Capítulo 2. a
Cuando me desperté a la mañana siguiente con el sol entrando a raudales por mis ventanas, me sentí un poco tonta por haber tenido miedo la noche anterior. Al fin y al cabo, me habían asegurado antes de inscribirme que el campus era seguro. Los humanos venían a Alfheim constantemente por trabajo y no era habitual que salieran heridos o desaparecieran si se ceñían a los protocolos de seguridad. Protocolo que yo me había leído cinco veces.
Me levanté de la cama decidida a no replantearme más mi decisión de vivir en Alfheim. Me di una ducha y mientras me secaba recordé que se me había olvidado pedir una plancha en recepción. Abrí el armario para escoger la camisa menos arrugada para el primer día de clase y cuando descolgué la primera percha para analizar el estado de mi camisa favorita, una verde botella que quedaba muy profesional, fruncí el ceño al ver que estaba perfectamente lisa.
La tiré sobre la cama agradecida por el milagro y abrí el cajón de la ropa interior. Solté un grito al ver el interior. Todas mis bragas sujetadores y calcetines estaban perfectamente doblados siendo que la tarde anterior los había tirado allí hechos un ovillo caótico.
Volví a abrir el armario para comprobar las demás camisas y boquiabierta alcé las dos perchas de mis manos para contemplar las camisas. Estaban tan planchadas como si acabaran de salir de la fábrica hacia la tienda. Todas lo estaban.
Quizá un hada había entrado en mi habitación mientas veía la Tempestad en la tetería para ordenarlo y plancharlo todo. No era un servicio que figurara en la información que me habían enviado sobre la facultad, pero no iba a quejarme.
Vestida y con el maletín colgado en forma de bandolera, salí de mi habitación para abrir el arcón del rellano donde había guardado mis zapatos, pero me lo encontré vacío.
―¿Qué demonios? ―exclamé consciente de que no me quedaba mucho para que empezara la primera clase y aun tenía que buscar el aula.
Regresé a la habitación para rebuscar dentro de los armarios y hasta los cajones. Todo estaba ordenado pero no había ni rastro de mis zapatos.
Salí de nuevo para buscarlos fuera y fue entonces cuando los vi. Todos ellos colgados de un árbol, tan alto que no tenía ni idea de cómo iba a llegar hasta ellos.
Solté un bufido irritado y miré a mi alrededor. No había escaleras ni cuerdas ni nada con lo que pudiera intentar alcanzar mi calzado. Me miré los pies, llevaba las chanclas de dedo que usaba para estar por casa. Por mucho que me fastidiara, tendría que ir con ellas a clase.
Enfurecida por la broma pesada que sin duda alguien me estaba gastando bajé las escaleras y cuando llegué al suelo noté que el césped estaba mojado. Por supuesto, había llovido durante la noche y mis pies se llenaron de barro y manchas verdes de la hierba.
Le conté al recepcionista lo que me había pasado y me dijo que enviaría al conserje a recuperar mis zapatos. No parecía tener prisa por hacerlo, por lo que tuve que ir a clase de esa guisa. Me sentía acuciantemente consciente de mis pies desnudos y sucios, sobre todo cuando al entrar al aula todos los ojos se posaron en mi.
Me senté en la primera fila justo frente a la mesa del profesor de cuidados básicos de bebés. Los elfos tenían mejor vista y oído que los humanos por lo que no quería estar en desventaja. Un elfo muy estirado se sentó en la silla de maestro y activó el reproductor de diapositivas, desplegando la imagen de presentación de su clase. Llevaba el pelo largo hasta la cintura y recogido a los lados en trenzas que se juntaban en la nuca como era común entre las generaciones más viejas. También iba vestido con una túnica blanca y larga hasta los pies con bordados de hojas de lo más tradicional.
―Sean bienvenidos a Cuidados Básicos de Bebés ―anunció con su voz épica―. Sin más dilaciones empezaremos con las crías de humanos por ser los más débiles y perecederos.
Oculté una sonrisa. No me extrañaba que fueran tan despectivos con los de mi raza si hasta en las escuelas nos menospreciaban.
