Capítulo 22
No es que no me alegrara de verlos, pero estaba un poco aletargada por el viaje y lam situación con Tálah, por lo que tuve que fingir las sonrisas y esforzarme en seguirles la conversación.
Nos hablaron de los preparativos para la evacuación de Rohan, Edain, Gondor, Arnor y las tierras independientes del sur. La guardia de cada ciudad había estado impartiendo clases de supervivencia y el protocolo de actuación durante el exilio en la cueva de Easky.
―Estamos preparando una gran pantalla conectada a varias cámaras para poder seguir lo que ocurre en el exterior durante el Rägnarok―nos explicó mi madre. Trabaja en una fábrica de teléfonos pero también tenían otros aparatos audiovisuales como televisores y cámaras de video.
Tálah se debatía entre prestarle atención y otear con curiosidad por la ventanilla los millares de luces de la lejana ciudad de Gondor apostada a un lado de la carretera por la que circulábamos.
―No sabemos si funcionará la señal y la red, por lo que estamos preparando una conexión directa por cable ―prosiguió Crosia con detalles técnicos que ninguno de los dos entendimos.
Mis padres nos explicaron que las actividades comerciales se habían interrumpido y que todas las empresas estaban cediendo productos que pudieran ser necesarios en el refugio o recursos humanos, rotando a los trabajadores para que echaran una mano con los preparativos. Había sido así como los humanos habían logrado prepararse tan rápido para el fin del mundo. Me sentí orgullosa al saber que mi especie había sido capaz de dejar el ansia de poder y el egoísmo que caracterizaba a los humanos por un bien común.
Cuando mi madre tomó la salida hacia Rohan, nos cruzamos con una fila de camiones militares que iban cargados de cajas. Mi padre los señaló y comentó que se trataba de mercenarios orcos llevando los víveres acumulados durante la jornada a la entrada a los túneles de Mullingar. Donde aguardarían el momento de ser repartidos en mochilas de supervivencia a cada humano que entrara por lo túneles hacia la cueva.
Suspiré aliviada con que se estuviera trabajando día y noche en los preparativos y con la buena organización que se adivinaba.
Una vez entramos en la ciudad y callejeamos, Tálah comenzó a señalar letreros luminosos, pancartas de anuncios... y me hizo preguntas sobre todo aquello que le llamaba la atención. Me di cuenta de que a pesar de ser la ña actividad tardía. Quizá empaquetando los productos que iban a ceder o almacenando aquello que esperaban poder recuperar en caso de sobrevivir al fin del mundo. No teníamos ni idea de qué ocurriría con Midgard y las ciudades que íbamos a dejar vacías ¿Cabía la posibilidad de que los edificios y su contenido permanecieran intactos? Estaba segura de que mucha gente así lo esperaba, apegados como estábamos los humanos a nuestras pertenencias. Viviendo entre elfos, me había dado cuenta de que no necesitábamos todas esas cosas que nos desvivíamos por acumular y por las que trabajábamos tantas horas.
En lugar de ir directos a casa, mis padres aparcaron frente al Cerdito Feliz, uno de mis restaurantes favoritos. Eran casi las diez de la noche y lo último que quería era cenar algo pesado, acostumbrada como estaba al estilo de vida frugal de los elfos, pero no dije nada para no fastidiarles la sorpresa.
El Cerdito Feliz tenía una pared entera de pizarra, donde habían dibujado la silueta de un cerdo sonriente y varias especialidades de la casa, además de la frase "No dejes para mañana lo que te puedas comer hoy" en un bonita tipografía moderna con exagerados tirabuzones que recordaban a la colita de un puerco.
Avanzamos por el pasillo principal entre mesas de madera de roble blanco donde varias familias aun estaban a medias o terminando sus cenas a pesar de lo avanzado de la hora. Me di cuenta de lo mucho que me había desacostumbrado a los horarios de Midgard.
―Supongo que esto te trae recuerdos de tu ex novia ―importuné a Tálah, rememorando a Olaya Moher.
No llegó a increparme porque alguien gritó mi nombre y me giré para saludar a Catania, la camarera que estaba descorchando una botella de vino tras la barra.
Mi tía, Siena, nos aguardaba en mi mesa favorita, por sus preciosas vistas a la ciudad y el hecho de que los asientos eran cómodas poltronas enfrentadas. Se levantó para darme un abrazo y cuando nos separamos hice un aspaviento hacia el joven pegado a mis talones sin saber muy bien que hacer consigo mismo en aquel lugar tan alienígena.
―Tía, este es Tálah. Tálah esta es Siena.
Debido a su trabajo, Siena estaba más acostumbrada que mis padres a tratar con otras especies y tuvo la picardía de no intentar besar a Tálah, sino que se limitó a alzar la mano en un saludo.
