Capítulo 13

Caminamos durante otras tres horas por los pasillos entre la madera, siguiendo las indicaciones de los letreros. El espacio entre las paredes de madera se volvió tan estrecho que solo cabíamos de uno en uno, y conmigo liderando la partida fue la primera en toparme con el portal de Rötter.

Cuando alguien te habla de un portal mágico te imaginas un marco majestuoso con una enorme piedra preciosa refulgiendo en la clave, símbolos extraños escritos en las impostas esperando a ser leídos, y una membrana azul parpadeando por toda la luz del arco, como único indicativo de que si lo cruzas viajarás a otra dimensión. Lo que no te imaginas es un torniquete de metal como el que te encuentras a la entrada del metro de Midgard.

―¿Este es el portal mágico? ―pregunté, contemplando el brazo de hierro que frenaba mi avance.

―¿Decepcionada? ―inquirió, Buncrana a mi espalda. Podía apostar que lo estaba.

Intenté empujarlo con la parte baja de mi vientre, pero el torniquete estaba bloqueado.

―No me deja pasar, ¿tenemos que comprar un billete o algo? ―inquirí, mirando por encima de mi hombro. Quizá hubiéramos pasado por alguna taquilla sin darnos cuenta.

―No hay nada para pagar ―me respondió Eslaigo que iba en la retaguardia.

Miré el torniquete incrustado entre las dos paredes de madera. No era tan alto como para suponer un verdadero obstáculo, por lo que me aupé en él como pude para alzar mis piernas y saltarlo. Por desgracia se me enganchó el pie y caí de bruces al otro lado.

Solté un gruñido, cuando noté el punzante dolor del impacto en mi mano y mi hombro izquierdo, aunque lo peor de la caída iba a ser soportar las burlas de los elfos sobre mi torpeza.

Me puse de pie rápido y me sacudí la tierra de las manos, antes de darme la vuelta para enfrentarlos y acabar con lo inevitable cuanto antes.

Buncrana seguía de pie parada al otro lado del torniquete y en lugar de reírse me miraba con los ojos abiertos como platos.

―¿Qué? ―pregunté, extrañada.

La joven abrió la boca pero en lugar de una explicación lo que salió de sus labios fue un borbotón de sangre tan roja como un zumo de remolacha.

―Buncrana ―grité dando un paso hacia ella. Estábamos separadas solo por el torniquete, por lo que pude tomarla por los brazos justo cuando empezaba a derrumbarse.

Tálaha le rodeó la cintura y la sostuvo contra su pecho. Fue entonces cuando vi la flecha que tenía clavada en mitad del torso.

Solté un grito que salió casi como un gemido, mientras contemplaba la sangre que tiñó su camisa y la que salió en forma de tos de entre sus labios, mientras Tálah la tumbaba con cuidado en el suelo.

Ambos elfos se acuclillaron sobre ella impidiéndome la visión de su rostro, y eso fue lo que me hizo salir del trance.

―Buncrana ―chillé y volví a saltar el torniquete para regresar con ellos.

Tálah tenía las manos cubiertas de sangre mientras intentaba contener la hemorragia con estas, pero había demasiada. Buncrana tosió ahogadamente un par de veces más antes de quedarse completamente quieta. Sus ojos estaban muy abiertos con el horror de la sorpresa, pero ahora estaban perdidos en el horizonte.

Estaba muerta, entendí con horror. Había ocurrido tan rápido que mi mente aun parecía estar esperando el momento en el que me diera cuenta de que solo había sido una fantasía retorcida de mi mente o una broma pesada de los elfos.

Tálah, aun arrodillado sobre ella, la miraba estupefacto aun con las manos alrededor de la herida.

―Tálah ―lo llamé en un grito tan lastimero y aterrado como el de un niño tras una pesadilla. Necesitaba que me explicara que aquello no estaba pasando.

El elfo alzó su rostro hacia mí y el dolor que vi en sus ojos húmedo fue tan real que mis esperanzas se fueron por la borda.

Me arrodillé junto a Buncrana y miré su rostro inerte, y supe con seguridad que no quedaba vida dentro del cuerpo de mi amiga.

―Buncrana ―la llamé entre lágrimas―. No...pue...no puedes.

No lograba decir nada coherente. Tampoco mi mente, ordenar las frases ni sacarle sentido a todo aquello. Mi cuerpo empezó a temblar en violentas sacudidas y una presión se inició en el interior de mi cráneo.

―Sira ―oí que me llamaba Tálah. Noté su mano en mi antebrazo, pegajosa y cálida con la sangre de Buncrana.

―No puede ser ―le dije, mareándome. Mis pulmones no tomaban aire más debajo de mis clavículas.

―Se ha ido ―soltó el sin aliento, apretándome el brazo con tanta fuerza que noté su propia desesperación.

―No puede ser ―le grité con rabia a la cara―. Arréglalo. Haz algo. Mágia, el anillo...algo. ¡Arréglalo!