―... dividido por zonas de la anatomía ―estaba diciendo el profesor, cuando volví a concentrarme―. Empezaremos con el sistema auditivo y debemos recordar que el pabellón auditivo de los de los humanos está protegido...
En ese momento Tálah, el amigo arrogante de Buncrana, entró en el aula junto con otro joven al que no había visto antes.
No sé qué fue lo que me impulsó a hacerlo, pues ni siquiera me había caído en gracia. Quizá fue la alegría de ver una cara conocida, pero alargué la mano para saludarlo.
―Tálah ―llamé, sonriendo.
El muy maleducado pasó de largo, sin interrumpir su conversación con el otro elfo. ¿Me había vuelto invisible?
Al parecer no lo era para el resto de la clase, pues el profesor interrumpió su explicación.
―¿Qué ha dicho, señorita Nola?
"Tálah" eso era lo que había dicho, para ser completamente ignorada, pero no podía admitirlo en alto.
―Eh, he dicho, tala...taladro ―exclamé con lo primero que me vino a la cabeza para salvar mi orgullo.
El ceño del profesor se frunció de tal forma que sus peculiares cejas formaron dos líneas inclinadas en su frente.
―No, señorita Nola. Un taladro no es lo más adecuado para limpiar los oídos de un bebé ―escupió este, probablemente considerando expulsarme de la universidad.
No podía creer que hubiera preguntado eso justo en ese instante.
―Evidentemente ―respondí todo lo formal que pude―. Creía que había preguntado con qué no limpiar los oídos de un bebé.
El profesor puso una mueca de no apreciar mi sentido del humor y paseó la mirada por la clase en busca de opiniones más serias.
Me tapé la cara con una mano y me hundí en mi asiento totalmente avergonzada. Tras mi magnífica actuación, alguien respondió que los oídos se drenaban solos y que salvo excepciones, como los tapones de cera, era mejor no limpiarlos en absoluto.
Pasé el resto de la clase tomando apuntes y deseando ser invisible.
Tras el descanso entre clases fui al servicio y cuando llegué al Aula 018 como indicaba mi horario me la encontré vacía. Revisé el cuadrante frunciendo el ceño, pero estaba en el lugar correcto. Tuve que cruzar todo el edificio para llegar hasta la recepción en mis estúpidas chanclas mientras me cruzaba con elfos que me echaban miradas divertidas y soberbias. Mi humanidad parecía recordarles su propia divinidad.
―Mi aula está vacía ―le solté al recepcionista sin molestarme en saludarlo de nuevo. Estaba empezando a frustrarme.
El hombre revisó mi hoja sin cambiar la expresión de su rostro aunque él también debía de estarse cansando de mis constantes problemas.
―La profesora Tipperary a menudo imparte sus aulas al aire libre ―me informó―. Pruebe en el prado que hay tras la biblioteca.
Suspiré sintiéndome tonta por ser la única que no lo sabía. Me pasaba por no tener amigos en aquel lugar. La imagen del tal Tálah volvió a mi mente y me hizo apretar los dientes. ¿Tanto le costaba avisarme de que la segunda clase era al aire libre?
Me tomó cinco minutos llegar a la biblioteca pero cuando salí a su jardín trasero divisé a un grupo de estudiantes elfos y supe que había llegado al lugar correcto. Por suerte Tipperary iba con retraso aquella mañana.
Me acerqué de forma discreta a los demás y cuando iba a sentarme sobre el césped cubierto de preciosas margaritas una elfa me dedicó una sonrisa plácida y me indicó una silla con aspecto de trono que estaba entre la hierba.
―Por favor, toma la silla ―me invitó.
Miré para los lados sin estar segura de que se dirigía a mí, pero los elfos que estaban con ella también hicieron aspavientos para que me sentara. Uno de ellos era ―Oh, no ―rechacé depositando mi bandolera al suelo.
―Siracusa ¿verdad? ―dijo uno de ellos, que resultó ser el joven que había entrado en la primera clase con Tálah.