Tomamos asiento, yo un tanto constreñida entre mi tía y Tálah, y mis padres frente a nosotros. No me dio tiempo ni a coger la carta y ya estaba Catania colocando dos botellas de agua en la mesa y un plato enorme de nachos con salsa de queso, carne picada y frijoles.
―A mí, tráeme una cerveza ―le indicó mi padre.
Hablar de líquidos me recordó que me estaba haciendo pis. Le di un codazo a Tálah para que me dejara salir.
―Pedidme lo de siempre ―le indiqué a mi madre, quien asintió distraída con el menú.
Cuando regresé del baño diez minutos más tarde, porque me había encontrado con una amiga de la infancia, quien insistió en que le hiciera un resumen de Alfheim, nos habían traído ya la comida.
Tálah tenía el pan de su hamburguesa levantado y miraba el torreón de comida apilada con el ceño fruncido: Un trozo grueso de ternera, aros de cebolla rebozados en pan rallado, dos lonchas de bacón, una de queso y salsa para todo el vecindario.
―¿Es qué vamos a caminar hasta al alba? ―inquirió al verme llegar.
Siena soltó una carcajada.
―Mamaaaaa, ¿pero qué le has pedido? ―protesté, mirando el plato gigantesco, mientras volvía a sentarme entre ellos y lo acerqué para manipularlo―. Es un elfo, ¿sabes?
―Bueno, tendrá que comer también ―protestó mi madre, cabezota como siempre.
Puse los ojos en blanco y le quité la carne a la hamburguesa de Tálah, dejándole solo el queso y las verduras. Después trasvasé la mitad de sus patatas gajo al plato de mi padre.
Tálah intercaló una mirada entre la barriga y la papada de mi padre y sonreí imaginándome lo que estaría pensando sobre la costumbre humana de ingerir día tras día muchas más calorías de las que íbamos a consumir. Para un elfo, la obesidad debía de ser el equivalente de ver a alguien llenar el tanque de su automóvil hasta desbordarlo, apretando la manivela compulsivamente aun cuando el combustible chorrease por el chasis formando un charco desperdiciado a los pies.
―Así somos los humanos. Hedonistas por naturaleza, abusamos de placeres inmediatos a costa de buscarnos otros sufrimientos a largo plazo ―le susurré, adivinando sus pensamientos.
―Alguien ha vuelto de lo más cambiada ―comentó Siena con una ceja alzada. Le echó un vistazo divertido a Tálah, claramente atribuyéndolo a mis nuevas compañías.
Siena me hizo un sinfín de preguntas sobre Alfheim. Ella había viajado al reino en cuatro ocasiones por trabajo, pero no era lo mismo que vivir entre ellos. Les expliqué los detalles más nimios que lo diferenciaban de Midgard y que los hizo reír a carcajadas. En algunas ocasiones Tálah me contradecía haciéndose el ofendido y aseguraba que estaba exagerando, lo que nos hizo reír aun más.
Después de la cena decidimos ir caminando en lugar de volver con ellos en el automóvil. Le mostré mi antigua escuela, el parque donde en algunas fases de mi infancia había jugado con mis amigos, el banco en un callejón más íntimo que habíamos buscado al llegar a la adolescencia para experimentar con cigarrillos y porros, acompañándolo de anécdotas que sabía que más tarde usaría en mi contra.
Cuando llegamos a mi bloque y llamé al telefonillo, le pregunté que le había parecido mi familia.
―Tu madre me recuerda mucho a la mía ―lo oí decir con la vista fija en el suelo―. Tu padre tu misma energía inagotable y tu tía es extremadamente hermosa. Podría ser una elfa.
Eso último me borró la sonrisa de golpe. No es que no supiera que Siena era despampanante solo que no había esperado oírlo en palabras tan superlativas de su boca. De hecho, había deseado que Tálah no fijara en ese detalle.
Subimos las escaleras a la tercera planta en silencio, con mi buen humor echado a perder.
Cuando entramos en el apartamento, divisé a mi madre recostada en el sofá viendo la televisión y mi padre avanzaba por el pasillo concentrado en no derramar las dos tazas humeantes que llevaba en las manos.
―¿Queréis una infusión digestiva? ―inquirió al vernos cruzar el vano de la puerta.
―Yo las prepararé, papá.
Pompei entró al salón para dejarlas sobre la mesita de café y mi madre bajó el volumen del telediario.
―Habéis tardado un montón ―dijo Crosia a modo de saludo y en voz alzada, mirándo por encima del respaldo del sofá.
Cuando mi abrigo y el de Tálah estuvieron colgados en el armario de la entrada, me incliné para mirarla.
―Le he enseñado a Tálah mi antiguo colegio y el parque.
Mi madre intercaló una mirada curiosa entre ambos y supe que se estaba preguntando qué había entre nosotros.