Mi tronco se dobló sobre el cuerpo de Buncrana y la abracé notándo el palo de la flecha en mi costado.

La flecha.

La flecha había sido lanzada porque yo crucé el portal sin permiso. La flecha había sido para mí, pero al caer al suelo, había dejado la vía libre hacia Buncrana.

―La he matado yo ―murmuré, notando su cabello en mi barbilla. Mis nervios me sacudían tan fuerte que me castañeaban los dientes.

―Siracusa ―volvió a llamarme Tálah, y noté sus manos en mi espalda. Un instante después desaparecieron y escuché su voz enfocada para otro lado con tono apaciguador―. Eslaigo, tranquilo.

Me erguí para ver que estaba pasando. El elfo sostenía una navaja en su mano derecha y miraba el cuerpo de Buncrana en el suelo con el rostro desencajado. Nunca nada le habría hecho tanto daño en su vida, y era mi culpa. Miré de nuevo la navaja que sostenía en su mano temblorosa. Tálah tenían amabas palmas de las manos alzadas hacia el joven.

―Eslaigo, por favor ―le suplicaba.

―Deja que me mate ―le rogué a Tálah con determinación―. Me lo merezco.

Eslaigo ni siquiera nos miró. Sus ojos estaban sobre el cuerpo de la muchacha y en cierto modo parecía que se había marchado de allí también con ella. Alzó el cuchillo y Tálah se levantó del todo para dar un paso hacia él. Yo también lo hice pero para interponerme en su camino. No quería que Eslaigo le hiciera dañó para llegar hasta mí.

―Déjale ―le rogué a Tálaha.

―No puedo perderlos a los dos ―me respondió y pude ver al niño asustado que algún día fue. Se giró de nuevo a su amigo, pero Eslaigo, en lugar de venir hacia mí se alejó de nosotros.

Me di cuenta de que no tenía la intención de matarme. Quería el cuchillo para otra cosa.

―No lo hagas, no puedo perderos a los dos ―le rogó Tálah una última vez. Pero el rostro de Eslaigo mostraba que no sentía ningún tipo de conexión con nosotros en ese momento.

Con fría determinación se llevó la navaja al pechó y se hizo una raja.

Grité al ver la tela rasgada y la sangre que brotaba de su piel cortada. Tálah se abalanzó sobre él pero el joven lo golpeó lanzándolo contra el suelo e hizo un segundo corte formando una cruz. Después lanzó el cuchillo al suelo y se dejó caer de rodillas, segundos después cayó sobre sus manos y su pecho chorreó gotas de sangre.

El horror fue demasiado. Echándo un último vistazo a Buncrana, giré sobre mis talones y volví a saltar el torniquete esperando a que una nueva flecha me alcanzara. Corrí y lloré hasta chocarme con la pared y al caer de espaldas no fue el suelo lo que encontré sino que seguí cayendo, por una especie de túnel. Mi cuerpo chocaba contra vegetación, frenando un poco la caída, pero aunque intentaba agarrarme a esta, se desprendía con mi peso. Hasta que por fin aterricé con un doloroso topetazo.

Me dolían todos los huesos del cuerpo por la caída pero sobre todo la nuca. Me había golpeado la nuca con algo que aun estaba cerca de mi cabeza y que ahora se estaba moviendo.

Abrí los ojos y me encontré con la suela de un zapato. Tenía a alguien debajo.

―Ay ―se quejó el hombre sobre el que había aterrizado.

Intenté moverme apretando mis manos contra el suelo y una de ellas atrapó una tela tan suave y agradable que no la quise dejar ir. Cerré mis dedos sobre ella y tiré mientras rodaba de costado para quitarme de encima.

―Mi gorro ―protestó la voz, con un acento de lo más peculiar.

Miré la tela que tenía entre los dedos, debía de tratarse de su gorro.

―Devuélvemelo.

Me aparté de él instintivamente. Había algo en aquella tela que me reconfortaba y no quería devolverla aún. Me giré hacia el hombre que me estaba hablando y me di cuenta de que era un niño. Era bajito, apenas me llegaba a la cintura y tenía la piel más oscura que había visto jamás. Sui nariz era ancha y sus labios prominentes. estaba desnudo a excepción de unos calzones rojos y ¡solo tenía una pierna!

―Me aplastaste ―me acusó masajeándose las costillas ―Devuélveme mi gorro.

Me lo apreté contra el pecho, segura de que si lo dejaba ir volvería a sentirme tan desesperada y rota como hacía un momento.

El peculiar joven se levanto en su única pierna y saltó hacia mí, por lo que me arrastré hasta que mi espalda dio con una pared de madera.

El chico perdió el equilibrio entonces y cayó de bruces. Frustrado con su propia torpeza, dio un golpe en el suelo. Cualquiera pensaría que alguien con una pierna estaría más acostumbrado a caer, pero para él parecía una novedad.

―Lánzame mi gorro ―me pidió esperanzado desde donde estaba.

