había atraído a Lotty hasta nosotros en el mar de Midgard, Tálah, los orcos que nos habían rescatado del agua y nos habían traído de vuelta a Mullingar y yo.

Una niña humana se escapó del lado de sus padres y corrió para abrazar la piernas de un oficial orco que había pilotado uno de los cazas que alejaron a Lotty hacia el mar de Midgard. El orco se quedó mirándola sorprendido por un instante, pero después acarició su cabeza con una delicadeza impropia de sus fuertes brazos.

Habían sobrevolado la zona donde perdimos a Lotty con un dron hasta encontrar su cadáver en la cima de una montaña de Eriandor. Tenía la marca de varios orificios en el cuello, allí donde Jörmundgander la había asido con la boca antes de meterla en el agua, introduciendo un veneno letal en el sistema del dragón, que terminó con su vida.

Mi plan había funcionado. La humanidad estaba sana y salva dentro del Yggdrasil sin necesidad de dejar a un monstruo suelto para el resto de reinos.

Sonreí cuando mi familia llegó hasta nosotros y Sienna me dio un abrazo fuerte.

―Lo conseguiste ―exhaló admirada en mi oído.

―Lo conseguimos ―corregí, admirando el campamento que se extendía frente a mí. Ya habían instalado un sistema arcaico pero efectivo de farolas para iluminar toda la cueva. Habían erigido carpas en la zona central y tiendas para dormir en los laterales. Parecía que aquella pequeña aldea rebosante de vida llevaba siglos allí en lugar de un par de horas.

―Gracias por no dejarme tirar la toalla. ―Le di un apretón de agradecimiento en el brazo a mi tía.

―Gracias a tí por leer todos esos libros, hacerte amiga de los elfos y todas esas aventuras tan ajenas a la tradición humana que nos han traído justo a este momento. Nos has salvado el cuello a todos, Siracusa.

Solté una risa nasal, dándome cuenta de que Sienna tenía razón. Si hubiera sido menos alocada e irresponsable, nunca me hubiera ido a Alfheim en primer lugar, no me habría metido en los líos que me llevaron a descubrir que se avecinaba el rägnarok, nunca hubiera hecho las conexiones necesarias como para conseguir la ayuda y el consejo de elfos y enanos. Y esa noche la humanidad habría perecido en Midgard, sin saber lo que se les venía encima.

Mi insensata personalidad había servido para algo bueno, por una vez.

Mis padres emergieron de entre la marea de curiosos que querían felicitar y agradecer a los héroes.

―Siraaaa ―chilló mi madre con júbilo, pero fue mi padre el que me alcanzó antes para encerrarme en un profundo y cariñoso abrazo.

Mi madre aprovechó la interrupción para abrazar a Tálah y apoyar la mejilla en su pecho con una expresión de deleite. Sonreír al ver que el elfo se quedaba rígido como una tabla. Tendría que acostumbrarse a los abrazos si quería pasar tiempo con los míos.

―Vamos, es hora de cenar ―interrumpió Sienna, empujándonos con suavidad hacia el interior de la cueva.

Las bombillas desprendía un luz cálida, dotando la cueva de tonos anaranjados y negros allí donde no llegaban. Cualquiera podía pensar que estábamos en un campamento en mitad de la montaña en una noche sin estrellas.

Las voces de la multitud llenaban el ambiente del jolgorio típico de una celebración. Se oían distintos acentos y edades, mezcladas entre sí, como sólo solía ocurrir en las fiestas anuales. Quizá por eso y por el hecho de que estaba destrozada física y mentalmente, me costaba creer que el Rägnarok no había hecho más que empezar. Yo me sentía como si ya hubiera muerto, sido pateada por todo el infierno y regresado a la vida de nuevo.

En medio de la cueva, habían aparcado los camiones con las provisiones creando un primer anillo. El segundo anillo era un cementerio caótico de mesas y sillas rodeando el tercer y último anillo, que se trataba de una gran cocina central. Estaba repleta de cocineros que bailando entre fogones, planchas y hornos, con las manos ocupadas y sin chocarse entre sí, indicando que llevaban toda una vida dedicándose a ello. Los camareros iban y venían transportando la comida emplatada de la cocina a las improvisadas barras de bar que delimitaban la zona para los trabajadores de la zona del comedor.

Por encima de la cocina habían erigido cuatro pantallas de televisión enormes, sujetas por armatostes metálicos y colocadas en forma de cuadrado. Miraban hacia fuera, para que la gente que ocupaba las mesas pudieran verlas.

Ver todo eso, me hizo darme cuenta de todo el trabajo que había supuesto preparar la evacuación y el refugio; y sentí verdadero agradecimiento por las personas que codo con codo se había puesto a trabajar para prepararlo todo con tan poca antelación.

Las pantallas mostraban imágenes del exterior, desde cámaras colocadas en el centro de las ciudades principales como Rohan y Gondor, pero también captadas por los drones que sobrevolaban Midgard.

De momento, lo único que parecía estar ocurriendo fuera era la intensa tormenta, que no remitía.

Cené una simple ensalada, demasiado exhausta y conmocionada por todo lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas como para poder comer nada más pesado. Después, nos dirigimos al límite norte de la cueva, donde había dispuesto nuestras tiendas para dormir. Compartí la mía con Sienna, y durante quince minutos tuvimos una pelea silenciosa tirando de la manta, hasta que congelada y enfadada me senté y se la lancé toda.

―¿No quieres compartir? ―inquirió con inocencia. A veces quería estrangular a mi tía.

―No, gracias. Tengo un elfo de verano, que es mejor que una manta ―murmuré, corriendo la cremallera para poder salir.

A través de la tela, vi que Tálah aún tenía la linterna prendida en el interior de su tienda. Alzó su cabeza rubia de la almohada al escuchar la cremallera y me miró con fijeza.

No me dejé amilanar por esa mirada. Cerré la puerta por dentro y me eché a su lado, notando el maravilloso calor que provenía de él.

―Siracusa, no es buena idea.

―Shhh ―sisé, rodando para darle la espalda ya con los ojos cerrados―. No te vengas arriba, estoy demasiado agotada como para pensar en eso siquiera.

―¿Y qué hay de mí? ―le oí protestar enfurruñado. Un segundo después me dormí con una sonrisa en los labios.

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