―Vamos ―. Con un movimiento de cabeza, atraje a Tálah hacia la cocina y puse agua a hervir.
―¿Cuando litros de infusión digestiva necesita tu padre para dormir después de toda esa comida? ―preguntó Tálah con un brillo burlón en los ojos.Le siseé entre risas para que se callara.
―¿Quieres caerles bien o que te echen a la calle? ―bromeé, pero él se puso serio quizá creyendo que eran capaces de hacerlo.
―Toma, lleva las infusiones y siéntate en el sofá ―le indiqué, entregándole las tazas.
A su salida de la cocina se cruzó con Siena quien, a diferencia de mis padres, aun llevaba el traje de la oficina. Mi tía se cruzó de brazos y apoyada contra el marco de la puerta me dedicó una sonrisa ladina.
―¿Cómo es el sexo con un elfo?
La pregunta no me tomó por sorpresa. Siena y yo nos llevábamos solo siete años, por lo que eramos más hermanas que tía y sobrina.
―No tengo ni idea ―respondí, guardando la cajita de cartón con las infusiones en el armario. Cuando me giré hacia ella, la descubrí contemplándome con las cejas alzadas.
―¿De verdad solo sois amigos? ―insistió con claro tono de incredulidad.
Asentí con los labios presionados en una línea fina.
―¿Es ahora cuando me explicas que ese bombón es el elfo más feo del vecindario? ―bromeó Siena―. Porque si es así, se va a llevar una sorpresa en Midgar cuando se de cuenta de que aquí es un imán de mujeres.
Sonreí a pesar de los celos que me estaban provocando ganas de usar mi mano para despeinar a Siena.
―No, no es el elfo más feo del vecindario, ni mucho menos.
Siena se llevó una mano al pecho y esbozó una exagerada mueca de alivio.
―Menos mal, ya iba a mudarme a Alfheim.
Me paré junto a ella.
―Quizá deberías, Tálah cree que encajarías bien allí ―solté a penas ocultando mi exacerbación.
La boca de Siena dibujó una sonrisa ladeada.
―¿A sí? ¿Cree que soy guapa?
Como si no lo supiera... ¿Acaso existía alguien que no la creyera guapa?
En lugar de responderle apagué la luz de la cocina, sumiéndonos en la penumbra y me marché al salón.
Tálah estaba sentado en el eje del sofá, más incómodo y tenso de lo que solía estar en su elemento. Con las manos entrecruzadas, miraba a mis padres que estaban comentando las noticias con él. Por supuesto, estas giraban en torno al Rägnarok. El fin de los tiempos no dejaba lugar para hablar sobre nada más.
Doblé una pierna sobre el reposabrazos del sofá y escuché la conversación, mientras caldeaba mis manos en la porcelana de la taza. La noche se había tornado más fría de lo que solía en Midgard, y las casas no estaban bien preparadas para esas temperaturas.
Teníamos solo el día de mañana en Midgar, porque al siguiente deberíamos comenzar la migración hacia Mullingar. En el restaurante, había comprobado que el último avión hacia Alfheim salía la misma mañana de la migración, y ese era el vuelo que tenía que convencer a Tálah de tomar.
Tras un rato de charla, comencé a bostezar. Había sido un día intenso y era casi la una de la mañana.
―Sira, ¿dónde va a dormir Tálah? ―me preguntó mi madre con tono discreto. Parecía un tanto avergonzada de tener que formular tal pregunta. Quizá porque de la respuesta deducirían nuestro grado de cercanía.
Abrí la boca para responder de forma razonable.
―Quizá quiera dormir con Siena ―. El silencio que siguió a mi desafortunada respuesta corroboró que lo había dicho en alto en lugar de solo pensarlo. ¿por qué era tan impulsiva? A veces, odiaba eso de mi misma.
Tálah parpadeó confuso.
―Disculpadme, aunque mi madre era humana, no estoy familiarizado con las tradiciones...¿es costumbre que el invitado duerma con la tía? ―inquirió con evidente incredulidad.
Mi madre soltó una risilla indeseada ante el desconcierto del elfo. Mientras que Siena deslizó sus ojos por el elfo.
―Así es ―aseguró con una sonrisa ladeada―. Entre otras costumbres que no debemos saltarnos.
―Está bien, me voy a la cama ―protestó mi padre, levantándose del sofá. Antes de marcharse se dirigió a Tálah―. Descubrirás que en esta casa se dan picos de energía femenina que lo dejan a uno agotado. En esos casos, recomiendo una retirada a tiempo.
Mi madre y Siena se rieron ante la advertencia de mi padre, pero yo estaba demasiado enfadada como para apreciar su sentido del humor en esos momentos. Me dediqué a fulminar a Siena con la mirada.