Miré la tela roja, del mismo tono que sus calzones, y me la puse contra el corazón.

―No puedo, lo necesito ahora mismo ―le dije, sonando ilógica.

El joven me miró derrotado, pero suspiró y se apoyó en un brazo.

―¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

―Siracusa y vengo de Alfheim.

Arrugó su ancha nariz como si algo oliera mal.

―¿Tu eres un elfo? ―inquirió visiblemente decepcionado.

―Soy humana.

―Ah, eso tiene más sentido.

―¿Qué eres tú?

―Soy Saci Pereré, bienvenida a las raíces del Yggdrasil.

Así que estábamos en las raíces.

―Nunca había visto a nadie como tú, con tu color de piel ―le dije girando la cabeza.

―Negro ―resumió él y asentí. Realmente era más como el color del chocolate.

―¿Qué le pasó a tu pierna?

―La perdí consiguiendo ese gorro ―explicó señalando la tela que tenía arrugada bajo mi mentón.

―¿Es mágico?

―Es mío.

―¿Dónde lo conseguiste?

―Me lo dio Loki.

Me reí.

―¿El dios Loki?

El muchacho asintió como si me hubiera dicho algo completamente normal.

―¿Y qué hace? ―le pregunté, mirando la tela―. Porque es mágico, ¿verdad?

Sabía que me sentía mucho mejor de lo que debería dadas las circunstancias, y era sin duda por el gorro.

―Me hace volar en una nube de polvo.

Asentí. Por eso parecía frustrado al no poder caminar.

―¿Me lo devuelves?

―¿Qué más puede hacer? ―insistí colocándomelo en la cabeza.

Saci puso los ojos en blanco y abrió la boca, pero no llegó a decir nada porque apareció un enorme lobo gris de entre los arbustos y le lameteó la cara.

―Frekiiii ―protestó, intentando apartarlo.

Era un lobo en toda regla, de hecho parecía más grande de lo normal por lo que decidí auparme a la parte más alta de las montañas de madera que tenía a mi espalda. Debían ser las raíces del Yggdrasil que sobre salían de la tierra. Mi cuerpo giró tan rápido que levantó una nube de polvo y esta me llevó a donde quería en menos de un segundo.

El gorro.

―Eh, vuelve aquí ―me llamó Saci desde abajo. Me senté al borde de la raíz con las piernas colgando.

―Tranquilo, solo quería tomar altura porque me da miedo tu lobo ―le aseguré.

―No es mi lobo, es Freki ―me dijo como si eso explicara algo.

―Volvamos al gorro, ¿qué más puede hacer?

Saci se dejó caer sobre los codos y torció la cabeza.

―¿Me lo vas a robar?

Chasqueé la lengua ofendida.

―No soy una ladrona.

―Lo pareces, ¿cuántas veces te lo he pedido de vuelta? Es mi único transporte, es como robarle la silla de ruedas a un inválido, ¿Eres esa clase de persona Siracusa?

Freki se tumbó al lado de Saci Pereré y se dispuso a roerse las uñas. Pero el muchacho no apartó la vista de mi, o de su gorro más bien.

―No lo entiendes, lo necesito ahora mismo. Dos de mis amigos acaban de morir. Dos elfos jóvenes que tenían muchos siglos de vida por delante

―Vaya, lo siento. ¿Qué ha pasado?

Mis dedos rozaron la tela del gorro que caía por el lado de mi cabeza. Si no fuera por su reconfortante textura, no podría estar hablando de lo ocurrido.

―Me he saltado el torniquete ―confesé, señalando el agujero por el que había caído―. alguien me lanzó una flecha por hacerlo, pero alcanzó a mi amiga.

Saci asintió.

―No puedes cruzar el portal sin pagar.

―Pero no había taquillas y... bueno en Midgar siempre nos colamos en el metro y nadie muere por ello.

―Pero ya no estás en Midgard, ¿verdad?

Saci Pereré empezaba a recordarle a Tálah. Lo acribilló con la mirada.

―¿Y cómo se supone que pagas si no hay nadie y tampoco hay taquillas o máquinas expendedoras de tickets? ―protesté molesta.

―Hay un botón, lo pulsas y alguien aparece para cobrarte.

Mis hombros se hundieron y miré hacia arriba derrotada.

―Me lo podías haber dicho antes de que murieran mis amigos ―le espeté.

―No te conocía antes.

Solté un bufido aburrido.

―¿Qué le pasó al segundo? ―inquirió Saci entonces.

Lo miré confusa.

―Dijiste que dos de tus amigos había muerto.

Suspiré antes de proseguir.

―Eslaigo ama mucho a Buncrana, y cuando la ha visto... ―negué con la cabeza. Incluso con el gorro mágico puesto no podía decirlo―. Ha sacado un puñal y se ha cortado el pecho.

Saci alzó una ceja oscura.

―Pero no ha muerto.

―Se ha cortado el corazón ―le explique haciendo el gesto en cruz sobre mi pecho con un puñal figurado.