¿Así que le había dicho mi nombre?
Asentí.
Él señaló el pequeño trono con la palma de su mano hacia mí.
―Por favor, el césped está húmedo y puede resultar muy incómodo.
Terminé por acceder a su oferta y recogiendo mi bandolera me acerqué al trono para sentarme. Les sonreí en agradecimiento, aunque me sentía incómoda al estar más alta que el resto de alumnos.
Unos instantes después regresó Tálah, y esta vez sí se dignó a mirarme, aunque sus ojos fueron directos a mis pies desnudos y sucios. Tampoco me saludó esta vez.
Menudo imbécil.
Tipperary iba de la misma guisa que el profesor de cuidados a bebés, cuyo nombre no recordaba. El pelo rubio largo, la túnica dorada y una expresión de placidez élfica, como si estuviera a punto de convertirse en la hermosa estatua de un museo.
Su especialidad era el aparato reproductor, pero en lugar de comenzar con los humanos empezó a relatarnos la peculiar reproducción de las hadas. Las mismas que había revoloteado a mi alrededor la noche anterior y que nacían de las flores de Alfheim.
Mientras tomaba apuntes empecé a agradecer el hecho de que me hubieran ofrecido la silla, pues era de lo más cómoda. De hecho, empezaba a creer que era el asiento más cómodo que hubiera probado jamás. Había algo cálido en su superficie, con el punto exacto entre dureza y suavidad. Un poco como si estuviera sentada en el regazo de un hombre. Pero no cualquier hombre, sino uno muy agradable para sentarse sobre él. El respaldo sería como su fuerte pecho, el tejido su cálida piel e incluso podría notar un corazón latiendo en mi omoplato. Los latidos no eran relajados, sino que pulsaban con la intensidad de un tambor bailando hacia el clímax de su canción.
Los reposabrazos no se estaban quietos. Se movieron sinuosos y lentos para tocarme las clavículas y tenían manos. Manos que acariciaron mi cuello y mi pelo en un masaje delicioso. Un pulgar rozó mis labios, a la vez que me hice consciente de que el asiento estaba elevándose para rodear mis caderas, pero también de alzó entre mis muslos. Nunca había estado tan acariciada en toda mi vida. Era como estar con un amante de mil manos y de pronto... de pronto mi nariz dio contra la hierba y mis rodillas se hincaron de forma dolorosa en el suelo.
Había caído de la silla y al hacerlo desperté de inmediato del éxtasis que me había estado embargando. Mis oídos volvieron a la realidad y me di cuenta de que todos se reían. Se reían de mí, pues me estaba mirando directamente.
Me erguí del suelo, sin saber bien que acababa de ocurrir. La silla estaba caída a mi lado y Tálah estaba de pie junto a esta con ambas manos apretadas en puños. La realidad volvió a mi mente de forma gradual: yo sentada tomando apuntes, yo gimiendo ante los tocamientos que mi peculiar asiento había perpetrado sobre mi cuerpo, Tálah dándole una patada al trono por detrás para tirarme de este y el grupo de elfos, que me había ofrecido la silla, riendo. No se carcajeaban histéricos como hubiera hecho un grupo de humanos, sino que sonreían burlones y auto complacidos.
―Gracias, señorita Nola ―dijo Tipperary ajena a que la situación había sido una broma de mal gusto de mis compañeros―. Pero no es hasta la unidad doce que revisaremos el orgasmo femenino en los humanos.
Me levanté del suelo notando el punzante picor de la vergüenza en mi pecho. Tenía ganas de salir corriendo, pero no iba a dejar que se llevaran la satisfacción de saberme avergonzada.
―¿Alguien sabe si puede conseguir una silla como esta por Ebay? ―pregunté en general a la clase y me senté en el césped como si nada hubiera ocurrido. Las risas de mis compañeros esta vez fueron distintas, conmigo y no de mí, y esa satisfacción se llevó parte de mi bochorno.
Si los elfos quería espantarme de su universidad iban a tener que usar algo más que travesuras infantiles.
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