Cuando mi tía se dio cuenta, se encogió de un hombro.
―¿Qué?―se defendió desconcertada―. Dijiste que solo sois amigos.
Los ojos de Tálah descendieron al suelo al escuchar eso último y se rascó la cabeza sin mirarme. Estaba molesto.
Mi madre carraspeó, en vista de la tensión en el ambiente, y se levantó también del sofá.
―Sira, tienes sábanas y mantas en el armario de la entrada ―declaró, siguiendo el consejo de mi padre―. Que descanséis.
Busqué la mirada de Tálah pero él la mantuvo concienzudamente alejada de mi trayectoria. Quería hablar con él pero Siena no tenía la discreción de mis progenitores y en lugar de marcharse a su cuarto, intercaló una mirada divertida entre ambos.
―El sofá es demasiado pequeño para él ―declaró con tono analítico―. Puede usar mi cama y yo dormiré aquí.
―No, yo dormiré en el salón ―la interrumpí. Al fin y al cabo, era mi invitado.
Siena alzó las manos en señal de rendición y se levantó de la silla―. Os dejo para que lo habléis ―se despidió con un tono que insinuaba que teníamos que discutir sobre algo más que la distribución para pasar la noche.
El salón se sumó en un silencio pesado, roto solo por la voz del reportero que salía del televisor en volumen bajo.
Tragué saliva y contemplé el perfil de Tálah.
―Es incómodo llegar a casa y tener que explicarle a mi familia una relación que ni yo misma entiendo―solté un tanto a la defensiva. A continuación suavicé el tono para matizar―. Aun.
―Lo sé, lo entiendo ―respondió Tálah, dando a entender que no estaba enfadado, pero entonces ¿por qué seguía sin mirarme?
Mordiéndome el labio, me deslicé desde el brazo del sofá por el asiento hasta quedar a su lado. Quizá porque no me miraba, me atreví a alargar la mano para apartar un mechón de pelo que le caía por la frente y prendérselo tras la oreja. Dí un saltito sobre mi misma cuando Tálah atrapó mi muñeca con su mano y todo el frío abandonó mi cuerpo como ocurría siempre que mi piel entraba en contacto con la suya.
Su pulgar se abrió paso por la palma de mi mano para abrirla como si fuera a leerme el futuro.
―La próxima vez que te pregunten puedes responder que aun no sabes lo que somos ―propuso despacio, su voz, envolviéndome con su suavidad al igual que las cosquillas en mi mano. La cual alzó para depositar un beso en el centro de la palma que se extendió como una descarga hasta lo más hondo de mi cuerpo―. Pero que definitivamente somos más que amigos.
Eso último lo había dicho mirándome a los ojos. El brillo que refulgía en estos me atrajo como una polilla hacia la luz, pero no llegué a rozar sus labios, porque Tálah me sostuvo de un hombro. Después usó esa mano para acariciarme el pelo y la mejilla. Su forma de mirarme fue mi perdición.
―¿Quieres ver mi habitación?
Tálah abrió la boca pero nada salió de esta. Había relámpagos en sus ojos verdes y yo solo quería perderme en esa tormenta.
―Quiero ver tu habitación ―aseguró un instante después, aunque eso no parecía ser lo que había planeado responder.
Me puse de pie y lo tomé de la mano, pero al tirar, Tálah se resistió a levantarse. Me planté frente a él y alcé las cejas.
Tálah puso la mano que yo no tenía apresada en la parte trasera de mi muslo por encima de mi rodilla y alzó el mentón para mirarme desde abajo.
―No puedo ir a tu habitación, Siracusa ―declaró en un tono funesto. Sus dedos descendieron en una caricia hasta mi pantorrilla, entorpeciendo mis pensamientos.
―¿Por qué no?
―Porque si voy a tu cuarto, mañana serás un desastre ―. Sus palabras me llegaban solo a medias, distraída como estaba por el masaje que su cálida mano le estaba dando a mi tobillo―. No querrás que tu familia te vea así, ¿no?
―¿Cuanto dura? ―le pregunté con los ojos cerrados.
―Lo suficiente como para que te pases el Rägnarok colgada de mi cuello.
Abrí los ojos y nuestras miradas se encontraron. Había un brillo travieso en los suyos, casi como si deseara oírme decir que no importaba, pero ambos sabíamos que necesitaba toda mi cordura en los días que se avecinaban.
Suspirando di un paso atrás y rompí todo contacto. De forma inmediata volví a notar el frío que reinaba en la casa. Talah me sonrió con la promesa implícita de que un día me llevaría a un lugar apartado donde podría sumergirme por completo en su maravilloso verano las veces que quisiera, pero yo sabía que era esa noche o nunca. Maldita fuera mi responsabilidad, tendría que ser nunca.
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