Saci alzó en mentón al comprender.

―Los elfos hacen eso cuando se les parte el corazón. Eslaigo llevará una cicatriz en forma de equis en su pecho de ahora en adelante, pero vivirá.

Fruncí el ceño meditando lo que decía. Tálah tenía esa misma cicatriz y me había explicado que era porque tenía el corazón roto. Lo que Saci decía tenía sentido, pero...

―Mi otro amigo, Tálah, le hablaba como si lo diera por muerto ―maticé confusa.

Saci se encogió de hombros.

―No tiene sentido ―comentó, acariciando el lomo de Freki―. Yo diría que está vivo.

Lo miré esperanzada, pero me confundía la desesperación de Tálah por evitar que Eslaigo se hiciera la herida en cruz.

―Quizá es porque Eslaigo es un sacerdote de Ónegal.

Los ojos de Saci se abrieron mucho.

―Eso es imposible, Siracusa. El corazón de un sacerdote pertenece a los dioses, no pueden permitir que se rompa por nadie más. Sería como robarle a los dioses.

Pestañeé impresionada.

―¿Y si aun así lo hiciera?

―Lo castigarían con su vida.

Abrí la boca al darme cuenta de que a eso se había referido Tálah con perderlos a los dos.

―Lo ha hecho...

Saci pestañeó varias veces.

―Debes estar equivocada, significaría la muerte.

―Van a matarle ―exhalé espantada incluso a pesar de la magia del gorro.

―Eslaigo...

Saci siseó para acallarme y miró por encima de su hombro.

―Calla, Siracusa ―me censuró y volvió a mirar hacia atrás―. Vamos a hacer una cosa: devuélveme mi gorro y te concederé el deseo que quieras.

Me moví en un torbellino de aire y polvo para situarme a dos pasos de él.

―Devuélvele la vida a Buncrana ―le rogué.

Saci negó con la cabeza de forma casi imperceptible.

―Piensa bien, Siracusa ―me advirtió―. Tienes dos amigos en problemas y un solo deseo.

Me mordí el labio. Tenía razón. Aunque devolviera a Buncrana a la vida, Eslaigo aun tenía la cicatriz en su pecho que lo sentenciaría a muerte.

―Mi deseo es que me concedas dos deseos ―le dije, apresurada.

Saci negó con la cabeza.

―Eso no vale, yo también he visto Aladín ―dijo, poniendo una mueca.

―Pero...

―Siracusa, el arma más poderosa en esta vida es la sabiduría. He respondido a todas tus preguntas, y por lo tanto ya sabes cómo evitar la muerte de ambos con la información que tienes. Pídeme que regrese el tiempo atrás y te permitiré conservar estos recuerdos. Sabrás que hacer entonces.

Asentí entusiasmada y le devolví el gorro.

―Buenas noches ―dijo alguien entonces.

Alcé la vista y vi a aparecer a un hombro de cabellos grisáceos con un parche en el ojo. Iba acompañado de otro lobo.

Saci emitió una risa nerviosa.

―Buenas noches ―respondió con una sonrisa forzada.

El hombre me miró con fijeza y se me puso la piel de gallina al ver el peculiar azul de su ojo visible. Refulgía y no parecía tener pupila. Le aparté la mirada cuando noté que su lobo me olisqueaba la pierna.

―Geri, no molestes ―le dijo el dueño, y su voz resonó con una vibración sobrecogedora. Miró a Saci, quien se había colocado el sombrero y ya estaba de pie―. Me imaginé que Freki estaba contigo.

Saci se frotó las manos ansiosamente.

―¿Llevas mucho rato por aquí?

Por supuesto la pregunta hizo que el hombre intercalara una mirada curiosa entre Saci y yo.

―Acabo de llegar ­―le aseguró, con una sonrisa resabida―. Te dejo con tus asuntos. Vamos Freki.

El hombre se alejó flanqueado por ambos lobos, y Saci lo contempló hasta verlo desaparecer entre las raíces del Yggdrasil. Después se volvió hacia mí y soltó una bocanada de aire.

―Creo que no nos ha escuchado ―celebró en un susurro.

―¿Quién es? ―le pregunté desconcertada.

―Por los dioses, ¿es qué no sabes nada? ―se indignó él―. Ese era Odín.

―¿Odín? ―repetí yo patidifusa.

Saci sacudió la cabeza como si yo lo decepcionara y hastiara a la vez. En eso también me recordaba a Tálaha.

―A los dioses les gusta pasear a sus mascotas por aquí ―explicó―. Es hora de que te vayas ―terció entonces, y la siguiente vez que volví a pestañear estaba de nuevo frente al torniquete del portal de Rötter.

Miré el brazo de acero apretado contra mi bajo vientre y exhalé extasiada. Me di la vuelta despacio, casi asustada de no encontrarme lo que esperaba, pero allí estaba: Buncrana contemplándome con su habitual curiosidad.

Me ardió la nariz por dentro y mis ojos se llenaron de lágrimas. La abracé con tanta fuerza que me dolieron los músculos de los hombros.

―Siracusa ¿Qué haces? ―inquirió ella sin devolverme el abrazo.

Me solté y la tomé por los hombros para mirar su rostro.

―Te quiero ―le dije entre lágrimas y le acaricié la mejilla.

El rostro de Tálah detrás de ella pasó de estupefacto a fastidiado.

―¿Qué drogas has tomado ahora, Siracusa?

Le aparté de un empujón para llegar hasta Eslaigo, quien me miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Su camiseta no estaba cortada sobre el pecho ni tenía sangre, pero la toqueteé de todos modos para asegurarme.

―¿Qué troles haces? ―inquirió el joven, bajando la barbilla para mirarse también el pecho.

Le sonreí con cariño a su bonito rostro indignado.

―Levántate la camiseta, déjame ver tu pecho ―le ordené, quitándosela yo misma.

Tálah me cogió de la cintura y me apartó como pudo de Eslaigo.

―¿Os habéis besado o algo? ―le increpó a su amigo.

―¿Qué? No ―se defendió éste―. No sé qué duende le ha picado.

―Nadie me ha besado, ningún duende me ha picado ni he tomado drogas ―les corregí intentando abrazarlos a los tres―. Es solo que os quiero tanto.

―Está completamente loca ―me acusó Eslaigo, mirando a los demás.

Desde su perspectiva íbamos andado tan normal y de pronto me había dado la vuelta para declararles mi amor, abrazarles e intentar desnudarlo. Era normal que me creyera una demente.

―Estoy bien, estoy bien ―les aseguré alzando las manos en actitud inocente. Pero no pude resistirlo y le di otro abrazo a Buncrana. La había visto muerta y cubierta en su propia sangre.

Me sequé las lágrimas bajo la extrañada mirada de los elfos.

―Para alguien que tiene prisa, no paras de retrasarnos ―me espetó Eslaigo. Aun estaba enfadado por lo de Mr Otoño, pero sus celos ya no me divertían en absoluto. Ahora que Saci Pereré me había explicado las consecuencias de sus sentimientos por Buncrana, me daban escalofríos más que otra cosa.

―Está bien, crucemos el portal ―concedí en voz alta y apretujándome para adelantar a Tálah y Buncrana. No pensaba correr más riesgos.

―¿Dónde vas? ―Tálah intentó tomarme del brazo―. No tienes ni idea de lo que hay que hacer para cruzarlo y vas a hacerte daño.

Aunque me fastidiara reconocerlo, Tálah tenía razón en todos los sermones que me soltaba. Había puesto mi vida y la de ellos en peligro varias veces por mi impulsividad y mi ignorancia. No obstante, esta era la única vez que sabía lo que estaba haciendo.

Me acuclillé junto al torniquete y busqué el botón del que me había hablado Saci Pereré. Era un círculo amarillo con el dibujo de una campanita. Lo presioné y sonó una especie de timbre.

―¿Sabías que eso estaba ahí? ―me preguntó Buncrana extrañada.

Me encogí de hombro y les pedí que se pegaran a la pared. No quería arriesgarme a que más flechas aparecieran de la nada.

Me di la vuelta al escuchar el graznido de un cuervo quien bajó a nuestro nivel agitando sus alas y antes de llegar al suelo se transformó en un hombre vestido con un traje negro de los más elegante. la camisa que llevaba por dentro del traje estaba hecha de brillantes plumas negras. También salían plumas de sus guantes negros en la parte inferior de sus brazos.

―¿Quién va? ―preguntó contemplándonos sin expresión alguna.

―Buenos días ―lo saludé, echándole un vistazo de arriba a abajo―. Me encanta tu outfit.

El hombre entornó los ojos, pero por lo demás su expresión no mutó.

―Queremos cruzar el portal ―le informó, Buncrana.

―Deben pagar por cruzarlo.

―¿Cuánto es? ―me apresuré en preguntar. Pagaríamos hasta el último céntimo y no habría flechas perdidas.

―¿Cuál de vosotros ha pulsado el botón?

―Yo ―respondimos Tálah y yo al unísono. El hombre nos echó una mirada gélida que me puso un tanto nerviosa.

―Yo he pulsado el botón ―barboté, alzando un dedo. Teníamos que hacer las cosas bien y sin mentiras, pues aquel lugar era peligroso.

Tálah frunció los labios nada contento con mi comportamiento.

―Entonces tú debes pagar por los cuatro ―me informó el hombre.

―De acuerdo ¿cuánto es? ¿Aceptáis la moneda de Alfheim?

A pesar de que el hombre no era muy expresivo, pude notar su desconcierto ante mis preguntas.

―No aceptamos dinero de ningún tipo. Debes pagar en sabiduría.

Varios bufidos resonaron a mi espalda. Miré por encima de mi hombro ofuscada.

―Genial, estamos perdidos ―declaró Tálah, apoyándose contra la pared en rendición.

―Tenía que haber apretado yo el botón, Siracusa ―me increpó Eslaigo.

Los miré ceñuda por su falta de confianza en mi sabiduría.

―No puedes ser siempre el líder, Eslaigo ―le espeté―. Ni siquiera sabías que había un botón. Algo peor podía haber pasado si alguno de vosotros fuera el primero.

Me giré hacia el hombre irritada con ellos. No tenían ni idea de lo mal que podía haber salido todo aquello, pero yo sí.

―¿Qué tengo que hacer?

―Responder con corrección a una pregunta―me informó el portero.

Buncrana me apretó el hombro.

―Siracusa, tu puedes hacerlo. Confío en ti ―me animó con una sonrisa alentadora.

―Gracias amiga ―le respondí, marcando la palabra amiga para dejar claro que no incluía a los chicos. Le hice un gesto con los dedos al hombre cuervo―. Dispara.

El hombre izó la mano izquierda con un ballesta y la apuntó directamente a mi pecho. Di un respingo y alcé las manos en son de paz.

―Eh, no, no, no ―lo apacigüé, espantada. Despues hice aspavientos sobre el torniquete frente a mis piernas―. No he cruzado el portal sin pagar.

Él pestañeó confuso y bajó el arma.

―Me has pedido que disparara, creí que os disponíais a cruzar sin pagar.

Mis hombros se hundieron de puro alivio.

―Me refería a la pregunta ―le casi grité por los nervios―. Que me hagas la pregunta.

Por los dioses, aquellos seres eran demasiado literales para mi paz mental.

―De acuerdo. El acertijo que debes resolver es el siguiente: Entra seco, sale mojado ―comenzó con tono solemne.

¿Enserio? pensé alzando una ceja con una respuesta muy particular en mente y segura de que estaba bromeando, pero el hombre prosiguió tan serio como si no hubiera dicho nada verde. Quizá yo tuviera una mente sucia.

―Cuanto más tiempo permanece dentro...

O quizá no.

―...más fuerte se vuelve.

Me quedé mirándolo un rato a la espera de que dijera algo más, pero el hombre cuervo se limitó a mirarme solemne a la espera de una respuesta.

―¿Eso es todo? ―quise asegurarme.

Asintió con la barbilla alzada.

―Que bien Siracusa, te ha tocado una muy fácil ―celebró Buncrana a mi espalda.

¿A sí? ¿De verdad sería pena la respuesta?

Me giré hacia los elfos y vi sus expresiones de alivio.

―¿Estas preparada para responderle? ―me preguntó Eslaigo con los brazos cruzados―. Por suerte te ha tocado un acertijo bastante evidente.

Forcé una sonrisa mientras empezaba a entrar en pánico. ¿Era solo yo la que pensaba que no era tan evidente?

―Sabes la respuesta, ¿verdad Siracusa?

¿La respuesta era pene? No, no podía ser, aquellos seres no tenían sentido del humor, tenía que ser otra cosa, pero ¿el qué?

Entra seco, sale mojado, cuanto más tiempo permanece dentro, más fuerte se vuelve. Un pene no se vuelve más fuerte dentro, bueno al principio sí, pero después se afloja...no podía ser esa la respuesta. Si respondía algo así iba a hacer el ridículo de mi vida.

―¿Siracusa? ―me llamó Buncrana. Los tres me observaban con atención y no me dejaban pensar.

Entra seco, sale mojado, cuanto más tiempo permanece dentro, más fuerte se vuelve. Piensa, Siracusa, piensa. Ignora sus miradas y piensa. ¿Qué puede ser?

Pene.

Los elfos me miraban como si la respuesta les pareciera insultantemente obvia, y mientras mi mente no dejaba de chillarme esa palabra en bucle. Se había quedado pillada. Veía penes danzando en mi pantalla mental con plumas de cuervo. Era tan estúpida como me creían. ¿Por qué me había mudado a Alfheim? ¿Por qué había decidido vivir rodeada de esos seres altivos e inteligentes que me recordaban constantemente lo vulgar de mi humanidad?

―Siracusa, mírame ―Tálah me tomó por los hombros y puso su rostro al nivel del mío―. No te pongas nerviosa, sabes la respuesta. Entra seco, sale mojado, cuanto más tiempo permanece dentro, más fuerte se vuelve. Piénsalo, sabes de qué se trata. Tu misma lo has usado.

Me mordí el labio inferior bajo su atenta mirada.

Pene, seguía repitiendo mi estúpido cerebro. El pene de Tálah. Ay, no, para.

―Creo que le está dando un ictus ―dijo Eslaigo, contemplando también mi rostro de cerca.

El pene de Eslaigo.

No, por favor. Basta. Te odio, cerebro. Te odio.

Me froté la frente, que empezó a transpirarme y me aparté de ellos.

―Está bien, Siracusa, respira hondo ―me indicó Buncrana―. Nota como el aire entra por tu nariz, nota como cosquillea tus fosas nasales. Como hincha tu pecho y tu abdomen.

Seguí las indicaciones de Buncrana durante varias respiraciones profundas y me mente pareció tranquilizarse.

Entra seco, sale mojado, cuanto más tiempo permanece dentro, más fuerte se vuelve.

―Creo que lo tengo ―musité no muy convencida. Buncrana me sonrío con confianza y asintió.

Miré al portero e inhalé profundamente. Aun estaba mareada por el casi ataque de pánico que había tenido.

―La respuesta es... ―me mojé los labios. ¿Tendría sentido mi respuesta en el mundo de aquellos seres? No me lo parecía, pero para mí si lo tenía―. La respuesta es: un gordo en el gimnasio.

Se hizo un silencio ensordecedor tras mis palabras. Hasta el viento parecía demasiado chocado como para emitir su particular silbido en aquel laberinto de madera.

El portero abrió la boca y pestañeó un par de veces antes de encontrarse la voz.

―¿De dónde habéis sacado a este... ser? ―lo dijo, arrugando la nariz, incapaz de encontrar una palabra mejor para describirme.

La respuesta era incorrecta.

―Es humana ―respondió Eslaigo como si eso explicara mi estupidez. Quizá lo hacía. Me costaba pensar que mis amigos de Midgard se les hubiera ocurrido algo mejor.

Me di la vuelta rendida, no tenía sentido retrasar lo inevitable. Los rostros decepcionados de los elfos me golpearon a pesar de haberlo esperado.

―¿Cuál era la respuesta correcta? ―le pregunté a Buncrana derrotada y avergonzada.

―La respuesta era una bolsita de té ―me respondió ella con una expresión piadosa.

Una maldita bolsa de té. Sacudí la cabeza disgustada conmigo misma.

―Yo apretaré el botón ahora ―dijo Eslaigo, empujándonos contra la pared para adelantarse.

―No es posible hasta dentro de un año ―le respondió el portero sin expresión alguna―. Deberíais haber elegido mejor a vuestro portavoz.

Tras esa demoledora noticia dio un salto y se trasformó de nuevo en cuervo.

―Un momento ―lo llamó Buncrana.

El cuervo regresó a la forma humana y miró expectante a la elfa.

―¿Si?

―¿Qué es incorrecto en la respuesta de Siracusa? ―preguntó entonces.

―No era la respuesta.

Buncrana sacudió la cabeza sin dejarse amilanar por el hombre.

―Pero no es incorrecta. Un... ―se detuvo y pestañeó antes de decir la siguiente palabra que resultaba cómica en sus labios ―...gordo entra seco en el gimnasio, sale mojado de su sudor; y cuánto más tiempo permanece dentro, más fuerte se vuelve. La respuesta es correcta al acertijo, aunque no fuera la que esperabas.

El portero pestañeó confuso.

―Es una respuesta tonta ―protestó.

―Quizá para nosotros, pero en Midgard, de donde viene Siracusa, tiene bastante lógica.

El hombre cuervo cambió el peso sobre sus pies un tanto desconcertado.

―Si no vas a dejarnos cruzar el portal, debes decirnos que es lo incorrecto de su respuesta ―lo instó Tálah.

Titubeó ante nuestra atenta mirada. Lo cierto era que no había nada incorrecto en mi respuesta, aunque les pareciera tonta.

Poniendo los ojos en blanco, hizo un movimiento de mano y la luz roja del torniquete se volvió verde.

―Podéis pasar ―caludicó en tono plano.

―Sin flechas en el corazón ―maticé, alzando mi dedo índice hacia su rostro.

―Sin flechas ―prometió él aburrido, un segundo antes de transformarse en cuervo y alejarse volando.

El torniquete giró cuatro veces, permitiéndonos pasar al otro lado, sin incidentes esta vez.

―Bien hecho Siracusa ―me felicitó Buncrana, enlazando su brazo con el mío.

Sonreía satisfecha.

―Sabía que era una buena respuesta ―celebré―. Mejor que lo del pene, al menos.

―¿Qué? ―preguntó ella extrañada.

―¿Qué? ―repetí yo con inocencia, fingiendo no haber dicho nada.

Cuando les conduje al agujero oculto por vegetación por el que había caído durante el horrible pasado alternativo y les indiqué que era el camino hacia las raíces del Yggdrasil me miraron incrédulos e intercambiaron miradas confusas.

―Siracusa, ¿cómo sabías que estaba eso ahí? ―me preguntó Buncrana, poco acostumbrada a que yo supiera cosas.

Me encogí de hombros.

―Lo he deducido.

Eslaigo se puso de rodillas y apartando las trepaderas oteó por el agujero. Las plantas estaban atravesadas como si nadie hubiera pasado por allí en un tiempo. Suspiré aliviada ante otra prueba de que lo ocurrido había sido borrado.

Eslaigo se lanzó por el agujero, y Buncrana fue tras él. Cuando me dispuse a saltar la siguiente, Tálah me puso la mano en el antebrazo para deterneme.

―¿Cómo sabías del botón y del agujero? ―me preguntó, con los ojos entornados.

―Lo he visto en el manual ―mentí, e hice el amago de saltar, pero él no me lo permitió.

―No está en el manual, Siracusa ―dijo entre dientes―¿Qué estás ocultando?

Me planteé explicarle la verdad sobre lo ocurrido, pues notaba un peso en mi corazón que no era nada agradable, pero me daba miedo pronunciar las palabras en alto tan cerca del Yggdrasil y que algún dios escuchara lo que Eslaigo había sido capaz de hacer por amor a alguien que no era uno de ellos.

En lugar de eso, le sonreí inocente.

―No seas paranoico ―le sugerí, deshaciéndome de su agarre y apresurándome en bajar por el agujero.

Esta vez aterricé sobre mis pies y cuando me levanté, vi como Eslaigo le quitaba una hoja del pelo a Buncrana. Se me revolvió el estómago de puros nervios al verlos tan cerca el uno del otro.

Miré a nuestro alrededor, preguntándome si Odin, Loki o algún otro dios estarían paseando a su mascota por allí. No parecía haber nadie, pero, aun así, me moví rauda para interponerme entre los dos, sirviéndome de los codos.

―Pues ya estamos en las raíces ―anuncié innecesariamente con una sonrisa forzada―. Es muy fácil ver dioses por aquí ―les informé, echando una mirada significativa a Eslaigo.

El moreno entornó los ojos y me contempló con sospecha.

―¿Cómo sabes tú eso?

No le respondí, aprovechando que Tálaha acababa de aterrizar frente a nosotros. Los elfos echaron un vistazo a su alrededor, registrando el peculiar mundo de las raíces gigantes del Yggdrasil, que constituían montañas de madera. Hasta los granos de la tierra resultaban piedras del tamaño de puños para nosotros. Alguna que otro hoja enorme estaba tirada por el suelo como una sábana amarillenta y tiesa.

―Buenas tardes ―nos saludó una voz que yo ya conocía. Se trataba de Saci Pereré, que estaba fumando de su cachimba apoyado contra la pared de una de las raíces del Yggdrasil, junto a una puerta tallada en la madera de la que salía luz. Debía ser su casa.

―Buenas tardes, debes ser Saci Pereré ―respondió Eslaigo, alzando la mano para saludarlo ―. ¿Podrías indicarnos el camino hacia las Nornas?

El muchacho soltó una bocanada de humo que salió en forma de donuts que se hicieron más grandes conforme se dispersaron en el aire.

―Son ellos, ¿verdad? ―me preguntó a mí directamente―. Lograste hacerlo bien esta vez.

Por el rabillo del ojo, percibí las miradas de confusión que me echaron los elfos.

―No sé de qué me hablas ―le respondí con una sonrisa inocente―. Debes confundirme con otra persona.

Saci Pereré frunció el ceño, pero me concedió el beneficio de su discreción.

―Las Nornas están al otro lado del tronco, pero claro, las raíces son demasiado altas como para que las escaléis. Debéis alejaros allá donde las montañas de madera son más bajitas y empiezan a penetrar en la tierra.Allí podréis bordear el Yggdrasil hasta dar con ellas.

Eslaigo asintió siguiendo la dirección de su mirada.

―¿Cuánto crees que tardaremos en llegar? ―le preguntó a continuación.

Saci se rascó la barbilla.

―Hoy no llegaréis, ya está anocheciendo. Si madrugáis, mañana para el almuerzo deberías estar allí.

―Te lo agradezco ―le dijo Eslaigo con un movimiento de cabeza.

―Muchas gracias, Saci ―aproveché para decirle, me adelanté varios pasos y le di un abrazo. Notaba lágrimas en mis ojos, pero en esa posición solo él podía ver mi rostro―. De verdad, muchas gracias.

―De nada, menina ―me respondió en una palabra que no reconocí. Debía ser un dialecto de aquella zona.

Nos alejamos por donde nos había indicado, siguiendo el costado de una de las raíces.

―Esa reacción ha sido un poco exagerada, ¿no crees Siracusa? ―se burló Eslaigo, creyendo que yo también le había agradecido la información sobre la ubicación de las Nornas.

―No, no lo creo ―me limité a responder seria y sin mirarle.

Tálah me contempló con los ojos achinados, sus sospechas, sin duda, incrementadas.

Caminamos durante otra hora más, durante la cual la noche se instauró del todo. No había estrellas en aquel peculiar lugar, o si las había estaban tapadas por las nubes. En los reinos, había una capa de estrellas que en ocasiones estaba más baja que las nubes, permitiéndonos ver millones de brillos en el cielo despejado. Otras veces las nubes descendían y las ocultaban. Se decía que cuando las estrellas brillaban, los dioses nos observaban. Suspiré, pensando que al no haber estrellas allí, nadie habría sido testigo de lo ocurrido aquella tarde.

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